6
Y entonces Druso se puso enfermo. Se quejaba de cansancio y frecuentes ataques de náusea. Las piernas y los brazos le dolían y le pesaban. El menor movimiento era como una tortura. Hice venir deprisa a médicos de Corinto y Alejandría para complementar los conocimientos de los médicos que residían en Roma. No sirvió de nada.
Día tras día vi cómo mi hijo se iba debilitando y cómo su deseo de vivir le iba abandonando. En estas circunstancias ni siquiera Sejano me servía de consuelo. Aunque tenía absoluta confianza en él, no podía evitar el pensar que no lloraría la muerte de mi hijo.
No podía soportar la compañía de la mujer de Druso, Julia Livila, porque la indiferencia que sentía ante la enfermedad de su marido era evidente. El eunuco Lygdo atendía a su amo con diligente cuidado; una mañana le encontré llorando amargamente porque Druso había pasado una mala noche, y yo era tan cínico como para suponer que lloraba solamente porque temía perder un amo que le amaba. Mi madre no me servía tampoco de consuelo: la vejez la había transportado a un reino donde las aflicciones del presente tenían poca importancia. Me irritaba al hablar continuamente de la alegría que experimentaría Agripina ante la muerte de Druso. Curiosamente, mi único consuelo provenía del joven Nerón César. Aunque no era capaz de desprenderse de sus afeminadas afectaciones, poseía, no obstante, una imaginativa capacidad para la compasión que le permitía darse cuenta de mi dolor. Otros me reprochaban —a mi espalda, pero no sin que yo lo supiera— de que siguiera asistiendo a las reuniones del Senado durante el largo y angustioso proceso de la enfermedad de mi hijo. Nerón, al encontrarse conmigo cuando yo volvía una mañana de la Curia, me abrazó con espontánea ternura y me dijo: «En estos momentos debes pensar que sólo el trabajo y la responsabilidad dan sentido a la vida». Entonces me acarició la mejilla diciendo: «Pero, ¡ojalá pudieras llorar por Druso, sería bueno para ti!» Por extraño que parezca no me produjeron irritación ni sus lágrimas ni la esencia, mezcla de naranja y limón, de la que se había impregnado. No pude encontrar palabras para expresar mi gratitud. Lo abracé apretándolo contra mi pecho, sacando fuerza y consuelo de su juventud y su comprensión.
Druso murió. Cuando entré en el Senado al día siguiente los cónsules estaban sentados en los asientos ordinarios, en señal de duelo. Les di las gracias, pero les recordé su dignidad y su rango y les pedí que recuperaran el lugar que les correspondía. Muchos senadores sollozaron, con la ayuda de cebollas que se acercaban a escondidas a los ojos. Yo levanté la mano en un gesto que estaba destinado a terminar con esa manifestación de dolor.
—Sé —dije— que algunos me estaréis criticando por aparecer aquí mientras el cadáver de mi hijo espera su sepultura, y mi aflicción es reciente. Muchos dolientes apenas pueden soportar ni siquiera las condolencias de su propia familia, prefiriendo encerrarse y huir de la luz del día. Comprendo ese comportamiento y nunca seré capaz de censurarlo. Pero para mí, sin embargo, la reclusión es la peor tentación y por eso la resisto, buscando un consuelo más austero. Los brazos en los que he buscado refugio son los del estado.
Hice una pausa y hablé, después, de mi familia.
—La muerte de mi hijo es la última aflicción en la larga y gloriosa vida de mi madre —dije—. Druso era su nieto, casado con su nieta, la hija de mi hermano, Julia Livila. Daos cuenta de la magnitud de la aflicción de la Augusta. El único de sus descendientes del género masculino que aún vive es, aparte de mí, naturalmente, mi nietecito Tiberio Gemelo. Después de más de sesenta años al servicio de la República, mi madre ve a este niño como al heredero de sus labores, aunque no he de olvidar que tiene, por supuesto, una hermana mayor, Livia Julia.
