CAPÍTULO XII
Era poco después del mediodía cuando volví a Ámsterdam. El sol, que aquella mañana había brillado sobre la muerte de Maggie, se había ocultado simbólicamente. Densas y oscuras nubes llegaban desde el Zuiderzee. Yo podría haber estado una hora antes en la ciudad, pero el médico del departamento de consulta externa del hospital suburbano en que me había detenido para que me arreglaran la cara no había dejado de hacer preguntas y se había sentido molesto por mi insistencia de que era esparadrapo —gran cantidad de ello, desde luego— todo lo que yo necesitaba por el momento, y que la sutura y las vendas podían esperar hasta más tarde. De modo que, con el esparadrapo, los cardenales y el ojo izquierdo medio cerrado, debía yo de parecer el único superviviente de un choque de trenes, pero, al menos, mi aspecto no era tan malo como para que los niños, al verme, echaran a correr llorando hacia sus madres.
Paré el coche de la Policía no lejos de un garaje de alquiler, donde conseguí persuadir al propietario para que me dejara llevarme un pequeño «Opel» negro. No parecía muy dispuesto a ello, ya que bastaba la contemplación de mi rostro para hacerle a cualquiera concebir sospechas acerca de mis antecedentes como conductor, pero accedió al fin. Comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia mientras yo salía al volante del «Opel», me detenía junto al taxi de la Policía, cogía el bolso de Astrid y dos pares de esposas, por si acaso, y proseguía mi camino.
Aparqué el coche en lo que ya se estaba convirtiendo en una callejuela familiar para mí y bajé andando hacia el canal. Asomé la cabeza por la esquina y la retiré precipitadamente al instante; la vez siguiente, me limité a asomar un ojo.
Un «Mercedes» negro estaba aparcado junto a la puerta de la iglesia de la Sociedad Hugonote Americana. Su amplio portaequipajes se hallaba abierto, y dos hombres estaban levantando una caja, evidentemente muy pesada, para introducirla en él. Reconocí en el acto a uno de los hombres como el reverendo Goodbody; al otro hombre, delgado, de estatura media, traje oscuro, pelo negro y tez muy tostada, lo reconocí también en seguida. Era el hombre moreno y violento que había abatido de un disparo a Jimmy Duelos en el aeropuerto dé Schiphol. Olvidé por unos instantes el dolor que me abrasaba la cara. No me hacía particularmente I feliz ver de nuevo a aquel hombre, pero tampoco l me contrariaba, pues nunca había estado muy lejos de mis pensamientos. Sentía la impresión de que la rueda estaba completando su círculo.
Salieron tambaleándose de la iglesia con otra caja, la depositaron en el portaequipajes y cerraron éste. Yo regresé a donde había dejado el «Opel», y, cuando llegué en él junto al canal, Goodbody y el hombre moreno se hallaban ya cien metros más allá en el «Mercedes». Les seguí a discreta distancia.
Arreciaba la lluvia mientras el «Mercedes» negro cruzaba la ciudad en dirección Oeste y, luego, Sur. Aunque aún no estaba mediada siquiera la tarde, el délo se hallaba tan oscuro como si fuera el crepúsculo, para el que aún faltaban varias horas. No me importaba, pues ello hacía más fácil mi seguimiento: como es obligatorio encender los faros cuando llueve con intensidad, en esas condiciones un coche no se diferencia en nada de la oscura e informe masa de otro cualquiera.
Atravesamos los últimos suburbios y salimos al campo. No había ningún elemento de persecución o caza en nuestro avance. Goodbody, aunque con— duda un automóvil potente, iba a velocidad muy moderada, lo cual resultaba poco sorprendente habida cuenta del considerable peso que llevaba en el portaequipajes. Yo observaba atentamente las señalizaciones y los letreros de la carretera, y no tardó en disiparse toda duda respecto del lugar al que nos dirigíamos: en realidad, nunca la había tenido.
Consideré preferible llegar a nuestro mutuo destino antes que Goodbody y el hombre moreno, así que me acerqué al «Mercedes» a menos de veinte metros de distancia. No me preocupaba la posibilidad de ser reconocido por Goodbody en su espejo retrovisor, pues levantaba tales surtidores de agua que sólo habría podido ver un par de mojados faros. Esperé hasta que me fue posible ver lo que parecía un trozo recto de carretera, aceleré y adelanté al «Mercedes». Al pasar a su altura, Goodbody miró con indiferencia al coche que le estaba adelantando y, luego, apartó la vista con la misma indiferencia. Su rostro no había sido para mí más que una mancha blanquecina; y la lluvia era tan densa y el agua proyectada por ambos coches tan cegadora que sabía que era imposible que me hubiera reconocido. Continué avanzando y volví a la derecha, sin reducir la velocidad.
