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En la carta que le envié a Julia le recomendaba insistentemente control y moderación, le volvía a repetir mi advertencia de que estaba sujeta a vigilancia por parte de la policía y le informaba de que se estaba pensando en instruir procedimientos judiciales contra ella. No me atreví a decir más. De hecho los acontecimientos se desarrollaron con más rapidez de lo que yo había supuesto. Coincidiendo con la visita de Sejano a Rodas ya se había suministrado información a Augusto. Estoy seguro de que su aflicción al revelársele la conducta y hábitos de su hija era genuina. Debía de haber sido el único hombre en Roma que no se había enterado de la conducta de Julia. Porque el comportamiento de ésta se había hecho más abiertamente escandaloso desde mi marcha. El informe le notificaba —me mandó una copia de él— de que «La interesada, después de una cena, donde se había bebido mucho vino, se dirigió tambaleándose con sus compañeros al Foro, y una vez allí se subió a la tribuna desde donde provocaba a los que pasaban accidentalmente por allí, con gran placer de sus compañeros de crápula, que decían a gritos: "Acercaos, acercaos, para disfrutar de la puta de más ilustre nacimiento en la ciudad de Roma”.»

Cuando recibí la carta en la que Augusto me decía lo que estaba pasando y a la que adjuntaba una copia del informe de la policía, Julia estaba ya condenada. No tuve más que leer de nuevo el catálogo de sus nobles amantes para darme cuenta de eso.

Era un escándalo político de primer grado, además de un escándalo de índole sexual.

Augusto no insinuaba nada en su carta que diera a entender que ahora comprendía la razón oculta de mi retiro. Por otra parte, el hecho de que no me reprochara por haberme venido a Rodas se debía quizás a que la adivinaba.

No tenía manera de averiguar el alcance de lo ocurrido mientras la carta estaba de camino. Naturalmente, me alarmaba pensar que había enviado a Sejano con un mensaje que me comprometería a mí y que podía destruirle a él. Me preguntaba qué había hecho, estaba haciendo o haría con la carta. Pero esto estaba fuera de mi control, aunque le escribí recomendándole insistentemente que tuviera cuidado en relación con «ese asunto que ya sabes», frase ya bastante comprometedora en sí misma. Mientras tanto era mi deber hacer lo posible por rescatar a Julia de las consecuencias de su locura. De acuerdo con esto escribí a Augusto:

Mi mujer, sufriendo tal vez de una especie de desesperación que puede, según me dicen los médicos, afectar a las mujeres conforme se acercan a la edad crítica, se ha comportado de una manera insensata. La naturaleza sorprendentemente pública de su conducta debe estar alcanzando los límites del perdón porque vos, como princeps, no podréis por menos de interpretarla como un desafío público a la admirable legislación que habéis ordenado se ponga en vigor. No obstante os suplico que, en vuestra capacidad pública y privada, mostréis clemencia. La clemencia será digna de vuestra doble condición de padre de nuestro pueblo y padre de vuestra desdichada hija. Os ruego que tengáis en cuenta que mi ausencia, resultado de mi intensa fatiga de cuerpo y de espíritu y de mi deseo de dejar que Cayo y Lucio prosperen, puede haber contribuido a las aberraciones de mi esposa. La clemencia es buena en sí misma. La dura letra de la ley será como un cuchillo que vos mismo os clavaréis en vuestro corazón...

Aquí hice una pausa. Había una frase más, que sabía debía escribir. El pensamiento de hacerlo me producía repugnancia —contemplé con melancolía la serena belleza de mi jardín— e hice lo que debía hacer...

Yo vivo aquí en feliz exilio, lejos de los asuntos públicos y el bullicio de la ciudad, en una atmósfera libre de las tentaciones que impulsan a cometer excesos, perfectamente adecuada al cultivo de los estudios filosóficos. ¿Puedo por consiguiente sugerir que ordenéis a Julia que vuelva al lado de su esposo?