»En lo que a mi respecta, la muerte de mi hijo, tan cercana a la de su hermano de adopción, nuestro querido Germánico, es un golpe del que no creo que me recuperaré jamás. En momento así, de nada sirve recordar la nobleza y la virtud del fallecido porque, si he de deciros la verdad, senadores romanos, tales reflexiones no sirven más que para agudizar la pena, haciéndonos recordar aquello de lo que se nos ha privado. Ahora, he de deciros que, aparte de mi pequeño Tiberio Gemelo, no me quedan más que los hijos de Germánico para alivio de mis últimos años...
Entonces los hice venir ante el Senado, y los tres permanecieron allí de pie: Nerón, tímido, incómodo, pero con una dignidad que nunca le había creído capaz de alcanzar; Druso, orgulloso, hasta arrogante, pero hosco y como malhumorado, como si sospechara de mis intenciones y estuviera preparado de acusarme de falta de sinceridad, y Cayo Calígula, bizqueando horriblemente e incapaz de dejar de moverse...
—Cuando estos muchachos perdieron a su padre —dije—, se los confié a su tío Druso, pidiéndole, aunque tenía sus propios hijos, que los tratara como si los hubiera procreado él mismo, y, en interés de la posteridad, que los educara a su imagen y semejanza. Ahora Druso ya no está con nosotros. Mi ruego se dirige a vosotros. Los dioses y nuestro país son mis testigos.
»Senadores, en mi nombre, así como en el vuestro, adoptad y guiad a estos jóvenes cuyo nacimiento es tan glorioso, estos biznietos de Augusto: Nerón, Druso y Cayo —continué, cogiéndolos uno a uno de la mano y abrazándolos después—, estos senadores ocuparán el lugar de vuestros padres. Porque en la posición social en la que habéis nacido, lo bueno y lo malo en vosotros es motivo de interés nacional...
Cito este discurso en su totalidad porque, a la luz de lo que pasó después, yo desearía que la posteridad entendiera totalmente la sinceridad de mi benevolencia hacia los hijos de Germánico. Si las cosas resultaban después distintas, eran los dioses quienes lo habían dispuesto así y no yo.
Mi madre se volvió cada día más difícil de soportar conforme se adentraba en la vejez. Acababa de terminar de dirigirme al Senado cuando me hizo llamar a su presencia. La encontré vestida de luto, pero con el destello de lucha en sus ojos. Me criticó inmediatamente por el discurso del que se había informado en pleno.
—¿No era bastante —dijo— que tú permitieras que esa mujer —se refería naturalmente a Agripina— terminara con tu leal aliado Pisón y tratara de destruir a mi queridísima amiga Plancina, con sus mentiras y su malicia? Evidentemente no lo era pues tú ahora has sentido la necesidad de elevar a sus hijos de una forma precipitada. ¿Cómo sabes que Agripina no envenenó a Druso? ¿Has pensado en esa posibilidad? Ciertamente sus síntomas se parecen a los de algunos venenos, y ¿quién podía tener mejor motivo?
—Madre —dije—, eso son tonterías. No hay razón para suponer que Druso fue asesinado. No creas tú que la sospecha no ha cruzado por mi mente, y que no la he rechazado después. Además, Agripina y Druso nunca fueron enemigos. Si fuera a envenenar a alguien, ¿no crees que empezaría conmigo?
—Y ahora —continuó, no prestando la menor atención a nada de lo que yo había dicho— tú decides ponerte en ridículo hablando así de los hijos de esa mujer. ¿Crees que esto la va a apaciguar?
—Son miembros de la familia —dije—, y los biznietos de tu esposo. ¿No crees que tengo un deber para con ellos?
—No tengo paciencia con tu locura. Fuiste siempre tan terco como una mula. ¡Cuando pienso en cómo Augusto solía quejarse de ti! ¡Y en cómo yo te defendía! Mira, escucha lo que decía —y al decir esto, sacó una carta de su regazo y empezó a leer—: «Nunca me siento a gusto con Tiberio porque nunca sé lo que está pensando y por consiguiente encuentro difícil confiar en él. Además de su obstinación, y estoy en eso de acuerdo contigo, no es un buen juez del carácter de los demás. Como tú, he notado con preocupación su susceptibilidad...».
