CAPITULO XI

No Mee muchos amigos en el viaje de vuelta a Huyler, pero es que tampoco estaba de humor para ello. En circunstancias normales, conduciendo de la forma temeraria y completamente irresponsable en que yo lo hacía, debería haberme visto envuelto en media docena, por lo menos, de accidentes, todos ellos graves, pero me encontré con que la luz intermitente y la sirena producían el efecto casi mágico de despejar la carretera ante mí. A distancias hasta de un kilómetro, los vehículos que se acercaban o que iban en la misma dirección que yo reducían la velocidad o se detenían, arrimándose mucho a la orilla de la carretera. Durante breve tiempo me siguió un coche de la Policía que debería haberse dado cuenta de lo que tenía delante, pero su conductor no tenía mi urgencia ni mis motivos y, a todas luces, era de la juiciosa opinión de que no había necesidad de suicidarse sólo para ganarse su sueldo. Yo sabía que se daría inmediatamente la alerta por radio, pero no temía que fueran bloqueadas las carreteras ni nada parecido: en cuanto se recibiera en la Jefatura de Policía el número de matrícula, me dejarían en paz.

Yo habría preferido terminar el viaje en otro coche, o en autobús, pues la discreción es cualidad de la que carece por completo un taxi rojo y amarillo, pero la rapidez era más importante que la discreción. Me resigné a recorrer el tramo final de la carretera que comunicaba con la isla a una velocidad relativamente moderada: el espectáculo de un taxi rojo y amarillo acercándose al pueblo a una velocidad del orden de los ciento cincuenta kilómetros por hora no habría podido por menos de suscitar ciertos comentarios aun entre los holandeses, que se caracterizan por su falta de curiosidad.

Estacioné el coche en la zona de aparcamiento, que se iba llenando rápidamente, me quité la chaqueta, la funda sobaquera y la corbata, me desabroché el cuello de la camisa, me remangué y salí del coche con la chaqueta colgada descuidadamente en el brazo izquierdo. Debajo de la chaqueta, llevaba la pistola con el silenciador puesto.

El voluble tiempo holandés había mejorado dramáticamente. Comenzaba a despejar el cielo cuando yo salía de Ámsterdam, y ahora sólo lo surcaban unas cuantas leves y algodonosas nubecillas, y el ya cálido sol levantaba vaharadas de vapor de las casas y los campos vecinos. Caminé despacio, pero no demasiado despacio, en dirección al edificio que le había pedido a Maggie que observara. Ahora, la puerta estaba abierta de par en par, y de vez en cuando veía a diversas personas, todas mujeres ataviadas con sus vestidos tradicionales, moviéndose por su interior; a veces emergía una y se dirigía al pueblo, a veces salía un hombre con una caía de cartón que colocaba en una carretilla, llevándola así al pueblo. Se desarrollaba allí alguna industria local, aunque desde fuera era imposible precisar la clase exacta de la misma. Que parecía ser una industria completamente inocua lo ponía de manifiesto el hecho de que los turistas que acertaban a pasar por allí eran sonrientemente invitados a entrar y echar un vistas». Todos los que vi entrar volvieron a salir, de modo que no cabía duda de que era un lugar nada siniestro. Al norte del edificio se veía una extensión casi ininterrumpida de henares, y a lo lejos se divisaba un grupo de matronas con sus vestidos tradicionales removiendo el heno y arrojándolo al aire para secarlo al sol. Los hombres de Huyler, reflexioné, parecían, tenerlo todo hecho: no se veía a ninguno trabajar en ninguna parte.

No había ni rastro de Maggie. Volví al pueblo, compré un par de gafas oscuras —las negras intensas en vez de servir como disfraz, lo que hacen es llamar la atención, lo cual, probablemente, constituye la causa de que las lleven tantas persona»— y un sombrero de paja que no habría llevado ni un loco, fuera de Huyler. No era lo que podría llamarse un disfraz perfecto, pues nada que no fuese tinte conseguiría ocultar jamás las blancas cicatrices de mi rostro, pero al menos contribuía a proporcionarme un cierto grado de anonimato, y no creía diferenciarme gran cosa de los numerosos turistas que vagabundeaban por el pueblo.

Huyler era una localidad muy pequeña, pero cuando uno empieza a buscar a alguien respecto a cuyo paradero no se tiene la menor idea, y cuando ese alguien puede estar también moviéndose al mismo tiempo que uno, hasta el pueblo más pequeño puede resultar embarazosamente grande. Con toda la velocidad a que me era posible andar sin llamar la atención, recorrí todas las calles de Huyler sin ver ni rastro de Maggie.

