10
En el otoño de ese mismo año, cuando Julia y yo descubrimos nuestro amor, murió mi hermano Druso. Estábamos los dos ocupados en una doble campaña en las fronteras del norte del Imperio. Mientras yo sometía Panonia, avanzando hacia las orillas del caudaloso río Danubio, Druso, con una mezcla de prudencia y audacia digna de admiración, se adentró en los misteriosos bosques de Germania atravesando el territorio de los queruscos y los marcomanos hasta llegar al río Elba, donde erigió un trofeo para señalar la nueva frontera de la dominación romana. Pero esto no fue una mera incursión, porque hizo construir una serie de fortificaciones siguiendo la dirección de su marcha, para proteger su retaguardia, mientras que al mismo tiempo nuevas y bien guarnecidas fortificaciones defendían el Rin. No hubo nunca un romano que mereciera más crédito ni que hiciera más por nuestra ciudad que mi querido hermano Druso en sus campañas en Germania. Pero poco después, al cruzar un río crecido por las lluvias de octubre, su caballo resbaló. Druso se dio con la cabeza en una roca agrietada, y se le tuvo que sacar sin conocimiento del agua. Se me comunicaron las noticias de lo ocurrido y demorándome lo imprescindible para dejar organizado lo necesario para mis tropas, me puse en marcha velozmente hasta llegar a su cabecera. Recorrí unos setecientos kilómetros en menos de sesenta horas y llegué al fin para encontrar a sus médicos pálidos y nerviosos. Sintieron un gran alivio al verme, porque sabían que yo confirmaría que habían hecho todo lo posible por mi hermano. Druso recobraba el sentido sólo de forma intermitente. Yo me senté al lado de su cama de campaña, dirigiendo a los indiferentes dioses oraciones inútiles, mientras que él, desdichado muchacho, balbucía palabras que yo no podía entender, y se agitaba moviéndose de un lado a otro, presa de una terrible fiebre.
—Está tan débil —decían los médicos—, que no nos atrevemos a sangrarle más.
En su lugar aplicaron compresas de hielo a sus sienes y frotaron su cuerpo con una esponja empapada en agua extraída de un pozo profundo. El sudor se secaba en su frente. Abrió los ojos, me vio, me reconoció y me habló con una voz que era tranquila pero que tenía ya un sonido como procedente de otro mundo.
—Sabía que vendrías, hermano. He estado esperando hasta que vinieras... Dile a nuestro padre —incluso en ese momento advertí la naturalidad con que Druso usaba ese término para referirse a Augusto— que he cumplido con mi deber. Pero no creo que nunca podamos... —y sollozó.
Yo le apreté la mano. De nuevo se abrieron sus ojos.
—Cuida de mis hijos, hermano, y de mi amada Antonia. Siempre ha sentido respeto y afecto por ti, y...
Su voz se debilitó y él pareció ahogarse. Le acerqué una taza de vino con agua a los labios.
—Me siento como un desertor. —Suspiró, cerró los ojos, y unos instantes después murió.
Me quedé sentado a su lecho mientras la noche helaba mis huesos. Recordé su inocencia y su naturalidad, su honradez, su facilidad para otorgar afecto. Una vez vino a verme y me sugirió que fuéramos a hablar con Augusto y le recomendáramos que hiciera restaurar la República hasta recobrar la forma que tenía antes.
—Tú y yo, hermano, sabemos que la restauración que nuestro padre llevó a cabo era falsa, y que sólo una resurrección de nuestras antiguas instituciones puede hacer posible el que Roma recupere su salud moral, su vieja virtud. —Yo le puse la mano en el hombro para expresar mi conformidad, e hice un gesto negativo con la cabeza.
—Estás pidiendo lo que no puede ser —le dije. Pero, ahora, al oír el chillido de una lechuza a través de la noche, sabía que era la buena disposición de Druso para intentar lo imposible, su rotunda negativa a sentirse obligado a obrar por la apariencia de la necesidad, lo que me había hecho amarlo.
A la mañana siguiente se vació y embalsamó su cuerpo. Y al día siguiente empezó su largo viaje a Roma el cortejo funerario. Yo caminaba a pie junto a la rueda del vehículo que transportaba su féretro. En cada pueblo que pasábamos la gente se descubría, porque su fama le había precedido. De noche dormí en un colchón extendido en el vagón, al lado de su féretro. Así cruzamos los Alpes, salimos de las lluvias y descendimos a través de Italia, donde los campesinos estaban de vendimia, y los olivos crujían bajo el peso de la fruta. Llegamos a Roma y se sepultó a mi hermano en el mausoleo que Augusto había hecho construir para la familia; yo hubiera preferido que reposara en una tumba Claudia, pero no se consultaron mis deseos.
Mientras tanto Julia había permanecido en Aquilea, en la Galia Cisalpina, en el extremo septentrional del Adriático. Estaba esperando otro hijo y su médico le había prohibido viajar.
