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Que a mí me guste la sequedad, no es extraño. He hecho demasiadas campañas bajo las lluvias de los valles del Rin y del Danubio. He recorrido millas a pie, metido en barro hasta los tobillos, y he dormido en tiendas que amanecían empapadas de agua. No obstante, este gusto por todo lo seco es de otro tipo: odio el sentimentalismo o las manifestaciones de emoción; odio todo lo que sea representación, fingimiento. Odio la autocomplacencia, y esa emoción en la que el ojo no llora sino que observa el efecto de las lágrimas en aquellos que lo miran. Yo saboreo el lenguaje que es preciso, duro y cruel.

Todo esto ha hecho de mí una persona difícil e incómoda. Mi presencia le hace sentirse inquieto y molesto a mi padrastro, el princeps. Me he dado cuenta de esto desde mi adolescencia. Durante muchos años lo lamenté, porque deseaba no sólo su aprobación sino tal vez su amor. Después me di cuenta de que nunca podría conseguir ni la una ni el otro: él reaccionaba mejor al encanto espontáneo, pero falso, de Marcelo, como lo hace ahora al de sus dos nietos, Cayo y Lucio, que son también mis hijastros.

Nada ha sido fácil para mí, y no sería sorprendente que sucumbiera al morboso placer de compadecerme de mí mismo. Es una tentación, porque mis méritos no han sido nunca justamente reconocidos, debido a mi carencia de atractivo personal. Nunca he sido capaz de disipar las nubes con una sonrisa y una broma y es natural que haya experimentado punzadas de envidia al ver que mis inferiores son capaces de hacerlo.

Sin embargo, mi orgullo me impide caer en la debilidad de la propia conmiseración. Este orgullo lo he heredado. Es el orgullo de los Claudios.

A Augusto siempre le ha hecho sentirse incómodo la indignidad de su origen. Debe exclusivamente al accidente del matrimonio el haber progresado en su carrera; al accidente de dos matrimonios, he de aclarar, porque no hay duda de que su matrimonio con mi madre le facilitó y allanó el camino hacia el poder.

Fue no obstante el matrimonio de su abuelo, M. Acio Balbo, con Julia, hermana de Cayo Julio César, el futuro dictador, lo que elevó a su familia, sacándola de sus oscuros orígenes provincianos. El propio padre del princeps fue el primer miembro de la familia que entró en el Senado. Comparen esto con mi linaje. No voy a presumir de la gens de los Claudios: nuestros éxitos y triunfos ilustran con su brillo todas las páginas de la historia de la República.

Marco Antonio —un embustero, por supuesto— solía regocijarse burlándose de los antecedentes de mi padrastro. Solía afirmar que el bisabuelo de su colega en el triunvirato había sido un liberto y cordelero de oficio, y su abuelo, un cambista de reputación dudosa. No es necesario creer tales alegaciones para comprender por qué la actitud de Augusto hacia la vieja aristocracia de Roma ha sido siempre ambigua: se ha sentido no sólo resentido, sino deslumbrado.

Yo, al ser uno de los Claudios, juzgo estas cosas mejor. Sé lo poco que valen mis amigos nobles. Reconozco que el estado de decadencia en que se hallan los ha incapacitado para gobernar, destruyendo así la libertad en Roma. Aunque el Imperio romano se extiende ahora por todo el mundo civilizado hasta las fronteras del imperio de los partos en el Oriente, hemos dejado atrás nuestros días de gloria; se nos ha forzado a ver como algo natural la supresión de la libertad.

Escribo esto desde mi retiro en Rodas, en la tranquilidad de mi villa, que mira al mar. Mi vida está ahora dedicada al estudio de la filosofía y de las matemáticas, y a meditar sobre la naturaleza de la experiencia. Por consiguiente, no es extraño que esté pensando en escribir mi autobiografía. Hay precedentes de esto, y cualquier hombre que posea una inteligencia inquisitiva debe por fuerza experimentar asombro ante el espectáculo de su propia vida, y sentir el deseo de descifrar su significado.

