5
Hubo un momento de gozo: la esposa de Druso, Livila, dio a luz a niños gemelos. Yo había esperado que este acontecimiento uniera a sus padres. Pero no fue así. Acusé a Druso de descuidar a su mujer.
—Creí que le había dado bastante de qué ocuparse —dijo—. Es fácil para ti dar un consejo así. No tienes que soportar sus malos humores.
—Tal vez, pero no es decoroso que yo tenga que oír continuamente informes sobre vuestras peleas.
—Y ¿quién te los da? Sejano, supongo. Confías demasiado en ese hombre. De hecho me apena, padre, que des la impresión de confiar más en él que en mí, tu propio hijo.
No tenía razón para pensar así, y se lo dije. Pero al darme cuenta de que existía esta hostilidad entre Druso y Sejano era un nuevo motivo de inquietud.
Pronto hubo otro, aunque éste nos unió más a Druso y a mí. Su madre, mi pobre Vipsania, estaba muriéndose. Aunque no nos habíamos visto más que una vez desde nuestro divorcio, había sido siempre como una cálida presencia en mi vida, como el recuerdo de un lugar en que se ha sido dichoso. Druso y yo viajamos con tiempo lluvioso a Velletri, donde Vipsania había estado viviendo en una villa heredada de su padre; llevaba mucho tiempo separada de su marido, Galo.
Vipsania se despidió de Druso primero. Entonces éste me indicó que entrara en el cuarto de su madre. Yo no había estado seguro de que ella quisiera verme.
Al principio no la hubiera reconocido, porque la enfermedad la había consumido, la carne parecía habérsele desprendido del rostro y sus ojos expresaban el dolor que sufría. Me tendió la mano. La cogí entre las mías, la besé y caí de rodillas al lado de la cama. Permanecimos así durante mucho tiempo. Había un extraño olor como de habitación húmeda y cerrada, y el aire era sofocante y pesado.
—No trates de hablar —le dije—. Basta el que estemos juntos otra vez.
Me soltó la mano y acarició mi frente.
¿Es así como pasó? ¿O me engaña mi memoria? Algunas veces esos pocos minutos con Vipsania tienen la claridad de un sueño, el tipo de sueño del que uno despierta con la serena seguridad de que se le ha otorgado una visión de una realidad más profunda que la realidad en que transcurre nuestra vida diaria. Hay una nueva estructuración de la experiencia, como si se hubiera alzado un velo. Y sin embargo su dormitorio era casi una antesala de la tumba. Druso no experimentó nada de esto. Él sollozó cuando murió su madre, mientras que mis ojos permanecieron secos. Sin embargo mi pérdida de lo que había perdido hacía tiempo fue más aguda: sentí que se me había dado una visión momentánea de lo que se me había negado en la vida. Cuando me incliné y besé sus mejillas, de las que ya se iba escapando la vida, sellé nuestro reconocimiento, con el que habíamos vivido durante treinta años, de que el amor y la ternura no tienen defensa frente a la realidad deL poder. Salí de su cuarto y me preparé para asistir a un entierro tan solitario y escueto como la superficie de una montaña en invierno.
—Es extraño pensar —dijo Druso— que mi madre era la hermanastra de esa endemoniada gata Agripina.
—No me había dado cuenta de que sintieras tal aversión por Agripina.
—¿Aversión? ¿Cómo no te das cuenta, padre? Está decidida a destrozarnos a los dos.
—Ya no sé ni siquera de lo que me doy cuenta.
—Y lo que es más, criará a sus hijos para que sean nuestros enemigos.
Druso empujó el vino hacia mí. Bebimos ambos.
—Me parece —dijo— que nuestra familia rebosa de mujeres difíciles.
—Tu madre no fue nunca difícil.
—No —asintió, y mandó traer más vino.
—Pero mi mujer sí lo es —dijo—, y Agripina, y mi abuela, y, según recuerdo, mi madrastra, Julia. ¿Qué hemos hecho para merecerlas?