No me sentía capaz de hacer más que sugerir y no podía tampoco adornar esta sugerencia con súplicas que por fuerza tenían que carecer de sinceridad, porque el pensamiento de Julia invadiendo de nuevo la vida que había reconstruido con tanto cuidado me sublevaba.

La respuesta de Augusto fue breve:

He recibido tu carta y tomo nota de su contenido. La solución que sugieres no es práctica. Cuando una mujer se ha convertido en una ramera, es como un perro al que le ha dado por perseguir a las ovejas: no tiene remedio. Has fracasado, como esposo, en controlarla debidamente en el pasado; no veo razón para suponer que lo lograrías en el futuro. Por lo tanto estoy arreglando el que te divorcies de ella. No quiero volver a oir de tus labios nunca más el nombre de esta desgraciada mujer...

No se sometió a Julia a proceso público. La sentencia judicial cayó sobre ella en secreto, de forma implacable y abrumadora. Su liberta Febe, compañera de su libertinaje, se ahorcó. Julia aguantó. Se la desterró a la isla de Pandataria y se le prohibió el vino y la compañía masculina. Al mismo tiempo se impuso el castigo a sus amantes.

Julio Antonio fue condenado a muerte; los otros, a exilio perpetuo. Me dijeron que Antonio murió de manera indigna y la noticia no me sorprendió. Era un hombre que obraba impulsado por la vanidad más que por el orgullo. En cuanto a mí, he de confesar que me sentí agradablemente indiferente ante el destino de Julia. Después de todo, ella me había rechazado. Sejano me escribió para decirme que, en vista de lo que había descubierto a su llegada a Roma, había considerado prudente destruir mi carta. Me besaba las manos y aseguraba seguir siendo mi afectuoso y obediente siervo. Yo alabé su prudencia y le rogué que me hiciera otra visita. Mientras tanto le aconsejé que continuara con asiduidad sus estudios militares y legales. «Sin trabajo no se puede llegar a los puestos altos. Por ello te animo a que sigas adelante y, usando las palabras de Virgilio, "Oh hermoso joven, no pongas demasiada confianza en tu apariencia". Estudia mucho y, citando ahora las palabras de otro poeta, de estatura inferior a la de Virgilio "que las ninfas te den agua para calmar tu sed". Mientras tanto quiero reiterarte mi gratitud y buenos deseos. Aunque me he retirado de la vida pública, sigo teniendo influencia y amigos, y quisiera que de ahora en adelante me consideraras como tu padre, protector y amigo...»

Desde que Julia me abandonó, tenía la sensación de ser, de forma profunda pero incierta, un hombre superfluo. Ahora en la soledad, me dediqué a meditar en lo extraño de nuestro matrimonio y del destino de ella. Julia había sido responsable de todas sus desventuras; pero lo había hecho de la misma manera alegre y desconsiderada que en dos ocasiones, en diferentes períodos de mi vida, me había embelesado y apasionado.

Y ahora ese fuego se había extinguido, totalmente. Hasta el resentimiento de su infidelidad y de la vergüenza que había hecho caer sobre mis hombros, se esfumó. Era casi como si nunca hubiera existido. Hay amores de los que uno conserva un recuerdo fragante y nostálgico. Así había sido el mío por Vipsania. Siempre pensaba en ella con ternura, pero la verdad es que no pensaba con frecuencia en ella. Había pertenecido a una etapa de mi vida de la cual me separaba una mezcla confusa de acontecimientos, de manera que nuestro amor parecía haber pertenecido a dos personas completamente diferentes. El amor que había sentido por Julia había sido más intenso, así como mis emociones habían sido menos puras. Me daba cuenta ahora de que había estado esperando su deshonra, lo mismo que después de unos días de calor húmedo se espera una tormenta. Y su ignominia había tenido el mismo efecto que un trueno. Me sentía libre para empezar de nuevo a vivir.

