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Yo tenía unos cincuenta y cinco años cuando el peso y la responsabilidad del Imperio cayeron sobre mí. Naturalmente, pedí ayuda; por desgracia fracasé en conseguirla.

Nadie que no haya tenido la responsabilidad de la administración de un organismo tan inmenso y tan difícil de manejar como el Imperio romano puede hacerse una idea de lo que esta tarea requiere. Augusto se había quejado con frecuencia de sus muchos trabajos y labores pero, a diferencia de mí, fue él quien buscó este puesto. Era un hombre que se hubiera sentido perdido sin poder. Pero yo soy distinto y no pasó un solo día sin que protestara de mi enorme responsabilidad, sin que dejara de recordar con nostalgia los días de mi retiro en Rodas, sin que deseara con toda mi alma que llegara el momento en que pudiera soltar las riendas y volver a ser yo mismo. Pero esto era esperar en vano. Bien lo sabía desde el principio. Había aceptado una tarea a la que no podía renunciar.

Livia no era capaz de comprender mi actitud. Me abrumaba de sugerencias y consejos, de precauciones y estímulos. Llegué hasta a temer el sonido de su voz, el anuncio de sus visitas, las invitaciones para que fuera a su casa.

Yo me encontraba solo. Unas semanas después de la muerte de Augusto, cuando aún estaba luchando con las consecuencias de lo que había heredado, Julia murió en la isla de Pandataria, a la que su padre la había enviado. No nos habíamos visto o escrito durante años; porque ¿qué hubiéramos podido decirnos el uno al otro? ¿Pudiera haberle yo pedido perdón por la destrucción de su vida, cuando yo no había sido la causa? ¿Pudiera ella haber intentado pedirme perdón? No obstante, di órdenes para que sus cenizas se trasladaran al mausoleo de su padre. Eso se lo debía, pero me aseguré también de que se trasladaban allí secretamente y sin ceremonia alguna.

Esperando complacerme, el gobernador del Norte de África, Lucio Nonias Asprenas, dio órdenes para que se ejecutara al amante de Julia, Sempronio Graco, que había pasado catorce años prisionero en la isla africana de Cercina. Creyó que esto me agradaría, pero lo único que me agradó fue la noticia de que Graco había muerto de una manera más digna del honor de sus antepasados que la manera en la que había vivido. Estas dos muertes fueron como un renglón echado por debajo de mi pasado. Pero el pasado no quería desaparecer.

Germánico estaba de nuevo en guerra con los germanos. A mí me pareció esto bien por dos razones: era necesario fortalecer la frontera del Rin y sería beneficioso para las legiones recientemente amotinadas verse ocupadas en auténticas actividades militares. Además ésta era una oportunidad para recordar a los germanos lo que significaba el poder de Roma, porque estaban aún emocionados por su triunfo sobre Varo de hacía seis años.

Germánico, por consiguiente, se adentró en las selvas y, haciendo que el enemigo dividido marchara por delante de él, se aproximó a la selva de Teutoberg, donde Varo había sido destruido. Llegaron al primer campamento del general derrotado y después a un parapeto medio en ruinas donde había luchado lo que quedaba de las legiones. El día era húmedo y ventoso, como lo había sido entonces. A su alrededor los desolados pantanos se burlaban de la ambición de los mortales. Más allá de una zanja de poca profundidad se veían huesos blanquecinos que mostraban el lugar donde habían caído los romanos: había pequeños montones donde se habían reunido las tropas diseminadas para oponer una última resistencia. Fragmentos de lanzas, armaduras abandonadas y extremidades de caballos se veían por todas partes, y había calaveras que los bárbaros habían atado a los troncos de los árboles. Encontraron incluso los altares donde se había sacrificado a los oficiales romanos, parodiando las ceremonias religiosas.

Mi sobrino dio órdenes para que los huesos fueran enterrados, orden a la que yo, después, di mi aprobación, como era natural. Cavó él la primera fosa, aunque como miembro de la antigua casta sacerdotal de los Augures, no debía haber tocado objetos que pertenecían a los muertos, como lo hizo. Pero a mí esto también me pareció bien porque demostraba el respeto debido. Me gustó bastante menos oír de boca de Frisón que Germánico no sólo había lamentado los años que esos huesos habían pasado sin que se les enterrara, sino que había añadido que el fracaso de intentar penetrar en esas selvas para darles una sepultura decente había sido, según sus palabras, «vergonzoso».