Tres kilómetros más allá, la carretera se bifurcaban la derecha y había un letrero que decía: «Kasteel Linden, 1 Km.» Torcí a la derecha y, un minuto, después, pasé bajo un imponente arco de piedra con las palabras «Kasteel Linden» grabadas en él con letras doradas. Continué durante otros doscientos metros; después, me salí de la carretera y detuve di «Opel» en un espeso matorral.
Iba a calarme otra vez hasta los huesos, pero no parecían quedarme muchas alternativas. Salí del coche y eché a correr por un prado en el que se alzaban, dispersos, unos cuantos árboles, hasta que llegué a un tupido cinturón de pinos que, evidentemente, servía de pantalla protectora del viento a alguna edificación. Atravesé con cautela los pinos, y, en efecto, allí estaba edificación: el Kasteel Linden. Indiferente a la lluvia que batía sobre mi desguarnecida espalda, me tendí al abrigo de las altas hierbas y varios arbustos y estudié el lugar.
Inmediatamente delante de mí discurría un camino circular de grava que conducía, a mi derecha» hasta el arco por el que yo acababa de pasar. Más allá se levantaba el propio Kasteel Linden, un edificio rectangular de cuatro pisos, los dos primeros de ellos con ventanas y los dos restantes con aspilleras, coronado por torres almenadas, dentro del mejor estilo medieval. Rodeando al castillo había un foso continuo de irnos cinco metros de anchura y, según las guías turísticas, casi otros tantos de profundidad. Lo único que faltaba era un puente levadizo, aunque aún se veían las poleas para las cadenas firmemente empotradas en la fábrica de las paredes. En lugar de él, un tramo de unos veinte amplios peldaños de piedra salvaba el foso y conducía a un par de macizas puertas cerradas que parecían de roble. A mi izquierda, a unos treinta metros de distancia del castillo, había un edificio rectangular de un piso, hecho de ladrillo y, evidentemente, de construcción reciente.
El «Mercedes» negro apareció por la verja, avanzó haciendo crujir la grava y se detuvo junto al edificio rectangular. Mientras Goodbody permanecía en el interior del coche, el hombre moreno salió y dio una vuelta completa al castillo: Goodbody nunca me había parecido la clase de hombre que se expone a riesgos. Salió Goodbody, y los dos hombres llevaron al edificio el contenido del portaequipajes. La puerta de aquél estaba cerrada, pero, evidentemente, Goodbody tenía la llave adecuada, no una ganzúa. Cuando bebieron llevado la última de las cajas, la puerta se cerró tras ellos. Me puse cautelosamente en pie y avancé tras los matorrales hasta llegar al costado del edificio.' Me acerqué con la misma cautela al «Mercedes» y miré en su interior. Pero no había allí nada digno' de ver, al menos no lo que yo estaba buscando»* Con mayor cautela aún, me aproximé de puntillas a una ventana lateral del edificio y atisbé en su interior.
El interior era una combinación de taller, almacén y sala de exposición. De las paredes colgaban antiguos relojes de péndulo —o imitaciones de relojes de péndulo antiguos— de todas las formas, tamaños y modelos imaginables. Sobre cuatro grandes mesas de trabajo se veía una extraordinaria Variedad de elementos de otros relojes, en el proceso de fabricación, montaje o reconstrucción. Al fondo de la sala había varias cajas de madera similares a las que acababan de llevar Goodbody y el hombre moreno; estas cajas parecían estar embaladas con paja. Sobre ellas había diversos estantes que sostenían otros varios relojes, cada uno de los cuales tenía a su lado su péndulo, sus pesas y su cadena.
