8

No hay hombre sabio que se exponga a incurrir en la ira de los dioses por descuidar sus deberes y prácticas religiosas, a cuya observancia estamos debidamente obligados.

Es bien sabido que el gran Escipión solía tener abierto el santuario de Júpiter Capitolino antes de la madrugada, de forma que pudiera entrar en él y comunicarse con el dios en soledad —en sagrada soledad, como él mismo decía— acerca de asuntos del estado. Los perros de vigilancia, que ladraban ante la presencia de otros visitantes, siempre le trataban a él con respeto. Sabemos también que ciertos lugares están protegidos por dioses determinados, que ciertas horas del día son propicias para llevar a cabo determinadas acciones, y que el hombre juicioso invariablemente consulta a los dioses para saber si conceden su aprobación a un curso determinado de acción.

No obstante, reconozco también que es imposible para cualquier hombre cambiar mediante oraciones y sacrificios lo que está ya predeterminado y tratar de alterarlo para satisfacer su gusto o beneficio; lo que está destinado para nosotros ocurrirá sin que nosotros oremos para que ocurra; lo que no es nuestro destino no ocurrirá por mucho que oremos.

¿Es posible reconciliar estas dos creencias? He oído con frecuencia a los filósofos debatir este dilema, y aunque he encontrado esos debates profundamente interesantes —y de hecho yo mismo he contribuido a ellos, no habiendo sido mal recibidas mis contribuciones—, he de confesar que las dos creencias arriba mencionadas me parecen fundamentalmente incompatibles. El hecho es que en esta vida llena de sombras, somos incapaces de recibir o comprender la verdad total acerca de la naturaleza de las cosas, de la misma manera que no podemos conocer a fondo nuestras propias naturalezas.

Lo que es evidente es que, por una parte, todo el mundo quisiera saber su destino, mientras que por la otra extraemos una profunda satisfacción de la realización de actos armoniosos y santificados por el tiempo, con la máxima formalidad y exactitud. Todos tenemos un deseo, un deseo innato de hacer lo que está bien, y al mismo tiempo tratamos de que no nos pasen inadvertidas las señales que nos van a proporcionar certeza en cuanto al futuro. Cuando estuve por primera vez al mando de un ejército, y atravesaba Macedonia camino de Siria, los altares consagrados por las victoriosas tropas de César en Filippos estallaron repentinamente en llamas; ¿no fue esto una señal de que mi fortuna sería gloriosa?

Este pensamiento me tiene aún perplejo, porque he dejado a un lado la ambición. Y me pregunto: ¿es posible que los dioses sigan sintiendo ambición por mí? Por ejemplo, una vez en Padua visité el oráculo de Gerión: se me aconsejó que arrojara dados de oro a la fuente de Apolo, y de hecho saqué la puntuación más alta que era posible. Después, al día siguiente de llegar a Rodas, un águila —un pájaro que no se había visto nunca anteriormente en esta isla— se posó en el tejado de mi casa, quedándose allí durante siete noches. ¿Fue su llegada el presagio de un futuro glorioso o sugirió su marcha que la gloria me había abandonado? Preguntas como éstas son tontas puesto que sólo la experiencia confirma o refuta señales de este tipo. Aun así, en noches de insomnio, no puedo dejar de pensar en ellas.

Pienso también en otras cosas: en mis breves años de felicidad que duraron desde la fecha del matrimonio de Agripa y Julia hasta la hora de la muerte de mi suegro. Me sentía entonces seguro, mi estrella estaba en posición ascendente. Cada día que pasaba amaba nás a Vipsania, juntos podíamos hablar de todo. Veía en la alianza de Augusto y Agripa, que compartía con mi padrastro el poder tribunicio de manera que la autoridad en el estado estuviera en manos de los dos, una garantía para la perpetuidad de la paz y prosperidad de Roma, garantía fortalecida aún más por el amor de Augusto para con sus nietos, los hijos e hijas de Agripa y Julia. Mi propia carrera floreció. Unido a mi querido hermano Druso extendí la frontera del Imperio al norte de los Alpes: cuarenta y seis tribus se sometieron al dominio de Roma. Augusto hizo erigir un trofeo en conmemoración de nuestra gloria militar. En aquellos felices años nació mi hijo Druso.

No llames feliz a un hombre mientras le quede vida. Los dioses están celosos de nuestra felicidad. Cuando estaba en los cuarteles de invierno en el Danubio recibí una angustiada carta de mi esposa. En ella me decía que su padre había muerto en su villa de Campania. Se había estado preparando para unirse a los ejércitos; había sido un motivo de orgullo y preocupación para mí ocuparme de que estuvieran en un estado de entrenamiento que mereciera su aprobación. Vipsania estaba con él cuando se sumió en las sombras de la muerte. «Habló de ti cuando estaba a punto de morir —decía mi esposa—. "Tiberio —dijo— continuará mi obra. Es una roca de fortaleza...", así que ya ves, amado mío, que mi padre te respetaba tanto como yo te amo, querido esposo...»

Yo sollocé al leer estas palabras; las lágrimas casi me ahogan ahora al recordarlas.