Me sentía ya próximo a la desesperación, ignorando la vocecilla que en lo profundo de mí me decía con fría certidumbre que era demasiado tarde, y sintiéndome más frustrado aún por el hecho de tener que realizar mi búsqueda al menos con un mínimo de sosiego. Comencé entonces a mirar en todas las tiendas y todos los cafés, aunque, si Maggie estaba todavía viva, no esperaba encontrarla en ninguno de esos establecimientos, habida cuenta de la misión que le había encomendado. Pero no podía pasar por alto ninguna posibilidad.

El examen de las tiendas y los cafés que había en torno al puerto interior no produjo ningún resultado a pesar de haberlos controlado todos. Me dediqué entonces a moverme en una serie de círculos concéntricos en sucesiva expansión, en la medida en que se puede asignar una expresión tan geométrica al anárquico amasijo de calles que era Huyler. Y fue en el más exterior de esos círculos donde encontré a Maggie, viva y totalmente ilesa: pero mi alivio apenas si fue mayor que mi sensación de haberme portado como un imbécil.

La encontré donde debería haber pensado encontraría inmediatamente si hubiera utilizado la cabeza, como había hecho ella. Yo le había dicho que vigilara el edificio, pero, al mismo tiempo, que se mantuviera en compañía de gente, y eso era lo que ella estaba haciendo. Se hallaba en el interior de una grande y atestada tienda de artículos para v turistas, tocando algunos de los objetos expuestos para la venta, pero sin mirarlos realmente: en lugar de ello, estaba mirando fijamente al gran edificio que se alzaba a menos de treinta metros de distancia, tan fijamente que no se dio en absoluto cuenta de mi presencia. Di un paso para cruzar la puerta y hablar con ella, cuando, de pronto, vi algo que me inmovilizó y me hizo mirar con la misma fijeza que Maggie, aunque no en la misma dirección.

Trudi y Herta bajaban por la calle. Trudi, con un vestido rosa sin mangas y largos guantes blancos de algodón, andaba a saltos con su acostumbrado aire infantil, balanceándose sus rubios cabellos y sonriente. Herta, ataviada con su habitual y estrambótico vestido, con una gran bolsa de cuero en la mano, anadeaba gravemente a su lado. Entré rápidamente en la tienda, pero no me dirigí hacia Maggie. Sucediera lo que sucediese, no quería que aquellas dos me vieran hablando con ella. En lugar de eso, me situé en una estratégica posición detrás de un soporte giratorio de tarjetas postales y esperé a que Herta y Trudi pasaran de largo.

No pasaron de largo. Pasaron ante la puerta, desde luego, pero eso fue todo lo lejos que llegaron, pues Trudi se paró de pronto, miró hacia Maggie a través del escaparate y cogió a Herta del brazo. Unos segundos después, convenció a la claramente reacia Herta para que entraran en la tienda, retiró su brazo del de ésta, que permaneció moviéndose lentamente, con el aire de un volcán a punto de hacer erupción, se adelantó y cogió a Maggie del brazo.

—Te conozco —dijo Trudi alegremente—. ¡Te conozco!

Maggie se volvió y sonrió.

—Yo también te conozco a ti. Hola, Trudi.

—Y ésta es Herta. —Trudi se volvió hacia Herta, que, evidentemente, no aprobaba nada de lo que estaba ocurriendo—. Herta, ésta es mi amiga Maggie.

Herta saludó con un gruñido.

—El comandante Sherman es mi amigo —dijo Trudi.

—Ya lo sé —sonrió Maggie.

—¿Eres tú mi amiga, Maggie?

—Claro que sí, Trudi.

Trudi pareció encantada,

—Tengo muchas otras amigas. ¿Te gustarla verlas?— Casi arrastró a Maggie hasta la puerta y señaló con el dedo. Estaba apuntando hacia el Norte,/.j y yo sabía que sólo podría estar señalando a las que trabajaban con el heno—. Mira. Allí están.

—Estoy segura de que son muy buenas amigas.-dijo cortésmente Maggie.

Un buscador de tarjetas postales se puso a mi lado, tocándome con el hombro como para indicar que debería apartarme y dejarle echar un vistazo. No estoy muy seguro de la clase de mirada que le dirigí, pero, desde luego, fue suficiente para que se alejará a toda prisa.

