CAPITULO IX
La vista que se divisa desde lo alto del Havengebouw, el rascacielos del puerto, es, sin lugar a dudas, la mejor de Ámsterdam. Pero aquella mañana no me interesaba la vista; sólo las facilidades que ofrecía aquel elevado punto. Brillaba el sol, pero a aquella altura soplaba una fresca brisa, y, aun al nivel del mar, el viento era lo bastante fuerte para rizar las grisazuladas aguas con dispersas cintas de blanca espuma.
El mirador estaba abarrotado de turistas, la mayor parte de ellos, con los cabellos agitados por el viento, provistos de prismáticos y cámaras fotográficas, y, aunque yo no tenía cámara fotográfica, no Creo que pareciera en absoluto distinto de cualquier otro turista. Sólo era distinto el objeto que me había hecho subir allá arriba.
Me apoyé en los codos y miré al mar. Ciertamente, De Graaf me había hecho un excelente obsequio con aquellos prismáticos; eran tan buenos como cualesquiera que yo hubiera visto jamás, y, con la visibilidad casi perfecta que reinaba aquel día, el grado de definición era todo lo que yo hubiera podido desear.
Enfoqué los prismáticos sobre un vapor de cabotaje de tinas mil toneladas que se disponía a entrar en el puerto. Desde el primer momento, divisé los oxidados parches de su casco y pude ver que arbolaba el pabellón belga. Y la hora, poco antes de mediodía, concordaba. Seguí su avance, y me pareció que describía una curva más amplia que dos o tres barcos que le habían precedido y que se acercaba mucho a las boyas que señalaban la entrada al canal: pero quizás es que las aguas eran allí más profundas.
Continué observándolo hasta que atracó en el puerto, y entonces pude distinguir el nombre que figuraba en las herrumbrosas amuras, Marianne. El capitán era, ciertamente, un fanático de la puntualidad, pero si lo era también para cumplir la ley se trataba de otra cuestión.
Bajé al «Havenrestaurant» y almorcé. No tenía hambre, pero, como me enseñaba la experiencia, mis horas de comida en Ámsterdam tendían a ser irregulares e infrecuentes. La comida del «Havenrestaurant» tiene buena fama, y no dudo de que es acreedora a su reputación, pero no recuerdo lo que almorcé aquel día.
Llegué al «Hotel Touring» a la una y media. No esperaba realmente que Maggie y Belinda hubiesen regresado todavía, y, en efecto, no habían vuelto. Le dije al hombre del mostrador que esperaría en el vestíbulo, pero no me gustan mucho los vestíbulos de hotel, especialmente cuando tengo que estudiar papeles como los de la carpeta que habíamos cogido del almacén «Morgenstern y Muggenthaler», así que aguardé a que el mostrador quedara momentáneamente vacío, tomé el ascensor hasta el cuarto piso y entré en la habitación de las chicas. Era una habitación ligeramente mejor que la que tenían antes, y el sofá, que probé enseguida, ligeramente más blando, pero no era como para que Maggie y Belinda se pusieran a dar saltos de alegría, aparte que el primer salto que hubieran dado en cualquier dirección les habría hecho topar contra una sólida pared.
Permanecí tendido en aquel sofá, repasando todas las facturas del almacén, y resultó ser una inocua y muy aburrida lista de facturas. Pero había un nombre que aparecía con sorprendente frecuencia entre todos los demás, y, como sus productos concordaban con la línea de mis incipientes sospechas, tomé nota de él, así como de su emplazamiento.
Giró una llave en la cerradura, y entraron Maggie y Belinda. Su primera reacción al verme fue de alivio, y a ella siguió inmediatamente una inconfundible expresión de disgusto. Dije con suavidad:
—¿Ocurre algo?
—Nos tenía usted preocupadas —dijo fríamente Maggie—. El hombre de recepción nos ha dicho que nos estaba esperando usted en el vestíbulo, y usted no estaba allí.
—Hemos esperado media hora. —El tono de voz de Belinda era casi severo—. Creíamos que se había marchado.
—Estaba cansado. Tenía que echarme un rato. Y, ahora que ya he presentado mis excusas, ¿qué tal os ha ido la mañana?