Tengo cuarenta y dos años. Mi vida pública ha terminado debido no sólo a las circunstancias, sino a mis propios deseos. Se me ha humillado en mi vida privada. He caído en desgracia y no por culpa mía sino por las maquinaciones de los demás y mi propia indiferencia. Si los dioses así lo disponen, tal vez viva otros tantos años, aunque ruego todas las noches que no sea así. Ni siquiera a la distancia en que me encuentro de él, puedo contemplar con ecuanimidad el naufragio que supone la vejez.

Mi padre fue Tiberio Claudio Nerón, muerto hace ya más de treinta años (yo tenía nueve cuando esto ocurrió. Me hicieron recitar su oración funeraria. Pero diré más de esto si puedo forzarme a escribirlo). Mi madre, que vive aún, es Livia Drusila. Fue seducida por el triunviro César Octaviano, ahora conocido como Augusto. El hecho de que mi madre estuviera embarazada no le impidió hacerlo. Mi hermano Druso nació tres días después del matrimonio. No llegó a conocer más padre que Augusto, pues nuestro verdadero padre no quiso aceptarle; le gustaba fingir que Druso no era su hijo. Esto era una estupidez. Pero tal vez protegía su orgullo.

Yo solía ir a pasar temporadas con él en su finca en las colinas Sabinas, adonde se había retirado. Me gustaría poder evocar vívidas memorias. Pero tengo muy pocas, a no ser de las comidas. Se consolaba a fuerza de glotonería y su comida duraba toda una tarde. Le gustaba que yo, aunque no tenía entonces más de seis o siete años, bebiera vino con él.

—No le eches agua —decía—, retrasa el efecto...

A la caída del sol empezaba unos largos monólogos, que yo apenas escuchaba y que, aunque lo hubiera hecho, nunca habría podido comprender.

Era un hombre desafortunado, de pobre discernimiento y con cierto sentido del honor. Al haberle abandonado la fortuna, buscó en el comer y el beber un refugio para librarse de los remordimientos que le asaltaban. Con el paso de los años, he llegado a entenderle y hasta a compadecerme de él.

—¿Por qué prolongar la vida a no ser para prolongar el placer? —solía suspirar alzando su vaso de vino. Y una lágrima se deslizaba por su mofletuda mejilla.

Hace unos años mi padre empezó a aparecérseme en sueños. Solía verle de pie sobre un promontorio, cara al mar. Estaba contemplando una vela. Yo miraba también el agua azul, pero no me atrevía a acercarme a él. Entonces se oscurecía el sol como si hubiera tenido lugar un eclipse y cuando volvía la luz mi padre había desaparecido; en su lugar había un joven gallo blanco, sangrando de una herida en el cuello. Volvía a tener este sueño, de forma idéntica, unas siete veces más. Al final consulté a Trasilo, pero ni siquiera él, el más perspicaz intérprete de sueños, pudo darme una explicación. O tal vez no se atrevió a dármela. Cuando se ocupa una posición como la mía, hay pocos, ni siquiera entre los más fieles amigos, que tengan el valor de decir lo que piensan.

A Druso, como he dicho, nunca se le permitió que visitara a nuestro padre. No creo tampoco que pensara nunca en él, excepto cuando yo sacaba el tema. Pero él no tenía recuerdos, y Druso no se dedicó nunca a la introspección. Yo, por el contrario, puedo recordar a mi padre de rodillas, asiendo los tobillos de mi madre y declarándole su amor entre sollozos. Ella separó las piernas; mi padre cayó postrado sobre el suelo de mármol; y yo empecé a dar gritos. Tenía entonces tres años.

Yo adoraba a mi madre por su belleza y por ser como era. Solía cantarme para que me durmiera, con una voz melodiosa; el toque de sus dedos en mis párpados era como de pétalos de rosa. Me contaba historias de mis ascendientes y de los dioses, de Troya y de Orfeo, y de los viajes de mi antepasado Eneas. A la edad de cinco años, lloré por Dido, reina de Cartago, y mi madre me dijo:

—No debes llorar. Eneas estaba cumpliendo su destino.