Inmerso como estaba en una difícil campaña, tuve poco tiempo para darme cuenta de la significación personal de la muerte de Agripa. Ni siquiera una carta de Vipsania unos dos meses más tarde despertó la menor alarma. «Todo el mundo está preocupado por Julia —escribía—. Hay un acuerdo unánime de que Julia tiene que tener un marido, y los pequeños Cayo y Lucio un padre, pero es difícil pensar en la persona adecuada. ¿Quién, después de todo, podría sustituir a mi padre? Pero la naturaleza de la querida Julia exige que no permanezca viuda. Tu madre está muy inquieta.»

Regresé a Roma, al final de la estación en que se hacían las campañas, aunque no sin antes asegurarme de que mis hombres estaban bien alojados en sus cuarteles de invierno y de que se habían acumulado suficientes suministros para abastecerlos durante esos meses en que el transporte es con frecuencia difícil en las regiones fronterizas. Yo había dejado organizado también un programa de entrenamiento, porque no hay nada tan desmoralizador para un soldado como el no tener nada que hacer, y había dado también instrucciones a mis oficiales para que prepararan la campaña del verano siguiente. No pensé en Agripa mientras hacía esto, pero era él quien me había enseñado que el noventa por ciento de la ciencia bélica consiste en una preparación adecuada.

Tampoco me detuve en reflexionar sobre el problema que Vipsania había mencionado en su carta. ¿Para qué? No era cosa mía.

La lluvia caía pesadamente cuando llegué a las afueras de la ciudad, y la empinada carretera que lleva desde el Foro al Palatino estaba inundada de agua. Era por la tarde, antes de la puesta del sol, y el viento me azotaba la cara. Me dirigí a casa de mi madre porque Vipsania y nuestro hijo estaban aún en la villa que teníamos en la costa. Me arrodillé delante de Livia y ella me puso los dedos en la frente. Yo entonces me levanté y ella me abrazó. Intercambiamos las acostumbradas cortesías propias de un reencuentro.

—El princeps está muy satisfecho con los éxitos que has logrado, hijo mío.

—Me alegro. Tiene razón para estarlo. Ha sido un verano difícil.

—Tú sabes bien —dijo— que encuentra muy difícil conversar contigo...

—¿Se siente tal vez inhibido por mi talento?

—No seas sarcástico. Si quieres saber la verdad, lo que encuentra desconcertante es ese sentido del humor tuyo, tan acerado, tan agudo. Le gusta...

—Sí, ya lo sé, le gusta que todo le resulte cómodo.

—No hay necesidad de que le faltes al respeto. Aquí también hemos tenido un verano difícil. La muerte de Agripa...

Hubo una época, bien lo sabia yo, en que mi madre no sentía más que desprecio hacia Agripa. A pesar de la sutileza de su inteligencia, mi madre no estaba libre de los prejuicios de su clase. Pero llegó un momento en que se dio cuenta de lo mucho que valía Agripa. Habían aprendido a trabajar juntos, conscientes de que perseguían el mismo fin: la creación de una leyenda en torno a la figura de mi padrastro. Es más, habían comprendido que, aunque cada uno de ellos era en muchos aspectos superior a Augusto, y juntos constituían una pareja perfecta para él, no obstante Augusto emergía, de una manera que ninguno de los dos había previsto, como señor y superior de ambos. Hay muchas personas que, habiéndolos observado a los dos, mantenían que Livia era el elemento dominante, y a ella no le desagradaba que se la considerara así, a pesar de sus continuos esfuerzos para acrecentar y glorificar la fama de su marido.

Pero en el fondo sabia que no era así. Porque dentro de Augusto se encerraba una severa capacidad para dominar. A la larga era obstinado, inflexible, inexorable; sí, hasta él, el gran político que estaba dispuesto a manipular, transigir, halagar y reconciliar, conseguía no obstante imponer su voluntad sobre los acontecimientos. Ha sido siempre la paradoja de este matrimonio que se amaban mutuamente y se peleaban, el hecho de que también se temían mutuamente. Pero a pesar de las apariencias, Augusto siempre ha sido el más fuerte.

Livia no quiso hablar aquella noche de la muerte de Agripa ni de sus consecuencias para el estado, y yo tuve la sensación de que algo pasaba, porque ella siempre estaba dispuesta a recrearse en especulaciones políticas.

Cuando vi a Augusto la mañana siguiente, me elogió y, lo que es más, le resultó embarazoso elogiarme. Yo le dije que quería irme cuanto antes a ver a mi mujer y a mi hijo, y él me suplicó que me demorara unos días más en Roma. Había varios asuntos que era preciso discutir cuando pudiera hallar unas horas libres de la infinidad de tareas administrativas inevitables, y deseaba que yo esperara un poco, a fin de tenerme cerca y a mano. Yo escribí a Vipsania explicando la situación y pidiéndole mil disculpas por mi retraso. Le dije que estaba deseando estrecharla en mis brazos. Sé que ésas fueron mis palabras exactas aunque no tengo copia de la carta.

Fue en los baños, unos días más tarde, donde Julio Antonio me abordó. No he mencionado aún a Julio Antonio en estos retazos de memorias, y bien merece él solo un párrafo, ahora que me voy acercando a los peores momentos de mi vida.