—Bueno... —Maggie no parecía muy aplacada—, no hemos tenido suerte con Astrid.
—Lo sé. El hombre de recepción me dio vuestro mensaje. Podemos dejar de preocuparnos por Astrid. Se ha ido.
—¿Se ha ido? —exclamaron las dos.
—Ha abandonado el país.
—¿Abandonado el país?
—Atenas.
—¿Atenas?
—Bueno —dije—, dejemos la escena de vaudeville para otra ocasión. Ella y George han salido de Schiphol esta mañana.
—¿Por qué? —preguntó Belinda.
—Asustada. Los malos la acosaban por un lado, y el bueno, yo, por el otro. Así que se ha largado.
—¿Cómo sabe que se ha marchado? —preguntó Maggie.
—Me lo ha dicho un hombre del «Balinova». —No debía andarme con rodeos; si les quedaban todavía ilusiones acerca del magnífico jefe que tenían, quería que las conservaran—. Y lo he comprobado con el aeropuerto.
—Ejem... —Maggie no se sentía impresionada por mi trabajo de aquella mañana; parecía tener la impresión de que era mía la culpa de que Astrid se hubiera marchado, y, como de costumbre, tenía razón—. Bueno, ¿quién primero? ¿Belinda o yo? v
—Primero, esto. —Le entregué el papel con las cifras 910020—. ¿Qué significa?
Maggie lo miró, le dio la vuelta y miró el dorso.
—Nada —dijo.
—Déjeme ver —dijo animadamente Belinda—. Se me dan muy bien los anagramas y las palabras cruzadas. —Y era cierto. Casi en seguida, dijo—: Invirtiéndolo, 020019. Las dos de la mañana del 19, o sea, mañana por la mañana.
—No está mal —dijo indulgentemente.
A mí me había costado media hora descifrarlo.
—¿Qué ocurre entonces? —preguntó Maggie con suspicacia.
—Quienquiera que fuese el que escribió esas cifras olvidó explicarlo —respondí evasivamente, pues ya me estaba cansando de contar mentiras—. Bueno, Maggie, empieza tú.
—Bien. —Se sentó y se alisó un vestido verde de algodón que parecía como si hubiera encogido mucho tras repetidos lavados—. Me he puesto este vestido nuevo para ir al parque, porgue Trudi no lo había visto antes, y hacía tanto viento que me puse un pañuelo en la cabeza, y...
—Y llevabas gafas oscuras.
—Exacto. —Maggie no era chica que se desconcertara con facilidad—. Estuve paseando media hora, esquivando jubilados y cochecitos de niño casi todo el tiempo. Luego, la vi, o, mejor dicho, vi a esa enorme y gorda vieja..., vieja...
—¿Bruja?
—Bruja. Vestida como había dicho usted. Después vi a Trudi. Vestido blanco de algodón y manga larga; no podía estarse quieta, retozaba como un corderillo. —Maggie hizo una pausa y dijo reflexivamente—: Es una chica muy hermosa»
—Tienes un alma generosa, Maggie.
Maggie captó la indirecta.
—Al poco rato, se sentaron en un banco. ¡Yo me senté en otro, a unos treinta metros de distancia, mirándoles por encima de una revista. Una revista holandesa.
—Buen detalle —aprobé.
—Luego, Trudi empezó a trenzar el pelo de la muñeca...
—¿Qué muñeca?
—La muñeca que llevaba —dijo pacientemente Maggie—. Si no hace usted más que interrumpir, me resulta difícil recordar todos los detalles. Mientras lo hacía, llegó un hombre y se sentó junto a ellas. Un hombre corpulento, con traje oscuro y alzacuello, bigote blanco y espléndidos cabellos, también blancos. Parecía un hombre muy amable.
—Estoy seguro —dije maquinalmente.
Podía imaginar muy bien al reverendo Thaddeus Goodbody como hombre de gran simpatía, excepto, quizás, a las tres y media de la madrugada.
