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No es mi intención en estas sucintas memorias detenerme en la descripción de mis hazañas militares. He observado que hay cierta semejanza, y por lo tanto monotonía, en los relatos de campañas y que es casi imposible distinguir un año de servicio del siguiente. Están de hecho borrosos en mi mente. Sin embargo, dada la circunstancia de que la mayor parte de mi vida adulta, hasta que me retiré a mis meditaciones filosóficas, la he pasado en los campamentos, dar completamente de lado a mis recuerdos de soldado sería manifestar un retrato engañoso de mi vida.

No obstante escribo esto, no con la esperanza de que se lea sino con el deseo de que no se lea. Lo escribo simplemente para satisfacción propia, continuando mi indagación personal acerca de la naturaleza de la verdad; así como mi esfuerzo de hallar una respuesta a dos preguntas que me sumen en un estado de perplejidad: ¿Qué tipo de hombre soy yo? ¿Qué he hecho hasta ahora con mi vida?

Cuando mi mente navega ahora a la deriva, hacia el pasado, son más las imágenes que una historia coherente de los hechos lo que se presenta ante mis ojos: la neblina que se alza desde las filas de la caballería en el acerado viento de una mañana junto al Danubio: largas marchas, los hombres con barro hasta los tobillos caminando detrás de los carros cuyos goznes chirrían, mientras los bosques de hayas y fresnos de Germania nos protegen, ocultándonos; la cima de una colina en el norte de Hispania, viendo caer la nieve en los valles a nuestros pies mientras nosotros yacíamos en un lecho de tierra seco, duro como el hierro, bajo las estrellas; centuriones grises azotando los caballos de transporte con el látigo, diciéndoles a gritos a los legionarios que pongan su hombro contra una rueda que se obstina en girar, como burlándose de sus pobres esfuerzos; un muchacho con la sangre rezumando de la boca mientras yo apoyaba su cabeza moribunda en mi brazo y observaba los movimientos convulsivos de su pierna; mi caballo retrocediendo, acobardado, de un arbusto que, al abrirse, dejó ver un guerrero pintado hablando atropelladamente, dominado por el terror; el suspiro del viento que procedía de un mar silencioso; el tintineo de la campanilla del camello por las arenas del desierto. La vida en el ejército es simplemente una colección de momentos.

Mi primer puesto de mando independiente fue, no obstante, glorioso. Utilizo este adjetivo dándome perfecta cuenta de que raras veces se puede emplear sin ironía, incluso si la interpretación de esa ironía se reserva a los dioses.

Todo el mundo sabe que el poder más grande del mundo, después de Roma, es Partia. Este vasto imperio que se extiende hasta las fronteras de la India y cuya influencia llega aún más allá, está afortunadamente separado de nosotros por un enorme, inhóspito desierto. Fue en ese desierto donde el triunviro millonario, Marco Craso, tratando de emular la gloria de sus colegas César y Pompeyo, sufrió, gracias a su vanidad y a su incompetencia, el desastre más sangriento jamás sufrido por los ejércitos romanos. Sus tropas fueron mutiladas en Carres, todos los soldados muertos excepto aquellos a quienes se hizo prisioneros, sus estandartes capturados y él mismo asesinado. (Su cabeza fue lanzada al escenario del teatro en el que el emperador de los partos estaba presenciando una representación de Las Bacantes.) Más tarde Marco Antonio dirigió otra expedición contra Partia que sufrió una derrota semejante.

El desierto divide los dos imperios, pero en el norte el reino de Armenia sirve como estado de tapón entre los dos. En raza y cultura los armenios están más estrechamente ligados a los partos, una semejanza que intensifica el odio que sienten por ellos. Pero Armenia tiene una gran importancia estratégica, pues se inserta como una daga en cada uno de los dos imperios. A Roma le interesa controlarla porque de esa manera podemos defender también la seguridad de nuestro Imperio; idéntica consideración, pero en sentido contrario, puede aplicarse a Partia. Por consiguiente el dominio de Armenia es el punto principal de disputa entre los imperios y un asunto de fundamental relevancia para Roma.

Augusto se daba perfecta cuenta de esto. He hecho antes la observación de que su agudeza era digna de admiración cuando lograba disociar su intelecto de sus afectos personales. Cuando yo tenía veintidós años tuvo lugar un suceso de importancia para el pueblo de Roma. El rey Arsaces de Armenia había sido asesinado por sus compatriotas, a quienes había injuriado vergonzosamente. Se pidió entonces la ayuda de Roma.

Yo me quedé sorprendido cuando se me puso al frente de la expedición.

—No tengo la menor duda de tu capacidad —dijo Augusto—. Además, esos orientales se dejan impresionar fácilmente por la importancia o posición de la persona. Y sabrán que eres hijo mío...

Yo me sentí embriagado por el aire puro de las montañas, el vigor de los montañeses, la belleza de las mujeres jóvenes. Por otra parte me repugnaba la falsedad de todos aquellos con los que tenía que tratar. No había un solo hombre en cuya palabra se pudiera confiar. Nos aprovechamos de la confusión de la situación para instaurar en el trono a Tigranes, hermano del rey asesinado. Era un tipo aborrecible, que mantenía relaciones sexuales con su hermana, pero que nos lo debía todo a nosotros, y su terror de los partos así como de sus propios súbditos era tal que aceptó de buen grado que se estableciera una legión en su capital. Mientras tanto la situación de Partia era igualmente confusa, porque el golpe de estado en Armenia había también inspirado un intento semejante allí. Se daba también la circunstancia de que el hijo del emperador había sido enviado a Roma como rehén unos años antes. Yo le llamé entonces y entré en negociaciones con su padre. Se prolongaron mucho, como les ocurre siempre a las negociaciones con orientales.