Pero no quisiera, ni aun en la intimidad de mi cuarto, seguir citando esta carta, ni permitirme a mí mismo el detenerme y darle vueltas a las acusaciones que mi padrastro me dirigía, acusaciones que, he de decir, se basaban en un profundo desconocimiento de mi naturaleza, más profundo aún de lo que yo le hubiera creído capaz...
—Si tú tratas de alentar la participación en la vida pública de esa repugnante criatura, Nerón, que en mi opinión no es más que un sodomita en ciernes, te convertirás en objeto de burla y desprecio público —dijo mi madre.
—Nerón —dije yo— tiene defectos evidentes, pero es capaz de corregirlos con el tiempo. Hay una bondad fundamental en su carácter. Creémelo, he constatado su evidencia...
Pero Livia había llegado a una etapa de su vida en que no era capaz de concentrar la atención. Ya no podía mantener una discusión. En su lugar empezaba a reprenderme ahora por ofensas, muchas de ellas imaginarias, que pertenecían a un pasado distante. Me acusaba de descuidarla. Me acusaba de haber conspirado con Julia, sí, Julia contra ella. Y dos segundos después me decía que ella había «adorado» a Julia, «la mejor de las hijas», y que nunca había sido capaz de perdonarme el fracaso de nuestro matrimonio «causado indudablemente por tus vicios. Julia estaba atormentada por lo que había oído decir de tu chifladura por ese joven germano, y todo fue de mal en peor desde aquello...».
Sabiendo como sabía que Livia, desde el principio, había aborrecido a Julia y recordando cómo, en muchas ocasiones, me había advertido que tuviera cuidado con ella, no podía por menos de asombrarme de las malas pasadas que la vejez le puede hacer a la memoria. Me dolía verme forzado a observar el deterioro de las facultades de mi madre. Cada vez que nos vimos en los meses siguientes, surgieron nuevos reproches por su parte, nuevas fantasías, nuevas invectivas. La confusión de su mente se reflejaba en la intemperancia de su lenguaje y en su deseo de hacerme sufrir, un deseo que se podría mejor describir como una compulsión.
Este estado de confusión mental de Livia me exasperaba, ya no era capaz de tolerar su compañía. Sin embargo he de confesar que no es digno de asombro el que hubiera entrado en este estado de desorientación mental; no lo hubiera sido aunque le hubiera faltado la excusa de la ancianidad. Su confusión era una respuesta adecuada a la corrupción de los tiempos. Si trato de interpretar con la mayor generosidad lo que ella y Augusto creían haber logrado, diría que, al terminar las guerras civiles que habían roído y destrozado el estado de Roma, creyeron que estaban creando una oportunidad para el renacimiento de la virtud y la integridad. Naturalmente, Augusto, siendo un hombre de mundo, se daba cuenta, de vez en cuando por lo menos, de que se estaba engañando a sí mismo al concebir tal esperanza; no obstante, la esperanza estaba ahí y no era una esperanza innoble. Pero se la defraudó. Augusto admiraba enormemente al poeta Virgilio, que celebró el orden perfecto de Italia en sus Geórgicas y prometió una resurrección de la Edad de Oro en su Égloga sexta, y a lo largo de su Eneida. Cuando Augusto hablaba de Virgilio, un tono totalmente desacostumbrado —una mezcla de calor y de respeto— invadía su voz. Hubo momentos en que realmente creyó que era su misión hacer realidad la visión virgiliana. No digo que Livia sintiera exactamente lo mismo; su naturaleza no fue nunca poética, pero no obstante respondía al impulso fundamental, y en ciertos momentos ambos creían que esta ilusión caía dentro de la esfera de lo posible. Había por consiguiente algo admirable en la ambición de mi padre, a pesar de su implacabilidad y duplicidad personal. Sin adolecer de su capacidad para engañarse a sí mismo, yo podía vibrar al son de la misma música. Toda mi vida me he sentido cautivado por una visión de la virtud, pero siempre ha retrocedido a la oscuridad de la realidad. Platón nos enseña que esta vida es, en el mejor de los casos, un reflejo polvoriento de lo que es ideal. Nuestra experiencia es un parpadeo de quimeras, sombras que danzan en las paredes de la cueva en la que vivimos prisioneros. Sí, es verdad; pero éstas son quimeras que atormentan, sombras que yacen y roban y apuñalan y traicionan. Concebimos una República ideal, explicamos principios de virtud cívica, exaltamos la ley. Pero la experiencia no tiene la menor semejanza con esto. Augusto, con un carácter más optimista que el mío, logró, hasta muy cerca del final de su vida, darse a sí mismo la ilusión de la fe. Yo he tenido que asirme a ella con las uñas, como un hombre luchando por salvarse de caer desde la ladera de un precipicio hasta el vacío.