Goodbody y el hombre moreno estaban trabajando junto a estos estantes. Mientras yo miraba, hurgaron en una de las cajas abiertas y procedieron a sacar una serie de pesas de reloj. Goodbody hizo una pausa, sacó un papel y lo examinó atentamente. Al poco rato, Goodbody señaló algún punto del papel y dijo algo al hombre moreno, que asintió con la cabeza y continuó con su trabajo. Goodbody, que seguía examinando el papel mientras andaba, cruzó una puerta lateral y desapareció de mi vista. El hombre moreno estudió otro papel y empezó a disponer pares de pesas idénticas, una al lado de otra.
Estaba yo empezando a preguntarme adónde habría ido Goodbody, cuando lo averigüé. Su voz sonó directamente detrás de mí.
—Me alegro de que no me haya decepcionado, Mr, Sherman.
Me volví con lentitud. Como era de prever, lucía su inocente sonrisa y, como también era de prever, tenia en la mano una pistola.
—Nadie es indestructible, desde luego —dijo, radiante—, pero debo reconocer que usted tiene unas extraordinarias facultades de recuperación. Es difícil subestimar a los policías; no obstante, tal vez haya sido yo un poco negligente en su caso. Por dos veces he creído hoy haberme librado de su presencia, que, debo reconocerlo, se estaba convirtiendo ya en un engorro para mí. Sin embargo, estoy seguro de que la tercera vez tendré más suerte. Debería usted haber matado a Marcel.
—¿No lo hice?
—Vamos, vamos, debe usted aprender a disimular sus sentimientos y no dejar que se le note la decepción. Se recobró sólo durante unos momentos» pero fue suficiente para atraer la atención de las buenas mujeres que estaban en él campo. Me temo, no obstante, que tiene fractura de cráneo y „ hemorragia cerebral. Quizá no sobreviva —me, miró pensativamente—. Pero parece que supo defenderse bien.
—Una lucha a muerte —convine—. ¿Tenemos que permanecer bajo la lluvia?
—Oh, no.
Me condujo al interior del edificio, sin dejar de apuntarme con su pistola. El hombre moreno levantó la vista sin manifestar sorpresa. Me pregunté cuándo tiempo habría pasado desde que recibieron el aviso de Huyler.
—Jacques —dijo Goodbody—. Éste es Mr. Sherman..., comandante Sherman. Creo que está relacionado con la Interpol o con alguna otra inútil organización por el estilo.
—Ya nos conocemos —sonrió Jacques.
—Claro. ¡Qué olvidadizo soy!
Mientras Goodbody me apuntaba con su pistola, Jacques me quitó la mía. P —Sólo una —informó. Me raspó la mejilla con el punto de mira, despegando parte del esparadrapo, y volvió a sonreír—.Apuesto a que duele, ¿eh?:
—Modérate, Jacques, modérate —le amonesté Goodbody. El hombre tenía su lado bueno: si hubiera sido un caníbal, probablemente le habría dado a uno un golpe en la cabeza antes de asarlo vivo—. Apúntale con su pistola, ¿quieres? La verdad es que nunca me han gustado esas armas. Toscas, ruidosas, carentes de toda delicadeza...
—¿Cómo colgar a una chica de un gancho? —pregunté—. ¿O acribillar a otra con horcas hasta matarla?
—Bueno» bueno, no nos alteremos —suspiré—, Basta los mejores de ustedes son tan torpes, tan.chapuceros... Debo confesar que había esperado más de usted. Tiene usted, mi querido amigo, una reputación a la que no ha hecho honor en absoluto, Mete la pata. Trastorna a la gente, imaginando quo provoca reacciones con ello. Se deja ver en los lugares que no debe. Va por dos veces al piso de Miss Lemay sin tomar precauciones. Roba pedazos de papel que habían sido puestos allí para que usted los recogiese. Y no había ninguna necesidad —añadió con tono de reproche— de matar al mismo tiempo al camarero. Atraviesa Huyler a plena luz del día..., todos los habitantes de Huyler, mi querido Sherman, son ovejas de mi rebaño. Deja, incluso su tarjeta de visita en el sótano de mi iglesia: sangre. No es que le guarde rencor por ello, mi querido amigo; la verdad es que estaba pensando en deshacerme de Henil, que se había convertido en un riesgo para mí, y usted resolvió el problema con bastante limpieza. ¿Y qué le parecen las instalaciones que tenemos aquí...? Todas esas son reproducciones destinadas a la venta...
—¡Dios mío! —exclamó—. No es extraño que las iglesias estén vacías.