Nos conocíamos desde niños, de hecho asistimos a clases juntos. Era, como su nombre indica, el hijo de Marco Antonio y su primera mujer, Fulvia, que tanto había atemorizado a mi pobre padre en los largos meses del terrible asedio de Perugia. Cuando Antonio se casó con Octavia, la hermana de Augusto, esta noble y generosa mujer asumió la responsabilidad de los hijos de su primer matrimonio y continuó cuidándolos y ocupándose de ellos hasta después de que Antonio la abandonara para irse con Cleopatra. Eran cuatro, de los cuales llegué a conocer bien a dos de ellos: Julio y su hermana Antonia, que estaba casada con mi hermano Druso. Siempre he sentido un gran afecto por Antonia, pero nunca me gustó Julio. A pesar de que me desagradaba, sentía cierta compasión por él. Se había criado con nosotros, pero Augusto nunca tuvo confianza en él: tenía tal vez presente su origen y sabía que muchos de los viejos partidarios de Antonio, y gente con ellos relacionada, consideraban a Julio como el dirigente natural de su partido. Augusto, por consiguiente, admitió que desempeñara cargos civiles pero no le permitió que adquiriera ninguna experiencia militar. Con la intención de ligarle a los intereses familiares, había ordenado a Julio que se casase con la hija de Octavia de su primer matrimonio, Marcela, cuando ésta tuvo que divorciarse de Agripa para que mi suegro se pudiera casar con Julia. Sin duda mi padre tenía razón en su actitud hacia Julio: éste se parecía demasiado a su padre, no sólo físicamente sino en lo intemperante de su carácter. Estaba un poco ebrio cuando se me acercó aquella tarde en los baños; se hallaba con frecuencia ebrio a esa hora del día...

—De manera que ha vuelto ya el gran general —dijo, poniéndome la mano en el hombro. Yo se la quité de ahí: siempre he aborrecido esas manifestaciones de camaradería masculina, y mucho más sabiendo que no eran sinceras—. Me sorprendió que no asistieras a los funerales de tu suegro.

—Marco Agripa hubiera comprendido la razón de mi ausencia.

—Y lo que quieres decir es que yo no soy capaz de comprenderla, dada mi ignorancia de los asuntos militares. Bueno, eso no es culpa mía. Tengo mala opinión de mí por no haber llegado a ser un soldado, y —levantó la voz— aún peor del hombre que me ha privado de esa experiencia, que es, hablando con propiedad, prerrogativa de mi nacimiento.

Se estiró en el banco en que estaba, a mi lado, e hizo venir a un esclavo para que le diera un masaje. Se pasó las manos por su cabello de apretados rizos y suspiró cuando las manos del muchacho trabajaban sobre su carne. Tendría unos treinta años pero había aún algo adolescente en su aspecto. Sus muslos tenían la suavidad del atleta que nunca se ha sentado en la grupa de un caballo durante una campaña, en climas inhóspitos, y su cutis era suave, como el de un hombre que nunca ha estado expuesto al viento y a la lluvia. El muchacho untó sus piernas con aceite y les dio un masaje para que lo absorbieran, y yo vi cómo el placer de Julio se acrecentaba. Entonces se dejó caer pesadamente sobre su vientre, inclinó su cabeza hacia mí y le dijo al muchacho que se fuera y trajera vino.

—Hace tiempo que quiero hablar contigo —dijo—. No hay ocasión mejor que la presente. Eramos amigos de niños, ¿verdad? Siempre admiré la forma en que trataste a mi querido cuñado Marcelo. Yo me daba cuenta de que lo considerabas tan bobo como le consideraba yo. Pero, a direrencia de mí, tenías la habilidad y el talento de no permitir que nadie se diera cuenta, porque sabías que tu padrastro lo idolatraba. Yo no era capaz de hacerlo, pero eso no me impedía admirar tu... reserva, diríamos...

No contesté. Cuando no hay nada útil que decir, es mejor permanecer callado. Tal vez gruñí, porque me interesaba ver hasta qué punto se iba a revelar a sí mismo, y no es aconsejable sofocar las confidencias cuando alguien acaba de empezar a hacerlas, aun en los casos en que el hombre juicioso se da cuenta de que, en ciertas circunstancias, oír una confidencia puede ser tan peligroso como hacerla. Estas cosas hay que sopesarlas.

—Y después me casé con su hermana, por lo que eso valga. Tú tuviste mejor suerte, aunque yo no caí en la cuenta entonces. Estaba bien ser el yerno de Agripa. Pero tal vez esté mejor ser de nuevo su sucesor...

—¿Y el padre de sus hijos? —aventuré.

El muchacho volvió con el vino. Julio le dijo que me diera a mí también una copa. Era un vino dulce y resinoso. Julio se puso de pie, sujetando su copa contra el pecho.

—He de confesar que yo tengo ciertas ambiciones —dijo—. Julia y yo hemos sido siempre buenos amigos... Si tú quisieras hacer algo por mí, yo nunca lo olvidaría.

