10
Un día después de recibir la noticia de la muerte de Sejano, subí la pequeña colina detrás de mi villa, al lugar donde había encontrado al joven dios que me había prometido paz de espíritu a cambio de mi reputación. Quería reprenderlo por haberme engañado, ya que había sacrificado la una sin conseguir la otra. Pero no se me apareció en esta ocasión. En su lugar, soplaba un viento helado procedente del norte y el cielo se había vuelto tan gris como el dorso de una paloma.
Sejano se me apareció en sueños, con su lengua hinchada saliéndosele de entre los labios amoratados, y en sus ojos el reproche que sus labios no podían pronunciar. Me desperté sollozando, y tembloroso. La duermevela que se me otorgaba lo interrumpían y hacían miserable los sueños en los que se torturaba cruelmente a la belleza, y hombres y mujeres me dirigían acusaciones e improperios. Yo me acurrucaba en un rincón, con una manta sobre mi cabeza, mientras que el ruido de pasos pesados y encolerizados merodeaba, y las voces exigían una muerte dolorosa y llena de ignominia.
Se había expuesto el cuerpo de Sejano por tres días en las escalinatas Gemonias, a merced de los insultos de la chusma, y la misma chusma hubiera tenido el mío, expuesto a su lado. Y había algo en mí que gritaba que yo no merecía mejor suerte. «¡Al Tíber con Tiberio!», gritaba la multitud.
Escribí al Senado:
Si sé lo que escribiros ahora, en un momento así, senadores, o cómo escribirlo, o qué no escribir, que los dioses me hundan en una ruina peor que la que se va apoderando de mí día tras día...
Cuando me enviaron una misión de consuelo, me negué a recibirla. Algo peor, aún peor, le siguió a esto. Cuando estaba ya preparado para decir que había experimentado lo peor, me di cuenta de que eso no era verdad. Apicata, la esposa abandonada por Sejano, me escribió una carta:
... que no me hubiera atrevido a escribirte antes, Tiberio. He vivido con un terrible secreto durante varios años y es ahora justo y apropiado que lo comparta contigo. Prepárate para experimentar un dolor como nunca lo has podido experimentar, algo que tiene forzosamente que ser la culminación del dolor y la aflicción. Tú creias que tu noble hijo Druso había muerto de una muerte natural, aunque no por eso menos llorada. No es así. Lo asesinó, a instigación de su mujer Julia Livila, mi marido Sejano, a quien aquella mujer había hechizado. No querrás creer esto, pero ¿por qué se te ha de ocultar el terrible secreto que yo he guardado dentro de mí años y años...? Si buscas pruebas, pregunta a los esclavos que le atendieron en su lecho de muerte.
No quería ninguna prueba. No obstante la busqué. Los malditos culpables fueron interrogados y confesaron. Cuando se le comunicó esta noticia a Julia Livila, a la que hasta entonces no había considerado culpable de nada más que de lascivia y depravación, se dio cuenta del peligro de su situación y se envenenó. Así que esta mujer, que era la hija de mi amado hermano Druso y de Antonia, a quien siempre había respetado, y a la que con tanto orgullo había visto desposarse con mi querido hijo Druso, murió en la vergüenza y la ignominia. Estas revelaciones y su suicidio me afectaron de tal forma que nunca desde entonces he podido forzarme a hablar con Antonia.
Todo lo que yo estimaba como bueno está deslustrado y convertido en algo sucio y repugnante.
En la ciudad, ese sumidero de iniquidad, los senadores siguen ocupándose de acusaciones y venganzas. Ya casi no me importa qué delitos se imputan y a quién se lo imputan. Que se maten unos a otros como ratas hambrientas en una ratonera...
Agripina murió, loca, dos años exactos después de la ejecución de Sejano. Su hijo Druso, aún más demente, murió maldiciéndome y acusándome de los crímenes más monstruosos. Yo ordené que el relato de sus últimos meses se leyera ante el Senado. Se me informó de que muchos sollozaban mientras otros se estremecían de asco. No me importó. Que vean lo que han hecho de Roma. Que se den cuenta de a qué clase de imperio me han condenado.
En dos o tres ocasiones me puse en marcha para visitar Roma. En cada una de estas ocasiones, la náusea se apoderó de mí y tuve que regresar. Una vez encontré que mi serpiente domesticada, una criatura que yo había adoptado debido a la revulsión que las serpientes inspiran en general entre hombres y mujeres, había muerto y se la estaban comiendo las hormigas. Un adivino, para ayudarme, interpretó esto como un aviso de que debía precaverme de la multitud. Yo le contesté que no necesitaba tal aviso.
