CAPITULO VI
El taxi rojo y amarillo que me habían proporcionado tenía por fuera el aspecto de un «Opel» normal, pero parecían habérselas arreglado para ponerle un motor adicional. Le habían añadido también gran cantidad de detalles adicionales. Tenía sirena, luz piloto intermitente y un panel en la parte posterior que, al descorrerse, dejaba al descubierto una señal iluminada de «Stop». Debajo de los asientos había cuerdas, botiquines de primeros auxilios y bombas de gases lacrimógenos; las bolsas dé las portezuelas contenían esposas con sus llaves. Sólo Dios sabía lo que tenían en el portaequipajes. Ni me importaba. Todo lo que yo quería era un automóvil rápido, y lo tenía.
Paré en una zona de aparcamiento prohibido delante del club «Balinova», justo enfrente de donde se hallaba un policía uniformado y armado. Me saludó con un movimiento casi imperceptible de la cabeza v se alejó con mesurados pasos. Recocía un taxi de la Policía cuando lo veía, y no deseaba tener que explicar al indignado populacho por qué un taxista podía cometer impunemente una infracción que a ellos les habría valido de modo automático una multa.
Descendí del coche, cerré la portezuela y crucé la acera hasta la entrada del night-club, sobre la que, en parpadeantes letras de neón campeaba el nombre «Balinova» y las figuras de dos bailarinas de hula-hula, aunque me resultaba imposible comprender la relación entre Hawai e Indonesia. Quizás es que trataban de representar a dos bailarinas de Bali, pero en tal caso no llevaban puestos —o quitados— los vestidos apropiados, A ambos lados de la entrada había dos grandes escaparates dedicados a una variada exposición artística que proporcionaba algo más que una delicada indicación de la naturaleza de las delicias culturales y tareas investigadoras más esotéricas que podían encontrarse en el interior. La ocasional jovencita representada sin más atavío que unos pendientes y unas ajorcas parecía tan excesivamente vestida que resultaba casi indecente. De mayor interés aún, no obstante, era el rostro color café que me miraba desde el reflejo en el cristal: si no hubiera sabido quién era yo, no me habría reconocido a mí mismo. Entré.
El «Balinova», conforme a la mejor tradición en su género, era pequeño, mal ventilado, humoso y lleno de un indescriptible incienso, cuyo principal ingrediente parecía ser goma quemada, destinado, probablemente, a crear en los clientes el esta do de ánimo adecuado para el máximo disfrute del entretenimiento con que se les obsequiaba, pero que, de hecho, tenía el efecto de producir, en el espacio de breves segundos, una parálisis olfativa absoluta. Aun sin la ayuda de las ondulantes nubes de humo, el local estaba deliberadamente mal iluminado, con la excepción del deslumbrante chorro de luz que caía sobre el escenario, el cual, también de acuerdo con la tradición, no era en realidad un escenario, sino, simplemente, una pequeña pista de baile circular situada en el centro de la sala.
El público, casi exclusivamente masculino, abarcaba toda la gama de edades, desde los jovencitos de ojos saltones hasta los octogenarios de ojos brillantes y vivarachos, cuya agudeza visual parecía no haber sido afectada por el paso de los años. Casi todos ellos estaban bien vestidos, pues los night-clubs elegantes de Ámsterdam —los que todavía se las arreglan para abastecer los refinados paladares de los expertos en una determinada gama de las artes plásticas— no son para quienes se encuentran necesitados de dinero. En una palabra, no son baratos, y el «Balinova» era muy caro, uno de los más caros de la ciudad. Había unas cuantas mujeres, pero sólo tinas cuantas. Entre ellas se hallaban, lo cual no me sorprendió en absoluto, Maggie y Belinda, sentadas a una mesa cercana a la puerta y con unas bebidas de color extraño ante sí. Ambas tenían una expresión distante, aunque la de Maggie era, sin discusión, la más distante de las dos.