En una cena, Augusto habló de Druso. Fue sincero, y sus palabras me produjeron cierto embarazo. Siempre que su voz se llena de miel, no puedo por menos de darme cuenta de lo que deja de decir. Me produce inquietud la sensación de contradicción y discrepancia que experimento: saber que esta cálida y hermosa voz ha escupido órdenes para matar a gente y destruir vidas humanas. Trato de hallar excusas para disculparle, diciéndome a mí mismo que no es culpa suya el que se le haya puesto en una situación en la cual no tiene más remedio que tomar decisiones intolerables. Y entonces me acuerdo de que se halla en esa situación precisamente porque lo que deseaba era poder.
Después pasó a hablar de todos los seres que le habían dejado: de Agripa, del poeta Virgilio, de Mecenas, que estaba agonizando, y del propio Druso. Y entonces se volvió hacia sus nietos, mis hijastros, que son también —todo esto se hace cada vez más confuso— sus hijos adoptivos: Cayo y Lucio. Les dijo que eran la luz de su vejez, el fuego que calentaba su corazón, y la esperanza de Roma. Lucio, que es el más simpático de los dos, y realmente un chiquillo bueno y afectuoso, tuvo la cortesía de ruborizarse.
Pero a la mañana siguiente era de nuevo el princeps, dominando a Augusto el sentimental, que tiene la capacidad de embarazarme, de hacerme sentir violento.
—Tendrás que ir a Germania —dijo—, a hacerte cargo del deber que ha dejado Druso.
Yo le indiqué que la situación en Panonia era todavía inestable.
—Has conseguido mucho allí —dijo—, y Cneo Pisón tendrá la competencia necesaria para consolidar tu obra. Pero la situación en Germania es distinta. Druso ha empezado, pero su obra se desmoronaría si no la continuamos. ¿No te das cuenta? Hay que subyugar a Germania, hacer que las tribus entren en nuestra órbita, o si no, todo lo que allí logró Druso se perdería. Sería como si nunca hubiera estado allí. Y tú, Tiberio, eres el único hombre capaz de lograr la victoria total que será la verdadera conmemoración de la obra de tu querido hermano, mi amado hijo...
Volvió a su voz, con esta última frase, el tono de embarazosa sinceridad. Era la sinceridad del actor. Entonces dijo:
—Me parece que tienes dudas acerca de la campaña en Germania.
Parecía estar nervioso mientras yo permanecía en silencio.
—Vamos, responde...
—Perdón, estaba poniendo en orden mis pensamientos. Druso no tenía duda...
—Y ésa fue la razón por la que le mandé primero a él a Germania, y a ti, Tiberio, a Panonia.
—Sí —dije—, la situación en los dos frentes me parece bastante diferente. Basta mirar el mapa para comprenderlo. Panonia, la frontera del Danubio, está a una corta marcha de distancia de la Galia Cisalpina, y aunque todavía usamos el término, a mí me parece que la provincia se diferencia muy poco de la propia Italia...
—Eso es lo que Virgilio, que, como recordarás, era de Muntua, en el norte de esa provincia, solía decir. Y los dos tenéis razón. Y ¿qué quieres decir con esto?
—Que debemos conservar Panonia y la línea del Danubio. Pero Germania es diferente. No me parece que las tribus se presten a que se las civilice. Mientras que Galia misma puede ser adecuadamente protegida por la barrera natural del río Rin. Por todo esto dudo del valor de Germania, ciertamente en proporción a lo que va a costar subyugarla. Temo que algún terrible desastre caiga un día sobre los ejércitos romanos en aquellos salvajes bosques. Germania es un desierto de árboles.
—No obstante —continuó Augusto; y yo sabía que, al pronunciar esa palabra, mis objeciones no servirían de nada, porque su decisión estaba ya tomada. Cuando el princeps pronuncia esa palabra, eso significa que acepta la validez de tu razonamiento, pero que su voluntad ha de prevalecer—. Un imperio como el de Roma no puede descansar. El día en que cese de crecer será el día en que nosotros dejaremos de cumplir nuestro deber. Los dioses prometieron a Eneas y sus descendientes un imperio sin límites. No podemos arrogarnos la responsabilidad de decidir que ya hemos ido suficientemente lejos. Naturalmente, por razones tácticas, se puede tomar una decisión así, momentáneamente. Pero sólo así. Por añadidura, es solamente la expansión de nuestro Imperio lo que hace que la nobleza romana se resigne a la pérdida de libertad. No olvides esto nunca.
—Libertad que se perdió precisamente en aras del Imperio.
—Una verdad innegable, y por lo tanto una verdad de la que no se debe hablar.
Augusto se presentará a sí mismo como un enigma para los historiadores. Porque ¿cuál de sus pronunciamientos han de creer? En un momento determinado se nos presentará como el salvador de la libertad de Roma y el restaurador de la República; a renglón seguido, confesará que la libertad se ha desvanecido y que las funciones y cargos republicanos no son más que decoraciones. No obstante, él apoya su poder, o al menos la expresión legal del mismo, en la tribunicia potestas, que representa la plena afirmación de la libertad republicana. ¿Cuánto cree él mismo de todo lo que dice?