Poco después se quedó dormido. Y así fue como lloramos a Vipsania, ahogando nuestro dolor en el vino y en la mutua conmiseración. Pero no era solamente a Vipsania a quien llorábamos, pensé. Nuestra tristeza tenía raíces más hondas que la pura mortalidad. La muerte, después de todo, puede venir como una amiga; la muerte nos trae el deseado alivio del dolor, como en el caso de Vipsania, o tal vez del deshonor, como en el de Pisón; tal vez de la tiranía del eterno «Yo».
—¿Queréis más vino, señor?
Miré hacia arriba. Uno de los esclavos de Druso estaba inclinado sobre mí. Se llamaba Lygdo, un eunuco de Siria, regalo, recuerdo, de Pisón. Sonrió nervioso pero deseoso de agradar. La fragancia del aceite de rosas flotaba en ondas hacia mí. Puso una mano de color moreno y dedos descarnados encima de la botella. Yo sentí una oleada de crueldad que me avergonzó y me excitó. Estas criaturas, pensé, están completamente en nuestro poder. Pero ¿quién no está en el mío? ¿No soy yo el amo del mundo? ¿No es eso lo que dicen? Un amo que desprecia a los hombres, teme que le asesinen (pero, ¿por qué, cuando estoy deseando que la muerte me libere de mis responsabilidades?) y rehúye la compañía. El muchacho esperó. Yo le miré; él bajó su mirada. El temor hizo desaparecer el deseo de agradar. Esperó.
Me habían dado informes de este Lygdo, por supuesto. El obrar así se ha hecho necesario. Se decía que tomaba demasiadas confianzas con su amo, del que era un favorito especial. Hay siempre un hombre así en la casa de cualquier hombre honesto. Es nuestra manera de endulzar la forma en que organizamos las cosas, que por su naturaleza ofende al concepto de humanidad. Y los hombres son raramente indiferentes a los eunucos; o los desprecian o los desean, a veces las dos cosas. Un eunuco ocupa un puesto extraño en nuestra imaginación: es una especie de objeto sobre el cual podemos derramar una ternura irresponsable o lo podemos emplear para satisfacer nuestra innata crueldad.
—¿Sientes afecto por tu amo? (Le hablé en griego para que se relajara. Me replicó en la misma lengua, titubeando.)
—Mi amo es muy bueno conmigo.
Sus dedos tiraban del borde de su corta túnica.
—¿Se encuentra a menudo en esta situación?
—¡Oh, no, señor, esto es excepcional! Está profundamente afectado por la muerte de su madre. ¿Queréis que os traiga más vino, señor?
—No —dije—, el vino no es esta noche la solución. Cuida de tu amo. Siento por él un amor profundo.
Se inclinó para colocar en una postura más cómoda la cabeza de Druso, que había resbalado del respaldo del sofá. La corta túnica, bordeada de una franja dorada, se le subió hasta las nalgas. Sus piernas, de color arena oscura, eran largas y bien formadas.
—Vete a la cama —le dije, y me retorcí los dedos hasta que me dolieron los nudillos—. Yo me ocuparé de tu amo esta noche.
Yo amaba a Druso y también amaba a Sejano; y la hostilidad entre ambos era cada vez mayor. Cada uno de ellos estaba celoso de la influencia que suponía que el otro tenía sobre mí. Mis esfuerzos para disipar las sospechas que cada uno de ellos sentía en relación con el otro fueron en vano. Mi único consuelo residía en la certeza de que ambos me eran totalmente leales.
Pero sus peleas me afectaban. En una ocasión, al menos, Druso perdió el control —no puedo recordar la causa, ni siquiera si la sabía— y le dio una bofetada a Sejano. Se quejaba —se me informó de esto— de que Sejano era una amenaza para la seguridad del Imperio, citando como ejemplo mi decisión de que la guardia pretoriana, de la que Sejano era aún jefe, se mantuviera concentrada en un nuevo campamento en la zona norte de la ciudad. Yo había aprobado la sugerencia por dos razones. En primer lugar aliviaba a los ciudadanos del peso de tener a la guardia alojada en sus casas; segundo, era una ayuda para la disciplina y eficiencia. No había, de una manera o de otra, nada sospechoso en la sugerencia.