—¡Ah! Pero uno debe saborear estos momentos, ¿no cree? Mire esas pesas. Las medimos y las pesamos y volvemos en el momento adecuado con pesas de repuesto, como las que hemos traído esta noche. Pero nuestras pesas no son exactamente iguales. Tienen algo dentro. Luego, después de metidas en cajas y sometidas a inspección aduanera, son selladas y enviadas, con aprobación oficial del Gobierno, a ciertos... amigos del extranjero. Uno de mis mejores planes, siempre lo he dicho.
Jacques carraspeó respetuosamente.
—Había dicho usted que teníamos prisa, señor Goodbody.
—Siempre tan pragmático, Jacques, siempre tan pragmático. Pero tienes razón, desde luego. Atendamos primero a nuestro... a nuestro magnífico investigador y, luego, al negocio. Ve a ver si el campo está libre.
Goodbody, con un gesto de repugnancia, volvió a sacar su pistola, mientras Jacques practicaba un silencioso reconocimiento. Regresó a los pocos momentos, haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza, y me obligaron a caminar delante de ellos hasta la puerta y, después, sobre la grava y, por los escalones que franqueaban el foso hasta la maciza puerta de roble. Goodbody sacó una llave del tamaño apropiado para abrir la puerta, y pasamos al interior. Subimos un tramo de escaleras, recorrimos un pasillo y entramos en una habitación.
Era una habitación muy grande, festoneadas casi literalmente por centenares de relojes. Nunca V había visto yo tantos relojes juntos y, desde luego, tampoco una colección de relojes tan valiosa. Todos, sin excepción, eran relojes de péndulo, algunos de gran tamaño, y todos muy antiguos. Sólo unos cuantos de ellos parecían estar funcionando, pero, aun así, el ruido colectivo que producían rozaba el límite de tolerancia. Yo no podría haber trabajado en aquella habitación durante diez minutos.
—Una de las mejores colecciones del mundo —dijo, con orgullo, Goodbody, como si fuera propiedad suya— si no la mejor. Y, como verá, u oirá, todos funcionan.
Oí sus palabras, pero no las escuché. Estaba mirando al suelo, al hombre que se hallaba allí tendido, cuyos largos cabellos negros le llegaban hasta la nuca, y los delgados omoplatos se marcaban a través de la raída chaqueta. A su lado había varios trozos de cable eléctrico forrado de goma. Cerca de su cabeza se veían un par de auriculares con casco.
No necesitaba ser médico para saber que George Lemay estaba muerto.
—Un accidente —dijo, en tono de lamentación, Goodbody—. No queríamos que sucediera así. Me temo que el organismo del pobre hombre estaba muy debilitado por las privaciones que ha sufrido a lo largo de los años.
—Usted le mató —dije.
—Técnicamente, en cierto sentido, sí.
—¿Por qué?
—Porque su virtuosa hermana, que durante años ha creído erróneamente que poseíamos pruebas de la culpabilidad de su hermano en un caso asesinato, consiguió finalmente convencerle de se presentara a la Policía. Así que tuvimos alejarles temporalmente de Ámsterdam, pero, está, de una forma que no le inquietara a usted. Me temo, Mr. Sherman, mucho debe usted atribuirse parte de la responsabilidad en la muerte de este pobre chico. Y en la de su hermana. Y en la de su encantadora ayudante..., Maggie, creo que se llamaba. —Se interrumpió y retrocedió apresuradamente, extendiendo el brazo armado con la pistola—. No se abalance sobre mi pistola. Parece que no se divirtió con la función.
—Tampoco Maggie, estoy seguro. Y me temo que tampoco se divertirá mucho su otra amiga. Belinda, que debe morir esta noche. ¡Ah! Veo que eso le llega al alma. Le gustaría matarme, Mr. Sherman.
Sonreía, pero sus inexpresivos ojos eran los de un loco.
—Sí —dije con una voz sin inflexiones—, me gustaría matarle.
—Le hemos enviado una nota —Goodbody se estaba divirtiendo enormemente—. Palabra clave, «Birmingham», creo,... Debe reunirse con usted en el almacén de nuestros buenos amigos Morgenstera y Muggenthaler, que se hallarán ya para siempre por encima de toda sospecha. ¿Quién sino un Loco pensaría en perpetrar dos crímenes tan horribles en su propia casa? Muy adecuado, ¿no le parece? Otra muñeca ahorcada de una cadena. Como millares de otras muñecas en todo el mundo, colgadas y bailando a nuestro ritmo.