Esta revelación me hacía sentirme perplejo porque había creído poseer una plena y satisfactoria felicidad y había considerado que esto se debía al hecho de haber abandonado mi ambición y aceptado el que la vida no tenía sentido. No obstante, aunque los infortunios de Julia habían confirmado esa convicción —porque ¿qué vida de acuerdo con cualquier escala de valores puede tener menos significado que la suya?—, me asaltaba ahora un continuo descontento producido, tuve que reconocer, por esa sensación de libertad.

Absurdo; ¿no habían los acontecimientos en Roma confirmado mi desdeñosa opinión de que la libertad había sido la principal víctima de Augusto?

Yo no logré librarme totalmente de los efectos de la deshonra de Julia. Se me informó de que, cuando se mencionaba mi nombre en Roma, se hacía sin ningún respeto.

Yo era una figura que se iba retirando hacia el pasado: un ser sin importancia. Sólo unos pocos amigos continuaron siendo leales. Sejano era casi mi único nexo con la generación más joven. Había, no obstante, otro, aunque tenue: mi hijastro Lucio. Mientras que su hermano Cayo no me hacía el menor caso, Lucio me escribía para mi cumpleaños, me transmitía sus mejores deseos, me daba las gracias por los regalos que yo le enviaba; también le enviaba regalos a Cayo en momentos adecuados, pero nunca me comunicó su agradecimiento, aunque si se quedaba con los regalos. Lucio me hablaba de lo disgustado e inquieto que se sentía en relación a su madre, aunque tenía la franqueza de añadir que siempre había sabido que a ella él no le importaba. Lo único que yo podía decir en respuesta a esto era que, que yo supiera, él no tenía ninguna razón para reprocharse a sí mismo: un estéril consuelo porque el reprocharse a uno mismo no necesita justificación objetiva. Era irónico que la deshonra de Julia coincidiera con el nombramiento del propio Lucio, tres años después del de su hermano, como Príncipe del Movimiento de la Juventud. Este ascenso le había proporcionado una gran satisfacción y con mucha razón, porque confirmaba el deseo de Augusto de que los dos hermanos compartieran el gobierno del Imperio después de su muerte, incluso tal vez cuando llegara a la edad provecta. Por la misma razón intensificó el descontento en Roma, atizado ya por la persecución de esas viejas familias nobles que habían proporcionado amantes a Julia. Mi propio hijo Druso me enviaba solamente cartas breves, poco frecuentes y con pocas noticias; tal vez pensaba que yo le había abandonado, aunque he de decir que me ocupaba de su educación con todo el interés que me permitía la distancia a que me hallaba.

Mi madre continuó siendo mi sostén, apoyo y fuente de información. No le agradó el rápido ascenso de Cayo y Lucio, menos aún por el hecho de que no estaban unidos a ella por vínculos de sangre. Pero eso no era razón para que los muchachos no le gustaran, aunque estaba convencida de que Augusto se excedía en la evaluación de sus cualidades. Sus objeciones eran sobre todo políticas. A pesar de ser una mujer, sujeta a los prejuicios característicos de su sexo, Livia poseía una comprensión perspicaz de la manera en que se hacían las cosas en el mundo. Augusto le debía mucho a lo bien relacionada que estaba su mujer pero mucho más a su sagacidad; sin embargo, ahora estaba, como ella decía, «ciego de amor por los muchachos como lo había estado antes por Marcelo». Livia sabía que la nobleza romana se rebelaría contra el parecido que el gobierno tenía con una monarquía hereditaria. Sabía —nadie mejor que ella— que la afirmación de su marido de que él había restaurado la República era una quimera; se daba cuenta de que el secreto dejaría de serlo si el poder se transmitía a Cayo y a Lucio no por su valía sino por el accidente de su nacimiento. Le aconsejó prudencia a Augusto y me pidió a mí que volviera a Roma. Pero yo todavía me rebelaba ante la idea de hacerlo.

Poco después el periodo de mi tribunicia potestas concluyó, y no se renovó. Mi autoridad legal se evaporó. Mi persona no era ya sacrosanta. Me había convertido en un simple noble, cuya distinción iba desvaneciéndose. Al principio esto no me alarmó; era, después de todo, lo que había deseado.