Por el momento, mi disfraz parecía completamente superfluo. Nadie me miró cuando entré, y estaba claro que nadie tenía el menor deseo de mirarme, lo cual resultaba tal vez comprensible dadas las circunstancias, ya que el público estaba casi rompiendo sus talladas copas en su avidez por no perderse ninguno de los matices estéticos y Significados simbólicos del original y sugestivo ballet que se desarrollaba ante sus extasiados ojos, en el que una agraciada muchacha en un baño de burbujas se esforzaba, entre los discordantes estampidos y los asmáticos jadeos de una torturante banda que jamás habría sido tolerada en una calderería, en alcanzar una toalla de baño que había sido astutamente colocada un metro más allá de donde ella llegaba. El aire estaba cargado de tensión eléctrica, mientras el público trataba de calcular el muy limitado número de alternativas que le quedaban a la infortunada muchacha. Me senté a la mesa junto a Belinda y le dirigí lo que, con mi nuevo color de cara, debió de ser una deslumbrante sonrisa. Belinda se apresuró a apartarse de mí, levantando desdeñosamente la nariz en el aire.
—Vaya, vaya —dije. Las dos chicas se volvieron a mirarme, y yo hice un gesto en dirección al escenario—. ¿Por qué no va una de vosotras a ayudarla?
Hubo una larga pausa; luego, Maggie, haciendo un esfuerzo por dominarse, dijo:
—¿Qué diablos le ha ocurrido?
—Estoy disfrazado. Habla en voz baja.
—Pero..., pero hace sólo dos o tres minutos que e telefoneado al hotel —dijo Belinda.
—No cuchicheéis tampoco. El coronel De Graaf e orientó hacia este lugar. ¿Se vino directamente aquí?
Asintieron.
—¿Y no ha vuelto a salir?
—Por la puerta principal, no —dijo Maggie.
—¿Procurasteis, como os dije, grabaros los rostros de las monjas a medida que salían?
—Lo procuramos —respondió Maggie.
—¿Observasteis algo extraño, peculiar, fuera de lo corriente, en alguna de ellas?
—No, nada. Excepto —añadió animadamente Belinda— que parece que en Ámsterdam hay monjas muy atractivas.
—Ya me lo había dicho Maggie. ¿Y eso es todo?
Se miraron una a otra, dudando; luego, Maggie dijo:
—Había una cosa curiosa. Nos pareció ver entrar en esa iglesia bastantes más personas de las que salieron.
— Había en la iglesia bastantes más personas de las que salieron —dijo Belinda—. Yo estaba allí, ya sabe.
—Sí, lo sé —dije con paciencia—. ¿A qué llamáis «bastantes»?
—Bueno —dijo Belinda, poniéndose a la defensiva—, unas cuantas.
—|Ya! Así que ahora bajamos a unas cuantas. Naturalmente, os cercioraríais de que la iglesia es— taba vacía.
Esta vez le tocó a Maggie ponerse a la defensiva.
—Usted nos dijo que siguiéramos a Astrid Le— may. No podíamos esperar.
—¿Se os ha ocurrido pensar que tal vez se quedara alguien para dedicarse a sus devociones privadas? ¿O que quizá no sois muy buenas contando?
La boca de Belinda se endureció en un rictus de enojo, pero Maggie apoyó una mano en las de ella.
—Eso no es justo, comandante Sherman —dijo Maggie—. Tal vez cometamos errores, pero eso no es justo.
Cuando Maggie hablaba así, yo escuchaba.
—Lo siento, Maggie. Lo siento, Belinda. Cuando los cobardes como yo están preocupados, la emprenden con las personas que no pueden devolver los golpes. —Las dos me dirigieron esa sonrisa de cariñosa simpatía que normalmente me habría hecho subirme por las paredes, pero que en aquel momento me pareció curiosamente afectuosa; quizás aquel maquillaje había afectado a mi sistema nervioso—. Sólo Dios sabe que cometo más errores que vosotras —concluí.
Era cierto, y estaba cometiendo entonces uno de los mayores: debería haber escuchado con más atención lo que me decían las chicas.
—¿Y ahora? —preguntó Maggie.