—Trudi pareció encariñarse con él. Al cabo de unos minutos, le rodeó el cuello con el brazo y le cuchicheó algo al oído. Él dio grandes muestras de hallarse sorprendido, pero se veía que no lo estaba, pues se metió una mano en el bolsillo e introdujo algo en la de Trudi. Dinero, supongo. —Estuve a punto de preguntarle si estaba segura de que no era una jeringuilla hipodérmica, pero Maggie era demasiado ingenua para eso—. Luego se levantó, agarrando todavía su muñeca y se fue hasta un carrito de helados. Compró uno de cucurucho y echó a andar en línea recta hacia mí.
—¿Te marchaste?
—Levanté más la revista —repuso Maggie con dignidad—. Pero no necesitaba haberme molestado. Pasó de largo hacia otro carrito que había a unos veinte metros.
—¿Para admirar las muñecas?
—¿Cómo lo sabe?
Maggie parecía decepcionada.
—Parece como si todos los segundos carritos de Ámsterdam vendieran muñecas.
—Eso es lo que hizo. Las tocó, las acarició. El viejo del carrito intentó parecer enojado, pero ¿quién podría enojarse con una chica así? Ella dio la vuelta al carrito y después regresó al banco. Y durante todo el tiempo le ofrecía helado a la muñeca.
—Y no parecía importarle que la muñeca no quisiera. ¿Qué hacían, mientras tanto, la vieja y el pastor?
—Hablaban. Parecían tener mucho de que hablar. Luego, volvió Trudi, y siguieron hablando los tres. Después, el pastor dio unas palmaditas en la espalda a Trudi, se levantaron los tres, él saludó a la vieja, como usted dice, quitándose el sombrero, y se marcharon.
—Una escena idílica. ¿Se fueron juntos?
—No. El pastor se fue solo.
—¿Intentaste seguir a alguno de ellos?
—No.
—Buena chica. ¿Te siguió alguien a ti?
—Creo que no.
—¿Crees?
—Había un montón de gente que salía al mismo tiempo que yo. Cincuenta, sesenta personas, no sé. Sería estúpido decir que estaba segura de que no me vigilaba nadie. Pero nadie me ha seguido hasta aquí.
—¿Y Belinda?
—Hay un café casi enfrente del «Hostal París». Entraban y salían del hostal montones de chicas, pero yo iba ya por la cuarta taza de café cuando reconocí a una que había estado anoche en la iglesia. Una chica alta, pelirroja, llamativa, supongo que usted la llamaría...
—¿Cómo sabes lo que yo la llamaría? Anoche iba vestida de monja.
—Sí.
—Entonces, no pudiste ver si era pelirroja.
—Tenía un limar en el pómulo izquierdo.
—¿Y cejas negras? —intervino Maggie.
—Esa misma —corroboró Belinda.
Desistí. La creía. Cuando una muchacha atractiva examina a otra muchacha atractiva, sus ojos se convierten en telescopios de largo alcance.
La seguí hasta la Kalverstraat —continuó Belinda-Entró en unos grandes almacenes. Pareció pasearse al azar por la planta baja, pero no había nada de azar en sus movimientos, pues se detuvo en seguida ante un mostrador con el letrero de «souvenirs: sólo para exportación». La chica examinó con aire indiferente los artículos expuestos, pero me di cuenta de que estaba mucho más interesada en las muñecas que en ninguna otra cosa.
—Vaya, vaya, vaya —dije—. Otra vez muñecas. ¿Cómo te diste cuenta de que le interesaban?
—Me di cuenta, simplemente —respondió Belinda, con el tono de quien intenta describir varios colores a un ciego de nacimiento—. Luego, al cabo de un rato, empezó a examinar muy atentamente un grupo especial de muñecas. Después de titubear unos momentos, se decidió por fin, pero yo noté que no estaba titubeando en realidad. —Guardé un prudente silencio—. Habló con el dependiente, que escribió algo en un trozo de papel.
—El tiempo que...
—El tiempo que se tardaría en escribir una dirección normal —prosiguió ella, como si no me hubiera oído—. Luego, la chica le dio dinero y se marchó.
—¿La seguiste?
—No. ¿Soy buena chica yo también?
—Sí.