—Son unas amigas encantadoras —estaba diciendo Maggie. Señaló a Herta con la cabeza e indicó la bolsa que llevaba—. Cuando Herta y yo venimos aquí, siempre les llevamos comida y café por la mañana —añadió impulsivamente—: Ven a verlas, Maggie.

Y, como Maggie vacilara, dijo ansiosamente:

—Tú eres amiga mía, ¿verdad?

—Desde luego, pero...

—Son unas amigas tan buenas... —dijo Trudi con tono suplicante—. Son muy felices. Hacen música. Si somos Quenas, quizá bailen para nosotras la danza del heno.

—¿La danza del heno?

—Sí, Maggie. La danza del heno. Por favor, Maggie. Todas sois amigas mías. Anda, ven. Sólo por mí, ¿eh, Maggie?

—Oh, muy bien —sonrió Maggie—. Sólo por ti, Trudi. Pero no puedo quedarme mucho tiempo.

—Me gustas, Maggie —Trudi apretó el brazo de Maggie—. Me gustas.

Salieron las tres, yo esperó un discreto periodo de tiempo y, luego, salí cautelosamente de la tienda. Estaban ya a unos cincuenta metros de distancia, más allá del edificio que le había dicho a Maggie que vigilara, y entrando en el henar. Las campesinas se hallaban a seis metros, por lo menos, formando el primer almiar del día muy cerca de lo que, aun a aquella distancia, parecía ser un viejo y decrépito granero holandés. Podía oír el rumor de sus voces mientras caminaban sobre el heno cortado, y toda la conversación parecía provenir de Trudi, que había vuelto a sus saltarines movimientos, como un corderillo retozón. Trudi nunca andaba: saltaba.

Las seguí, pero sin saltar. Corría un seto a lo largo de la linde del campo, y dejé prudentemente que quedara entre mí y Herta y las dos chicas, caminando a unos treinta metros por detrás de ellas. No dudo de que mi método de locomoción parecía casi tan extraño como el de Trudi, ya que el seto tenía menos de metro y medio de satura, y yo recorrí la mayor parte de los cien metros encorvado hacia delante, como un septuagenario aquejado de un ataque de lumbago.

Poco a poco, llegaron las tres al viejo granero y se sentaron a su lado oeste, resguardándose a su sombra de los rayos, progresivamente más ardientes, del sol. Haciendo que el granero quedara entre % ellas y las campesinas, por una parte, y yo por la otra, salvé rápidamente él espacio que me separaba de él y entré por una puerta lateral.

No me había equivocado respecto al granero. Debía de tener un siglo de antigüedad, por lo menos, y se hallaba en un estado realmente ruinoso. Las tablas del suelo estaban combadas; las paredes de madera, abarquilladas casi en todos los puntos en que podían abarquillarse, y varias de las rendijas destinadas originariamente a la ventilación se habían ensanchado de tal modo que casi era posible meter la cabeza por ellas.

Había un sobrado, cuyo piso parecía hallarse en inminente peligro de derrumbamiento: sus tablas estaban podridas, rajadas y acribilladas por la carcoma; hasta un agente de fincas inglés se habría visto en dificultades para Venderlo basándose en su antigüedad. No parecía que pudiera soportar el peso de un ratón corriente, y mucho menos mi propio peso, pero la parte baja del granero servía de muy poco como lugar de observación y, además, yo no quería atisbar por una de aquellas rendijas de la pared y encontrarme con alguien haciendo lo mismo hacia dentro a un palmo de mis narices, por lo que, aunque no de muy buena gana, empecé a subir el destartalado tramo de escaleras que conducía al sobrado.

El sobrado, cuyo lado Este se hallaba aún medio lleno de heno del año anterior, era todo lo peligroso que parecía, pero miré con cuidado dónde ponía los pies y me acerqué al lado Oeste. Esta parte del granero tenía una colección mejor aún de rendijas entre las planchas de madera, y, finalmente, encontré la ideal; de unos quince centímetros de anchura, proporcionaba una vista excelente. Podía ver, directamente debajo de mí, las cabezas de Maggie, Trudi y Herta. Podía ver a las matronas, unas doce en total, firmando, eficaz y expertamente, un almiar, mientras las púas de sus horcas relucían al sol. Podía ver parte del pueblo, incluida la zona de aparcamiento. Experimentaba una sensación de desasosiego y no podía comprender la razón de ello la escena que las matronas desarrollaban ante mí era tan idílica como podría haber deseado la persona de inclinaciones más bucólicas que pudiera imaginar. Creo que la extraña sensación de aprensión provenía de la causa menos inverosímil, las campesinas mismas, pues ni siquiera allí, en su ambiente propio, parecían completamente naturales aquellos amplios vestidos a rayas, aquellas faldas exquisitamente bordadas y aquellas blanquísimas tocas. Había en ellas algo más que una calidad levemente teatral, un aura de irrealidad. Sentía casi la impresión de estar presenciando una función representada exclusivamente para mí.