—Sí, ¿qué hacemos ahora? —dijo Belinda.
Era evidente que me habían perdonado.
—Merodear por los alrededores de los night-clubs. No escasean, precisamente. Ved si podéis reconocer a alguien, artista, empleada..., incluso una persona del público que se parezca a alguien que hayáis visto esta noche en la iglesia.
Belinda se me quedó mirando con incredulidad.
—¿Monjas en un night-club?
—¿Por qué no? Los obispos asisten a meriendas campestres, ¿no?
—No es lo mismo...
—La diversión es diversión en todo el mundo —dije, pontificando—. Fijaos especialmente en las que lleven vestidos de manga larga o esos guantes que llegan hasta el codo.
—¿Por qué? —preguntó Belinda.
—Utiliza tu cabeza. Si encontráis a alguna, tratad de averiguar dónde vive. Volved a vuestro hotel hacia la una. Os veré allí.
—¿Y qué va a hacer usted? —preguntó Maggie.
Paseé complacidamente la vista por la sala.
—Tengo muchas cosas que investigar aquí.
—Apuesto a que sí —dijo Belinda.
Maggie abrió la boca para hablar, pero Belinda se vio salvada del inevitable sermón por las reverentes exclamaciones de admiración sin límites que resonaron de pronto en la sala. El público estaba casi puesto en pie. La azorada artista había re«suelto su terrible dilema mediante el sencillo pero ingenioso y eficaz expediente de volcarse encima, la bañera y utilizarla, a la manera de una concha de tortura, para taparse pudorosamente mientras recorría la pequeña distancia que la separaba de la salvación de la toalla. Se enderezó, se envolvió en la toalla, Venus surgiendo de las profundidades, y se inclinó graciosamente en dilección al público, Madame Melba en su despedida final del «Covent Garden». Los extáticos espectadores silbaron y pidieron más, y los octogenarios no eran los menos vehementes, pero en vano: agotado su repertorio, sacudió sonriente la cabeza y abandonó el escenario, dejando tras de sí nubes de pompas de jabón.
—¡Bueno! —exclamé con admiración—. Apuesto a que a ninguna de vosotras se os habría ocurrido eso.
—Vamos, Belinda —dijo Maggie—. Éste no es lugar para nosotras.
Se levantaron para salir. Al pasar junto a mí, Belinda hizo un movimiento de cejas que se parecía sospechosamente a un guiño, sonrió con dulzura, dijo «prefiero que le guste eso» y se marchó, dejándome sumido en suspicaces reflexiones respecto al significado de su observación. Me quedé mirándolas para ver si las seguía alguien, y, en efecto, las seguía, primero un tipo muy gordo y corpulento de enormes mofletes y aire de benevolencia, pero esto carecía casi por completo de significación, ya que tras él salieron varias docenas más de hombres. El número estelar de la noche había terminado, momentos grandiosos como éstos se producían raras veces y las cumbres no volvían a ser escaladas —excepto tres veces cada noche siete noches a la semana—, y salían en busca de nuevos pastos, donde podía adquirirse el licor a la cuarta parte del precio.
El club estaba ahora medio vacío, la nube de humo se iba aclarando y la visibilidad mejoraba correlativamente. Miré a mí alrededor, pero en
aquella momentánea calma no vi nada de interés. Los camareros circulaban por la sala. Pedí un whisky, y me sirvieron un líquido en el que un riguroso análisis químico tal vez hubiera descubierto vestigios de cebada. Un viejo comenzó a limpiar la diminuta pista de baile con los delibera* dos y estilizados movimientos de un sacerdote ejecutando ritos sagrados. Los músicos, por fortuna silenciosos, bebían cerveza ofrecida por algún cliente sordo. Y entonces vi a la persona que había ido a ver, sólo que parecía como si no fuera a verla por mucho tiempo.
Astrid Lemay estaba de pie en el umbral de una puerta, al fondo de la sala, echándose un abrigo sobre los hombros, mientras otra muchacha le susurraba algo al oído. A juzgar por sus graves expresiones y sus apresurados movimientos, parecía tratarse de un mensaje urgente. Astrid asintió varias veces con la cabeza, luego atravesó casi corriendo la pequeña pista y cruzó la puerta de salida. Yo la seguí, un poco más despacio.