—Y no me siguió nadie.
—¿Ni te vigiló? En la tienda, quiero decir. Por ejemplo, algún hombre gordo de mediana edad...
Belinda soltó una risita.
—Montones de...
—Está bien, está bien. Montones de hombres gordos de mediana edad pasaron un montón de tiempo mirándote. Y no me extrañaría que también de jóvenes y delgados. —Hice una reflexiva pausa—. Casta y Susana, os adoro a las dos.
Intercambiaron una mirada.
—Bueno —dijo Belinda—. Eso está bien.
—Profesionalmente hablando, mis queridas muchachas, profesionalmente hablando. Unos informes excelentes, las dos. Belinda, ¿viste la muñecas que eligió la chica?
—Me pagan por ver cosas —respondió con gravedad.
La miré especulativamente, pero, al fin, lo solté.
—Muy bien. Era una muñeca con vestido tradicional de Huyler. Como la que vimos en el almacén.
—¿Cómo diablos lo sabe?
—Podría decir que tengo facultades psíquica«podría decir que soy un genio. La verdad es qué tengo acceso a ciertas fuentes de información que a vosotras os están vedadas.
—Bueno, entonces comparta esa información con nosotras —dijo Belinda.
—No.
—¿Por qué no?.
—Porque hay hombres en Ámsterdam que os podrían coger y meteros en un cuarto oscuro y haceros hablar.
Hubo una larga pausa. Luego, Belinda dijo:
—¿Y a usted no?
—Tal vez —admití—. Pero no les resultaría tan fácil meterme en ese cuarto oscuro. —Cogí un montón de facturas—. ¿Alguna de vosotras ha oído hablar alguna vez del Kasteel Linden? ¿No? Yo tampoco. Parece ser, sin embargo, que suministra a nuestros amigos Morgenstern y Muggenthaler gran cantidad de relojes de péndulo.
—¿Por qué relojes de péndulo? —preguntó Maggie.
—No lo sé —mentí—. Tal vez exista una relación. Le, había pedido a Astrid que tratara de descubrir el origen de un cierto tipo de reloj... Conocía a mucha gente del hampa. Pero se ha ido. Trataré de hacerlo yo mañana.
—Lo haremos hoy —dijo Belinda—. Podríamos ir a ese Kásteel y...
—Haced eso, y regresaréis a Inglaterra en el primer avión. Además, no quiero perder el tiempo sacándoos del fondo del foso que rodea a ese castillo. ¿Está claro?
—Sí, señor —dijeron sumisamente y al unísono.
Estaba resultando cada vez más turbadoramente claro que me consideraban más ladrador que mordedor.
Recogí los papeles y me levanté.
—Tenéis libre el resto del día. Os veré mañana por la mañana.
Curiosamente, no parecieron demasiado contentas de tener libre el resto del día.
—¿Y usted? —dijo Maggie.
—Un paseíto en coche por el campo. Para despejarme la cabeza. Luego, a dormir, o tal vez una excursión en bote esta noche.
—¿Uno de esos románticos cruceros nocturnos por los canales? —Belinda trató de hablar alegremente, pero no lo consiguió. Ella y Maggie parecían pensar en algo que a mí se me escapaba—. Necesitará alguien que vigile su espalda, ¿no? Iré yo.
—En otra ocasión. Pero no salgáis a los canales. No os acerquéis a los canales. No os acerquéis a los night-clubs. Y, sobre todo, no os acerquéis a los muelles ni a aquel almacén.
—Y usted no salga tampoco esta noche. —Miré a Maggie. En cinco años, nunca me había hablado con tal vehemencia, con tal fiereza incluso; y, desde luego, nunca me dijo lo que yo tenía que hacer. Me cogió del brazo, otra cosa insólita—. Por favor.
—¡Maggie!
—¿Tiene que dar ese paseo en bote?
—Vamos, Maggie...
—¿A las dos de la madrugada?
—¿Qué ocurre, Maggie? No es propio de ti...
—No lo sé. Sí, lo sé. Alguien parece estar caminando sobre mi tumba con botas de clavos.
—Dile que tenga cuidado dónde pisa.