—Una pregunta sin sentido —diría Livia—. Tu padre usa las palabras como fichas, que es, a fin de cuentas, lo que son. Es un hipócrita engañado por su propia hipocresía. Diga lo que diga en un momento determinado, eso es para él la verdad, o lo que tiene el sonido de la verdad. Y ésa es la razón por la que es tan hábil en engañar a los demás.
Germania no era lugar para llevarme a Julia. Yo me tuve que apresurar a ir allí en pleno invierno, porque las exigencias de la guerra moderna en las remotas tierras bárbaras requerían un nivel de preparación tal que hubiera sorprendido al propio Julio César, el genio de la improvisación. Yo, al carecer de genio, evitaba tener que improvisar. Era además necesario que me informara lo mejor posible sobre las tribus que me iban a enfrentar. Hay por supuesto un gran parecido entre una tribu germánica y otra, pero no todas sienten la misma inclinación hacia la guerra, porque esa inclinación varía en relación con el carácter y forma de actuar de los diferentes jefes de ellas. Una consecuencia de esto es que, aunque luchan por tribus, una tribu determinada puede contar entre sus hombres un número considerable de gente de fuera de ella, porque jóvenes de alto linaje buscan prestar su servicio en el ejército de una tribu vecina, si sus propios cabecillas no sienten la inclinación de hacer la guerra. No obstante, y en general, la paz no es algo que se valore entre los pueblos germanos, distinguiéndose estos pueblos especialmente en medio del peligro porque, al carecer de maestría en las artes y refinamientos civiles, es solamente en la guerra donde un hombre puede lograr fama. Por añadidura, no es posible mantener un séquito numeroso, como les gusta a estos cabecillas, que miden su propia posición por el número de sus seguidores y partidarios, a no ser por medio de la guerra y la violencia, ya que depende de la generosidad de esos jefes la obtención de un caballo de guerra y una lanza. Estos guerreros no reciben soldada alguna, lo cual no es de sorprender, porque los bárbaros desprecian el dinero. Pero sí aceptan, por otra parte, regalos de sus jefes, y esperan que se les alimente bien. Son grandes bebedores, hasta el exceso, puesto que creen que el beber mucho y el valor en la guerra son cualidades inseparables. Tienen también otra cualidad que es una cierta jactanciosa generosidad, pero son más salvajes y crueles que lobos. De hecho experimentan un sádico placer en torturar a sus prisioneros antes de matarlos.
Como yo me temía, la moral de nuestro ejército era baja. Los soldados estaban deprimidos por la muerte de Druso. Además, descubrí que el alcance de lo que había logrado mi hermano no iba tan lejos como habíamos creído. Pero no era culpa suya sino una confirmación de la enormidad de la tarea que se le había encomendado. Aunque había avanzado a través de la selva hasta llegar al Elba, fue solamente en las regiones costeras donde pudo iniciar esa política de civilización que es parte imprescindible de cualquier conquista que aspire a ser duradera. Había hecho construir un canal a través de los lagos de Holanda y esto había persuadido a las tribus que residían allí, los frisones y los bátavos, a que se hicieran aliados del pueblo romano, porque vieron no sólo nuestra grandeza sino el futuro de una prosperidad difícil de imaginar, abierto ante sus mismos ojos. Es el comercio lo que engrasa las ruedas del Imperio, y es la construcción de carreteras, puentes y canales lo que hace posible ese comercio.
Germania no tenía ciudades. De hecho ni siquiera se puede decir que los germanos vivan en pueblos, tal y como nosotros entendemos este concepto. Prefieren vivir separados y diseminados y construyen sus pueblos sobre terrenos abiertos, con frecuencia muy extensos entre una casa y otra. Por consiguiente no tienen ningún interés en aprender las artes y la forma de comportarse de sociedades civilizadas: yo me di cuenta enseguida de que esto iba a ser un gran problema. Era evidente que no se podría conquistar, total y eficazmente, a Germania hasta que la cuestión del terreno se resolviera, las ciudades se construyeran y las colonias se establecieran. Por otra parte era difícil convencer a los colonizadores a que se establecieran, hasta que las tribus hubieran sido debidamente subyugadas y persuadidas a reconocer la majestad y el orden de Roma.
Fue éste un problema que no logré resolver en los tres años que pasé en Germania. Lo único de que puedo vanagloriarme es simplemente de haber identificado el problema y dar unos pocos pasos experimentales mediante algunos trabajos de ingeniería que yo instigué. Fuera de esto, los veranos transcurrían persiguiendo a un esquivo enemigo a quien raramente se podía forzar a luchar. No obstante, en cada una de esas ocasiones en que logramos entablar batalla, la pericia y disciplina de nuestro ejército aterró, desalentó y derrotó a los bárbaros.