Pero muy pronto empecé a sentirme como un pájaro encerrado en un cuarto. Tiene libertad para volar, pero no obstante está encerrado. Se precipita contra las ventanas, viendo en ellas una posibilidad de escape, que no puede lograr.

Se le había enviado a Cayo a ponerse al frente de unas tropas en el Este, donde estaban surgiendo nuevos disturbios en la frontera de Partia, ya que la muerte del rey Tigranes de Armenia había incitado a los partos a interferir en los asuntos de aquel turbulento país. Me pareció que esta misión era de demasiada envergadura para un muchacho sin experiencia y escribí a mi hijastro ofreciéndole mi consejo y recordándole la experiencia que yo tenía en asuntos armenio–partos. Ni siquiera me otorgó la cortesía de una respuesta. Afortunadamente el joven Sejano formaba parte de su personal y estaba dispuesto a vigilar mis intereses. Me comunicó que al referirse a mí se me llamaba «el exiliado», y que mi viejo enemigo Marco Lolio, a quien Augusto había hecho responsable del Príncipe del Movimiento de la Juventud, no perdía oportunidad de denigrarme y verter veneno en oídos que estaban bien dispuestos a recibirlo. Sejano me recomendó que le hiciera a mi hijastro (que en realidad ya no lo era, ya que yo estaba divorciado de su madre) una visita.

Le visité en Samos. Me resultó extraño volver a estar en un campamento otra vez, más extraño aún el que tuviera el aspecto de una corte. Me recibió con evidente frialdad; al abrazarnos distinguí a Lolio sonriéndole afectadamente, al fondo de la estancia. Me repugnó volver a ver ese rostro avaricioso y rapaz; estaba además más gordo que nunca y su abdomen bajo y oscilante le daba un curioso aire acuático; parecía que iban a aparecer debajo de él los pies de un palmípedo. Se aseguró de que durante mi visita Cayo y yo no estuviéramos nunca juntos solos. Yo mientras tanto mantenía mis ojos bien abiertos. Había mucho que censurar. Había poca disciplina y era evidente que Cayo era uno de esos jefes que trataban de conseguir popularidad perdonando las transgresiones, antes que ganarla por medio de virtud y eficiencia. Lolio, por supuesto, había pertenecido siempre a ese grupo.

Cuando estábamos hablando, Lolio se mostró insolente y, vergonzosamente, Cayo, que tenía en sus labios una sonrisita burlona, alentaba esa insolencia, mientras el mentor que se le había asignado rechazaba con tajantes negativas mi análisis de la forma de pensar y actuar de los partos. Me negué a discutir. Hubiera sido impropio de mi dignidad. Naturalmente mi comedimiento lo interpretaron de forma equivocada Cayo y los currutacos de que se había rodeado. Supusieron que yo estaba acorralado y atemorizado, como si a un Claudio le pudieran hacer frente y desconcertar personas de la calaña de un Marco Lolio. Pero en estos tiempos de decadencia moral cuando la vulgar vanidad ha suplantado al orgullo legítimo, no es de sorprender que no se reconozcan ni la virtud ni la dignidad, convirtiéndose entonces en victimas de una maliciosa frivolidad.

No obstante, mi visita no fue inútil. Confirmó el respeto que sentía hacia el joven Sejano al darme una oportunidad, por breve que fuera, de llegar a conocerlo mejor en varios aspectos, todos ellos agradables. Admiré su tacto, la manera en que ni se jactaba del favor de que disfrutaba conmigo, ni lo publicaba. Admiraba también su inteligencia, que era extraordinaria, su rápido ingenio y su pronta capacidad de comprensión.