Se echó en el banco otra vez y llamó al muchacho del pelo rizado para que continuara su masaje. Y emitió de nuevo suspiros de placer. Yo observé cómo se movía su carne al contacto de los dedos del muchacho. Pensé en su padre muriendo víctima de una estúpida ambición en las arenas de Egipto. Pensé en el mío acariciando su cantimplora de vino en la terraza de su villa de Alba mientras las lágrimas corrían por sus mofletudas mejillas. Entonces me enderecé, y me invadió el deseo de estar con Vipsania y empecé a soñar en el futuro de mi propio hijo...

Augusto estuvo extraordinariamente afable cuando le vi unas semanas después. Me hizo partícipe de una magistral vista de conjunto de la situación política en Roma. Me llenó de asombro, como lo hacía siempre, su perspicaz evaluación de la influencia política que tenían ciertas familias, personas o alianzas. Me admiró también la agudeza de juicio para equilibrar una facción frente a otra, mostrándome la forma en que podía satisfacer la ambición de un hombre mediante la concesión de un cargo determinado o el ascenso de algún familiar, o frustrar las esperanzas de otro separando de él, en un momento oportuno, a alguno de sus partidarios, o mantener a unos en un estado de ávida expectativa y anegar a otros con sugerencias de deslealtad y desconfianza.

Yo me sentía a un mismo tiempo fascinado y asqueado, porque me daba cuenta de que usaba a los hombres como fichas de juego y que el placer que experimentaba al hacerlo tenía algo de la crueldad de un niño.

Entonces pasó a hablar de Agripa con una ternura conmovedora.

—El mejor de los amigos —le llamó—. Cuando éramos jóvenes —dijo— la gente solía burlarse de su acento, y recuerdo que Marco Antonio me decía que interpretaban el afecto que yo sentía por Agripa como una señal de que yo era también socialmente de segunda categoría. Se reía al decir esto, pero se dio cuenta bien pronto de lo equivocado que estaba. Nunca habríamos triunfado si no hubiera sido por Agripa. Yo le amaba, bien lo sabes tú. Nunca tuvo la menor duda del feliz final de nuestra inverosímil aventura. Es cierto que carecía de imaginación, pero eso también me daba a mí confianza. Y ahora ya no está con nosotros. Es como si me hubieran cortado la pierna o el brazo derecho. Pero lo terrible es que la vida continúa...

Me costaba trabajo imaginarme a Augusto pensando que la continuación de la vida era algo terrible. Nunca conocí a un hombre que disfrutara más de la existencia o que gozara tanto en desentrañar problemas...

—Y los que nos quedamos —continuó— tenemos que llenar el vacío que él ha dejado. No me preocupa la situación del ejército, gracias a ti y a nuestro querido Druso. Sé que todo está en buenas manos. Naturalmente, no espero que ninguno de los dos sustituya a Agripa en el gobierno de la República, ésa es una tarea que tendrá que descansar sólo sobre mis hombros ya que sería demasiado ponerla sobre los vuestros, que, aunque muy capaces, son aún muy jóvenes. Pero el problema es nuestra amada Julia. Naturalmente, está ahora desolada, pero cuando esto pase, bueno, habrá que buscarle un marido. ¿A quién elegiremos? Porque hay que pensar también en los dos niños, mis adorados Cayo y Lucio. El hombre que se case con Julia ha de ser alguien en quien yo tenga absoluta confianza, ya te das cuenta, porque tendrá que desempeñar también el oficio de tutor. Claro está que mientras yo viva, protegeré sus intereses, pero no soy inmortal y mi salud nunca ha sido buena. Te acordarás de que hace diez años casi me muero y mi médico dice que tal vez no viva muchos más. Yo me cuido, hago ejercicio y soy frugal en la comida y en la bebida, pero ¿quién sabe cuándo me llamarán los dioses a su lado? Ya ves, por consiguiente, mi querido Tiberio, que la situación es para preocuparse. Me mantiene despierto por la noche y eso no es bueno para mí. Tu querida madre comparte estas preocupaciones y eso es una gran ayuda, pero ni siquiera ella es capaz de encontrar una solución ideal. Ninguno de los dos podemos pensar en una solución que no hiera a una u otra persona. Y eso es lo terrible. No me gusta herir a las personas por las que siento afecto, pero por otra parte no veo la posibilidad de resolver esto de otra manera. ¿Se te ocurre alguna solución, mi querido Tiberio?

¿Qué respuesta esperaba Augusto de mí? ¿Cómo pude ser tan tonto que no me di cuenta de la dirección de sus pensamientos? Pero, aunque me la hubiera dado, no comprendo cómo hubiera podido hacer otra cosa más que aceptar mi impotencia. Augusto se ha insertado de tal manera en el estado que su voluntad está siempre llena de expectaciones del futuro.