—¿Es el destino tan duro, mamá?

—Duérmete, hijo mío.

Druso solía trepar encima de nuestro padrastro, que le besaba, le lanzaba al aire y se reía a carcajadas de sus gritos. Pero yo me mantenía a distancia. Mi amor era para mamá, de la que bien sabía era yo el preferido. Esto era para mí muy importante y confirmaba algo que podía haber sido una convicción instintiva, es decir, que el mundo no conoce la justicia: porque yo sabía que Druso tenía un atractivo del que yo carecía y, lo que es más, yo reconocía en él una risueña manera de ser que le faltaba a mi carácter. Su temperamento era benigno. Nada le alarmaba. Era siempre sincero y generoso. Hasta cuando era sólo un bebé era capaz de renunciar a un juguete favorito con una sonrisa feliz. Pero yo era avaricioso e insincero y me daban miedo los lugares oscuros y la noche. (No obstante recibía con gusto la llegada de la noche y nunca protesté cuando se me hacía ir a la cama, porque sabía que a esa hora mi madre me otorgaría su exclusiva atención, me contaría cuentos, y yo disfrutaría del contacto refrescante y el dulce aroma de su mano; yo permanecía tendido en la cama esperando la llegada del sueño en una región que solamente habitábamos los dos, mi madre y yo...

Porque yo era su favorito, ella me castigaba. Solía azotarme por mis transgresiones hasta unos años antes de que yo recibira la toga virilis. Yo reconocía en esos azotes, que hacían mella en mi carne con un gozo que escocía, la extraña expresión de su amor: cada golpe resonaba exclamando que yo era su criatura y sólo suya. Estábamos unidos en un rito salvaje: el orgullo de los Claudios azotaba al orgullo de los Claudios, y pedía una misericordia que no llegó nunca. Pero después, ¡qué dulce y meliflua la reconciliación!

Nos unía la pasión, tanto más intensa aún dado que ambos procurábamos evitar hablar de ella. En público le gustaba a veces a mi madre burlarse de mí; conforme fui haciéndome mayor me censuraba y reprendía por ser un desmañado patán. Nunca nos referíamos a tales arranques de carácter cuando estábamos solos. Yo bien sabía que los provocaba la intensidad de su amor, de la que ella se avergonzaba. Le molestaba, no, le enfurecía, darse cuenta de lo mucho que yo le importaba.

Cuando yo era un niño, hacía burla de mi tartamudeo y me pegaba para que se me quitara. «Te hace parecer imbécil», decía. «¿Quieres que el mundo te tome por tonto?» Así, a fuerza de voluntad, conseguí superar mi defecto.

Sus cambios de humor eran tan frecuentes como los del tiempo en una montaña. Su volubilidad era puro, embriagador encanto. Cuando sonreía, el mundo parecía estar bailado de un sol primaveral; sus malos momentos tenían el poder de oscurecer todo lo que la rodeaba. Por todo esto estábamos siempre los dos empeñados en una contienda interminable. Yo la encontraba cautivadora, pero me negaba a someterme a sus malos humores. Sin embargo, fue en la forma de reaccionar ante Livia en la que me di cuenta de la superioridad que tenía sobre mi padrastro: él le tenía miedo, yo no se lo tenía.

Por supuesto él la amaba, dependía de ella, no podía —como él mismo decía a menudo— imaginar la vida sin ella. Me parece muy bien y no lo discuto. Pero en su presencia siempre parecía menos hombre de lo que era, más tímido, más circunspecto, temeroso de que ella, de repente, se mostrara fría y se negara a hablar con él. Eso era lo único que Livia tenía que hacer para que Augusto estuviera sometido a ella: negarse a dirigirle la palabra. Mientras que yo, por mi parte, me consideraba su igual; de hecho, desde que me hice mayor, Livia me ha tenido cierto temor, cierto respeto.