Mi propósito era inflexible y mi entendimiento de la situación se había aclarado considerablemente durante mi viaje a través de Siria. Me di cuenta de cómo esta rica y populosa provincia dependía enteramente de la protección que suponía la presencia de las legiones. Teníamos una guarnición de cuatro legiones, más de veinte mil hombres que se mantenían a la expectativa, además de tropas auxiliares esparcidas por los alrededores de las torres que protegían los puntos de cruce del gran río Éufrates. A nuestra espalda se hallaba Antioquía, la ciudad más dulce del mundo, como se la llama, con sus palacios rodeados de flores, sus calles iluminadas hasta durante la noche, sus fuentes que manan sin cesar, sus mercados y emporios. Ningún hombre que haya permanecido de pie en contemplación de las negras aguas del Éufrates, viendo cómo se hunde la luna tras las distantes cordilleras, puede dejar de experimentar y sentir la majestad y la benevolencia de Roma.

Mi propósito era reparar, enmendar. Era preciso borrar una vieja mancha. Cuando los diplomáticos de Partia buscaban evasivas, yo apartaba bruscamente los documentos de la mesa, frente a mí, e insistía. El hijo de Fraates no seria restaurado en el trono.

En lugar de hacer eso, y utilizando a Armenia como base, lo cual me permitía evitar el camino por el desierto, atacaría por abajo, hacia los valles del río hasta llegar al corazón de Partia: todo eso a no ser que se me otorgara lo que pedía.

Mis exigencias eran simples. Primero, se reconocería mi colonización de Armenia y, como prueba de sus buenas intenciones, se me entregarían nuevos rehenes. En segundo lugar y lo más importante, los estandartes de los que se habían apoderado en Carres se me devolverían.

Tal vez alguien se pregunte por qué era esto lo más importante. El que así lo haga probablemente no entiende la mente oriental, a quien los símbolos conmueven profundamente. Estos estandartes eran la señal del fracaso de Roma, de su deshonra e inferioridad en una determinada circunstancia histórica. Al recibirlos de nuevo, ese recuerdo se borraría, esa señal desaparecería. No me avergüenza confesar que el propio Augusto había insistido en la importancia de mi petición y me había informado acerca de la forma de pensar de los orientales.

Al fin, alarmados, cedieron. Y al hacerlo revelaron algo que nosotros no sabíamos. Es éste un rasgo curioso de los orientales: cuando su obstinación se desmorona y deciden que te salgas con la tuya, su sumisión es absoluta, van más allá de lo que es necesario, creyendo que de esta manera recuperan lo que llaman «prestigio» o «apariencias» poniéndote a ti bajo una obligación. Su embajador, un hombre de aspecto enjuto, cuyo nombre no recuerdo, aunque si recuerdo sus rizos empavonados y el olor de menta que difundía en torno a sí, dijo con una sonrisa impúdica: «Hay ciertos trofeos humanos que hay también que devolver».

No comprendí sus palabras en el acto, pero dio una palmada, y un esclavo joven salió de la estancia para volver unos minutos después a la cabeza de un grupo de ancianos, algunos de los cuales se arrodillaron al ver a su amo parto.

—Han aprendido a reconocer a sus amos —dijo el embajador—, pero ahora que hay paz y tranquilidad entre nuestros dos imperios, ha llegado el momento de que regresen a su país.

Miraron hacia arriba, como si esperaran un truco. Eran soldados del ejército de Craso, hombres que habían pasado casi cuarenta años en cautividad. Me rodearon, balbuceando. Me enteré después de que tres de ellos habían olvidado el latín. Me saludaron como a su benefactor, y esto me turbaba. Porque yo no me sentía un benefactor.

Por el contrario, y de una forma difícil de elucidar, me sentía culpable, y ese sentimiento de culpabilidad nunca me ha abandonado desde entonces. Iniciamos grandes campañas y reclutamos grandes ejércitos para un fin público que incluso nosotros, que los hemos reclutado, no sabemos bien cuál es. Nuestros propios soldados son nuestras víctimas. A estos hombres se los había privado de vida, en mayor grado sin duda que si se los hubiera matado, porque habían mantenido durante años la conciencia de lo que habían perdido, y la principal causa de esta pérdida fue la obstinación de Marco Craso en mostrar que él era un hombre tan ilustre como sus colegas César y Pompeyo.

Así que di instrucciones para que se mandara a estos hombres a su país y se los estableciera en el campo, en una colonia de veteranos en Basilicata. Pero no los he olvidado, como no olvidaré nunca que la guerra es una terrible necesidad. Sus triunfos, de los que he disfrutado corno incumbe a un hombre de mi posición y éxitos, son realmente ilusorios. Sólo son reales sus desastres. No hay nada más que decir acerca de la guerra.

Espero no tener que estar nunca más implicado en ella. Espero poder pasar el resto de mis días aquí en Rodas, disfrutando de los placeres de la mente, la conversación de hombres inteligentes y la belleza del mar y del paisaje.