No tenía, por supuesto, ni idea del alcance del desastre y de las dificultades que yo había experimentado tratando de restaurar una medida de estabilidad en la frontera del Rin, o de la imposibilidad, en las circunstancias de la época, de hacer lo que él creía que se debía haber hecho.

Algunos de los que oyeron sus palabras se quedaron asombrados al darse cuenta de lo limitado de su capacidad de comprensión y censuraron la implícita crítica de mi propia conducta que, en lo que a mí respecta, atribuí a su juventud más que a cualquier otra causa más seria.

Su ambición era, no obstante, motivo de preocupación. Creía que era deseable que incorporáramos a todos los germanos que vivían en el oeste del río Elba al recinto o confines del Imperio. Podía comprender que la proposición fuera atractiva, pues yo mismo la había sentido como tal hacía años. Pero tanto Augusto como yo nos convencimos de que no era práctica. Temíamos también que las condiciones fueran tales que cualquier general de las tropas tuviera tal vez que sufrir el mismo destino que Varo, destino al que el propo Germánico había apenas escapado al año siguiente.

De su entusiasmo no había duda; era su capacidad de enjuiciar situaciones lo que más me preocupaba. Parecía también extraño —según los informes que nos llegaron— el importante papel que su esposa, mi ex hijastra Agripina, desempeñaba entre bastidores. No era natural el que estuviera siempre en evidencia.

Yo le había pedido a Sejano que llevara a cabo una inspección de la frontera del norte a fin de enterarse de si era verdad o no lo que se decía. Por razones de seguridad le pedí que se dirigiera a mí directamente con esta información. Si se estaba tramando algo adverso era mejor, en su propio interés, que no pusiera sus sospechas por escrito.

Sejano vino a mi presencia inmediatamente después de llegar, sin ni siquiera detenerse para tomar un baño, y se echó (como era su costumbre) en un sofá, con sus muslos salpicados de barro.

—Están tramando algo —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—¡Ojalá lo supiera, ojalá lo supiera exactamente! Hay un extraño estado de ánimo en el ejército, no lo llamaría exactamente júbilo, como es de esperar después de una victoria, sino más bien como si se estuvieran dando ánimos a sí mismos para algo grande y peligroso. Por supuesto yo no le gusto nada a Agripina, así que no le doy importancia al hecho de que haya sido tan descortés hacia mí. Siempre me suele dirigir una mirada como si yo oliera mal. Pero Frisón me ha dicho que cuando su esposo estaba de campaña, ella actuaba como general en jefe y a ella se le atribuían todas las órdenes. Se interceptó vuestra carta de felicitación y en su lugar ella les dio las gracias a los soldados por lo que habían hecho por el estado romano y por Germánico, sin ni siquiera mencionaros a vos. Si añadís a eso los informes que recibí de cómo visitaba a los enfermos y a los heridos, de cómo entregaba regalos de dinero, alimento y bebida, y de cómo llevaba con ella al pequeño Calígula a todas partes, dando la impresión de que estaba intentando inspirar una lealtad personal entre los soldados, bueno, no sé qué conclusión sacar.

—Déjame oír esos informes.

Se echó hacia atrás un rizo que le caía sobre la frente, y sonrió.

—Creo que no me voy a atrever.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Mirad —dijo—, os debo todo lo que tengo y soy consciente de ello. Sé también que sentís afecto por mí, y, por mi parte, yo os soy totalmente leal. Tengo que serlo porque, dejando a un lado otras razones, estoy totalmente entregado a vos. Comprendéis esto, ¿verdad?

—Yo te considero como mi hijo y mi amigo más amado.