Se me mantuvo en Roma en suspenso. Cuando manifesté mi intención de salir de la ciudad y reunirme con Vipsania, se alegaron urgentes razones para demorar mi salida. Un día recibí una invitación para cenar con Mecenas. Nunca me ha gustado el consejero etrusco de mi padrastro y siempre desconfié de él; lo afeminado de su porte me desagradaba y no lograba olvidar la descripción que Agripa hacía de él como «tan astuto como un banquero español y tan vicioso como el dueño de un prostíbulo en Corinto». Mi instinto me aconsejaba rehusar la invitación, pero el esclavo que me la trajo tosió para llamar mi atención y dijo:

—Mi amo me ha ordenado que añada de palabra algo que ha preferido no poner por escrito: que vuestra felicidad futura depende de la aceptación de esta invitación. Dice que vos no entenderéis inmediatamente el significado de estas palabras, pero me ha dado órdenes de que os asegure que tiene muy en cuenta vuestro interés, y de que añada que este asunto tiene relación con vuestra esposa.

La gran mansión en el Esquilmo era una mezcla de lujo chabacano y suciedad. Había en ella muebles de desmedida extravagancia y ricas pinturas murales y jarrones, así como una profusión de flores, pero cuando yo entré vi un perro pequeño levantando su pata para hacer sus necesidades apoyado en un sofá de marfil tallado. Nadie parecía molestarse en reprenderlo, y el número de perros y gatos que pululaban por el palacio me hizo pensar que éste no era un suceso aislado. El aire era dulzón y perfumado, como para disimular el olor a orines. Yo sabía que Mecenas no disfrutaba de buena salud y que se había retirado de la vida pública. Hacía ya mucho tiempo que su mujer, Terencia, le había abandonado, y él cohabitaba con el actor Batilo, cuyo comportamiento, hasta en el escenario, era bien conocido por su indecencia. El propio Mecenas había perdido ya cualquier reputación que hubiera podido poseer y pocas personas mencionaban su nombre sin una risita disimulada o una expresión de asco; no obstante yo sabía que Augusto aún le pedía consejo e incluso valoraba éste por encima del de los demás, con excepción del de mi difunto suegro.

Se me hizo pasar a un pequeño comedor. La mesa estaba ya puesta y Mecenas, con una toga inverosímil de seda de tonos oro y púrpura, estaba reclinado en un sofá. Estaba mirando con fijeza a un muchacho rubio que posaba, desnudo, sentado en un taburete: su tobillo derecho descansaba sobre su rodilla izquierda y no se le veía la cara por estar inclinado hacia delante examinando la planta del pie que tenía levantado. Un pintor al otro lado de la habitación estaba esbozando la silueta del muchacho.

Mecenas no se levantó cuando yo entré, ni siquiera apartó la vista del muchacho. En su lugar estiró su larga mano huesuda y apretó la pierna del joven. Interpretando este gesto como una orden, el muchacho se levantó, y sin echar la vista atrás, salió a paso lento de la habitación, arrastrando su túnica tras él. El pintor recogió sus pinturas y se marchó también. Nos quedamos solos y entonces Mecenas se levantó extendiendo ambas manos hacia mí en un gesto de bienvenida. Su rostro era macilento y estaba consumido por la enfermedad y cuando hablaba, su voz era ronca y parecía venir de muy lejos. Durante la cena no habló más que de trivialidades y me ofreció repetidas veces vino de Palermo. Él sólo comió algún pescado ahumado y un melocotón. Y entonces hizo marcharse a los esclavos.

—Ahora no invito a gente con frecuencia —comentó—. Mi salud no me lo permite. Tienes ante tus ojos, querido joven, la ruina de un hombre que está casi a punto de agotar el placer.

(Yo pensé en el rubio modelo y disentí tácitamente.)

—Y sin embargo —continuó, manoseando un higo gordo y morado, dejando que su jugo le resbalara por los dedos que a continuación se chupó antes de mojarlos en agua y secarlos con un paño de hilo—, tú eres el segundo invitado a cenar que he tenido esta semana. Asombroso. El primero fue tu padrastro...

—Vuestro mensajero insinuó —dije yo— que teníais algo que decirme en relación con mi esposa. Esta es la razón por la que he venido.

—Tiberio, te ruego que permitas a un hombre anciano y enfermo que aborde el tema poco a poco. Muéstrame, querido joven, esa paciencia que te adorna, la paciencia que pones en práctica con una habilidad tan digna de admiración en la guerra. Es mi desdicha que, lo que fue una vez afectación, se ha convertido en una parte tan intrínseca de mi naturaleza que ya no soy capaz de abordar un tema a no ser de una forma tortuosa. Lo que tengo que decir me pondría en una situación peligrosa si se lo estuviera diciendo a un hombre que no fueras tú. El que haya decidido no tener en cuenta ese peligro es la medida del respeto que te profeso. No olvides eso. Te he observado y te he vigilado durante toda tu vida y puedes creerme, querido joven, deseo lo mejor para ti. Sin embargo, tú me desprecias, ¿no es verdad?

Yo no contesté. Él sonrió.