Transcurrió una media hora, durante la cual las matronas continuaron su trabajo. Las tres mujeres sentadas debajo de mí mantenían una voluble conversación. Era un día cálido, tranquilo y apacible, cuyos únicos sonidos eran el zurrido de las horcas y el distante murmullo de las abejas la clase de día que parece hacer innecesario todo tipo de conversación. Me pregunté si me arriesgaría a fumar un cigarrillo y decidí correr el riesgo saqué tabaco y cerillas del bolsillo de la chaqueta dejé ésta en el suelo, con la pistola encima, y encendí un cigarrillo, cuidando de que no saliera— nada de humo por las grietas.

Al poco rato, Herta consultó un reloj de pulsera del tamaño aproximado de un despertador de cocina y dijo algo a Trudi, que se levantó, alargó una mano a Maggie y la ayudó a ponerse en pie. Caminaron juntas en dirección a las campesinas, presumiblemente para llamarlas, pues Herta estaba extendiendo un mantel a cuadros sobre el suelo, poniendo tazas y sacando bocadillos de las servilletas: en que venían envueltos.

Una voz dijo a mi espalda:

—No intente coger la pistola. Si lo hace, no vivirá para tocarla.

Creí lo que decía la voz. No intenté coger la pistola.

—Dese la vuelta muy despacio.

Me di la vuelta muy despacio.

—Apártese tres pasos de la pistola. A su izquierda.

No podía ver a nadie. Pero le oía perfectamente. Me aparté tres pasos. A la izquierda.

Hubo un movimiento en el heno apilado al otro extremo del sobrado, y emergieron dos figuras: el reverendo Thaddeus Goodbody y Marcel, el serpentiforme dandy a quien había golpeado y metido en la caja fuerte del «Balinova». Goodbody no tenía una pistola en la mano, pero tampoco la necesitaba el trabuco que Marcel empuñaba en la suya era tan grande como dos pistolas corrientes, y, a juzgar por el brillo de sus negros ojos, estaba deseando encontrar la más ligera sombra de excusa para usarlo. Tampoco me animaba nada el hecho de que su pistola tuviera puesto Un silenciador: aquello significaba que, por muchas veces que dispararan sobre mí, nadie oiría nada.

—Hace un condenado calor ahí dentro —dijo, quejumbrosamente Goodbody—. Y olea. —Sonrió de la forma que inducía a los niños a cogerle de la mano. La verdad es que su vocación le lleva a los lugares más inesperados, mi querido Sherman.

—¿Mi vocación?

—La última vez que le vi estaba usted, si no recuerdo mal, pretendiendo ser un taxista.

—Ah, aquella vez» Apuesto a que no me denunció a la Policía, después de todo.

—Lo pensé mejor —concedió generosamente Goodbody. Se acercó a donde estaba mi pistola v la cogió con un gesto de repugnancia antes dé tirarla al montón de heno—. Armas toscas y desagradables.

—Sí, en efecto —convine-Ustedes prefieres ahora introducir un cierto refinamiento en sus asesinatos.

—Como voy a demostrar dentro de unos momentos.

Goodbody no se estaba molestando en hablar en voz baja, pero tampoco necesitaba hacerlo, ya que las matronas de Huyler se hallaban almorzando y, aun con la boca llena, parecían capaces de hablar todas a una tiempo. Goodbody se acercó al montón de heno, extrajo una bolsa de lona y sacó de ella una cuerda.

—Estate alerta, mi querido Marcel. Si Mr. Sherman hace el menor movimiento, por inofensivo que parezca, dispara. No a matar. Al muslo.

Marcel se pasó la lengua por los labios. Confié en que no considerase el movimiento de mi camisa, provocado por los acelerados latidos de mi corazón, como susceptible de ser interpretado sospechosamente. Goodbody se acercó por detrás con cautela, ató firmemente la cuerda en torno a mi muñeca derecha, la pasó por encima de una viga y, luego, después de lo que pareció un tiempo innecesariamente largo para sujetarla, la ató alrededor de mi muñeca izquierda. Las manos me quedaban a la altura de las orejas. Goodbody sacó otro troceo de cuerda.