Sus desavenencias me irritaban porque ambos eran vitales para la administración del Imperio. Como Augusto había observado con frecuencia, era ésta una misión de demasiada envergadura para un solo hombre y era necesario que el princeps tuviera ayudantes en quienes pudiera confiar y que estuvieran dispuestos a colaborar unos con otros. Los celos que Druso tenía de Sejano impedían el buen funcionamiento de la maquinaria del estado. No había disputas en cuanto al programa político. De hecho, y como le hice ver a Druso, Sejano estaba apenas interesado en la formulación de ese programa y nunca había manifestado el deseo de que le encomendara esa responsabilidad. Se contentaba con desempeñar un papel ejecutivo.
—Mi fuerte —me decía con frecuencia— es poner en práctica vuestra teoría política. Yo estoy aquí para ayudaros a hacer que todo vaya sobre ruedas. Lamento que Druso desconfíe de mí. Ojalá se diera cuenta de que no tiene razón para hacerlo.
Efectivamente, Sejano estaba tan preocupado por la creciente hostilidad que mi hijo sentía hacia él, y su conocimiento de cómo me afectaba esto a mí que más de una vez ofreció dimitir de todos sus cargos y retirarse a la vida privada.
—Porque lo que menos deseo —me aseguró— es ser causa de fricción entre vos y vuestro hijo Druso. Por esa razón tal vez sea mejor el que yo desaparezca de escena, ya que estoy convencido de que la animosidad que siente Druso por mí es inextirpable.
Naturalmente yo no acepté su generoso sacrificio y le aseguré que no podía prescindir de él.
—Confío totalmente en Druso en algunos asuntos y en ti, amado muchacho, en otros —dije—. Se lo he dicho así a Druso y le he aconsejado que no escuche a aquellos que le han envenenado la mente contra ti.
Sejano se enjugó una lágrima de los ojos.
—Me conmueve más la confianza que habéis depositado en mí de lo que soy capaz de expresar. Pero esa confianza me hace atrever a añadir algo que preferiría no sentirme obligado a deciros. No todo va bien entre Druso y Julia Livila. Esa noble señora le ha confiado su aflicción a mi amada esposa, Apicata. Le ha dicho que desde la muerte de uno de los gemelos, Druso se ha vuelto de espaldas a ella. Le aflige particularmente que no le permita compartir su alcoba, pidiendo que entre en ella, en su lugar, el eunuco Lygdo. No hubiera mencionado algo que no tiene más remedio que causaros dolor si no tuviera la esperanza de que, con la ayuda de este conocimiento, podáis encontrar la manera de enderezar las cosas.
Me emocionó esta inocente confianza en mi habilidad, pero no hice nada. La amarga experiencia me ha enseñado que ni la prudencia, ni el concepto de la decencia, ni siquiera el provecho o la ventaja, son capaces de vencer la repugnancia sexual ni controlar o dirigir el curso de nuestros apetitos sexuales.
Éstas eran distracciones, pero el asunto del gobierno era preocupación incesante. Luché por hacer de nuevo del Senado verdaderos compañeros en la tarea de gobernar e insistí en que yo era, cuando más, primero entre iguales. Cuando un tipo adulador tuvo el mal gusto de dirigirse a mí como «Mi Señor y Amo» le advertí que no me volviera a insultar así de nuevo. Yo remitía todos los asuntos públicos al Senado, incluyendo mucho de lo que Augusto había estado acostumbrado a hacer él solo, y le pedía consejo al Senado en todos los asuntos que se refirieran a los ingresos nacionales, la asignación de monopolios y la construcción o reparación de edificios públicos. Le consulté incluso sobre el reclutamiento y licenciamiento de soldados, el estacionamiento de las legiones y tropas auxiliares, la extensión de los comandos militares, la selección de generales, y cómo contestar cartas que había recibido de potentados extranjeros; asuntos todos que Augusto se había reservado para sí. Alenté la discusión y el debate en el Senado y les aseguré a sus miembros que «cuando un estadista con la mente clara y el corazón sincero ha tenido tanto poder soberano en sus manos como vosotros habéis puesto en las mías, debe considerarse a sí mismo como el siervo del Senado; y frecuentemente del pueblo en su totalidad e incluso también de los ciudadanos en privado».