Acorté distancias, y estaba a unos pasos de ella cuando torció por la Rembrandtplein. Se paró. Me paré yo también y miré lo que ella estaba mirando y escuché lo que estaba escuchando.
El organillo estaba aparcado en la calle frente a un café sin ventanas. Aun a aquella hora de la noche, el café estaba casi lleno, y los sufridos clientes tenían el aire de personas dispuestas a pagar grandes sumas de dinero para irse a otra parte. Este organillo parecía ser un duplicado del que actuaba frente al «Rembrandt», con los mismos llamativos colores, toldo multicolor y muñecas idénticamente vestidas danzando al extremo de sus cuerdas elásticas, aunque esta máquina era claramente inferior, mecánica y musicalmente, a la del «Rembrandt». También ésta estaba manejada por un viejo, pero éste lucía una barba grisácea de un palmo de longitud, que no había sido lavada ni peinada desde que dejara de afeitarse, y llevaba un sombrero de ala ancha y un capote verde del Ejército británico que le llegaba hasta los tobillos. Entre los chirridos, gemidos y jadeos emitidos por el organillo, creí distinguir un fragmento de La Bohème, aunque bien sabía Dios que Puccini nunca había hecho sufrir a la agonizante Mimí de la forma que habría sufrido si hubiera estado aquella noche en la Rembrandtplein.
El viejo tenía un aparentemente atento auditorio compuesto por una sola persona. Reconocí en ella a uno de los componentes del grupo que había visto junto al organillo del «Rembrandt». Sus ropas estaban raídas, pero limpias. Sus lacios cabe—, líos negros le caían sobre los lastimosamente delgados hombros, cuyos omoplatos abultaban como palos a través de su chaqueta. Aun a la distancia de unos siete metros a que me encontraba, pude ver que su grado de demacración era muy avanzado. Tan sólo le podía ver parte de un lado de la cara, pero ese poco mostraba una mejilla, de piel color pergamino, cadavéricamente hundida.
Estaba apoyado en el extremo del organillo, pero no por amor a Mimí. Estaba apoyado en el organillo porque si no se hubiera apoyado en algo con toda seguridad se habría desplomado. Se trataba, evidentemente, de un joven muy enfermo que caería en colapso total con sólo que hiciera un movimiento impremeditado. De vez en cuando, su cuerpo se convulsionaba en espasmos incontrolables: con menos frecuencia, su garganta emitía un áspero sollozo o ruidos guturales. Estaba claro que el viejo del capote no le consideraba muy conveniente para su negocio, pues daba vueltas indecisamente a su alrededor, moviendo los brazos y emitiendo cloqueantes ruidos de reproche, que le asemejaban a una gallina demente. Y todo ello sin dejar de mirar hacia atrás y pasear aprensivamente la vista por la plaza, como si temiera a algo o a alguien.
Astrid caminó a pasos rápidos hacia el organillo, seguida de cerca por mí. Dirigió una sonrisa de disculpa al viejo barbudo, pasó un brazo en torno al joven y lo separó del organillo. Él trató por un momento de enderezarse, y pude ver que era un muchacho bastante alto, quince centímetros más que ella como mínimo: su estatura sólo servía para acentuar su esquelética contextura. Sus ojos miraban sin ver, su rostro era el de un hombre a punto de morir de inanición, y sus mejillas estaban tan increíblemente hundidas que uno habría jurado que no podía tener dientes. Astrid intentaba medio guiarle, medio llevarle, pero aunque su depauperación había alcanzado un grado tal que difícilmente podría pesar más que la chica, sus incontrolables bandazos la hacían tambalearse por la acera.
Me acerqué a ellos sin pronunciar palabra, rodeé con mi brazo al muchacho —era como abrazar a un esqueleto— y alivié a Astrid de su peso. Ella me miró, con el miedo y la inquietud reflejados en sus oscuros ojos. No creo que el color sepia de mi cara le inspirase tampoco mucha confianza.