—Usted sabe, desde luego, que está completamente loco —dije.
—Átale —dijo ásperamente Goodbody.
Al fin había perdido su compostura. La verdad debía de haberle herido.
Jacques me ató las muñecas con el cable eléctrico. Hizo lo mismo con mis tobillos, me empujó a un lado de la habitación, y con otro trozo de cable eléctrico me ató las muñecas a una armella que había en la pared.
—¡Pon en marcha los relojes! —ordenó Goodbody.
Obedientemente, Jacques empezó a recorrer la habitación, poniendo en movimiento los péndulos. Observé que hacía caso omiso de los relojes más pequeños.
Todos funcionan y todos hacen sonar sus campanas, algunos con mucha intensidad —dijo Goodbody con satisfacción. Cortés y untuoso como siempre, había recuperado el equilibrio—. Estos — auriculares amplificarán el sonido unas diez veces. Ahí está di amplificador y allí el micrófono, ambos, como puede ver, fuera de su alcance. Los auriculares son irrompibles. A los quince minutos, estará usted loco; a los treinta, inconsciente. El coma dura de ocho a diez horas. Despertará todavía loco..., pero no despertará. Ya están empezando a sonar muy alto, ¿verdad? |p¿ —Así es como murió George, claro. Y ustedes v estarán mirando cómo sucede. Desde el otro lado de esa puerta de cristal, naturalmente. Donde no habrá tanto ruido.
—Por desgracia, no. Jacques y yo tenemos que atender ciertos asuntos. Pero volveremos para la parte más interesante, ¿verdad, Jacques?
—Sí, señor Goodbody —respondió Jacques, que seguía dando cuerda a los relojes.
—Si desaparezco...
—Ah, pero no desaparecerá. Yo había planeado hacerle desaparecer anoche en el puerto, pero eso era un proyecto burdo, carente del sello de mi profesionalismo. He dado con una idea mucho mejor, ¿verdad, Jacques?
—En efecto, señor Goodbody. Ahora, para hacerse oír, Jacques tuvo casi que gritar.
—La cuestión es que no va a usted a desaparecer, Mr. Sherman. Oh, claro que no. En lugar de ello, será encontrado sólo unos minutos después de haberse ahogado.
—¿Ahogado?
—Exactamente. Ah, usted cree que las autoridades sospecharán en seguida algo sucio. Una autopsia. Y lo primero que verán son antebrazos acribillados de pinchazos de inyecciones... Tengo un sistema que puede hacer que los pinchazos de dos horas antes parezcan tener una antigüedad de dos meses. Continuarán investigando y le encontrarán atiborrado de droga, como «efectivamente estará. Inyectado mientras esté inconsciente, unas dos horas antes de que le arrojemos, dentro de su coche, a un canal. Luego, llamaremos a la Policía. No se lo creerán. ¿Sherman, el intrépido Investigador de la sección de estupefacientes de la Interpol? Registrarán entonces su equipaje. Jeringuillas, agujas hipodérmicas, heroína, restos de marihuana en sus bolsillos... Lamentable, lamentable. ¿Quién lo hubiera imaginado? Otro más de los que persiguen con los sabuesos y corren con la liebre.
—Una cosa diré en su favor —dije—, es usted un loco inteligente.
Sonrió, lo que probablemente significaba que no podía oírme por encima del creciente fragor de los relojes. Me colocó sobre la cabeza el casco de auriculares y lo sujetó en la posición adecuada con varios metros, literalmente, de cinta adhesiva. Por un momento, la habitación quedó casi en silencio, pues los auriculares actuaban como aislantes de sonido. Goodbody atravesó la habitación en dirección al amplificador, volvió a sonreírme y accionó un conmutador.
Sentí como si hubiera sido sometido a un violento golpe físico o a una intensa sacudida eléctrica. Todo mi cuerpo se arqueó y retorció en convulsivos tirones, e intuí que lo poco que se podía ver de mi rostro bajo el esparadrapo y la cinta adhesiva debía de estar crispado de dolor agónico. Pues me sentía taladrado por un dolor diez veces más insoportable y penetrante que el mejor —o el peor— que Marcel había sido capaz de infligirme. Mis oídos, toda mi cabeza, estaban llenos de aquella demente y fragosa cacofonía de sonido. Hendía mi cabeza como un cuchillo al rojo vivo y parecía despedazarme el cerebro. No podía comprender cómo no me estallaban los tímpanos. Siempre había oído, y creído, que una explosión suficientemente fuerte de sonido, producida lo bastante cerca de los oídos, puede ensordecerle a uno al instante y para toda la vida, pero no parecía ocurrir esto en mi caso. Como, evidentemente, tampoco había ocurrido en el caso de George. Recordé, como en medio de una niebla, que Goodbody había atribuido la muerte de George a su debilitado estado físico.