—Por mi amigo Marcel, aquí presente —dijo Goodbody en tono coloquial—,me he enterado de que posee usted cierta habilidad con sus manos. Se me ocurre que tal vez tenga la misma destreza en sus pies. —Se agachó y me ató los dos tobillos con un entusiasmo que no presagiaba nada bueno para la circulación de mis extremidades inferiores—. Se me ocurre también que la escena que va a presenciar podría sugerirle algunos comentarios. Preferí riamos que no los hiciera.

Me metió en la boca un pañuelo, nada limpio, por cierto, y lo sujetó con otro.

—Perfecto, ¿no te parece, Marcel? Los ojos de Marcel brillaron.

—Tengo que entregar un mensaje a Mr. Sherman de parte de Mr, Durrell.

—Vamos, vamos, mi querido amigo, no hay que precipitarse. Después, después. Por el momento, queremos que nuestro amigo se halle en plena posesión de sus facultades, con la vista clara, el oído agudo y la mente despejada, para que pueda apreciar todos los matices artísticos de la función que hemos preparado para su solaz.

—Desde luego, Mr. Goodbody —dijo obedientemente Marcel. Volvió a pasarse la lengua por los labios—. Pero después...

—Después —dijo Goodbody con generosidad-puedes entregarle todos los mensajes que quieras; Pero, recuerda, quiero que esté vivo todavía cuan—, do el granero arda por la noche. Es una pena qué no podamos verlo desde cerca.-Parecía apenado, de veras—. Usted y esa encantadora damita de ahí fuera..., cuando encuentren sus calcinados restos entre las cenizas..., bueno, estoy seguro de que extraerán sus propias conclusiones sobre la temeridad de un joven enamorado. Fumar en los graneros, como usted acaba de hacer, es una práctica" muy imprudente. Muy imprudente. Adiós, Mr. Sherman. Creo que debo Observar la danza del heno desde más cerca. Es una tradición encantadora, espero que estará usted de acuerdo.

Se marchó, dejando a Marcel entregado a la tarea de pasarse la lengua por los labios. No me hacía mucha gracia quedarme a solas con Marcel, pero eso no tenía, por el momento, gran importancia para mí. Me retorcí y miré por la rendija de la pared.

Las matronas habían terminado de almorzar y se estaban poniendo cansinamente en pie. Trudi y Maggie se hallaban justamente debajo de mí.

—¿No estaban buenas las pastas, Maggie? —preguntó Trudi—. ¿Y el café?

—Excelentes, Trudi, excelentes. Pero ya llevo demasiado tiempo aquí Tengo que hacer unas compras. Debo irme —Maggie hizo una pausa y levantó la vista—, ¿Qué es eso?

Habían empezado a sonar dos acordeones. Yo no podía ver a ninguno de los músicos: el suave sonido parecía llegar desde el otro lado del almiar que las matronas acababan de construir.

. Trudi se puso en pie de un salto, batiendo palmas excitadamente. Alargó la mano e hizo levantarse a Maggie.

—¡Es la danza del heno! —exclamó Trudi, como una niña al. recibir su regalo de cumpleaños—. ¡La danza del heno! ¡Van a bailar la danza del heno! Tú también debes de gustarles, Maggie. ¡Lo hacen para ti! Ahora ya eres amiga de ellas.

Las matronas, todas ellas de edad madura o más viejas, con rostros curiosamente, casi aterradoramente, faltos de expresión, comenzaron a moverse con precisos y graves gestos. Con las horcas sobre el hombro, como si fueran fusiles, formaron una línea recta y empezaron a andar pesadamente de un lado a otro, balanceando sus trenzas adornadas con cintas, al tiempo que la música de los acordeones aumentaba en intensidad. Giraban sobre sí mismas gravemente y, luego, reanudaban sus rítmicas oscilaciones a un lado y otro. Observé que la línea recta se iba curvando poco a poco en forma de media lima.

—Nunca he visto una danza igual.

En la voz de Maggie había un tono de perplejidad. Tampoco yo había visto jamás una danza igual y comprendí, con escalofriante certidumbre, que jamás querría volver a verla, ni, según me parecía, tendría nunca oportunidad de ello.

Trudi reflejó mis pensamientos, pero sus siniestras implicaciones se le escaparon a Maggie.