—Será una tarea lenta —le dije a Augusto—, y no podemos ofrecer a nuestros jóvenes soldados ninguna esperanza de gloria. Yo les exijo un sacrificio. Tienen que estar preparados a derramar sudor y sangre, a afanarse durante horas y horas y a soportar privaciones sin quejarse. Pero, si es ésa la voluntad de los dioses, haremos entrar a esos malditos bárbaros bajo el palio de la civilización.
Contestó, encomiando mis esfuerzos en favor de Roma:
—... dignos de tus antepasados Claudios en sus momentos más gloriosos, y del hijo de tu madre.
Nuestro segundo hijo nació muerto. Apenas tuve tiempo de llorar su muerte. Julia se sentía deprimida por la muerte de la niñita y sus cartas eran tristes y afligidas. Eran también muy breves y cada vez menos frecuentes. No se lo podía reprochar porque no podía dejar de reconocer que muchos días pasaban sin que su recuerdo cruzara por mi mente. Más adelante, durante mi segunda campaña de verano, el pequeño Tiberio contrajo una fiebre y murió. Se me comunicó la noticia cuando yo estaba acurrucado en mi tienda a las orillas fangosas de un afluente del Elba. Había estado lloviendo —tres días y nuestro avance tuvo que interrumpirse. Era difícil llevar provisiones a las tropas y a los caballos desde donde teníamos nuestra base, a unos setenta kilómetros, en la retaguardia. Algunos exploradores nos enviaron el informe de que el enemigo se había retirado a los más remotos parajes de la selva, pero esta información no logró tranquilizar mi mente. Tenía un presentimiento de peligro, casi de desastre. La selva estaba demasiado silenciosa. Llamé a Segestes, el jefe de una rama de los queruscos, un hombre a quien Druso había cogido prisionero y a quien la elocuencia y el ejemplo de la virtud de mi hermano habían persuadido a aliarse con el pueblo romano. Segestes era un hombre de honor, aun siendo germano. Pero yo no estaba seguro de hasta qué punto podía confiar en él.
—Mis exploradores me dicen que el enemigo se ha retirado totalmente —dije—. ¿Crees que eso es posible?
Escupió en la tierra, una arraigada costumbre de los germanos que siempre me ha causado repugnancia.
—¿Es ese gesto un comentario de esa información? —pregunté.
—Vuestros exploradores mienten, o se han equivocado —dijo—. Si el enemigo se ha desvanecido, es porque vuestros exploradores han estado mirando en la dirección equivocada. Debían haber inspeccionado vuestra retaguardia. Es ahí donde encontrarán a mi gente. Es así como han aprendido a luchar. Lo que intentan hacer es impedir vuestra retirada, habiendo previamente impedido que os lleguen los suministros.
—Pero hoy ha llegado un mensajero. He recibido cartas.
—Las cartas no les interesan, como no les interesa interceptar un destacamento pequeño. Lo que sí les interesa es haceros creer que el camino de detrás está abierto y libre.
—Entonces, ¿qué recomiendas?
—¿Vos, un romano, me preguntáis a mi, un germano, qué táctica recomendaría?
—Yo te hago esta pregunta como a un hombre con conocimientos y además un hombre en quien la experiencia me ha enseñado que puedo confiar.
Miró al intérprete para cerciorarse de que mi respuesta se le había transmitido correctamente. Yo incliné la cabeza y sonrei.
—Mi noble hermano confiaba en ti —dije—, y yo confío en la capacidad de juzgar de mi hermano.
Recibió esta observación en silencio, se dio la vuelta y se dirigió hacia la abierta mirilla de mi tienda, contemplando la niebla. La lluvia azotaba la lona, pero no había viento que pudiera dispersar esa neblina suspendida sobre los campos hacia el río, que permanecía invisible.
—Si regresáis por el camino por donde avanzasteis, caeréis en la trampa. Los dientes de esa trampa se cerrarán y no quedará ni general Tiberio, ni ejército romano, pero sí mucho gozo y algarabia entre los queruscos.
—¿Entonces?
—Entonces debéis hallar otra ruta, a través de un territorio que os es desconocido. Debéis dejar el río a un lado. De esa manera sólo podéis ser atacados por el otro. No podéis ser rodeados.
—¿Vamos hacia arriba o hacia abajo del río?
—Tal vez hacia abajo porque así llegaréis hasta el Elba.
—¿Y si vamos hacia arriba?
—Llegaréis finalmente a las montañas.
—¿Y hay allí un desfiladero por el que podamos cruzar hacia el Rin?
—Creo que sí. Pero sería difícil con todos los carros. Sin embargo, si dais la vuelta hacia el Elba, os encontraréis teniendo que atravesar una extensión de terrenos pantanosos.
—¿Y qué ruta esperará que tomemos tu primo, el jefe, por el momento, de los queruscos?