Me he anticipado a mí mismo, me he adelantado a mi propia historia. Pero es difícil comprender cómo una autobiografía puede evitar las divagaciones. Todo lo que uno recuerda suscita una reflexión. Estoy hablando de personas sin las cuales mi vida no se podría imaginar.

Tal vez sea más fácil concentrarme cuando haya pasado ya de la infancia. Porque mirando hacia atrás, a la infancia, veo algo con gran claridad: allí no hay narración. La infancia es un estado, no una historia. Permítaseme por consiguiente revelar mi infancia en cuatro episodios diferentes.

Yo tenía, como dije, nueve años, cuando murió mi padre. Naturalmente, no lloré.

—Tú eres ahora el jefe de la familia —dijo Livia.

—¿Qué tengo que hacer, mamá?

—En primer lugar, será tu obligación recitar la oración funeraria...

No sé quién escribió esa oración, pero no me sorprendería que su autor hubiera tratado de componerla lo mejor posible. Después de todo esta gente tiene un cierto orgullo profesional. Pero había poco que decir del pobre hombre, y estaba lloviendo, un día de noviembre de nubes espesas que oscurecían las casas en la colina Palatina. Ensayé ese discurso tan bien, que todavía me acuerdo de parte de él hoy en día.

Mi padre era una víctima. Me doy cuenta de ello ahora, aunque en mi adolescencia llegué a formar un duro juicio de él y considerarle un hombre débil y fracasado. Su historia pública carecía de distinción. Luchó con Julio César en la guerra contra Pompeyo y estuvo al mando de la flota del dictador en Alejandría. Pero no le agradaba esa asociación porque veía en Julio un enemigo de las libertades tradicionales del pueblo romano. Demasiado tierno de corazón para unirse a la conspiración de los idus de marzo y cohibido tal vez por el conocimiento de lo que él mismo había recibido del dictador, se regocijó no obstante del éxito de esta conspiración. Y propuso en el Senado que se recompensara públicamente a los Libertadores. Esta sugerencia bastó para para que incurriera en el odio imperecedero de mi padrastro; no es que Augusto (como es fácil referirse a él, aunque no se le había otorgado aún por aquel entonces ese titulo honorífico) tuviera afecto alguno por Julio el hombre, sino porque sabia que era oportuno que se le confiriera honor público a su nombre. Si no, ¿por qué habrían de luchar los viejos soldados de César por él?

Poco dispuesto a salir de Italia, donde temía que se le confiscaran sus bienes, convencido de todos modos de que los Libertadores no podrían hacerle frente a las fuerzas cesáreas, mi padre prefirió, naturalmente, aliarse con Antonio mejor que con Augusto. Por añadidura él era un viejo amigo —y la lealtad personal tenía una gran importancia para mi padre— del joven Antonio, Lucio, que le había persuadido a alistarse en la campaña que iba a terminar en el terrible sitio de Perugia. Nunca olvidó los rigores de aquel asedio, y la sola mención de la mujer de Antonio, la aborrecible Fulvia, le hacía estremecerse y le siguió estremeciendo hasta la hora de su muerte. Desesperado ahora, volvió a meter la pata, aliándose con Sexto Pompeyo, el hijo sin principios de un padre dudosamente ilustre. Pronto se desilusionó y volvió a unirse a Antonio. Llegó entonces la Paz de Miseno. Durante las negociaciones que terminaron en ésta, Augusto conoció a Livia, se enamoró de ella y la consiguió.

¿Cómo es posible exaltar una vida así? Tan sólo con frases huecas, resonantes, con abundante charla de virtudes íntimas (de las que el pobre hombre no carecía) y con nobles y no falsos lugares comunes sobre la perversidad de la fortuna. Pero todos estos lugares comunes tenían sin embargo que modificarse, ya que no debían en manera alguna proyectar sus reflejos sobre la figura del vencedor, favorito de la fortuna, Augusto, su sucesor como esposo de Livia, que estaría de pie a la derecha del orador.