—Afortunadamente —dijo—, porque si yo tuviera la menor duda de estos sentimientos, no me atrevería a expresar mi opinión, aunque sé que es mi deber el hacerlo. Creo que Germánico y Agripina están desempeñando el papel de César y a vos os han asignado el de Pompeyo. Piensan que si ellos solos personalmente pueden lograr la adhesión de las legiones, os pueden también desafiar y hasta apoderarse del trono.

—No me gusta esa palabra —dije.

—Bueno, entonces, poder...

—Pero, ¿por qué van a querer hacerlo?

Me interrumpí. Sejano sonrió de nuevo.

—Seguro que no hay necesidad de formular esa pregunta —respondió—. Lo sabéis mejor...

No fui capaz de mirarle de frente.

—Me siento agradecido —dije—. Agradecido y atemorizado...

—Acepto la gratitud. Recordad esto. Augusto hizo que adoptarais a Germánico como a vuestro heredero, pero tenéis a vuestro propio hijo Druso. Vuestro sobrino no puede olvidar que...

Sejano había utilizado una palabra poderosa para suscitar mis temores: el nombre de César atemoriza a todos los romanos. César, el destructor de la libertad, el hombre que desencadenó en Roma la guerra civil. Por supuesto, en la realidad César era más y menos que eso. Fue tal vez un instrumento de la historia porque, en aquellas circunstancias, hubiera habido guerra civil incluso sin su ambición. Y esa ambición, se puede decir, no era totalmente egoísta (aunque mi madre no estaría de acuerdo con esto). Es incluso posible asegurar que César poseía una especie de visión de regeneración; que, en cierto modo, percibía, aunque tal vez de forma nebulosa, la manera en que se debía reformar el estado. Pero se le otorgue lo que se le otorgue, y nadie puede negar su genio, César el lobo, el destructor, el rebelde que quería hacerse rey, es todavía la figura que uno recuerda.

Roma no se ha llegado a recuperar de la catástrofe en que su ambición sumergió al estado. Yo, ahora que por un irónico golpe del destino me encuentro en la posición de heredero suyo, lo sé mejor que nadie. Soy el más desdichado de los hombres: un gobernante a pesar suyo que desprecia a aquellos a quienes gobierna. César dejó que se desencadenara la guerra, la guerra civil, la peor de las guerras; sus asesinos y sus herederos entablaron otra serie de guerras, más sangrientas y divisorias. Augusto emergió como el único vencedor y se dedicó a la tarea de reconstruir el estado. Algunas veces llegó a creerse que lo había logrado. Pero en lo más hondo de su corazón sabía que no era así, como lo sabe Livia, y como yo trato con demasiada frecuencia de ocultármelo. Tras la fachada de la respetabilidad republicana que él había creado, estableció la realidad definitiva: la del poder que engendra temor. Y yo he heredado esa realidad, ese poder y ese temor. Tenía esperanza de reanimar el espíritu republicano, y lo hallé corrompido por el temor.

En la superficie las cosas son distintas. Los debates en el Senado tienen un cierto grado de libertad. Los tribunales de justicia operan de acuerdo con las antiguas prácticas. Se convocan elecciones. Se puede desterrar a los ejércitos de Italia (excepto en el caso de los pretoriales). Florece el comercio. Los hombres van y vienen ocupándose de sus cosas, con relajación y sin peligro. Las cosechas se recogen y producen abundante fruto. Italia se broncea a la luz del sol. La riqueza aumenta y se acumula. Se disfruta ampliamente de los placeres del arte, el teatro y el circo. Todo se ha consolidado, si queremos utilizar una palabra favorita de Augusto.

No obstante hemos de formular una pregunta básica, aunque yo sólo me atrevo a formulármela en el silencio de mi propia mente: ¿por qué se comporta la gente de la forma en que se comporta? ¿Por qué hacen esas cosas que, en conjunto, dan la impresión de que hemos logrado una sociedad unida, prestando de buena gana y talante nuestra ayuda a un gobierno benévolo? Cualquier hombre sabio y prudente puede pensar que la respuesta es evidente: es el temor lo que les lleva a esta situación de contento. Estamos dominados por el temor: temor de los bárbaros fuera y dentro. Es el temor lo que impulsa a los hombres, hasta a los de grandes familias, a llevar a cabo actos humillantes de autocrítica y abnegación, el temor lo que origina la falta de sinceridad en nuestra vida pública. Y es también el temor lo que impide que los hombres, incluso los senadores, tal vez la mayoría de los senadores, digan lo que piensan, incluso en privado; tienen miedo de que alguien pueda utilizar sus palabras en contra de ellos mismos.