Me facilitó el que pudiera tener conversaciones confidenciales con otros amigos que formaban parte del estado mayor de Cayo: C. Veleyo Patérculo y P. Sulpicio Quirinio. Eran estos hombres lo suficientemente sutiles para ocultar su desconfianza de Lolio bajo una apariencia de afabilidad. Me informaron de que la hostilidad que sentía hacia mí era indudable: «sopla fuerte y fría como el viento del norte. No desperdicia ninguna oportunidad para enemistar al princeps contigo».

—Un esfuerzo superfluo —observé yo.

—Sin embargo —me aseguró Veleyo—, tal vez Lolio no esté tan seguro como él cree. Ha mantenido correspondencia secreta con el rey de Partia y tengo motivo para creer que se ha dejado sobornar por él, con el fin de cambiar la política de Roma de modo que sea propicia a los designios de los partos. Tal vez la mera sugerencia de que lo ha hecho sea suficiente para causar su ruina.

—No —dijo Sejano—. Dadle libertad. No se puede conseguir nada simplemente alegando algo que no podemos probar. Yo naturalmente no tengo experiencia de estos asuntos siendo como soy aún muy joven, pero a mí me parece que en casos de traición es mejor esperar que asestar el golpe. De esta manera se le da la oportunidad al sospechoso de comprometerse aún más y se puede así destruirlo cuando llegue el momento.

Yo asentí.

Mientras tanto, era necesario tomar precauciones en interés propio. Cuando regresé a Rodas ya no me ejercité en el campo de deportes como había tenido por costumbre e incluso me aficioné a llevar un manto griego y sandalias, en lugar de la toga. Quería poner de relieve que me había retirado totalmente de la vida pública y que no podía ser considerado como un peligro para nadie. A pesar de esto, una carta de Sejano me informó de que Lolio me había acusado de entrometerme en cuestiones de lealtad de los oficiales de Cayo hacia éste: el propio Sejano fue interrogado acerca del contenido de nuestras conversaciones. «No revelé nada», me decía en su carta. Esta acusación era alarmante, tanto más porque Sejano la tomó con tanta seriedad que me envió su carta escondida en un cajón de salmonetes que había encargado a un chico de uno de los barcos pesqueros me entregara a modo de regalo. Le contesté de manera igualmente circunspecta y envié una carta protocolaria a Cayo, explicándole que se me había informado de la ya mencionada acusación de Lolio y que de acuerdo con esto yo exigía que se vigilaran rigurosamente mis palabras, acciones y correspondencia. Esto era en sí una demanda superflua, porque se estaba ya llevando a cabo.

La carta siguiente procedente de Sejano (que llegó esta vez en un cajón de higos) era aún más inquietante. Me informaba de que un joven noble, que estaba sentado a la mesa de Cayo, había ofrecido viajar a Rodas y «traer de allí la cabeza del exiliado». Se rehusó la oferta pero no sin que ocasionara gran algazara, y no se reprendió al joven. En lugar de ello Marco Lolio ordenó que se trajera una jarra de vino nuevo. «Ten cuidado, padre y benefactor. Confía en tus amigos, el más humilde de los cuales besa ahora tus manos.»

Yo me tragué el orgullo y escribí a Augusto, explicando que, habiendo desaparecido las razones para mi voluntario destierro, estaba dispuesto a reanudar cualquier deber que juzgara oportuno imponerme, y mientras tanto le pedía permiso para regresar a Roma.

No contestó a mi carta. En su lugar escribió a Cayo pidiéndole su opinión. Naturalmente, con Lolio a su lado, Cayo, que no tenía, pobre muchacho, opiniones propias, declaró que podía quedarme donde estaba. «Allí no puede hacer ningún daño, y no puede hacer ningún bien en ninguna parte», escribió. (He visto la carta y he reconocido en ella el tono y los sentimientos del propio Lolio.)

Escribí entonces a Livia. No podía ayudarme. Ni siquiera se atrevía a escribir con franqueza, sabiendo que toda mi correspondencia la copiaban y examinaban mis enemigos. Sentí el escalofrío de la tarde descender sobre mí; me parecía que mi vida se compendiaba en el fracaso de mi matrimonio y el quebranto, de mi carrera política. De noche me asaltaban tentaciones a las que no me atrevía a sucumbir, ni siquiera en la imaginación.