Rodé de un lado a otro en instintiva reacción animal por escapar de lo que le está hiriendo a uno, pero no podía rodar muy lejos. Jacques había utilizado un trozo muy corto de cable para sujetarme a la armella, y no podía rodar más de medio metro en cada dirección, Al final de uno de mis movimientos, pude enfocar la vista a la distancia suficiente para ver a Goodbody y Jacques, ambos fuera de la habitación ahora, observándome con interés a través de la puerta de cristal. Al cabo de unos segundos, Jacques levantó su muñeca izquierda y se señaló el reloj. Goodbody asintió de mala gana, y ambos hombres se marcharon apresuradamente. En mi cegador océano de dolor, supuse que tenían prisa por volver para presenciar el brillante final.
Quince minutos, y perdería el conocimiento, había dicho Goodbody. Yo no lo creía, nadie podía soportar aquello durante dos o tres minutos sin quedar destrozado tanto física como mentalmente. Me retorcí con violencia de un lado a otro, tratando de aplastar los auriculares contra el suelo o liberarme de ellos. Pero Goodbody tenía razón, los auriculares eran irrompibles, y la cinta adhesiva había sido colocada con tanta habilidad y tan fuertemente que mis esfuerzos por arrancarme los auriculares sólo consiguieron abrir de nuevo las heridas de mi rostro.
Los péndulos oscilaban, los relojes sonaban y las campanas tañían casi continuamente. No había descanso ni escape, ni siquiera el más mínimo respiro de aquel criminal ataque al sistema nervioso que producía las incontrolables convulsiones epilépticas. Era un shock eléctrico continuo, justamente por debajo del nivel letal, y ahora podía yo dar crédito a los relatos que había oído sobre pacientes sometidos a terapia de electroshock que habían terminado en la mesa de operaciones para la restauración de miembros fracturados a causa de contracciones musculares involuntarias.
Sentía que mi mente se iba hundiendo en la nada, y durante breves instantes traté de propiciar esa sensación. Aniquilamiento, olvido. Yo había fracasado, en toda la línea, todo lo que había tocado se había convertido en destrucción y muerte. Maggie estaba muerta, Duelos estaba muerto, Astrid estaba muerta, y también su hermano, George. Sólo quedaba Belinda, e iba a morir esa noche.
Un completo desastre.
Y entonces comprendí. Comprendí que no podía dejar que Belinda muriera. Eso fue lo que me salvó, comprendí que no podía dejarla morir. No me importaba ya el orgullo, no me importaba ya el fracaso, la victoria total de Goodbody y de sus compinches. Por mí, podían inundar el mundo con sus malditos estupefacientes. Pero no podía dejar morir a Belinda.
Conseguí enderezarme hasta apoyar la espalda contra la pared. Aparte de las frecuentes convulsiones, yo estaba vibrando en todos los miembros de mi cuerpo, no solo estremeciéndome como un hombre atacado de fiebres intermitentes, lo que habría sido tolerable, sino vibrando como un hombre atado a una gigantesca perforadora neumática. No podía ya concentrar la vista durante más de uno o dos segundos, pero me esforcé por mirar borrosamente, desesperadamente, a mi alrededor para ver si había algo que ofreciese alguna esperanza de salvación. No había nada. Entonces, sin previo aviso, el sonido que atronaba mi cabeza ascendió bruscamente en un fragoroso crescendo —se trataba, con toda probabilidad, de un reloj próximo al micrófono que estaba dando la hora— y caí de lado como si me hubieran golpeado la sien. Al chocar mi cabeza contra el suelo, chocó también con algo que sobresalía del rodapié.