Perplejo, desalentado, engañado, mi mente entró en un torbellino después de la muerte de Druso. Su pérdida me afectó aún más de lo que hubiera podido imaginar; de hecho nunca lo había imaginado. Me hundí en una angosta grieta entre las rocas y, mirara hacia donde mirase, no encontraba nada que me consolara, sólo roca gris oscura y limosa. En aquellas noches llegué a comprender la desesperación de Hécuba, llevada como esclava a Grecia, que vio a su hijo muerto y a su hija sacrificada y después, habiendo perdido la razón, ladraba como una perra en la playa desierta, mientras los vientos bramaban. Los mismos vientos bramaban en torno a mí.
Yo nunca había tenido mucha fe en la humanidad. Ahora he perdido la poca que me quedaba. Hubo un caso, que se presentó ante el Senado, de un tal Vibio Sereno, que acusó a su padre, del mismo nombre, de traición. Sereno padre había sido exiliado unos ocho años antes, no recuerdo bien por qué delito. Su hijo, un joven vigoroso y elegante, acusó al padre de atentados contra mi persona. Se habían enviado, explicó, agentes subversivos para fomentar una rebelión en la Galia; estaban financiados por el ex pretor Marco Cecilio Cornuto. El caso cobró más envergadura y su credibilidad aumentó por el suicidio de Cornuto, pero Sereno padre lo negó todo. Sacudió las esposas en gesto de amenaza contra su hijo y le desafió a que presentara a sus cómplices. «No me vas a decir que un hombre viejo como yo ha podido atentar contra la vida del emperador con la ayuda de un solo cómplice, y ¿es este cómplice, por añadidura, un hombre tan débil de espíritu como para ser capaz de matarse por una acusación falsa?» Su hijo sonrió y nombró a Cneo Cornelio Léntulo y Lucio Seyo Tubero, amigos míos cuya lealtad había siempre considerado indiscutible. Dije, pues, que la acusación era absurda. Los esclavos de Sereno padre fueron torturados entonces, pero no revelaron nada. Sejano vigiló el interrogatorio y me aseguró que no había caso de que ocuparse. El joven Sereno se asustó entonces; le asustaba la visión de la roca Tarpeya, el castigo por un intento de parricidio, y huyó de Roma. Mandé que lo hicieran volver y lo apresaron en Ravena. «Continúa tu acusación», le dije, con la intención de que su ignominia fuera del dominio público. Algunos senadores, sin embargo, no supieron interpretar mi intención; creyeron que yo estaba seguro de la culpabilidad del padre y para complacerme —sí, ¡ésa era su idea de lo que me complacería!— exigieron que el padre sufriera el viejo castigo por traición, es decir, que se le azotara hasta la muerte.
Me negué a que esta moción se sometiera a votación y estaba preparado a rechazar la acusación y castigar a su hijo. En este punto, Sejano vino a hablar conmigo y dijo que, aunque los esclavos no habían revelado nada que probara que su amo era reo de esa traición, no obstante había razón para creer que la acusación no carecía totalmente de fundamento. Yo estaba perplejo, sospechoso por una parte del padre y sintiendo por otra odio hacia el hijo por su celo impío. Ambos fueron desterrados.