No eran éstas meras palabras pronunciadas para impresionar. Por el contrario, a mí me agradaba cuando se tomaban decisiones que desafiaban mis deseos, y yo no me quejaba, ni siquiera cuando sabia que yo tenía razón y la mayoría estaba equivocada. Una vez, por ejemplo, había insistido en que los magistrados de la ciudad residieran en ella durante su mandato, mientras que el Senado permitía que un pretor viajara a África y hasta pagaba sus gastos de viaje. Es más, yo permitía a los senadores que no hicieran caso de mi consejo si así lo preferían. Cuando, por ejemplo, se propuso a Manio Emilio Lépido como gobernador de Asia, Sexto Pompeyo Tercio declaró que era totalmente inadecuado para ese puesto, siendo, como él dijo, «un pobre, perezoso y degenerado». Yo no estaba totalmente en desacuerdo con Pompeyo y dejé que se conocieran mis sentimientos. Sin embargo, consentí en la decisión del Senado de nombrar a Lépido, pensando que esta manifestación de independencia tenía valor en sí misma.
En otros asuntos, sin embargo, yo sentía cierto escepticismo en lo que se refería al entusiasmo del Senado. Un año, por ejemplo, los ediles me pidieron con insistencia que hablara abiertamente contra la prodigalidad. Hubo una protesta vigorosa en el Senado de que se hacía caso omiso de las leyes contra los gastos desmedidos, y de que, como consecuencia de esto, el precio de los alimentos aumentaba a diario. Yo me daba cuenta de esto y lo lamentaba. Traté de dar un ejemplo de austeridad en una ocasión sirviendo medio costillar de jabalí en una cena y observando que sabía lo mismo de bien que la otra mitad. Pero sabía que tales leyes, como las dictadas contra la inmoralidad sexual, no servían de nada. La frugalidad y la castidad solían prevalecer porque la gente era capaz de controlarse. La ley no tiene competencia para regular el comportamiento moral. El remedio está en manos del individuo. Si somos honestos, entonces nos comportamos bien; si no lo somos, encontraremos siempre modos de satisfacer las pasiones sórdidas y deshonrosas.
Pero nada me ocasionó más problemas en estos años que el aluvión de acusaciones que los delatores me traían. Incluso cuando esas acusaciones tenían fundamento, la consecuencia general era despreciable. Roma estaba en peligro de convertirse en una ciudad donde un hombre espiaba al otro, y donde ningún hombre se atrevía a confiar en su vecino. Hice lo que pude para controlar la situación. Cuando dos miembros del orden ecuestre, Considio Equo y Celio Cursor acusaron de traición al pretor Magio Ceciliano, yo no solamente me ocupé de que se rechazaran estas acusaciones sino también de que se impusieran multas elevadas a los delatores. Esperaba con esto que, si los hombres se daban cuenta de que una acusación les podía acarrear una pérdida de dinero, esto haría la esperanza del provecho, derivado de una acusación que demostrara ser cierta, un tanto menos atractiva. Desgraciadamente yo no había valorado lo suficiente la ambición de los hombres y su talento para engañarse a sí mismos. Acusaciones de un tipo u otro, muchas ridículas, continuaron proliferando. Uno de los resultados de esto fue la petición por parte del Senado de que a candidatos a empleos públicos se los sometiera a un detenido escrutinio y que se excluyera a aquellos de los que la voz pública sabía que llevaban una vida escandalosa. Uno de los senadores sugirió que fuera el emperador el único que juzgara este asunto. Superficialmente había algo que decir a favor de esto pero la proposición era fundamentalmente imperfecta. Yo no estaba dispuesto a aceptar una carga así y mi argumento era que un emperador no puede saberlo todo. «Si adoptáis este sistema —dije—, estaréis alentando la calumnia y los rumores difamatorios, ya que los intrigantes intentarán influir sobre mi decisión. La ley se ocupa sólo de actos que se han cometido. Lo que se va a hacer en el futuro es aún desconocido. Muchos gobernadores han defraudado esperanzas o desmentido temores; el sentido de la responsabilidad es estímulo para algunos y embotamiento para otros. No se puede juzgar a un hombre anticipadamente. Además, os pido que reflexionéis sobre esto. Los emperadores tienen ya suficientes cargas, y suficiente poder. Fortaleced el poder del ejecutivo y debilitaréis la ley. Es éste un principio fundamental de la política. Siempre que sea posible actuar conforme a un proceso legal, el ejercicio de la autoridad oficial es una equivocación.»