De acuerdo con todo esto, mi iniciación en el arte de la oratoria pública consistió en dejar salir de mis labios una retórica basada en falsedades. Hipocresías. Desde entonces he desconfiado de la retórica, aun reconociendo que el dominarla es una parte indispensable de la formación intelectual.

Cuatro años más tarde, después de Actium, mi padrastro Augusto se preparó para celebrar el triunfo que le otorgó el Senado y el pueblo romano por el éxito logrado en la guerra de Egipto. También aquí había hipocresía porque no estaba permitido que nadie nos recordara que eran ciudadanos romanos las principales víctimas de sus guerras. La atención, por el contrario, se concentraba en Egipto.

—¿Tendrá Cleopatra que desfilar arrastrando sus cadenas, mamá?

—¿Qué sabéis vosotros, niños, de Cleopatra?

—Que es una mala mujer que zedujo a los romanos —dijo Julia.

—Esa no es forma de hablar para una niña. ¿Quieres que te lave la boca con jabón?

—Es lo que he oído decir al tío Marco Agripa.

Hizo un puchero con sus labios de color de fresa, abiertos y fruncidos hacia delante. Yo tenía entonces doce años, así que Julia debía de tener diez. Pero sabía ya —creo que lo supo siempre, desde su nacimiento— cómo fingir, incitar y provocar. En aquella época a Augusto le gustaba que los tres nos comportáramos como si realmente fuéramos hermanos y hermana; Julia es, como es sabido, la hija de su segundo matrimonio con la terrible Escribonia, una de las pocas mujeres que he conocido jamás que es tan desagradable y espantosa como la fama que la precede. Livia no estaba muy segura de que fuera una buena idea persuadirnos de que nos consideráramos como hermanos.

—¿Qué quiere decir zeducir? —dijo Druso.

—Es seducir —dije yo—. Julia dice zeducir porque se le ha caído un diente de delante. De todas maneras, Julia, Marco Agripa no es realmente tu tío, ya lo sabes. No puede serlo porque es un plebeyo.

—Exactamente —dijo Livia, cambiando de conversación.

A Augusto le gustaba, no obstante, que habláramos de Agripa como nuestro tío; tenía un gran empeño en que sus partidarios se consideraran como parte de la familia; más tarde, cuando Livia no estaba delante, me regañó por la forma en que había hablado de su amigo.

—Si tú llegas a ser la mitad de hombre que es Agripa —dijo— serás el doble de hombre que tu propio padre. Y no hables de plebeyos de esa manera tan estúpida. Si no fuera por la sangre de los plebeyos, Roma nunca habría llegado a ser un imperio...

Tenía razón, naturalmente, y yo mismo cobré más tarde un gran aprecio por Agripa, pero entonces lo único en que pensaba es que mi propio padrastro era esencialmente un plebeyo. Interpreté la irritación que mis palabras le habían producido como una evidencia más de su inferioridad respecto a los Claudios y su carencia de auténtica nobleza.

Su venganza se manifestó en los planes hechos para celebrar su triunfo. Se le otorgó a su sobrino Marcelo el honor de cabalgar sobre el caballo que iba a la cabeza, mientras que a mí se me relegó a una posición de menos importancia.

Cleopatra, naturalmente, no desfiló encadenada, como merecía hacerlo. Se había escapado de Augusto, con ayuda del famoso áspid.

Dos años más tarde Augusto declaró que había restaurado la República. (Trataré de esto con más detalle y filosóficamente en un momento más apropiado de mi historia.) Marcelo estaba entusiasmado.

—Nunca ha ocurrido una cosa así —dijo, una y otra vez—. ¡Qué extraordinaria cesión de poder!

—No comprendo por qué papá ha querido entregar el poder —dijo Julia—. Me parece muy extraño después de tanto luchar para conseguirlo.

Había perdido ya su ceceo.

—Sí —respondí—, muy extraño.

Miro desde la terraza en la que estoy escribiendo esto y contemplo el mar a esta hora del atardecer. Me parece ver reflejados en él nuestros rostros de niños en esta fase de nuestra vida en que luchábamos con el alborear de nuestra conciencia política.