—¡Por favor! —El tono de su voz era suplicante—. Déjeme, por favor. Puedo arreglármelas.
—No puede. Este muchacho está muy enfermo, Miss Lemay.
Me miró fijamente.
—¡Mr. Sherman!
—No estoy seguro de que me guste eso —dije reflexivamente—. Hace una o dos horas, usted no me había visto nunca, ni siquiera conocía mi nombre. Pero ahora que estoy tan bronceado y atractivo... ¡Aúpa!
George, cuyas piernas de goma se habían convertido en gelatina, había estado a punto de deslizárseme del brazo. Comprendí que no podríamos llegar muy lejos los dos valseando de aquella manera por la Rembrandtplein, así que me agaché para echármelo al hombro. Astrid, llena de pánico, me cogió del brazo.
—¡No! ¡No haga eso! ¡No haga eso!
—¿Por qué no? —dije—. Es más fácil así.
—¡No, no! Si le ve la Policía, se lo llevarán.
Me enderecé, volví a rodear al joven con el brazo y traté de mantenerle lo más cercano posible a la vertical.
—El cazador y el cazado —dije—. Usted y Van Gelder.
—¿Cómo?
—Y, naturalmente, el hermano George es...
—¿Cómo sabe su nombre? —murmuró.
—Mi profesión es saber cosas —dije altivamente—. Como iba diciendo, el hermano George está en la desagradable situación de no ser totalmente desconocido para la policía. Tener por hermano un ex presidiario puede ser una clara desventaja social.
Ella no respondió. Creo que nunca he visto a nadie con aspecto tan completamente lastimoso y derrotado.
—¿Dónde vive? —pregunté.
—Conmigo, desde luego. —La pregunta pareció sorprenderle—. No está lejos.
No estaba lejos, en efecto, a no más de cincuenta metros por una calle lateral —si es que se podía llamar calle a un pasadizo tan estrecho y sombrío—, próxima al «Balinova». Las escaleras que llevaban al piso de Astrid eran las más estrechas y sinuosas que he visto jamás, y tuve cierta dificultad en subirlas con George al hombro. Astrid abrió la puerta de su piso, que resultó ser poco mayor que una conejera y se componía, en lo, que pude ver, de un diminuto cuarto de estar y un dormitorio, igualmente diminuto, comunicado con él. Pasé al dormitorio, deposité a George sobre la estrecha cama, me incorporé y me enjugué la frente.
—He trepado por escalas mejores que esas condenadas escaleras suyas —dije en tono de lamentación.
—Lo siento. Él alojamiento de las chicas es más barato, pero con George... No pagan mucho en el «Balinova».
A la vista de las dos minúsculas habitaciones, limpias pero gastadas como las ropas de George, era evidente que pagaban muy poco. Dije:
—Las gentes de su posición pueden considerarse afortunadas de tener algo.
—¿Cómo?
—Déjese de fingir extrañeza. Sabe condenadamente bien lo que quiero decir. ¿No es verdad, Miss Lemay..., o puedo llamarla Astrid?
—¿Cómo sabe mi nombre?-Dicho sea de paso, no recordaba haber visto nunca a una chica retorcerse las manos, pero, era lo que ella estaba haciendo ahora—, ¿Cómo..., cómo sabe cosas acerca de mí?
—Bueno —dije con aspereza—. Déle un poco de crédito 1 su amiguito.
—¿Amiguito? No tengo ningún amiguito.
—Ex amiguito, entonces. ¿O prefiere que diga difunto amiguito?
—¿Jimmy? —¡susurró.
—Jimmy Duelos —asentí—. Puede que estuviera prendado de usted, fatalmente prendado, pero ya me había dicho algo a su respecto. Tengo incluso una fotografía suya.
Ella pareció confusa...
—Pero..., pero en el aeropuerto...
—¿Qué esperaba que hiciera? ¿Abrazada? Jimmy fue asesinado en el aeropuerto porque andaba detrás de algo. ¿Qué era ese algo?