Yo lo creía así entonces, y lo creo aún. Pero tal es la naturaleza del hombre que las mismas personas que piden a voces acción por parte del gobierno están entre las primeras que la deploran, cuando quiera que esa acción parezca afectar a sus propios intereses.
Cuanto más tiempo llevaba ejerciendo la suprema autoridad, más difícil me resultaba conocer la verdad de cualquier asunto. Iba poco a poco aprendiendo el terrible aislamiento de mi cargo. Ningún hombre se dirigía a mí de forma desinteresada. Por consiguiente, ninguno me hablaba con total sinceridad. Si alguien me relataba una historia que tenía repercusiones desfavorables para otra persona, yo me sentía obligado a preguntarme qué estaba tratando de conseguir el que me informaba, si era ambición o resentimiento lo que le empujaba, y tenía que medir y sopesar todo esto antes de poder considerar la verdad escueta de lo que me estaba diciendo. Aprendí también que, incluso cuando los hombres no están motivados por malicia, se inclinaban a decirme solamente lo que sabían que yo quería oír. Y fue por estar libre de estos vicios por lo que valoré a Sejano, como Augusto había valorado a Agripa. Sejano, pensaba, no tenía miedo de decir la verdad, y puesto que yo estaba seguro de que él no tenía ambición de llegar a ser más de lo que ya era, y lo que es más, sentía un gran afecto hacia mí, yo tenía confianza en el consejo que me ofrecía.
Durante toda esta época me sentí perturbado por la hostilidad que sabía que Agripina sentía hacia mí. Hice todo lo posible, todo lo que estaba en mi poder, para apaciguarla. Tomé a sus hijos bajo mi protección personal. Eran tres: Nerón, Druso y Calígula. Ninguno de ellos era, por decirlo así, satisfactorio. Nerón había sido un niño encantador, inteligente, ingenioso y con una ligereza de espíritu que ciertamente no había heredado de sus padres. Físicamente se parecía a su abuela Julia; poseía su forma de sonreír espontánea y gozosa, y esa costumbre de fruncir los labios cuando algo le desagradaba. Germánico había tendido a ser severo con él y, después de la muerte de su marido, Agripina intentó forzar a su hijo mayor a que asumiera una responsabilidad contra la que el muchacho por naturaleza se rebelaba. Lo reprendía con furia siempre que el muchacho se quedaba por debajo de los imposibles niveles de excelencia que su madre le exigía; todo esto en marcado contraste con la forma en que trataba a los otros hijos, a quienes colmaba de mimos. Tal vez como reacción o tal vez como respuesta a los más profundos impulsos de su naturaleza, Nerón se refugió en la adopción de absurdas afectaciones de modales que, conforme se acercaba a lo que debía haber sido su virilidad, se convirtieron en una descarada y degradada afeminación: se pintaba los labios y los párpados, coloreaba sus mejillas, se ungía con perfumes sirios, y se decía que llevaba ropa interior de seda. En las termas, cuando era un muchacho de catorce o quince años, solía dirigir miradas incitantes a los senadores e invitarles a que entraran atraídos por este lindo y disoluto jovencito como para arriesgar el asociarse de manera inmoral con un miembro de la familia imperial. Para evitar situaciones incómodas, le pedí a Druso que le reprendiera: Nerón intentó entonces seducir a su tío. A la edad de diecisiete años se enamoró perdidamente de un actor que tenía tal reputación de pederasta que una vez le arrojaron pedazos de excrementos en la calle. Yo terminé con esto, mandando al actor al destierro. Pero continué recibiendo informes que ponían bien claro que Nerón era incorregible.