Segestes volvió a escupir.
—No es hombre inteligente. Valiente, pero tonto. Lo único que él pensará que vais a hacer es volver por donde habéis venido. No obstante hay que recordar que entre sus consejeros, los hay muy sabios. Sacarán la conclusión de que os dirigiréis hacia el Elba, donde tenéis fortificaciones y una flota esperando en la desembocadura. No pensarán que vais a seguir el sendero temerario, porque no esperan temeridad de los romanos, y saben, general, que sois un hombre precavido.
Le pedí a mi criado que trajera vino. Los germanos no están acostumbrados al vino y algunos lo consideran una bebida afeminada, ya que lo que les gusta beber son grandes jarras de cerveza o aguamiel. Pero Segestes había aprendido la lección de que el vino es una señal de civilización, a la que fervientemente aspiraba (le vi un día recibiendo una lección de lectura de uno de mis secretarios) y había incluso aprendido a hacer algo que los germanos no saben hacer: beber vino sin dar señales evidentes de avidez.
—Me siento honrado, general, de que me pidáis consejo, pero ¿cómo podéis saber qué es un buen consejo? ¿Cómo podéis estar seguro de que yo no estoy tratando de aprovecharme de esa oportunidad para rehabilitarme a los ojos de mi propio pueblo?
—Segestes —dije—, puedo hablar mucho de tu honor y pronunciar una larga perorata en alabanza tuya. Podría decir que creo, como realmente lo creo, que has llegado a pensar que sería un beneficio para tu pueblo el entrar dentro del ámbito del Imperio romano. Y habría mucha verdad en lo que diría. Pero hay otra razón que te hará recordar la clase de hombre que soy.
Di unas palmadas para llamar a mi criado y le transmití en voz baja su mensaje. Se marchó para volver momentos después seguido de un joven germano, que permaneció en pie delante de nosotros con expresión ceñuda.
—Cuando viniste a nosotros —dije—, nos hiciste el honor de confiarnos la tutela de tu hijo, el joven Segestes. Eso demostró la fe que tenías en Roma. Aprecio esa confianza y deseo ahora recompensarla haciendo al muchacho mi edecán. Permanecerá a mi lado durante toda esta campaña, comerá a mi mesa y dormirá en mi tienda. Y yo me ocuparé de él...
—Ya veo, general —respondió—. Es una razón poderosa. Pero tengo muchos hijos, creo que diecisiete, y algunos de ellos están en el ejército enemigo vuestro. ¿Por qué me voy a preocupar por el destino de uno de los diecisiete?
—Bien —dije—. Eso eres tú quien tiene que decidirlo. Me has dado un buen consejo y meditaré sobre él. No dudes de mi gratitud, que haré también extensiva a este muchacho.
Y de esta manera amenacé a Segestes con la muerte de su hijo, mientras que la muerte de mi propio hijito yacía como una flor marchita prensada entre las hojas del libro de la vida. ¿Dediqué entonces al menos cinco minutos al pensamiento de lo que podía haber sido? Lo dudo. Lo que me excitaba y estimulaba en aquel momento era la conciencia del peligro del ejército. El consuelo para Julia y el duelo por el pequeño Tiberio tenían que esperar su turno.
Convoqué un consejo, porque siempre he creído que un general no debe tomar ninguna decisión, ni iniciar ninguna campaña sin discutirla con sus oficiales. Cuanto mayor sea el peligro, tanto más necesario es que comprendan la situación. Sin embargo, y paradójicamente, cuanto mayor y más inmediato sea el peligro, tanto más necesario es que el jefe de la misión manifieste autoridad. Un debate es entonces un lujo; sin embargo, si no se da la oportunidad para que el debate tenga lugar, el jefe puede perder la ocasión de oír una sugerencia valiosa. Lo esencial es la rapidez, pero hay mucha verdad en el proverbio festina lente: apresúrate lentamente.
Expliqué en términos generales la situación y les hablé de mi conversación con Segestes.
—¿Qué razón tenemos para dar crédito a la palabra de un bárbaro?
El que pronunció estas palabras era Marco Lolio, un hombre a quien, si hubiera tenido libertad absoluta para elegir a mis oficiales, nunca habría tenido en mi personal. Unos años antes, en Galia, había sufrido una derrota a manos de incursores germanos, causada en mi opinión por un descuido en las medidas de seguridad, representado en este caso por el fracaso de Marco Lolio en asegurarse de que se le comunicaba la información adecuada. Pero no parecía el momento oportuno para hacer una referencia a ese episodio y sabía que tenía que tratar a este hombre con mucho cuidado, porque era uno de los favoritos de Augusto, a quien, continua y ridículamente, adulaba. Pero no hay halago ridículo para un dinasta.
—Druso confiaba en Segestes, y yo tengo fe en el juicio de mi hermano.