Por supuesto éste no es un temor ordinario. No es que nos pasemos los días sacudidos por el terror. Todo lo contrario, la superficie de nuestra vida es exactamente lo que parece; mira al Senado y verás ciudadanos ricos, felices y seguros de si mismos.

No, el problema es que no podemos dar nada por hecho, ni siquiera el amor, el afecto, la lealtad de la propia familia y de los amigos. Roma late con una ansiedad que todo lo invade. No hay nadie que no sea vulnerable. Ni siquiera el emperador. Fue el temor lo que hizo que Augusto reaccionara con tal ferocidad contra su propia hija y los amantes de ésta; el temor por lo que él mismo había creado lo que le hizo planear el asesinato de su nieto Agripa Póstumo, de manera que, como resultado de su prudencia, yo heredara un legado de sangre. Y Agripina, me asegura Sejano, me considera responsable de la muerte de su hermano, que ella atribuye a mis órdenes en lugar de a las de su abuelo.

—Según Frisón —me dijo Sejano—, está continuamente diciéndole que no puede confiar en vos.

Así que ese temor que corrompe infesta hasta a la que los hombres han dado en llamar la familia imperial.

El temor es omnipresente. Apenas pasa un día en que yo no reciba versos anónimos y difamatorios. Todos los días, cuando yo vivía en Roma, había delatores que lograban llegar a mi presencia para presentar evidencia de conversaciones sediciosas y conjuras. En la mayoría de las ocasiones yo no hacia ningún caso. Cuando se me contaba que un hombre había estado hablando en contra mía yo replicaba que la capacidad de pensar y hablar como uno quiere era prueba de que vivíamos en un país libre. Y ¿cuál fue la consecuencia de que yo diera expresión hablada a este sentimiento tan impecablemente republicano? Según Romanio Hispón, un hombre de origen oscuro pero de cierto mérito, a quien encontré útil, debido a la abundancia de información que habitualmente almacenaba, la gente tomó mi respuesta como una señal de hipocresía. Yo estaba alentando la libertad de la palabra, decían, como un medio de identificar a mis enemigos. Era un cebo para incitarlos a que se traicionaran a sí mismos. Así era el efecto desmoralizador del temor. Pero ¿es sorprendente, en estas circunstancias, que yo también empezara a ver enemigos por todas partes?

Naturalmente, la gente estaba dispuesta a utilizar las leyes de traición en ventaja propia, esperando simplemente destruir a aquellos que envidiaban, o aprovecharse de las recompensas que la ley decretaba debían otorgarse a los delatores. Algunas de esas acusaciones eran triviales. Por ejemplo, se acusó a un tal Falanio, miembro del orden ecuestre, de insultar la divinidad de Augusto. Se decía que había admitido entre los adoradores de Augusto a cierto actor en comedias musicales llamado Casio, que era también, según decía su mala fama, un hombre dedicado a la prostitución. En segundo lugar se le acusó de deshacerse de una estatua de Augusto cuando estaba vendiendo artículos del jardín. Al mismo tiempo se acusó también a un amigo suyo, Rubrio, de blasfemia contra la divinidad de Augusto.

Yo deseché tales acusaciones e informé a los cónsules que las estaban examinando, de que, en mi opinión, no se le habían concedido a Augusto honores divinos con el fin de destrozar a los ciudadanos de Roma. Puse de relieve el hecho de que Casio, por muy deplorable que fuera su vida privada, era un actor consumado, que había tomado parte en los juegos organizados por mi madre, los Augusta, en honor de su difunto esposo. En cuanto a la acusación de blasfemia, dije, los dioses deben examinar sus propias faltas.

¿Era posible que nadie pusiera objeciones a mi sentido común? Naturalmente que lo era. Se me acusó de estar celoso de Augusto. Tiberio estaría mucho más dispuesto a vengarse de insultos contra su propio honor y lo haría mucho más deprisa, dijeron.