Mi agudeza visual había desaparecido casi por completo, pero podía distinguir vagamente objetos situados a pocos centímetros, y aquél no distaba más de diez. Dice mucho del estado de mi casi por completo incapacitada mente que tardase varios segundos en darme cuenta de lo que era, pero cuando lo logré, hice un esfuerzo por sentarme en el suelo. El objeto era un enchufe eléctrico.
Tenía las manos atadas a la espalda, y tardé una eternidad en localizar y coger los dos extremos del cable eléctrico que las sujetaba. Toqué sus extremos con las yemas de los dedos: en ambos casos estaba al descubierto el núcleo de cobre. Traté desesperadamente de introducir los extremos en los orificios del enchufe —no se me ocurrió pensar que podría tener fusible propio, lo que habría sido improbable en una casa tan vieja como aquella-pero me temblaban de tal modo las manos que no podía localizarlos. Noté que iba perdiendo el conocimiento. Podía palpar el condenado enchufe, podía palpar los orificios con las yemas de los dedos, pero no podía introducir en ellos los extremos del cable. Ya no veía, apenas si me quedaba sensibilidad en los dedos, el dolor rebasaba el límite de tolerancia humana, y, creo que estaba gritando en mi agonía, cuando, de repente, fulguró un fogonazo blanco azulado, y caí al suelo.
Ignoro cuánto tiempo permanecí allí inconsciente: debieron de ser, por lo menos, varios minutos. Lo primero que advertí fue él increíble y bendito silencio, no un silencio total, pues aún podía oír el campaneo de los relojes, pero se trataba de un ahogado campaneo, pues yo había fundido el fusible adecuado y los auriculares actuaban como aisladores. Me incorporé hasta quedar en posición semirreclinada. Noté que me corría sangre por la barbilla, y sólo más tarde advertí que me había mordido el labio inferior; tenía el rostro bañado en sudor y experimentaba en todo el cuerpo una sensación como si hubiera estado en el potro de tortura. Nada de ello me importaba; era consciente de una sola cosa: la inmensa bendición del silencio. Aquellos tipos de la «Sociedad de Lucha contra el Ruido» sabían lo que se traían entre manos.
Los efectos de la salvaje tortura pasaron con más rapidez de lo que yo había esperado, aunque no totalmente. Sabía que el dolor de la cabeza y los tímpanos y el extremo magullamiento del cuerpo subsistirían aún durante mucho tiempo. Pero los efectos no se estaban disipando tan rápidamente como yo creía, ya que tardé más de un minuto en comprender que si Goodbody y Jacques volvían en aquel momento y me encontraban sentado contra la pared con lo que, indiscutiblemente, era una expresión de idiotizada felicidad en el rostro, no se andarían con medias tintas para la siguiente ocasión. Levanté la vista hacia la puerta de cristal, pero no se veían aún enarcadas cejas.
Volví a tenderme en el suelo y reanudé mis revolcones de un lado a otro. Apenas si me sobraron diez segundos, pues, en mi tercera o cuarta vuelta hacia la puerta, vi asomar al otro lado del cristal las cabezas de Goodbody y Jacques. Me esmeré en mi actuación, rodé con más violencia todavía, arqueé el cuerpo y me arrojé tan convulsivamente a uno y otro lado, que estaba sufriendo casi tanto como cuando me hallaba bajo los efectos de la auténtica tortura. Cada vez que rodaba hacia la puerta, les mostraba mi contorsionado rostro, en el que se desencajaban los ojos o se apretaban fuertemente en inequívocas señales de dolor, y creo que el sudor de mi cara y la sangre que manaba de mi labio y de una o dos de las heridas, de nuevo abiertas, que me había causado Marcel, contribuían a dar verosimilitud al espectáculo. Goodbody y Jacques exhibían amplias sonrisas, aunque la expresión de Jacques no se aproximaba ni con mucho a la beatitud de la de Goodbody.
Di un salto particularmente impresionante, que levantó por completo mi cuerpo del suelo y a punto estuvo de dislocarme un hombro al caer de nuevo; y entonces decidí que ya estaba bien —dudo que ni siquiera Goodbody conociera el desarrollo normal— y fui debilitando poco a poco mis contorsiones hasta que, finalmente, tras una última y convulsiva sacudida, quedé inmóvil.