—Lo siento. No puedo ayudarle.
—¿No puede? ¿O no quiere?
No respondió.
—¿Le amaba, Astrid? ¿Amaba a Jimmy?
Me miró en silencio con ojos brillantes. Asintió lentamente con la cabeza.
—¿Y no me lo quiere decir? —Silencio. Suspiré y probé otra táctica—. ¿Le dijo Jimmy Duelos lo que era?
Movió negativamente la cabeza.
—Pero, ¿lo suponía usted?
Asintió.
—¿Y le dijo a alguien lo que suponía?
Esto le llegó al alma.
—¡No! ¡No! No se lo dije a nadie. ¡Juro que no se lo dije a nadie!
Desde luego, le amaba, y no estaba mintiendo.
—¿Le habló él de mí alguna vez?
—No.
—Pero, ¿sabe usted quién soy?
Me miró en silencio, mientras dos gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—Usted sabe condenadamente bien que dirijo la oficina de estupefacientes de la Interpol de Londres.
Continuó el silencia La cogí de los hombros y la sacudí con irritación.
—Dígame, ¿lo sabe?
Asintió con la cabeza. Era una chica como pocas para los silencios.
—Entonces, si no fue Jimmy, ¿quién se lo dijo?
—¡Oh, Dios!. {Déjeme en paz, por favor!
Nuevas y numerosas lágrimas perseguían ahora por sus mejillas a las dos primeras. Era su día de llorar y el mío de suspirar, así que suspiré, cambié otra vez de táctica y miré al muchacho que yacía en la cama, al otro lado de la puerta.
—Al parecer —dije—, George no es el sostén de la familia.
—George no puede trabajar. —Lo dijo como si estuviera enunciando una simple ley de la naturaleza—. No ha trabajado desde hace más de un año. Pero ¿qué tiene que ver George con esto?
—George tiene todo que ver con ello. —Fui al dormitorio, me incliné sobre el muchacho, le miré atentamente, le levanté un párpado y lo dejé caer—. ¿Qué le hace usted cuando está así?
—No se puede hacer nada.
Levanté la manga del esquelético brazo de George. Acribillado, moteado y descolorido por las innumerables inyecciones, constituía un espectáculo repugnante: lo de Trudi no era nada comparado con aquello.
—Nadie podrá nunca hacer nada por él —dije—. Usted lo sabe, ¿verdad?
—Sí, lo sé. —Advirtió mi especulativa mirada, dejó de frotarse la cara con un pañuelito de encaje del tamaño de un sello de Correos, aproximadamente, y sonrió con amargura—. Usted quiere que me levante yo la manga.
—No acostumbro insultar a las chicas bonitas. Lo que quiero hacer es formularle unas cuantas preguntas sencillas que puede usted contestar. ¿Cuánto tiempo lleva así George?
—Tres años.
—¿Cuánto tiempo lleva usted en el «Balinova»?
—Tres años.
—¿Le gusta?
—¡Gustarme! —Aquella chica se traicionaba a sí misma cada vez que abría la boca—. ¿Sabe usted lo que es trabajar en un night-club..., un night— club como ése? Viejos solitarios, horribles, asquerosos, mirándola a una...
—Jimmy Duelos no era horrible, ni asqueroso, ni viejo.
Me miró, desconcertada.
—No. Claro qué no. Jimmy...
—Jimmy Duelos ha muerto, Astrid. Jimmy ha muerto porque se enamoró de una camarera de night club que está siendo objeto de chantaje.
—Nadie me está haciendo objeto de chantaje.
—¿No? Entonces, ¿quién le está presionando para que guarde silencio, para que trabaje en un empleo que, evidentemente, aborrece? ¿Y por qué la están presionando? ¿Es por causa de George? ¿Qué ha hecho o qué dicen que ha hecho él? Sé que ha estado en la cárcel, así que no puede, ser eso. ¿Qué es lo que le hizo espiarme, Astrid? ¿Qué sabe usted de la muerte de Jimmy Duelos? Sé cómo murió. Pero, ¿quién le mató, y por qué?