Mis amigos, no obstante, estaban actuando en interés mío sin que yo lo supiera. Tal vez debido a mi larga ausencia de los asuntos públicos, me había hecho excesivamente cauteloso: no me hubiera aventurado, como lo hicieran ellos, a iniciar un ataque contra el todopoderoso favorito Lolio. Las acusaciones le cogieron por sorpresa, más aún por estar fundadas en la realidad. No pudo refutarlas. Cayo le retiró su favor enseguida porque tenía miedo de que se le pudiera de alguna forma implicar en la deshonra de Lolio. Su temor revelaba lo mal que conocía a Augusto, porque éste hubiera estado dispuesto a perdonar cualquier cosa a su amado nieto, como se lo había perdonado en el pasado a Marcelo. Así que Cayo, alarmado, sofocado y enrojecido y sin poder controlar la voz, reprendió a Lolio en una reunión de su estado mayor, exigió su dimisión y le amenazó con un proceso judicial. Lolio se acobardó; no hizo una pausa para reflexionar que sus propias relaciones con Augusto habían sido siempre buenas, que de hecho había sido un especial favorito del princeps. Tal vez, por otro lado, temía que Augusto fuera implacable teniendo en cuenta el favor que había mostrado para con el general, que interpretara la traición de Lolio contra Roma también como un acto de traición personal; que indudablemente lo era, especialmente porque era imposible para Lolio defenderse alegando que había obrado en interés público. Una investigación de su cuenta personal mostró claramente en interés de quién obraba. Con su carrera en ruinas, su reputación destruida por su propia ambición y locura, el desdichado hombre se degolló.

Pronto se hizo evidente el alcance de su maligna influencia. A menos de un mes de su muerte se me autorizó a que regresara a Roma, aunque solamente en mi capacidad de ciudadano privado, al que se le prohíbe participar en la vida pública.

Livia vino a Ostia a recibirme. Rompió a sollozar al abrazarme y yo sentí el patetismo del amor de una madre.

—Te he echado de menos —dijo, y a mí me hubiera gustado poder decirle lo mismo. Pero lo único que sentía por ella era una ternura remota e inútil. Desde que me hice hombre me había exigido más de lo que yo era capaz de darle. Ahora estaba disculpándose de la ausencia de Augusto, ofreciendo excusas que yo no creí.

—Yo no esperaba encontrarte aquí para recibirme —dije—. Después de todo, esto no es un retorno triunfal.

—No —dijo—, y ¿quién tiene la culpa, me gustaría saber? No fue ni mi deseo ni mi consejo lo que te hizo malgastar tantos años de tu vida. Si has estado desterrado es porque tú lo has querido así. No obstante, hijo mío, es éste un retorno del cual tal vez surja el triunfo.

—Lo dudo, madre...

El sol se hundía tras las colinas Albanas, mientras subiamos la escalinata del Capitolio para que yo pudiera dar gracias a Júpiter por mi regreso. El mármol brillaba con reflejos rosados, y Livia exclamó que le parecía ver un halo dorado sobre mi cabeza. Pero esto era una insensatez, y yo sentí un cansancio de espíritu al mirar hacia abajo a la apretada multitud allí congregada. Me sentí más solo de lo que lo había estado nunca en el retiro de mi isla. Unos días después, me fui a vivir a una casa en la colina Esquilina, construida en medio de unos jardines que una vez habían pertenecido a Mecenas. Desempeñé mis obligaciones como cabeza de la gens Claudia, examiné a mi hijo Druso, alegrándome al constatar que su educación iba progresando satisfactoriamente. Aparte de esto, vi solamente a viejos amigos, entre ellos Cneo Calpurnio Pisón y su hermano Lucio, y Coso Cornelio Léntulo. Los tres habían tenido éxito en sus carreras, pero ninguno de ellos había logrado satisfacción. Todos estaban de acuerdo conmigo acerca de los asuntos públicos, y cumplían con su deber sin hacerse falsas ilusiones acerca de su naturaleza o su propósito. Muchas noches dejábamos que el dios Baco nos consolara de la muerte de la libertad en Roma y buscábamos en el vino lo que no podíamos encontrar ni en los asuntos públicos ni en la vida privada: una especie de alegría y cierta razón para prolongar la vida, una protección contra el desengaño y una manera de lograr una despreocupación efímera para no caer en la desilusión total...