—Toda mi vida —dijo— he tratado de conocer bien a los hombres. Es en este conocimiento en donde se cifra toda la habilidad de que soy capaz, y lo poseo porque nunca he desoído el consejo de los dioses: «Conócete a ti mismo». Tú sabrás, porque lo sabe toda Roma, que me siento indefenso, incapaz de ser dueño de mí, en presencia del actor Batilo. Mi pasión por él me ha convertido en objeto de burla. Ya no puedo salir a la calle sin que se me insulte. Lo que fue una vez una agradable forma de entregarme al placer se ha convertido en una adicción. Necesito a Batilo y a los que son como él, sí, y más, jóvenes como ese chiquillo que acabas de ver aquí esta noche, como un borracho necesita el vino. Es eso en lo que se ha convertido mi vida. Hubo una vez en que amé a mi esposa, por así decir. Pero... —extendió las manos y sus anillos brillaron a la luz de las lámparas— pero todos han sido sólo sustitutos. Hay solamente una persona a la que de verdad he amado y procuré conseguirle lo que él más ardientemente deseaba: Roma. Su subida al poder, aconsejado por mí en innumerables ocasiones, ha salvado al estado, y tal vez al mundo. Contribuí a hacerle un gran hombre para beneficio de todos y, al hacerlo, colaboré con el tiempo y el mundo en la destrucción de aquel muchacho al que amé. Yo adoraba a Octavio y amo aún al joven que se esconde bajo la máscara de Augusto. Sin embargo, al darle el mundo, yo le perdí. Al salvar a Roma, le enseñé a poner la razón de estado por encima de las exigencias del ordinario amor humano. Yo estoy orgulloso de lo que he logrado y asqueado por sus consecuencias. Y esa revulsión que siento se manifiesta en mi propia esclavitud al placer carnal, y es para mí un pequeño consuelo que el disfrute de los abrazos es menos perjudicial para el alma y el carácter que el disfrute del poder... ¿Me estás escuchando todavía, Tiberio?

—Sí —dije—, estoy escuchando vuestras palabras y el sonido de la noche que se acerca.

—Tengo la impresión de que amas a Vipsania.

—La amo.

—Y que ella te ama a ti.

—Así lo creo.

—Y que sois felices juntos.

—Nuestro amor se ha ido acrecentando y es como un escudo protector contra las realidades del mundo.

—Un escudo inútil, me temo. Porque ¿puede el amor protegerte contra el destino?

—Yo tengo mis momentos de escepticismo en lo que al destino se refiere.

—Todos los hombres sabios son escépticos. Yo llego hasta a sentirme escéptico del mismo escepticismo... —Suspiró y se reclinó en sus cojines—. Haz el favor de darme ese frasco, hijo mío. Mi medicina. Y ten paciencia. Estamos llegando al momento crucial. Perdóname mi demora. Tenía que asegurarme de que las cosas eran tal como yo había creído que eran.

Permaneció en silencio durante un largo rato. La arena resbalaba en el reloj y las polillas revoloteaban alrededor de las lámparas. Un perrito salió de debajo del sofá donde había estado durmiendo y saltó sobre el regazo de Mecenas. Este acarició sus orejas.

—Cuando Augusto estuvo aquí la otra noche, yo le dije: «Si realmente amas a tu hija, le permitirías que se casara con un guapo jovencito como Julio Antonio, y que fuera feliz». Él me replicó que no podía dejarla que se casara con un hombre que la despreciaría. ¿Crees que estaba diciendo la verdad?

—Creo que nunca le permitiría que se casara con Antonio, aunque no precisamente por esa razón.

—No, tu juicio es acertado. No tendría confianza en él como el tutor de Cayo y Lucio. Esa sería su principal preocupación. Pero observa, estimado joven, cómo para Augusto las personas se han convertido en objetos que él puede manipular en beneficio propio, ese beneficio que él identifica con el beneficio para el estado. Y lo más terrible es que hace bien en creerlo así. La otra noche le dije que todo el mundo tenía que someterse a su monstruosa voluntad. Y añadí que esa voluntad había llegado a dominar a Roma, a todos nosotros e incluso a él mismo, que había destruido su capacidad para la imaginación y para cualquier calor humano. «Tú —le dije— eres tan prisionero de tu vicio como yo lo soy del mio.» Y entonces, Tiberio, le dije lo que iba a pasar. Todo esto es como una confesión. Necesitamos más vino.

Cogió una campanilla y la hizo sonar dos veces. Un esclavo maquillado y con una túnica corta trajo una jarra de vino y llenó dos copas. Mecenas se llevó el borde de la copa a los labios y lo mantuvo allí mientras observaba la salida del muchacho, que nos dejó solos.

—Yo le dije: «Terminamos como prisioneros de nuestro propio carácter. ¿Quieres que te diga lo que vas a hacer? Vas a obligar a Tiberio a que se divorcie de Vipsania...»

Cuando pronunció esas palabras fue como si un temor que yo había estado tratando de rechazar se hubiera erigido frente a mí con una espada desenvainada.