No obstante perseveré. He de reconocer que yo era también vulnerable al indudable encanto del chiquillo. Mi corazón se quebraba cuando veía en sus gestos a la Julia que me había hechizado. Había incluso, creía yo, una cierta galantería en su disoluto comportamiento; era la respuesta a una desesperación innata. No era nunca malicioso y cuando estaba de buen humor su ingenio resplandecía con radiantes reflejos. Pero presentaba un problema. Cuando aparecía en el palco imperial, con ocasión de los juegos, un sector de la multitud que no compartía esta adhesión sentimental a la familia de Germánico, que era tan común, solía dirigirle a voces insultos como «príncipe maricón», «ganimedes» y «mariquita». Debido al colorete, era difícil saber si se ruborizaba al oír cómo se burlaban de él. Mi madre, que lo detestaba, se negó a asistir a los juegos en su compañía. Mi única satisfacción era ver a Agripina mordiéndose los labios para contener su furia.
Su hermano Druso lo odiaba también. Druso era dogmático y estaba siempre en posesión de la verdad. Se parecía a su padre, Germánico, y carecía de todo el encanto que Nerón había heredado de Julia y tal vez también de su bisabuelo Marco Antonio. Druso era mezquino, envidioso y maquinador. Pero nada de esto se manifestaba en su aspecto físico; en esto, se parecía a su abuelo Agripa. Druso era un hipócrita consumado, tan perfecto que me tuvo engañado durante años. Era también intensamente ambicioso, y dándose cuenta de que la senda hacia el poder dependía de mi protección, se dispuso a ganar mi estima. Esto molestó a Agripina y se me informó de que tenía frecuentes y terribles peleas. Finalmente, sin embargo, la convenció de que no estaba siendo sincero en la forma en que me hacía la corte. Cuando ella le aconsejó que no confiara en mí, él la miró a los ojos y le dijo: «Créeme, madre, nunca podré tener confianza en un hombre que ha sido responsable del asesinato de mi padre y de insultos como los que te ha dirigido a ti». No obstante, era capaz de acercarse a mí, ese mismo día, reiterándome su lealtad y, lo que es más interesante, solicitando mi consejo para asuntos del estado o el arte de la guerra, porque, como decía: «Ninguno conoce mejor que yo el valor de tu experiencia como el más ilustre general de Roma, y por ello deseo sentarme a tus pies». Druso no tardaba en informarme acerca de las últimas extravagancias de comportamiento de su hermano Nerón, siempre, naturalmente, moviendo la cabeza, simulando preocupación. «Realmente no puedo comprender cómo mi hermano puede permitir a criaturas como Fulano y Mengano tomarse tales libertades con él. Me temo que esté mal de la cabeza.» Afortunadamente Sejano me proporcionaba esta información que me permitía conocer el verdadero e indigno carácter de Druso.
En cuanto al más joven de los hermanos, Cayo Calígula, he de decir que era sencillamente detestable. Nunca me han gustado los espectáculos de gladiadores y los prohibiría con gusto si el pueblo estuviera dispuesto a privarse de este placer, pero incluso hombres que se recreaban en este espectáculo se sentían asqueados por el placer que Calígula experimentaba en la contemplación de la crueldad y de la muerte, incluso de niño. Ver a un niño de diez años lamerse los labios ante la contemplación de la sangre y retorcerse como si estuviera experimentando un orgasmo, disfrutando del dolor de hombres desdichados, era un espectáculo repugnante.
«¡Vaya una familia! —pensaba yo a menudo—. Doy gracias a los dioses de que Druso y su hijo estén entre ellos y el poder.»