—¡Yo no sabía que le iban a matar! —exclamó, sentándose en el sofá-cama, hundiendo la cara entre las manos y agitando convulsivamente los hombros—. Yo no sabía que le iban a matar.
—Está bien, Astrid. —Desistí porque no estaba consiguiendo nada, excepto una creciente aversión hacia mí mismo. Ella probablemente amaba a Duelos, hacía sólo un día que éste había muerto, y allí estaba yo, lacerando sangrantes heridas—. He conocido a demasiadas personas dominadas por el miedo a la muerte para intentar siquiera hacerle hablar. Pero piense en ello, Astrid; por amor de Dios y por usted misma, piense en ello. Se trata de su vida, y es lo único que le queda para preocuparse. A George ya no le queda vida.
—No puedo hacer nada, no puedo decir nada. —Tenía aún el rostro entre las manos—. Váyase, por favor.
No me parecía que yo tuviera tampoco nada más que hacer o que decir, así que hice lo que ella me pedía y me marché.
Vestido sólo con pantalones y camiseta, me miré en el pequeño espejo del pequeño cuarto de baño. Todo rastro del tinte parecía haber desaparecido de mi rostro, cuello y manos, lo cual era más de lo que podía decir en favor de la grande, y, en otro tiempo, blanca toalla que tenía en las manos. Estaba empapada y manchada de un intenso color de chocolate que la hacía totalmente irreconocible.
Crucé la puerta y entré en di dormitorio, en el que apenas si cabían las dos camas —una de ellas turca— que contenía. Las camas estaban ocupadas por Maggie y Belinda, ambas sentadas muy tiesas, ambas con un aspecto muy sugestivo en sus atractivos camisones, que parecían componerse principalmente de agujeros. Pero yo tenía en aquel momento problemas más urgentes en que ocuparme que la manera de ahorrar tela que tenían algunos fabricantes de lencería.
—Nos ha echado a perder la toalla —se quejó Belinda.
—Decid que os habéis estado quitando el maquillaje. —Cogí mi camisa, que tenía la parte interior del cuello de un intenso color oscuro, pero no podía hacer nada al respecto—. ¿De modo que la mayoría de las chicas de night-club viven en ese hostal «París»?
Maggie asintió.
—Eso dijo Mary.
—¿Mary?
—Esa buena chica inglesa que trabaja en el «Trianon».
—En el «Trianon» no trabaja ninguna chica inglesa buena, sólo malas. ¿Es una de las que estaban en la iglesia? —Maggie movió la cabeza—. Bueno, al menos eso corrobora lo que dijo Astrid.
—¿Astrid? —dijo Belinda—. ¿Ha hablado con ella?
—He pasado un buen rato con ella. Aunque me temo que no muy provechosamente. No era muy comunicativa. —Les expliqué en pocas palabras lo poco comunicativa que se había mostrado, y continué—: Bueno, ya es hora de que empecéis a trabajar, en vez de rondar por las salas de fiestas.
Se miraron una a otra; luego, volvieron fríamente la vista hacia mí.
—Maggie, vete mañana a dar una vuelta por el parque Vondel. Observa si está allí Trudi..., ya la conoces. No dejes que te vea, ella te conoce a ti. Observa lo que hace, si se reúne con alguien, si había con alguien. Es un parque grande, pero no tendrás muchas dificultades para localizarla, si está allí. Irá acompañada de una vieja cuya cintura vendrá a medir algo así como un metro. Tú, Belinda, vigila mañana por la noche ese hostal. Si reconoces a alguna de las chicas que estaban en la iglesia, síguela y observa lo que hace. —Encogí los hombros dentro de mi mojada chaqueta-Buenas noches.
—¿Eso fue todo? ¿Se marcha?
Maggie parecía ligeramente sorprendida.
—Vaya prisa que tiene —dijo Belinda.
—Mañana por la noche —prometí—, os arroparé y os contare entero Blancanieves y los siete enanitos. Esta noche tengo cosas que hacer.