Apenas pasaba una semana sin que se presentara una acusación contra algún hombre, y aunque luchaba para conservar mi indiferencia, mi repugnancia se intensificaba. El espectáculo de ambición, temor, resentimiento y espíritu de venganza que se presentaba una y otra vez ante mis ojos era totalmente repelente.
Tampoco me satisfizo la llegada de una delegación procedente de Hispania Ulterior pidiendo que se les permitiera construir un santuario en mi honor y en el de mi madre. Yo me negué indignado, desalentado por esta nueva evidencia de servilismo: «Permitidme que os asegure —dije— que soy humano y mortal, que llevo a cabo simplemente tareas humanas y que me considero satisfecho con ocupar el primer lugar entre los hombres, al cual el Senado ha decidido destinarme. Las generaciones futuras me harán justicia si me juzgan digno de mis antepasados, diligente en cuidar de vuestros intereses, firme en el peligro, y desprovisto de temor frente a las hostilidades en que suele incurrir el que trabaja en el servicio público...»
Sejano me informó: «No debíais haber hablado así. No tiene el efecto que esperáis. Cuando se rechaza la veneración, la gente supone que, o se carece de sinceridad o, genuinamente, no se la merece».
Reflexioné con detenimiento en el carácter de los hijos de Agripina. A pesar de su afeminamiento, pensé que había más auténtica valía en Nerón que en sus hermanos; estos últimos daban muestras de un gusto por la crueldad que me repugnaba y asustaba. Decidí por consiguiente llegar a conocer bien a Nerón. Yo tenía entonces unos sesenta y cinco años y, aunque mi salud era buena, aparte de un reumatismo que era a veces doloroso, sabía que no podía contar ya con muchos años de vida. Mi propio nieto Tiberio Gemelo era todavía un niño, y de todas maneras yo era siempre consciente de la promesa que le había hecho primero a Augusto, en relación con Germánico, y luego al Senado, en relación con sus hijos. Nerón me agradaba por su ingenio y su inteligencia; también por una especie de innata melancolía que me sugería que no tenía esperanzas desmedidas en sus semejantes.
—Mi padre era todo lo que yo no soy —me dijo un día—, y yo siempre he sido consciente, aunque no dichoso, de que los hombres le consideraran un héroe.
—¿Por qué «no dichoso»?
—Porque... —Se echó hacia atrás un rizo que le caía sobre el rostro—. No sé por qué. Sólo sé que este conocimiento me hace sentir incómodo.
Yo lo comprendía. Si en aquel momento le hubiera preguntado: «¿Por qué buscas la compañía de los hombres?», tal vez todo habría sido diferente. Tal vez un raro momento de sinceridad nos hubiera desviado hacia otro camino. Pero no me atreví a hacer esa pregunta en caso de que la respuesta terminara con la intimidad de que estábamos disfrutando. Hay un límite, me dije, en la franqueza permisible entre un hombre de edad y un muchacho. En su lugar, evité el tema y hablé de los deberes y cargas del poder.
—Cargas —dije— que espero que tú estés dispuesto a asumir.
—¿Me consideráis adecuado...? —Se ruborizó.— Para empezar, yo no soy soldado ni nunca podría serlo.
—Yo te considero honesto —respondí—, y conforme al estilo de tu generación, honorable.
Se sintió violento, tal vez avergonzado.
—Me apena —dije— que tu madre tenga tal desconfianza en mí.
Se ruborizó de nuevo. Era evidente que hubiera querido defender a Agripina, pero, consciente de la injusticia de la actitud de su madre hacia mí, no podía encontrar un argumento para esta defensa.
—Para demostrarle a ella y al mundo que tengo confianza en ti —proseguí—, te propongo que te cases con mi nieta Livia Julia, la única hermana de Tiberio Gemelo. Creo que eres tú la única persona en quien puedo confiar en lo que se refiere a comportarse bien con el muchacho y creo que el matrimonio con su hermana es no sólo la mejor manera de hacer evidente el afecto que siento por ti, sino algo que podrá redundar en tu propio provecho.