—Y nunca volverás a ver otra danza igual, Maggie —dijo—. Sólo están empezando. Oh, Maggie, les has caído bien... ¡Mira, quieren que salgas!

—¿Yo?

—Sí, Maggie. Les gustas. A veces, me lo piden a mí. Hoy, a ti.

—Tengo que irme, Trudi.

—Por favor, Maggie. Sólo un momento. No hace falta que hagas nada.— Sólo estar de pie delante de ellas. Por favor, Maggie. Se ofenderán si no lo haces.

Maggie rió en son do protesta, pero resignada mente,

—Oh, muy bien.

Segundos después, una reacia y azorada Maggie se hallaba en él punto focal de un semicírculo de matronas provistas de horcas que avanzaban hacia ella y luego retrocedían. Poco a poco, fue cambiando v acelerándose el ritmo de la danza, mientras las bailarinas formaban ya un círculo completo en torno a Maggie. El círculo se contraía y se expandía, se contraía y se expandía, al tiempo que las mujeres se inclinaban gravemente al acercarse a Maggie y echaban hacia atrás sus cabezas al alejarse de ella.

Entró Goodbody en mi campo visual, con una amable sonrisa de suave regocijo, participando en el placer de la vieja danza que se estaba desarrollando ante él. Se situó junto a Trudi y le apoyó una mano en el hombro. Trudi le dirigió una complacida sonrisa.

. Yo sentía revolvérseme el estómago. Quería apartar la vista, pero ella habría sido como abandonar a Maggie, y yo nunca podría abandonarla, aunque sólo Dios —sabía que ya nunca podría ayudarla. Su rostro reflejaba ahora turbación, desconcierto y no poca inquietud. Miró ansiosamente a Trudi por un hueco entre dos matronas. Trudi le dirigió una amplia sonrisa y agitó la mano en alegre señal de ánimo.

De pronto, cambió la música del acordeón. Lo que había sido una suave y alegre melodía de baile, si bien con un cierto matiz militar, aumentó rápidamente de volumen, al tiempo que se trocaba en aleo dé naturaleza completamente distinta, algo que iba más allá de lo meramente marcial, algo áspero y primitivo, salvaje y violento. Las matronas, que habían alcanzado su círculo más amplio, empezaban ahora a cerrarlo de nuevo. Desde la posición elevada en que me encontraba, podía ver todavía a Maggie, en cuyos desorbitados ojos se pintaba ya el miedo. Se inclinó hacia un lado, buscando casi desesperadamente a Trudi. Pero no había salvación en Trudi: su sonrisa había desaparecido, sus enguantadas manos se entrelazaban con fuerza y se estaba relamiendo los labios lenta y. ' obscenamente. Me volví a mirar a Marcel, que estaba haciendo lo mismo, pero su pistola seguía apuntándome, y me vigilaba tan atentamente como a la escena que se desarrollaba en el exterior. No había nada que yo pudiera hacer.

Las matronas estaban cerrando el círculo. Sus caras de luna habían perdido su calidad inexpresiva y eran ahora crueles, implacables; el creciente, miedo de los ojos de Maggie dejó paso al terror, fija la mirada mientras la música se tomaba más potente, más discordante aún. Luego, bruscamente» ^ con precisión militar, las horcas, basta entonces sobre los hombros, fueron apuntadas hacia Maggie. Ella gritó y. volvió a gritar, pero el sonido era apenas audible sobre el casi demencial crescendo de los acordeones. Y, luego, Maggie cayó, y, afortunadamente, yo sólo pude ver las espaldas de las matronas, mientras sus horcas se elevaban una y otra vez y acribillaban convulsivamente algo que ahora yacía inmóvil en él suelo. Por espacio de unos instantes, me fue imposible mirar. Tuve que apartar la vista, y allí estaba Trudi, abriendo y cerrando las manos y con una horrible expresión animal en su hipnotizado y extático rostro; y, a su lado, el reverendo Goodbody, con una expresión tan afable y benévola como siempre, que desmentía la fija mirada de sus ojos. Mentes perversas, mentes enfermas que habían rebasado hacía tiempo las fronteras de la cordura.

Me obligué a mirar de nuevo, mientras la música remitía lentamente, perdiendo su anterior atavismo. Se habían apaciguado las frenéticas actividades de las matronas, el acribillamiento había cesado, y, mientras yo miraba, una de las mujeres se volvió a un lado y cogió un montón de heno con su horca. Tuve un momentáneo atisbo de una figura encogida tendida en tierra, con una blusa blanca que había dejado ya de ser blanca y que luego quedó cubierta por una horconada de heno. Cayó después otra, y otra, y otra, y, mientras los dos acordeones, suaves y apagados ahora, hablaban nostálgicamente de la antigua Viena, levantaron un álmiar sobre Maggie. El doctor Goodbody y Trudi, ella sonriendo de nuevo y charlando alegremente, se alejaron del brazo hacia el pueblo.