Veo a Marcelo, seis meses mayor que yo —y ¿cuánto más joven?—, cándido, hermoso, insípido. Está reclinado en un sofá, en una actitud lánguida que no es capaz de ocultar su alegría animal, y no obstante su aspecto es, como siempre, el de un joven que ha adoptado una postura afectada para deleite del escultor. Veo a Julia, el color dorado de su cabello de niña ya oscureciéndose hasta adquirir ese tono para describir el cual nunca he logrado el adjetivo justo; sus ojos, azules, bastante separados y húmedos en los bordes, sus labios siempre un poco entreabiertos. (Livia solía decir que tenía dificultades respiratorias, pero yo siempre pensé que esa costumbre era una indicación de su ansia de experiencia.) ¿Y yo? Cuando trato de imaginarme a mí mismo, una sombra desciende y mi rostro se retira a la oscuridad.

Así que discutimos el asunto y he olvidado lo que dijimos pero la impresión que me ha quedado de aquella noche es cálida. Podíamos oír el estrépito y el bullicio que se elevaban desde el foro a nuestros pies. Julia estaba comiendo un melocotón y el zumo le chorreaba por la barbilla para ser finalmente recogido por su lengua rápida y puntiaguda. Marcelo trataba de convencernos de la nobleza y generosidad de Augusto devolviendo la República al pueblo romano, y Julia se reía y decía:

—Papá no es noble, es listo, es demasiado listo para hacer eso. Yo soy tan sólo una muchacha y mi interés en los asuntos polfticos es muy limitado, pero sé muy bien que no se libran guerras civiles durante quince años para entregar el dado a tus enemigos y decirles que jueguen al juego de nuevo de la manera que ellos quieran. Si aceptas las cosas como a simple vista parecen, Marcelo, eres un necio. Claro que eres tonto, Marcelo. Se me había olvidado.

Tenía razón. Marcelo era un tonto, un tonto hermosisimo, eso es verdad, pero más tonto aún por eso, porque estaba consumido por el amor a sí mismo. «Es como Narciso o Jacinto, ¿no crees?», me dijo una vez Julia. «Uno de esos estúpidos jóvenes griegos que se enamoran de su propia belleza.» Así que desde entonces le pusimos el apodo de El Jacinto.

«Tú eres diferente», me decía, echándome los brazos alrededor del cuello. «Tú te quedas sentado ahí como un sabio y no dices nada. Nadie sabe lo que estás pensando, ¿lo saben, Tiberio? Yo creo que eso es muy hábil.»

Y me besó. No era el beso de una niña. O de una hermana. Era un beso que se detenía en mis labios.

Pero Augusto no creía que Marcelo fuese un tonto. Creía que era un joven hermoso y lo adoraba. Me parece que Livia trató de advertirle de que estaba corriendo el riesgo de hacer el ridículo, pero lo cierto es que estaba encaprichado con el muchacho. Bien es verdad que Marcelo era hijo de su hermana Octavia, a la que siempre había considerado perfecta y que ahora le hacía sentirse culpable porque le había obligado a casarse con Marco Antonio por razones políticas; y el padre del muchacho, C. Claudio Marcelo, había sido uno de sus primeros partidarios. (Los Claudios Marcelos eran, naturalmente, primos míos.) Pero ésta no era la verdadera razón del embeleso de Augusto por su sobrino; y, a pesar de los comentarios despreciativos y el chismorreo de los romanos, no era tampoco una inclinación viciosa. La verdad es que Augusto veía en Marcelo lo que él deseaba ser, sabiendo, naturalmente, que no podía serlo: un aristócrata de nacimiento, espontáneo, generoso, idealista, impulsivo: un ser nacido para que se le adorara. El estúpido amor de Augusto por Marcelo representaba su entrega a un lado de su carácter que había reprimido: representaba el deseo de que la vida no fuera lo que era, sino un idilio.