De hecho no era así. Romanio Hispón me informó de que el senador Marco Granio Marcelo estaba divulgando el rumor de que yo había rechazado las acusaciones contra Falanio simplemente porque Casio era mi propio favorito y amante. Añadió que Marcelo había colocado su propia efigie por encima de la de Augusto y la mía y estaba diciendo que yo había elaborado un plan para enviar algunos de los más importantes senadores, como Escauro y Galo, al destierro. Aunque yo objeté, Romanio insistió en acusar de traición a Marcelo. Yo anuncié públicamente que oiría la evidencia del Senado y, en esta ocasión, voté abiertamente y bajo juramento, porque esperaba que un pronunciamiento así terminaría con acusaciones maliciosas, poniendo al descubierto a los que las habían expuesto a la deshonra pública. ¿Qué pasó? Mi amigo Cneo Calpurnio Pisón desenmascaró la hipocresía del Senado con un par de frases. «César —dijo—, ¿votaréis el primero o el último? Si el primero, podré disfrutar de vuestra iniciativa para seguirla. Si el último, siento decir que a lo mejor, sin darme cuenta, voto en contra vuestra».

Yo le agradecí su intervención; me convenció de que era imposible que el Senado pudiera juzgar con justicia a ninguno acusado de traición. El temor les impediría expresar sus verdaderas opiniones. Asqueado, voté para que Marcelo fuera absuelto de traición, aunque, técnicamente, era culpable.

Eran éstas preocupaciones de poca importancia aunque sintomáticas del mal que se había apoderado del estado, cuando se las comparaba con los problemas que me ocasionaba Germánico. Sus victorias en Germania no nos aseguraban ninguna ventaja sólida o duradera, aunque a él le honraban y acrecentaban su reputación. Por todo ello yo estaba dispuesto a exagerar su importancia y le otorgué un triunfo. Esperaba también, he de confesar, que una manifestación pública de mi estima los reconciliara a él y a Agripina conmigo, y al menos diluyera la sospecha con la que me consideraban. Esperanza vana.

Tenía no obstante otra razón. Mi sobrino estaba deseoso de continuar la guerra y organizar otra expedición, la cuarta, contra los germanos. No era probable que tuviera un éxito de solidez e importancia. Sus campañas hasta la fecha habían confirmado la opinión a la que Augusto y yo habíamos, independientemente, llegado: que ya se habían conseguido los límites prudentes del Imperio y que se debían abandonar planes para una futura expansión. Ahora el entusiasmo de un joven impetuoso estaba poniendo en tela de juicio nuestro criterio. Era intolerable y no se podía permitir.

Livia opinaba que se le debía dar una contestación abrupta y definitiva.

—Hay que ponerle en su sitio, obligarle a que comprenda que su papel es secundario. ¿Cómo se puede atrever este inexperto jovencito a oponer su opinión a la tuya...?

Estaba sentada erguida en su sillón, y daba golpecitos en el suelo con la extremidad inferior de su bastón de ébano. Sus nudillos brillaban, blancos, y su cabeza, que tenía más que nunca el aspecto de una noble ave de presa, temblaba. Eso y un cierto temblor también en su voz traicionaban su edad.

—Germánico tiene admiradores, partidarios —dije—. Es posible que se haya asegurado también de que puede contar con la adhesión personal de sus soldados.

—Eso en sí es ya una traición.

—No estoy diciendo que lo haya hecho oficialmente, exigiendo un juramento personal. Pero equivale a eso.

—Tu padre nunca lo hubiera permitido.

Tal vez no, pero Livia vivía ahora en la imaginación donde todo es posible y donde las dificultades se resuelven por sí mismas o se las rechaza por un acto consciente de la voluntad. Si al menos entendiera yo a Germánico con la claridad con la que entiendo a mi madre... Pero no tenía la menor dificultad en entender a Agripina: rebosaba de una hostilidad implacable hacia mí.