Esto era una respuesta política más que veraz; de hecho yo confiaba en Druso en todos los aspectos, excepto en su habilidad para juzgar a los hombres, porque se dejaba llevar fácilmente por la generosidad de la naturaleza y era por consiguiente propenso a tomar la palabra por la obra.
—Además —dije—, creo que el interés de Segestes está estrechamente relacionado con el éxito de nuestros ejércitos y con la fortuna del pueblo romano.
Lolio echó la cabeza hacia atrás riéndose, en un gesto deliberado.
—¿De modo que el plan de campaña de un ejército romano lo tiene ahora que dictar un desertor bárbaro? Nunca he oído una cosa semejante. Nos vas a poner en marcha hacia un territorio desconocido fiándote de su palabra, teniendo como tenemos detrás una ruta de marcha fortificada, que conocemos bien...
—Y que atraviesa un bosque que el enemigo conoce mejor y donde no podremos desplegarnos...
Hubo un movimiento de pies, al imaginarse cada hombre esos mismos sueños que nos atormentaban de noche hechos realidad en esas malditas selvas...
Discutimos las ventajas y desventajas de la ruta que se abría ante nosotros. Algunos estaban de acuerdo con Marco Lolio en que no debíamos hacer caso del consejo que nos daba Segestes y sí regresar por el camino por donde habíamos avanzado.
—Son sólo unos setenta kilómetros hasta nuestra primera base —insistían.
—Se puede destruir un ejército en menos tiempo del que se necesita para andar ocho —respondía yo.
Mi razonamiento tuvo más peso, aunque Lolio continuó haciendo comentarios despreciativos. Después de todo, todo el mundo sabía que la responsabilidad era mía, que ellos estarían libres de culpa aunque yo me equivocara. Yo entonces expuse en líneas generales las dos rutas que Segestes había propuesto.
—Está claro, ¿no es así...? —El que dijo estas palabras dudó, con su acostumbrada inseguridad. Era Cayo Veleyo Patérculo, un hombre honrado cuyo abuelo había luchado al lado de mi padre en el funesto asedio de Perugia y después cayó víctima de su propia espada cuando todo estaba perdido—. Está claro —repitió— Segestes opina que debemos seguir el camino alto porque no se les ocurrirá pensar que vamos a hacerlo. Pero sí se le ha ocurrido a él y por consiguiente es probable que se le ocurra a uno de sus jefes. Por lo tanto debemos ir río abajo hasta llegar a Elba.
—No —dijo Coso Cornelio Léntulo, hablando de forma indolente, como era su costumbre—. ¿No habéis jugado nunca al juego que los soldados llaman «truco»? [ 3 ] Consiste simplemente en adivinar cuántas monedas tiene cada uno en la mano. Pues bien, nosotros nos hallamos en la misma situación. Debemos llevar siempre algo más lejos el hecho de adivinar. Por esa razón yo diría que debemos seguir la ruta alta...
Llega siempre un momento en la guerra, en los asuntos políticos, en que la discusión se desintegra. Y entonces llega el momento de la decisión. Todas las alternativas se han examinado y todas han parecido tener sus ventajas y sus desventajas. Ninguna de ellas posee un valor trascendente. Entonces el hombre que tiene la suprema autoridad debe actuar y seguir su curso de acción como si nunca hubiera habido ninguna alternativa. Miré en torno a mí, a mi estado mayor. Vi en sus rostros duda, incertidumbre, temor. Pensé en que tanto Patérculo como Léntulo eran hombres merecedores de la más alta consideración. Y dije:
—Caballeros, habéis dado muestras de prudencia y sabiduría al considerar el problema con que nos enfrentamos. Habéis expuesto las razones para adoptar una u otra alternativa con una lucidez por la que os felicito. Yo ahora voy a meditar sobre todo esto y daré las órdenes pertinentes mañana por la mañana.
Hablé con una seguridad que estaba lejos de sentir, precisamente en las circunstancias en que la seguridad es necesaria. Me retiré a mi tienda. Mandé que buscaran al adivino y me lo trajeran, y bebí una copa de vino mientras le esperaba. El muchacho germano Segestes estaba acurrucado en un rincón de mi tienda. Se había echado una manta alrededor de los hombros y escondía en ella su rostro. Unos rizos de pelo rubio se escapaban de sus pliegues y, aunque estaba completamente tapado, yo podía notar el estado de tensión en que se hallaba. Le puse la mano en la cabeza. «No tengas miedo», le dije. «¿Hablas algo de latín?» Me quitó bruscamente la mano de encima.
El adivino entró. Le pregunté si había recibido presagios.
—Pero no los he interpretado todavía —dijo.
—Está bien. Marcharemos por la ruta alta. Confío en que los presagios sean favorables.
Hay un alivio en la decisión. Me retiré y dormí profundamente. Pero me despertó la congoja de un sueño sobre el pequeño Tiberio y la aflicción de Julia, su madre. Un gemido llegó hasta mí desde el rincón de la tienda donde yacía el joven Segestes.