—Sí, mi querido joven..., «después de todo», dije, «Vipsania ha perdido todo su valor después de la muerte de su padre. Nada importa que ella y Tiberio hayan sido felices juntos porque esa felicidad se ha convertido en un obstáculo para tus proyectos de más envergadura. La echarás a un lado y lo obligarás a él a que se case con Julia. Es un hombre fuerte», dije, «y un hombre de honor». Y no te digo esto ahora para adularte sino porque siempre he encontrado necesario explicarle a Augusto cómo consigue que su voluntad dé la impresión de ser razonable... «Harás lo que es debido en relación con tus nietos», continué... Conforme yo hablaba podía ver cómo las nubes que lo envolvían se iban disipando. Me sonrió, con la misma afectuosa sonrisa que recuerdo de los tiempos en que los dos éramos jóvenes, la sonrisa que me concedía cuando yo le solucionaba una dificultad. Por un corto espacio de tiempo pareció que se había reavivado nuestra vieja intimidad. Me sentí feliz. Pero más tarde, cuando él ya se había ido, me entristecí al pensar que el renacer de esta intimidad había sido posible solamente porque yo había podido mostrarle lo que él mismo quería hacer, aunque él todavía no había llegado a reconocerlo...

—Conocéis a mi padrastro muy bien —dije.

—Sí, creo que lo conozco aún mejor que la propia Livia. A diferencia de ella, recuerdo al muchacho con quien me reí y a quien amé antes de los días de las proscripciones, antes de que se pusiera de acuerdo con Marco Antonio y aquel imbécil de Lépido para subrayar los nombres de aquellos que debían ser asesinados, simplemente porque su presencia se había convertido en un obstáculo. Una vez que un hombre ha sido capaz de hacer eso, Tiberio, puede siempre encontrar una excusa para cualquier cosa.

—¿Por qué me contáis todo esto? ¿Es tal vez para prevenirme de forma que pueda negarme a aceptarlo?

—Tiberio, Tiberio, creí que tenías más talento. —Cerró los ojos, y cuando volvió a hablar, su voz parecía venir de una gran distancia, a través de los arenosos desiertos de la experiencia—. Sí, lo creí. ¿Cómo puedes dejar de comprender el mundo que Augusto ha creado, con mi ayuda y la de Agripa? La ocasión para una resistencia eficaz ha pasado ya. Un acto de rebelión ahora no es más que una manifestación de petulancia, como ordenarle al viento que deje de soplar.

—Puedo muy bien matarme antes de someterme...

—Tiberio, no olvides que «Conócete a ti mismo» es el precepto de los dioses. Tu naturaleza está hecha para servir. Obedecerás. Y estarás orgulloso de tu obediencia.

—Nunca...

—Digamos entonces que te consolarás con el pensamiento de que obedeces en el interés público. Y permíteme que diga algo más; cuando Augusto te exponga su plan, te asegurará que me ha consultado, y que mi consejo ha sido siempre bueno para el bien público. Tu sumisión se convertirá entonces en un acto de virtud, de la misma manera que tu rebelión se entenderá como la expresión de tu voluntad individual y egoísta. ¿Cómo es posible, Tiberio, que pongas algo tan insignificante como tu matrimonio por encima de la majestad del interés de Roma? Juntos —olfateó su vino— restauramos la República y creamos un despotismo, un mundo adecuado para el poder, gobernado por el poder, un mundo en que los benévolos valores ya no tenían lugar, un mundo donde unos ordenan y otros obedecen, una visión del futuro en la que una dura helada se apodera de los corazones de los hombres y en el que la costumbre de un temeroso sometimiento anula todo sentimiento generoso...

Lo dejé y entré en una noche oscura, en que el humo me ahogaba, noche de la que a veces me parece que no he salido nunca. Al bajar los resbaladizos escalones de su palacio, se me acercó una prostituta. La monté, en un acto de ira, como a una cabra, contra la pared. Le pagué diez veces más de lo que me pedía.

—Debes subir tu tarifa —le dije—, ya que, al perecer todos los valores no hay posibilidad de que sobreviva ninguna medida de lo que realmente valen las cosas, y tú puedes pedir lo que quieras.

—¡Oh, gracias, señor, ojalá todos mis clientes fueran caballeros como vos!

No salí de mi cuarto en dos días. Yací allí en taciturno letargo, anegándome el vino. Cuando recibí un mensaje pidiéndome que me presentara ante el princeps, contesté que estaba enfermo y me volví cara a la pared.

Al tercer día llegó una carta de mi esposa. La tengo aquí ahora. Nunca se ha separado de mí, en todos estos años...

Esposo:

Siento el corazón pesado al escribir esta palabra por última vez. A partir de ahora permanecerá encerrada en mi dolorido corazón.

No te censuro a ti porque comprendo que tú eres también una víctima y que también estarás sufriendo. Y lo creo así porque tengo absoluta confianza en tu amor por mí. Ni siquiera te reprocho, mi amado Tiberio, el que no hayas tenido el valor de darme personalmente tan terribles nuevas. Hasta me parece oír tus protestas alegando que por qué has de tener que hacerlo cuando nada tiene que ver con tus deseos... Es precisamente la certidumbre de que no lo deseas lo que hace más llevadero mi dolor.

Mi propia vida, me doy ahora cuenta, está casi terminada y sólo existo para cuidar de nuestro hijo. Pero tampoco puedo convencerme a mí misma de que esto pueda ser así, porque se me ha indicado que se me compensará con un nuevo y respetable matrimonio. No lo quiero, pero como tampoco quiero lo que está a punto de caer sobre mí, lo que, por mejor decir, ha caído ya sobre mí, no tengo ninguna duda de que me someteré. Se me educó para cumplir con mi deber, y esta nueva etapa se me presentará como un nuevo deber. Dudo de si debo continuar escribiendo, en caso de que mis sentimientos me traicionen.