Abrumé al joven Germánico de honores. Hice que se le dedicara un arco al lado del templo de Saturno para celebrar el que se recuperaran, bajo su generalato y mis auspicios, las águilas que se perdieron en el desastre de Varo. Decidí que se celebrara este triunfo el mes de mayo siguiente con inigualable esplendor. La procesión incluía el botín, los prisioneros, y cuadros de montañas, ríos y batallas. Muy a pesar mío, Agripina insistió en acompañar a su esposo en su carro de guerra; todo el mundo hacía comentarios de la nobleza de su aspecto, rodeados por sus cinco hijos, sonriendo de placer al ser el centro de tal adulación. En nombre de mi sobrino, yo distribuí trescientos sestercios por persona a la población, y Roma resonó aquella noche con vino y canciones. Anuncié que para honrarle aún más, yo mismo compartiría su consulado.

Germánico se sintió halagado por toda esta atención; se deleitaba en la popularidad. Todo el mundo le adulaba y él creía que verdaderamente sentían lo que decían. Algunos sí lo sentían; pero a la mayoría los impulsaba el temor. La gente pensaba que éste era el hombre a quien pronto le iba a corresponder gobernar. Estaban impresionados por el poder que ellos creían que Germánico podía desplegar.

Pero aunque halagado, no había perdido de vista su intención de que se reanudara la guerra en Germania. Agripina le presionaba en esta dirección, alimentando su vanidad. Daba banquetes en el curso de los cuales trataba de persuadir a los senadores para que se pusieran de acuerdo con su esposo. ¡Y bien es verdad que no podía hacerlo gracias al encanto de su persona! Sus facciones eran agudas y su voz chillona; no había heredado nada de la naturaleza sensual de su madre. Era ostentosamente fiel a su marido y crítica, hasta la crueldad, de damas que se desviaban de una monógama castidad. La verdad es que era una gazmoña.

Yo hice todo lo que pude para apaciguar la hostilidad del joven matrimonio. Le consulté a la madre de Germánico, Antonia, con la cual siempre había tenido buenas relaciones, una mujer de un sentido común y una virtud ejemplares. Me confesó que encontraba a su nuera «difícil».

—Sé —dijo— que tú te has comportado con justicia y, sin duda, con generosidad con mi hijo. No fue fácil para ti aceptar la voluntad de Augusto y favorecerle por encima de tu propio hijo, Druso. Créeme, mi querido Tiberio, te estoy muy agradecida por tu justicia y ecuanimidad en este asunto, y comprendo bien que la única disputa entre vosotros dos sea acerca de un asunto de interés público en el cual es más probable que un hombre de tu experiencia actúe con más sabiduría que la que pueda tener un joven, por brillante que sea. Yo creo y confío en tu amor por Germánico, como creía en esos tus mismos sentimientos hacia tu hermano, mi querido esposo Druso.

Antonia propuso entonces que hiciéramos pública nuestra armonía mediante el matrimonio de mi hijo Druso y la hija mayor de ella, Julia Livila, a la que, siendo aún niña, se la había prometido a Cayo César.

—Es unos años mayor que ese querido muchacho —dijo—, pero yo nunca he creído que eso sea un inconveniente. Indudablemente esa alianza matrimonial convencerá a mi hijo de que no sientes más que benevolencia hacia nuestra rama de la familia.

Yo accedí. El matrimonio se arregló y se celebró. ¿Qué resultado tuvo esto? Agripina empezó inmediatamente a decir a todo el mundo que estuviera dispuesto a escucharla que esto era parte de mi esquema para desplazar a Germánico y asegurar la sucesión de Druso. ¿Qué se podía hacer con una mujer así?

—Podéis cerrarle la boca —dijo Sejano, riéndose ante la idea—. Podéis recordarle que hay islas en el mar reservadas para mujeres de su familia.

No hablaba en serio. Tan sólo la posición de Germánico hubiera sido suficiente para que yo no hubiera podido tratar a su esposa como Augusto había tratado a su madre o a su hermana mayor. Esta última, llamada Julia como su madre, había sufrido el mismo castigo por delitos similares. Tal vez recuerden que el procaz poeta Ovidio se contaba entre aquellos que compartieron sus delitos y su vergüenza.