Le llamé y no me contestó. Entonces le volví a llamar y le oí levantarse. Dando traspiés cruzó la estancia y cayó sobre mi cuerpo. Yo lo estreché junto a mí, sentí cómo se relajaba y a continuación recuperaba su vigor de muchacho. Gozamos los dos, hallando nuestro solaz en la mutua entrega de nuestra virilidad. Segestes rezumaba el olor del establo. Por la mañana mantenía su cabeza erguida y me sonreía.
Durante dos días no percibimos la menor señal del enemigo, pero, dejando el río a nuestra izquierda, ascendimos hacia lo más alto de las montañas. El sendero casi no se veía, desapareciendo a veces, y pronto di órdenes de abandonar los pesados carros. El primer día cabalgué a la cabeza de la columna pero al día siguiente, pensando que habíamos dejado atrás al enemigo y cogídole por sorpresa, pasé a la retaguardia, por donde pensé que era más probable que surgiera un ataque. Es además la costumbre de las tribus bárbaras librar una guerra irregular e intentar cortar la retaguardia del resto del ejército antes que arriesgarse a un ataque de frente y a una batalla en regla.
Mientras tanto los exploradores que estaban escudriñando los alrededores de la selva nos informaron de que no había movimiento alguno procedente del enemigo. Nuestras tropas se animaron y compartieron unos con otros la opinión de que nos habíamos escapado de los germanos. Yo no logré compartir esa confianza y, cuando consulté a Segestes padre, no parecía querer comprometerse.
Hacia el atardecer del segundo día empezó a llover. La niebla se nos echó encima y pronto no podíamos ver a más distancia de la que media entre un hombre y el lugar donde ha arrojado su lanza en la batalla. Y de repente uno de los carros ligeros del que no nos habíamos deshecho giró bruscamente quedándose a través del sendero e impidiéndonos el paso. El accidente tuvo lugar en un estrecho desfiladero. Mientras los hombres trataban de mover el carro, mandé un mensajero al cuerpo central del ejército para avisarles que nos retrasaríamos. En ese mismo momento rocas enormes cayeron desde nuestro lado derecho, obstruyendo el paso. Al enorme ruido sucedió un silencio, roto tan sólo por los juramentos y esfuerzos físicos de nuestros hombres para tratar de dejar libre el camino. Un puñado de ellos se abrió paso entre las rocas, pero la mayor parte de la retaguardia se quedó apretujada, sin darse cuenta de lo que pasaba y presa de un pánico incipiente.
El ataque se presentó en posición de ángulo sobre nuestra retaguardia, a través de un bosque de hayas. La inclinada ladera y el hecho de que nos cogió desprevenidos dio ventaja a los bárbaros. Mi primer pensamiento fue de vergüenza, no de temor, sino vergüenza y rabia. Siempre me he vanagloriado de saber hacer uso de mi inteligencia, y fue precisamente nuestra inteligencia la que nos había fallado, la falta de ella la que nos había expuesto a este riesgo. Di a gritos las instrucciones que pude pero este encuentro no era tanto una batalla como un incontable número de luchas individuales, que ocurrían simultáneamente. Sólo los historiadores, confiados en sus estudios, pueden entender el arte de la guerra. Para los que están implicados en ella no hay una estructura de conjunto, sino simplemente una sucesión de encuentros, un hombre contra otro, dos contra tres, y así sucesivamente. Es una historia de lanzas que apuñalan, espadas que se balancean o se clavan, el sonido del metal en la armadura, gritos de furia y gemidos de dolor. No hay coherencia posible, ni es posible narrarlo en su totalidad. Nuestros hombres primeramente cedieron conforme se los empujaba hacia el desfiladero, pero después, aquí y allá, la oleada empezó a controlarse. Súbitamente vi que había un espacio vacío delante de mí y corrí a ocuparlo, dando a gritos órdenes que nadie oyó. Me lancé contra una figura inmensa con una barba de color casi amarillo y a punto estuve de caer al tropezar contra su cuerpo, que se tambaleaba, y luché para sacar mi espada. Un fuerte golpe en el hombro me hizo caer sobre él y al darme la vuelta vi a un hombre que balanceaba un hacha por encima de su cabeza: había una sonrisa de júbilo en su rostro. Hice esfuerzos sobrehumanos para quitarme de la línea de ataque, oí un alarido y sentí después que una forma se metía entre mi cuerpo y el hacha, y el del hacha y su agresor cayeron en tierra, donde rodaron una y otra vez.