El primer volumen de la autobiografía de Tiberio se interrumpe bruscamente en este momento, y es imposible saber si la abandonó o si las páginas que describen sucesos hasta la muerte de Augusto en el año 14 después de Cristo se han perdido. La primera suposición es más probable, ya que el tono de los últimos capítulos es elegíaco.

Es probable que escribiera estas memorias en Rodas y, parte de ellas, después de su retorno a Roma cuando vivía retirado en el Esquilmo.

De una manera o de otra un breve resumen de los acontecimientos que tuvieron lugar los años siguientes puede ser útil, en la lamentable ausencia del relato del propio Tiberio.

Tiberio volvió a Roma el año 2 después de Cristo. Unas semanas más tarde el más joven de los príncipes, Lucio, murió en Marsella, cuando iba camino de Hispania. Tiberio compuso una elegía (también perdida) en loa del que fue una vez su hijastro, pero la muerte de Lucio no tuvo ninguna repercusión en su situación política. Sin embargo, año y medio más tarde, murió también Cayo, a consecuencia de una infección originada por una herida. Esto lo cambió todo haciendo añicos los planes de Augusto para el futuro. Sólo quedaba uno de los hijos de Julia de su matrimonio con Agripa. Éste era Agripa Póstumo, así llamado por haber nacido después de la muerte de su padre. Desgraciadamente era un hombre de limitada inteligencia y por añadidura bruto. Conforme iba llegando a la edad adulta se hizo aparente que no sería capaz de ocupar ningún cargo público, aunque eso no llegó a confirmarse hasta el año 4 después de Cristo.

La muerte de Cayo forzó a Augusto a llamar a Tiberio, que se había convertido en el hombre que se necesitaba. Augusto lo adoptó, de mala gana, diciéndole al Senado que lo hacía por razones de estado, porque el «destino cruel» le había privado de sus «amados nietos». Adoptó al mismo tiempo a Agripa Póstumo, pero tres años más tarde, debido al violento comportamiento de éste, el desdichado joven fue recluido en una isla.

A Tiberio se le ordenó que adoptara a su propio sobrino Germánico, el hijo de Druso y Antonia, la sobrina de Augusto. Germánico estaba casado con Agripina, hija de Julia y Agripa, y por consiguiente nieta de Augusto. Este esperaba que de esta manera la sucesión volvería a los parientes que tenían su propia sangre. El que salía perdiendo, naturalmente, en este caso, era el hijo de Tiberio, Druso.

Tiberio pasó la mayor parte de la década siguiente lejos de Roma, en campaña en la frontera del Danubio y en Germania. Tuvo grandes éxitos militares. No obstante este espacio de tiempo, fue testigo de uno de los grandes desastres en la historia de Roma, cuando Publio Quintilio Varo perdió tres legiones en los bosques de Germania. Una vez más Tiberio tuvo que restablecer la situación y resarcirse del desastre. Su actuación fue digna de encomio y admiración. No obstante, la derrota de Varo persuadió a Augusto de que no se podía conquistar Germania y de que no se debían extender los límites del Imperio romano más allá de donde estaban. Tiberio estuvo totalmente de acuerdo con esta decisión.

En el año 13 después de Cristo, se asoció oficialmente a Tiberio con Augusto en el gobierno del Imperio, compartiendo su imperium como lo había hecho Agripa hacía muchos años. El año siguiente murió Augusto a la edad de setenta y siete años.