Goodbody y Jacques entraron. Goodbody se dirigió al amplificador y lo apagó, sonrió beatíficamente y lo volvió a conectar: había olvidado que su intención era no sólo dejarme inconsciente, sino también volverme loco. Sin embargo, Jacques le dijo algo, y Goodbody asintió de mala gana y volvió a cerrar el amplificador —quizá Jacques, movido no por compasión, sino por el pensamiento de que podrían ponérseles difíciles las cosas si yo moría antes de que me inyectaran las drogas, se lo había hecho ver así—, mientras Jacques recorría la habitación deteniendo los péndulos de los relojes mayores. Luego, ambos se acercaron para examinarme. Jacques me dio experimentalmente una patada en las costillas, pero yo había pasado ya demasiado para reaccionar a eso.
—Vamos, vamos, mi querido amigo —pude oír débilmente la reprobadora voz de Goodbody— apruebo tus sentimientos, pero no hay que dejar marcas. A la Policía no le gustaría.
—Pero mírele la cara —protestó Jacques.
—También es verdad —convino amistosamente Goodbody—. De todas formas, desátale las muñecas, pues no quiero que se noten las señales cuando los bomberos le saquen del canal; y quítele los auriculares y escóndelos.
Jacques hizo ambas cosas en el espacio de diez segundos. Cuando me quitó los auriculares, sentí como si me quitara al mismo tiempo la piel de la cara: Jacques utilizaba unos modales muy bruscos con la cinta adhesiva.
—En cuanto a ése —Goodbody señaló con un gesto a George Lemay—, deshazte de él. Ya sabes cómo. Enviaré a Maier para que te ayude con Sherman.
Hubo unos momentos de silencio. Sabía que me estaban mirando. Luego, Goodbody suspiró.
—Es terrible, terrible. La vida no es más que una sombra fugitiva.
Después de eso, Goodbody se marchó. Mientras lo hacía, iba tarareando alegremente por lo bajo. Y lo que tarareaba era una versión del Mora conmigo tan alegre como la que yo hubiera oído jamás. El reverendo Goodbody tenía sentido de la oportunidad.
Jacques se acercó a una caja que había en un rincón de la estancia, sacó media docena de pesas, procedió a pasar un trozo de cable por sus ojales y, luego, ató el cable a la cintura de George. No había dudas respecto a lo que se proponía. Sacó a rastras a George de la habitación, y oí el sonido que producían los talones del cadáver al rozar el suelo, mientras Jacques le llevaba a la parte delantera del castillo. Me levanté, flexioné las manos y le seguí.
Al acercarme a la puerta, oí el ruido del «Mercedes» al ponerse en marcha. Miré por la esquina. Jacques, con George tendido en el suelo a su lado, tenía abierta la ventana y esbozaba un breve saludo que solamente podía ir dirigido a Goodbody.. Jacques se separó de la ventana para atender a los últimos ritos de George. En lugar de ello, se quedó inmóvil, petrificado por el asombro. Yo estaba a sólo dos metros de él y, por su aturdida carencia de expresión, me di cuenta de que él veía en la mía que había llegado al final de su carrera asesina. Trató frenéticamente de coger la pistola que llevaba en el sobaco, pero, por lo que tal vez fuese primera vez en su vida y, desde luego, la última, Jacques se movió con demasiada lentitud, pues ese momento de paralizada incredulidad fue su perdición. Le golpeé justo debajo de las costillas y, cuando se dobló hacia delante, arrebaté la pistola de su casi fláccida mano y le aporreé salvajemente con ella en la sien. Jacques, de pie pero inconsciente, dio un involuntario paso hacia atrás, sus piernas tropezaron con el alféizar de la ventana y empezó a caer de espaldas hacia fuera en un movimiento extrañamente pausado. Me quedé mirando cómo desaparecía y cuando oí el chapoteo, y solamente entonces, me acerqué a la ventana y me asomé. Las turbias aguas del foso se movían en ondas circulares que iban a morir en la orilla y en las paredes del castillo, y un reguero de burbujas ascendía del centro del foso. Miré a la izquierda y pude ver el «Mercedes» de Goodbody que pasaba bajo el arco de la entrada del castillo. Para entonces, pensé, debía de estar ya en la cuarta estrofa de Mora conmigo.
Me separé de la ventana y bajé la escalera. Salí, dejando abierta la puerta tras de mí. Me detuve un instante en los escalones que salvaban el foso y miré hacia abajo. Las burbujas que ascendían desde el fondo se iban haciendo gradualmente más escasas y más pequeñas, hasta que cesaron por completo.