Se quedó sorprendido, afirmó que no era apropiado para un honor así. Durante un instante saboreé su terror, después me apresuré a tranquilizarlo. Le dije que había sido víctima de rumores maliciosos; había llegado el momento de acallarlos. Mi nieta era una chiquilla deliciosa, a la que no me cabía duda llegaría a amar. Observé cómo su boca temblaba; después, haciendo un esfuerzo, sonrió. Tenía la expresión de mi amada Julia cuando se la cogía en una mentira. Lo besé. «Nos comprendemos mutuamente", le dije.
Esta proposición de matrimonio dejó estupefacta a Agripina. No podía oponerse a ella; no obstante temía que representara, de una manera que no podía desentrañar, un complot contra ella. Tenía razón. Lo que yo intentaba era separar a Nerón de su maligna influencia.
La misma semana en que se celebró el matrimonio de Nerón y Livia Julia, mi madre enfermó y Sejano solicitó mi permiso para divorciarse de su esposa Apicata.
—Ya no nos complacemos el uno al otro —fue todo lo que dijo—. Esa explicación es suficiente.
Fui a visitar a mi madre. Me miró como si no me conociera y se negó a hablar. Le supliqué que no muriera en un estado de ira e hice celebrar en su alcoba un sacrificio para que los dioses le hicieran recuperar la salud y la razón. Pero incluso cuando yo movía mis manos sobre el altar, me daba cuenta de que deseaba su muerte. De hecho la había deseado durante años aunque era solamente ahora, cuando la muerte era inminente, cuando me sentí capaz de confesármelo, incluso a mi propio corazón.
Estaba lloviendo cuando salí de su casa por última vez y me quedé de pie mirando abajo, a mis pies, el bullicio del Foro. Llovía lo mismo que yo había llorado siempre que ella parecía apartar de mí su amor. Nada dura, excepto la memoria que alberga verdades confusas y espectrales.
Agripina estaba furiosa. Me acusó de robarle a su hijo, de tratar de desbaratar todos sus planes. El extremo de su larga nariz temblaba. Esa nariz suya, que frustró sus pretensiones a la belleza, y que ni siquiera era imperiosa, invadía continuamente mi imaginación. La veía temblando, presente en cada uno de mis actos.
—¿Es culpa mía que no seas reina? —le contesté.
—¿Reina? —replicó, no dándose cuenta de que yo estaba citando a Sófocles—. No tenemos reinas en Roma.
—Excepto mi querido hermano Nerón [ 5 ] —dijo Druso.
—Esa no es manera de hablar. Se le pasarán sus afectaciones. Hay mucho bueno en ese muchacho. Vamos, Agripina, ambos hemos sufrido mucho. No hay razón para que seamos enemigos. Disfrutemos por lo menos de una tregua. Ven a cenar conmigo mañana.
Accedió; pero en la mesa, cuando le pasé una manzana, la sostuvo en la mano un instante, mirándola con los ojos medio cerrados, y me la volvió a dar.
—Cómela tú —dijo—. Me gustaría vértela comer. La has escogido con tanto cuidado...
—La he seleccionado como la mejor manzana —contesté, y le di un mordisco a la fruta.
—¿Entiendes lo que eso significa? —le pregunté a Sejano.
—Claro que sí. Es lo mismo que si os estuviera acusando de tratar de envenenarla. Es más, cuando cuente la historia, apuesto a que no menciona que disteis un mordisco a la manzana. Os lo dije antes y os lo volveré a decir: esa mujer no desperdicia ninguna ocasión para difamaros. Naturalmente nadie cree en estas acusaciones concretas pero, como dice el proverbio: «Continua gotera cava la piedra...». Una acusación tras otra puede tener efecto.
Me retiré, sintiéndome harto y cansado y volví a mi escritorio y a la interminable serie de decisiones que tenía que tomar, informes que considerar, asuntos que debatir problemas que afrontar.
«El trabajo —me encontraba diciéndome con frecuencia a mí mismo— es la droga mas segura.»