Nos llevó con él de campaña a la Galia cuando éramos ambos muy jóvenes. Para entonces —aunque yo aún no me daba cuenta de ello— había decidido ya que Marcelo y Julia debían contraer matrimonio. De esa manera, pensaba afectuosamente, él continuaría poseyendo a las dos personas que el lado inmaduro de su naturaleza adoraba con más fervor. (Aquel que amaba a Livia era un aspecto distinto de su carácter, más respetable.) Pedía lo imposible, por supuesto, y olvidaba que ninguno de los dos podía continuar teniendo dieciocho años.

Le gustaba hacernos preguntas, a la caída de la tarde, para averiguar lo que pensábamos de la vida, y después tratar de corregir nuestras ideas; ha sido siempre un maestro por naturaleza. Nos dijo que el asunto del gobierno era como un acto de servicio. «La única satisfacción —decía— es el trabajo en sí. La única recompensa, la habilidad para continuar el trabajo. Es nuestro deber llevar la ley y la civilización a los bárbaros. Los verdaderos héroes de nuestro Imperio son los innumerables administradores que la historia nunca conocerá...»

Yo estaba fascinado. Era un Augusto diferente el que tenía ante mis ojos. Me di cuenta por primera vez de cómo mi madre debilitaba su personalidad; en presencia de ella nunca se hubiera atrevido a hablar como si tuviera autoridad. Los hombres, me decía yo, llegan a la plenitud de su hombría cuando están lejos de las mujeres: en el campamento, en su despacho, sintiéndose responsables por las acciones y decisiones que determinan la vida y la muerte. Pero Marcelo estaba aburrido. Interrumpió:

—César invadió la isla de Britania, ¿verdad?

Si yo hubiera interrumpido de una forma tal, que indicaba que no había estado prestando atención a lo que él había estado diciendo, me habría reprendido. Pero a Marcelo le sonrió, riéndose después:

—Tú sabes que sí lo hizo. Has leído sus memorias, ¿no es verdad?...

Marcelo gruñó.

—No mucho de ellas. La verdad es que es muy aburrido.

—Entiendo que tú pienses así de él. —Extendió la mano y alborotó el pelo de mi primo—. ¿Piensas tú también así'? —me preguntó a mí.

—Es asombrosamente lúcido —le respondí—, y yo no tengo experiencia, claro está, pero encuentro sus descripciones de batallas muy convincentes. Excepto en una cosa. Él es siempre el héroe. ¿Era realmente así, señor?

Nos sonrió, como si estuviera pensando. Yo mordisqueé un rábano. Marcelo tomó un trago de vino. Entonces, antes de que Augusto pudiera hablar, dijo:

—Britania parece un país interesante, hay perlas en él y los guerreros se pintan de azul. Deben de tener un aspecto extraño, pero a pesar de eso, parece que también son capaces de luchar. ¿Por qué no continuamos el trabajo de César y conquistamos la isla?

—¿A ti qué te parece esto, Tiberio...?

Yo vacilé para mostrar que estaba reflexionando. Pero no tenía la menor duda.

—Yo creo que ya tenemos bastantes problemas con el Imperio, tal como es. Y creo también que es suficientemente grande. ¿No seria mejor consolidar lo que tenemos antes de tratar de abarcar más...?

Y ¿cuál fue la reacción de Marcelo a esta juiciosa respuesta?

Me dijo que hablaba como una vieja. Si hubiéramos estado solos, tal vez le habría dicho que más valía hablar como una vieja que como una niña estúpida, pero, en esas circunstancias, me callé y sonreí.

Con gran sorpresa mía, Augusto estuvo de acuerdo conmigo.

—César era un aventurero —dijo—. Yo no lo soy. La conquista de Britania no tendría valor, porque la isla está cubierta por la niebla y hay poca evidencia de que las pesquerías de perlas tengan mucho valor...

Marcelo suspiró.

—Sería una aventura fantástica. —Y Augusto rió y volvió a alborotar el cabello de Marcelo.