Finalmente el que llevaba el hacha quedó encima de su enemigo, se arrodilló con un enorme esfuerzo y manteniendo sus brazos rígidos empezó a tratar de ahogar a su agresor. Yo le di una puñalada en el cuello. Se derrumbó hacia delante con un gruñido. La presión de sus brazos se aflojó. Puse mi bota contra él y le empujé, y el joven Segestes salió de debajo de él. Le tendí la mano para ayudarle a levantarse. Durante un instante hubo un espacio entre nosotros pero poco después nos encontramos detrás de nuestros legionarios que iban ahora en persecución de un enemigo que, súbitamente, se había dado a la huida en dirección a la selva. Presentí un desastre de mayores consecuencias, así que agarré a un trompetero que estaba cerca de mí y le ordené que tocara a retirada. Los legionarios dudaron al oír el sonido de la trompeta, después se formaron y congregaron, y de manera casi ordenada y teniendo aún frente a ellos al enemigo que se retiraba, se detuvieron. Los centuriones los mantuvieron en línea hasta que se restableció el orden y pudimos continuar la marcha.
—Parece —le dije al joven Segestes— que ha nacido un vínculo entre nosotros dos...
He estado en muchas batallas, y sin embargo, en mi soledad, es esa pequeña escaramuza —porque no fue más que eso— la que me viene a la mente. No logro olvidarla.
Cuando el muchacho saltó como un gato salvaje sobre mi agresor, no me pareció en cierto modo nada más que el tipo de acción abnegada, llevada a cabo sin reflexionar, que los soldados ejecutan en todas las batallas. Y sin embargo para mí fue mucho más que eso. Otros hombres han salvado mi vida en otras batallas, y los he olvidado. Hay cierto anonimato en la camaradería de la guerra. Pero esto fue diferente. Este joven podía haber sido honrado por su propio pueblo si se hubiera quedado de pie y aplaudido, si hubiera ayudado a que me mataran y después se hubiera marchado con sus compatriotas bárbaros. No hubiera sido posible censurarlo. Conocía muy bien la crueldad con la que yo había estado dispuesto a hacer uso de él para asegurarme de la lealtad de su padre.
Aquella noche sollozó y tembló, como he visto hacerlo a otros al darse cuenta de lo cercanos que han estado al toque de los dedos de la muerte. Una demorada sensación de terror y alivio sacudía su cuerpo, y tenía las piernas y los pies tan fríos como el río debajo de nosotros. Después volvimos a declarar la presencia de la vida y rió con placer, tan lleno de vigor como un potro joven. Se durmió y yo acaricié su sucio cabello y dejé que la luz del sol entrara de nuevo en mi vida.
Era tentador hacerle que se quedara conmigo, dejar que su juventud, su fuerza y su espontánea aceptación de las cosas como realmente eran, me sirvieran de apoyo y me alegraran el ánimo. Pero esa sencillez —la sencillez del mundo homérico–ha sido corrompida. No podía dejarle crecer y darse cuenta de que se convertiría en un objeto de desprecio. Él no veía nada malo en ello, por supuesto. Muchos de los guerreros germanos tenían sus jóvenes amantes y era bien sabido que luchaban con más valor cuando los tenían a su lado. Los galos también estaban acostumbrados a elegir a sus aurigas por su belleza y valor. Pero aunque toleramos el amor de los muchachos, se desprecia a los hombres que se recrean en él y ellos mismos llegan algún día a despreciarse a sí mismos. Los muchachos adquieren gradualmente modales afeminados y son objeto de burla. No obstante yo contemplaba al joven Segestes dormido en el pliegue de mi brazo, con una sonrisa en su rostro, y pensaba que la vida sería mejor y más simple si fuéramos Aquiles y Patroclo, y sabía bien que mi pensamiento era absurdo.
Las cosas no son así en nuestro mundo.
Segestes no podía volver a su propio pueblo y yo no quería tampoco confiárselo a su padre, que bien podría, se me ocurrió pensar, haber descubierto que su hijo podría dedicarse a algo provechoso, pero que no merecería mi aprobación. Le hablé de la deuda de gratitud que tenía para con su hijo y de mi intención de recompensarla, dedicando al muchacho a una carrera en las fuerzas auxiliares de nuestro Imperio. Debía de ahora en adelante considerarme como su protector y en calidad de tal me parecía una buena idea que el muchacho fuera a Roma a estudiar latín y después derecho romano, dos conocimientos que harían posible su entrada en la carrera militar o en la de funcionario del estado. El padre me expresó su gratitud y las cosas se arreglaron de acuerdo con esta decisión.
El joven Segestes no quería separarse de mí, pero yo insistí. Me dijo, con gran turbación por mi parte, que se «había enamorado de su amo, como un muchacho germano debe hacerlo». Hice la separación lo más tierna posible fortificado por mi convicción de que era lo mejor para él. Sollozó al despedirse de mí y mis ojos también se humedecieron. Desgraciadamente las cosas no resultaron tan bien como yo esperaba. Aunque progresó en sus estudios, pronto cayó en el hábito de la bebida, a la cual la mayoría de los germanos son adictos. Poco después de mi llegada aquí, me enteré de que lo habían matado a navajazos en una taberna. Fue un triste final, porque era un muchacho prometedor. Pero yo no hubiera podido actuar de otra manera. Pienso todavía en él con placer y cierto remordimiento.