El trabajo era el único paliativo, porque hasta la belleza de la isla parecía ser tan sólo una especie de burla de mi experiencia. Por consiguiente pasaba horas estudiando detenidamente las cuentas que me enviaba el Tesoro, examinando los informes de los gobernadores, comprobando los suministros para el ejército, considerando proyectos de construcción, corrigiendo los abusos de los empleados. Surgió una crisis financiera: la resolví poniendo a la disposición de los ciudadanos préstamos libres de impuestos. Tomé medidas para calmar la alarma en la frontera oriental. Trabajaba largas horas, como si todo tuviera importancia, aunque ya no creía que nada la pudiera tener.
Algunas veces, en las primeras horas de la tarde, experimentaba ráfagas de felicidad al mirar, por encima de las relucientes copas de los olivos, al océano, o cuando el bebé de Segismundo y Eufrosine gateaba por la terraza hasta coger en sus manos el borde de mi toga. Pero, al ponerse el sol, miraba a través de la bahía las rocas de la sirena, y sollozaba por no haber podido oír nunca el canto de la sirena, y nunca lo oiré.
Los recuerdos vienen a mi mente vacilantes como las sombras creadas por las llamas. Mecenas diciéndome cómo había colaborado con el tiempo y el mundo en la destrucción del muchacho que amaba... Agripa echando hacia atrás la cabeza y profiriendo juramentos, y a continuación, dándome una palmada en el hombro y diciendo que era al menos un hombre... Los refrescantes ojos y la suave voz de Vipsania... Julia acariciando la larga silueta de su muslo y pidiéndome que la admirara... Augusto con su lengua mentirosa y halagador... Livia azotándome hasta que yo le confesaba que era suyo... El joven Segestes y Segismundo, y la promesa de liberación... Sejano, sí, hasta Sejano, cómo era cuando lo vi por primera vez en Rodas y echaba hacia atrás la cabeza, dejando ver su tersa garganta, mientras se reía de las dificultades y se deleitaba en el hecho de estar vivo...
Por la noche, esperando oír el canto de la lechuza, el pájaro de Minerva, oía sólo el canto de los gallos y el ladrido de los perros.
Mi vida ha sido consagrada al deber.
«¿Por qué prolongar la vida a no ser para prolongar el placer?», suspiraba mi pobre padre mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. El deber... y ¿cuál es el final? Cayo mandará en Roma en mi lugar. Si me importara Roma, haría que lo depusieran. Pero lo merecen. El otro día lo encontré dándole gritos de furia a mi nieto, el pequeño Tiberio Gemelo, aunque ya no es pequeño sino un joven de quince años, alto, esbelto y guapo.
—Contrólate —le dije a Cayo—. Pronto me habré muerto y entonces serás libre y podrás matarle. Y otra persona vendrá y te matará a ti. Así es como va el mundo...
En Roma este hombre acusa a aquél de traición, y así sucesivamente. Si realmente hubiéramos restaurado la República, habríamos perdido el Imperio, pero tal vez hubiéramos...
Una reflexión trivial. No hay razón para continuar este relato de mi vida, que va a terminar como empezó: en temor, traición, desdicha y desprecio.
Otra jarra de vino. Tal vez el ruiseñor cantará antes de que me retire..., me retire a descansar mi cuerpo, pero nada más.
No he escrito nada en meses, pero lo voy a hacer de nuevo, aunque sólo sea para informar a la posteridad de la razón de mi última acción, que tal vez la posteridad vea de otra manera (no me cabe duda), como el juicio final de un prolongado drama de venganza contra la familia de Germánico.
Esta tarde se acercó a mí Segismundo. Estaba temblando. Le pregunté qué le pasaba y no vaciló en decírmelo.
Ayer mi sobrino nieto y presunto heredero de este Imperio del infierno, Cayo Calígula, hijo del héroe Germánico, violó a Eufrosine, que está en su sexto mes de embarazo. Esta mañana ha sufrido un aborto. Segismundo se arrodilló delante de mí, tomó mis manos en las suyas, e imploró venganza. Le miré fijamente a los ojos. Su rostro, que es ahora redondo y ya no hermoso, estaba empapado de lágrimas y descompuesto por la aflicción. Su voz temblaba al hablar.