Pero cuando me retiraba a la cama y el sueño no venía, como se me negaba tantas noches, mis pensamientos volvían a mi villa y mis jardines en Rodas. Me parecía, o al menos me persuadía a mi mismo de que era así, que había llegado más cerca de contento y del entendimiento del propósito de la vida, allí en mi retiro, que en ningún otro momento desde que se me volvió a lanzar al torbellino de la actividad. Naturalmente no me podía volver a retirar; si Druso no hubiera muerto, tal vez habría sido posible, como era mi proyecto, asociarle conmigo en el gobierno del Imperio, como Augusto había hecho conmigo en sus últimos años; y entonces, me dije a mí mismo, podría apoyarme en mi hijo, salir de Roma confiado en su valor personal y, en mi retiro, ejercitar nada más que el poder general de vigilancia y asesoramiento. Ese sueño había sido tan seductor como un melocotón maduro. Ahora se había desvanecido.
Me volví al vino; no sirvió para nada. No me traía ni alegría ni consuelo. Y sin embargo podía oír el mar lamiendo las rocas, podía oler ese aroma punzante mezclado con el perfume de las rosas, del mirto y de la madreselva. Y recordé una historia que un erudito griego me relató una vez.
Era un liberto llamado Filipo, en la casa de Julia, y se había casado, con el beneplácito de su ama, con una muchacha griega, libre, de la isla de Capri, donde Augusto había tenido una villa. Me habló del tío de su mujer, un hombre soltero contra el que no obstante nunca se había perpetrado ninguna acusación de vicio. Se le respetaba en la familia por su sabiduría y su serena filosofía, aunque el que me informaba de todo esto no supo por mucho tiempo la razón de la alta estima en que se tenía a este hombre.
—De hecho me parecía extraño —dijo—, porque Jenofonte, que tal era su nombre, parecía ser, en lo tocante a las relaciones personales, un hombre arisco e irritable. Raras veces dejaba oír su voz en reuniones familiares y cuando lo hacía era para expresar su desaprobación de la generación más joven. No puedo ahora recordar qué es lo que le incitó a interesarse por mí. Tal vez nada en concreto. Tal vez percibió en mí sentimientos análogos a los suyos. No puedo asegurarlo. Pero lo que sí ocurrió es que, sin saber por qué, adopté la costumbre de sentarme con el anciano aquellas tardes que él pasaba en la terraza bajo una pérgola cubierta de una parra mientras que el resto de la familia dormía la siesta. Solíamos beber el vino amarillento de la cosecha de la familia, un vino fuerte y ácido pero con un sabor picante e inolvidable al que felizmente me había ido acostumbrando. Perdonadme todos estos detalles que os ofrezco porque me devuelven muy vivamente la memoria de esas tardes, cuando yo era consciente de una quietud absoluta, como de muerte; no obstante, mezclada con el sonido de las olas a nuestros pies y de los lagartos que se paseaban por la vieja muralla que rodeaba la terraza. Jenofonte solía comer erizos de mar que se metía enteros en la boca y que masticaba haciendo mucho ruido y escupiendo con frecuencia. Estaba generalmente silencioso y solía pasar horas y horas contemplando el mar. Me di cuenta al fin de que sus ojos estaban clavados en unas rocas que sobresalían del agua, un poco más allá de la costa que la distancia a la que se podía llegar nadando, sin cansarse.
—¿Hay algo especial acerca de esas rocas? —pregunté una tarde cuando su mirada llevaba más tiempo del acostumbrado fija en ellas.
—¿Han hecho conjeturas esos tontos ahí en la casa, delante de ti, acerca de las razones por las que nunca llegué a casarme?
Yo vacilé.
—Eres un tipo sensato —dijo—. ¿No te repugna copular con seres humanos?
Yo adoraba a mi esposa y si no hubiera sido porque a ella no le gustaba el sexo por las tardes, las habría pasado felizmente en su cama.
—Pero entonces, ¿por qué no? Eres como los demás. No conoces nada mejor.
Y se metió otro erizo en la boca, escupiendo con fuerza.
—¿Tú lo haces, entonces? —dije.