Marcel se apartó de la rendija existente entre las planchas de madera y suspiró.

—Qué bien prepara el doctor Goodbody estas cosas, ¿verdad? El talento, la sensibilidad, el tiempo, el lugar, la atmósfera... Exquisito, exquisito.

El bellamente modulado acento de Oxbridge que emanaba de aquella cabeza de serpiente no era menos repelente que el contexto en que eran usadas las palabras. Aquel hombre, como los demás, estaba completamente loco.

Se me acercó con cautela por la espalda, me quitó el pañuelo que llevaba atado alrededor de la cabeza y sacó el mugriento trapo que me habían introducido en la boca. No creía yo que le indujera a ello ninguna clase de humanitarias consideraciones, y, en efecto, así era. Dijo con sencillez:

—Cuando grite, quiero oírlo. No creo que las señoras de ahí afuera presten demasiada atención. Yo estaba seguro de ello. Dije:

—Me sorprende que el doctor Goodbody se haya marchado.

Mi voz no se parecía a ninguna voz que yo hubiera usado jamás: era ronca y apagada, y me costaba formar las palabras, como si tuviera dañada la laringe.

Marcel sonrió.

—El doctor Goodbody tiene cosas urgentes que atender en Ámsterdam, Cosas importantes.

—Y cosas importantes que transportar de aquí a Ámsterdam.

—Sin duda. —Volvió a sonreír, y casi me pareció ver su lengua bífida—. Es costumbre, mí querido Sherman, que, cuando uno se encuentra en su situación y está a punto de morir, la persona que se encuentra en mi posición explique con todo detalle dónde se equivocó la víctima. Pero, aparte de que la lista de sus errores es tan larga que resaltaría tedioso enumerarlos, yo no quiero molestarme en hacerlo. Así que vamos con ello.

—¿Ir con qué?

Ahora llega, pensé, pero no me importaba mucho: ya nada parecía importar gran cosa.

—El mensaje de Mr. Durrell, naturalmente.

El dolor hendió mi cabeza como una cuchilla de carnicero, así como un lado del rostro, al ser golpeado por el cañón de su pistola. Pensé que me había partido el pómulo izquierdo, pero no podía estar seguro; mi lengua me dijo, no obstante, que por lo menos dos de mis dientes se habían aflojado en exceso.

—Mr. Durrell —dijo alegremente Marcel— me encargó que le dijera que no le gusta ser golpeado por una pistola.

Esta vez atacó al lado derecho de mi cara, y, aunque lo vi y traté de echar hacia atrás la cabeza, no pude apartarla de la trayectoria de la pistola. Este golpe no me dolió tanto, pero comprendí que estaba malherido por la temporal pérdida de visión que siguió a la cegadora luz blanca que pareció estallar delante de mis ojos. Me ardía el rostro, mi cabeza estaba a punto de estallar, pero tenía la mente extrañamente despejada. Sabía que si aquella sistemática paliza continuaba, hasta un cirujano plástico menearía pesarosamente la cabeza, pero lo que realmente importaba era que, con un poco más de aquel tratamiento, yo perdería él conocimiento, tal vez durante horas. Sólo parecía haber una esperanza: hacer que la paliza dejara de ser sistemática.

Escupí un diente y exclamé:

—¡Maricón!

Por alguna razón, esto le sacó de sus casillas. La capa de civilizados modales no podía haber sido más gruesa que una piel de cebolla, y esto no sólo la despegó, sino que la hizo desaparecer en un instante, y lo que quedó fue una bestia salvaje y enloquecida que me atacó con la desenfrenada, irrazonable e insensata furia del desquiciado mental que, casi sin duda, era. Llovían golpes de todas direcciones sobre mi cabeza y mis hombres, golpes de su pistola y golpes de sus puños, y, cuando traté de protegerme lo mejor que pude con mis antebrazos, orientó hada mi cuerpo su demencial asalto. Exhalé un gemido, mis ojos giraron en sus órbitas, las piernas se me convirtieron en gelatina, y me habría derrumbado de estar en una posición que me lo permitiera; tal como me hallaba, quedé colgando medidamente de la cuerda que sujetaba mis muñecas.