Quisiera también hacerte una advertencia. No lo haré, porque mi juicio puede estar equivocado, porque estoy cierta de que compartirás mis dudas y porque sería indecoroso e imprudente decir lo que pienso. Simplemente añadiré que mi padre una vez manifestó que hacer feliz a Julia era tarea para un dios y no para un hombre.

Sé que continuarás ocupándote amorosamente de nuestro hijo, aun dándote naturalmente cuenta de las nuevas e importantes responsabilidades que has asumido...

Cree, mi querido Tiberio, en el eterno amor y devoción de..., pero ya no sé cómo llamarme a mí misma...

No sé por qué he guardado esta carta, porque me la aprendí de memoria casi desde la primera vez que la leí. Le doy vueltas en mi mente, para lacerarme y para tranquilizarme. Es al mismo tiempo una daga y un talismán.

Tal vez lo más asombroso de este desdichado episodio es que nunca hablé de él con Augusto. En las semanas que le siguieron se condujo conmigo con benevolencia, respeto y esa actitud evasiva de la que era maestro supremo. Hubo innumerables momentos en que parecía que iba a abordar el tema, otros en que parecía que se me había dado una oportunidad que me permitiría a mí hacerlo; no obstante, nada se dijo hasta la víspera de mi boda con Julia, cuando Augusto me abrazó —casi sin esa involuntaria contracción que siempre sentía cuando me tomaba en sus brazos— y me reiteró su amor y la confianza que tenía en mí, sentimientos endulzados por su obsequio de una villa y terreno en Ravello.

—Al fin —dijo— puedo enfrentarme al futuro sin Agripa.

Pero ya había desahogado mi rabia con mi madre, me había enfurecido y había suplicado. Había bramado, maldiciendo la maldad de la fortuna que me había privado de lo que yo más estimaba y valoraba. Había asegurado que, si se me privaba de Vipsania, se me incapacitaría para continuar con éxito en mi carrera. Juré que la complicidad de Livia en esta brutalidad terminaría destrozando el amor y el respeto que sentía por ella. Y en la intimidad de la alcoba de mi madre, maldije a mi padrastro, que había fabricado ese mundo en que a mí se me obligaba a vivir.

Livia me acusó de comportarme como un niño mimado; pero lo que yo estaba era destrozado, se me había ofendido y afrentado.

Y era ella, mi madre, la que lo había hecho. La vi en aquel momento, una mujer enjuta, con un cabello que iba perdiendo su lustre y un rostro cada vez más cincelado como si se estuviera preparando para que su memoria se conservara en piedra, y la vi como a un ser que me había fallado a mí, su hijo, por la absoluta sumisión a su esposo, por la subordinación de su deber de madre para conmigo a la voraz ambición de ese mismo esposo, así como la que ella misma tenía en relación con él. Me sentí lleno de resentimiento y la boca me sabía a bilis. Pero incluso mientras dejaba que esa amargura la llenara, sabía que mi reacción era absurda. Como sabía también que todo hombre lleva dentro de sí su propio destino y que echarle la culpa a mi madre por lo que me pasaba a mí ahora era tan ridículo como echarle la culpa al invierno por cubrir de nieve las montañas. Sabía también que era despreciable para un hombre de mi edad, un hombre que había logrado lo que había logrado yo, un hombre que había estado al frente de ejércitos y enviado a otros hombres a la muerte, experimentar un resentimiento como éste. De hecho mi resentimiento era tan despreciable como lo era mi sumisión; sin embargo no podía evitarlo.

Pronto aprendí también a no despreciarme a mí mismo por haberme sometido. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Había visto marchitarse vidas cuando los hombres se enfrentaron con Augusto. He visto desde entonces cómo no existen consideraciones de afecto, lealtad o decencia que sean capaces de apartarle de un curso de acción deter'minado que él ha juzgado conveniente o necesario. Todos los hombres, sí, y todas las mujeres también, son para él, en última instancia, objetos maleables; criaturas cuyas vidas pueden deformarse o truncarse por sólo una orden suya. Me dije que, si hubiera enfrentado mi voluntad a la suya, no me habría servido de nada: se me hubiera enviado al destierro, se me hubiera seguido privando de la compañía de Vipsania y el futuro de mi hijo Druso se hubiera ensombrecido. Mi consentimiento era la única manera de protegerle.

Yo me decía esto y sabía que era verdad; no obstante despreciaba todavía mi debilidad. Para aplacar mi mente afligida convertí el desprecio que sentía hacia mí mismo en un penetrante desprecio por la degeneración de nuestros tiempos, en los que, con la pérdida de nuestra vieja virtud republicana, hasta la nobleza de Roma se había convertido en juguete del déspota. «¡Oh generación digna de la esclavitud!», murmuré; y los que me oyeron y retrocedieron ante mis duras palabras, no comprendían que yo me incluía entre los esclavos.