No hizo el menor caso a la insolencia de mi tono, sino que sonrió. Nunca he visto una sonrisa así. Revelaba un estado de arrobamiento total.
—Cuando yo era joven, ¡oh, aún más joven que tú! —recordó—, tuve una experiencia que no puedo llamar más que milagrosa y que cambió toda mi vida. Me preguntas por qué miro a esas rocas. Por la misma razón por la que tengo una barca en esa pequeña cala abajo. Estaba entonces prometido a una prima mía. Una tarde, cuando estaba sentado en este mismo sitio, el aire se llenó repentinamente de una música cuyo igual no he oído jamás. Era una música a un mismo tiempo melancólica y extraña, que tenía, no obstante, una melodía oculta de alegría, como el movimiento del agua profunda. Dejé la terraza y me dirigí a la barca y remé en dirección al sonido de la música. Y así llegué a esas rocas donde la música parecía más próxima, pero no más alta de lo que lo había sido en la distancia. Como si estuviera en un trance, escalé la roca hacia una joven que estaba allí reclinada, creando esa música, aunque no tenía ningún instrumento y sus labios no se movían. Yo tenía la impresión de que ella era la música. Me cogió en sus brazos y la música seguía sonando a nuestro alrededor y yo gusté de un deleite que supera los límites de la imaginación. Me uní a ella, logrando una etérea perfección de unidad, comparada a la cual cualquier unión sexual entre humanos no es más que una obscena, indefinida representación de la realidad. Digo una joven, pero por supuesto no era algo humano, sino un espíritu, una ninfa, la plenitud de todo lo que se puede desear. Hicimos el amor mientras el sol se ponía en el Occidente y a través de la oscuridad y hasta que salió otra vez en un cielo moteado de rosa, detrás de las montañas de Campania. Y la música permaneció con nosotros. Entonces ella cerró mis ojos con un beso y murmuró que sería parte de mi vida para siempre y que volveríamos de nuevo a reunirnos. Y yo desperté, cuando el sol caía de plano en la roca y no había más sonido que el mar, y me encontré solo. Estos erizos de mar saben a ella, porque ella pertenece al mar, y al mar se volvió. Un día me llamará desde allí. ¿Te sorprende ahora, joven, que considere tus uniones sexuales con el mismo desprecio que tú puedas sentir hacia los gallos que se tiran sobre las gallinas en el corral?
Filipo hizo una pausa.
—Era una sirena a quien encontró y amó. No hay otra conclusión posible.
—Y ¿tú le crees? —pregunté.
—Durante mucho tiempo, no. Pero nunca olvidé sus palabras.
—Y ¿qué canción le cantó la sirena?
—Una canción que no se puede imitar. Evidentemente.
—¿Y durante mucho tiempo no le creíste?
—Así es.
—¿Y entonces? ¿Cuál es el final de la historia?
—No tiene final. ¿No lo sabes, emperador? No hay ninguna historia que tenga final. Todas las narraciones son circulares, porque no pueden ser de otra manera. Pero te puedo contar otra etapa en el camino. Un día el viejo Jenofonte estaba sentado en la terraza como siempre, mientras los otros miembros de la familia dormían, por la tarde. Había habido una semana de siroco, pero los cielos se habían despejado y el aire era suave. Le dejaron con su jarra de vino y una cesta de erizos de mar. Nadie le volvió a ver. Cuando se despertaron, había desaparecido.
—¿Y su barca? ¿Había desaparecido también?
—Por supuesto. Todos estaban consternados. Se supuso que por alguna razón que nadie podía desentrañar, había descendido por el acantilado, se había embarcado en su barquita y navegado hacia... ¿qué? ¿Tal vez el vacío?
—Pero tú no crees eso...
Filipo sonrió.
—Yo no estuve allí todo el tiempo. Nunca he hablado con nadie más que contigo, emperador, acerca de estas cosas. Ésta es la primera vez que he repetido la historia de Jenofonte...
—Luego, hay sirenas..., la calma debajo de los vientos...
—Tal vez fuera una ilusión, un engaño, emperador. Era un hombre viejo y tal vez no tuviera la cabeza bien.