Transcurrieron dos o tres segundos más de agonía antes de que él se recobrara lo suficiente para comprender que estaba perdiendo el tiempo: desde el punto de vista de Marcel, no tenía sentido infligir castigo a una persona que no podía sentir sus efectos. Emitió un extraño y gutural sonido, que probablemente indicaba decepción más que ninguna otra cosa, y, luego, permaneció inmóvil, respirando pesadamente. Yo no podía adivinar qué se proponía hacer después, porque no me atrevía a abrir los ojos.

Le oí moverse un poco y me arriesgué a echar un rápido vistazo por el rabillo del ojo. La momentánea locura había terminado, y Marcel, que evidentemente era tan oportunista como sádico, había cogido mi chaqueta y estaba registrándola afanosamente, pero sin resultado, pues las carteras llevadas en el bolsillo, interior de una chaqueta se caen Invariablemente cuando se.lleva la chaqueta al brazo, y yo había transferido mi cartera, con su dinero, pasaporte y permiso de conducir, al bolsillo posterior del pantalón. Marcel no tardó en llegar a la conclusión correcta, pues casi al instante oí sus pasos y noté que me sacaba la cartera del bolsillo.

Ahora estaba a mi lado. No podía verle, pero lo sabía. Gemí y me balanceé débilmente al extremo de la cuerda que me sujetaba a la viga. Mis piernas colgaban detrás de mí, apoyada en el suelo la parte superior de las puntas de mis zapatos. Entreabrí levemente los ojos.

Podía ver sus pies, a no más de un metro de mí. Levanté la vista una fracción de segundo. Marcel, con aire de concentración y de complacida sorpresa, estaba dedicado a la tarea de transferir a sus bolsillos las considerables sumas de dinero que yo llevaba en la cartera, la cual sostenía en la mano Izquierda, mientras su pistola colgaba por el gatillo del»corvado dedo medio de la misma mano. Se hallaba tan absorto que no vio elevarse mis manos para afianzarse mejor en las cuerdas.

Lancé convulsivamente mi cuerpo Hacia delante y hacia arriba con todo el odio, la furia y el dolor que me poseían, y no creo que Marcel viera siquiera llegar la guadaña de mis pies. No emitió ningún sonido, se derrumbó hacia delante, cayó contra mí y se deslizó lentamente hasta el suelo. Quedó tendido, y su cabeza rodó de un lado a otro, me era imposible decir si en reflejo consciente o inconsciente de un cuerpo sumido ya en un paroxismo de agonía, pero yo no estaba dispuesto a correr riesgos. Me enderecé, di un largo paso hacia atrás todo lo que me permitieron mis ligaduras, y arremetí de nuevo contra él. Me sorprendió vagamente que su cabeza continuara sobre sus hombros: no resultaba agradable, pero yo no estaba tratando con gente agradable.

La pistola continuaba enganchada en el dedo medio de su mano izquierda. La saqué con las puntas de mis zapatos. Traté de sujetarla entre ellos, pero el coeficiente de fricción entre el metal y el cuero era demasiado bajo, y la pistola se escapaba. Me quité los zapatos arrastrando los tacones contra el suelo y, luego, un proceso mucho más largo, los calcetines, utilizando la misma técnica. Me despellejé los pies y me clavé en ellos una buena cantidad de astillas, pero no era consciente de sufrir verdadero dolor al hacerlo: el que tenía en la cara anulaba por completo cualquier otra molestia.

Mis pies descalzos me permitieron sujetar bien la pistola. Manteniéndole» uno junto a otro, uní los dos extremos de la cuerda y me icé hasta llegar a la viga. Esto me dio metro y medio de cuerda, más que suficiente para maniobrar. Me colgué de la viga con la mano izquierda y estiré hacia abajo la derecha, al tiempo que levantaba las piernas doblándolas por las rodillas. Luego, tuve la pistola en la mano.

Descendí al suelo, tensé la cuerda atada a mi muñeca izquierda y apoyé contra ella el cañón de la pistola. El primer disparo la cortó tan limpiamente como podría haberlo hecho un cuchillo. Deshice los nudos que me sujetaban, rasgué la blanca camisa de Marcel para limpiarme el ensangrentado rostro, recuperé la cartera y di dinero y me marché, No sabía si Marcel estaba vivo o muerto. Su aspecto era ostensiblemente de esto último, pero no me bailaba lo suficientemente interesado como para investigarlo.