Belinda avanzó un paso hacia mí.
—Maggie tiene razón. No debe salir esta noche.
—¿Tú también, Belinda?
—Por favor.
Había en el ambiente una extraña tensión que yo no podía ni siquiera empezar a comprender. Sus rostros eran suplicantes y había en sus ojos algo muy próximo a la desesperación, como si yo acabara de anunciar mi propósito de tirarme desde lo alto de un acantilado.
Belinda dijo:
—Lo que Maggie quiere decir es que no nos deje.
Maggie asintió.
—No salga esta noche. Quédese con nosotras.
—¡Oh, al diablo! —exclamé—. La próxima vez que necesite ayuda en el extranjero voy a traerme un par de chicas gordas y fuertes.
Hice ademán de dirigirme a la puerta, pero Maggie se interpuso en mi camino, levantó los brazos y me besó. Un instante después, Belinda hizo lo mismo.
Abrí la puerta y me volví para ver si se mostraban de acuerdo conmigo. Pero no dijeron nada, estaban inmóviles, con un curioso aire de desamparo. Moví la cabeza con irritación, y me marché.
En el camino de regreso al «Rembrandt» compré papel oscuro y cordel. En la habitación del hotel utilicé ambas cosas para envolver las ropas ya bastante mejoradas de la mojadura de la noche anterior, escribí un nombre y una dirección ficticios en el paquete y bajé. El ayudante de recepción estaba en su puesto.
—¿Dónde está la oficina de Correos más próxima? —pregunté.
—Mi querido Mr. Sherman. —El ceremonioso y amistoso saludo era automático, pero había dejado ya de sonreír—. Podemos ocuparnos nosotros de eso.
—Gracias, pero quiero certificarlo personalmente.
—Ah, comprendo.
No comprendía en absoluto, pues, simplemente, yo quería que se enarcaran cejas o se fruncieran frentes al ver a Sherman salir con un gran paquete debajo del brazo. Me dio la dirección que le pedía y que no necesitaba.
Puse el paquete en el portaequipajes del coche de la Policía y atravesé la ciudad y los suburbios hasta salir al campo, en dirección Norte. Sabía que estaba rodando a lo largo de las aguas del Zuiderzee, pero no podía verlas a causa del alto dique de contención que corría a la derecha de la carretera. Tampoco había gran cosa que ver a la izquierda: la campiña holandesa no es paisaje que haga extasiarse a los turistas.
Al poco rato, pasé junto a un letrero que decía: «Huyler, 5 Kms.» Varios cientos de metros más allá torcí a la izquierda, y poco después detuve el coche en la plaza de un pueblecito de tarjeta postal. La plaza tenía su oficina de Correos, y frente á ella había una cabina telefónica. Cerré con llave el portaequipajes y las portezuelas del coche y lo dejé allí.
Retrocedí hasta la carretera principal, la crucé y trepé por la cuesta del dique, cubierto de hierba, hasta que pude asomarme al Zuiderzee. Bajo el sol poniente, una fresca brisa ponía destellos azules y blancos en las aguas, pero, como paisaje, no se podía decir mucho más en favor de aquella extensión de agua, pues la tierra circundante era tan baja que cuando se la veía —que no era siempre— parecía una simple línea negra en el horizonte. El único detalle distintivo era una isla situada al Nordeste, a cosa de un kilómetro y medio de la costa.
Aquélla era la isla de Huyler, y ni siquiera era una isla. Lo había sido, pero algún ingeniero había construido una carretera que la unía al continente para exponer más plenamente a los isleños a los beneficios de la civilización y del comercio turístico. La carretera, de asfalto, había sido asentada sobre una especie de arrecife artificial.
Y la isla misma tampoco podía describirse como algo extraordinario. Era tan baja y llana, que parecía como si pudiera desaparecer bajo cualquier ola un poco grande, pero su llanura se hallaba aliviada por varias granjas, algún que otro granero holandés de gran tamaño y, en la costa occidental de la isla, un pueblo acurrucado en torno a un pequeño puerto. Y, naturalmente, tenía sus canales. Eso era todo lo que había que ver, así que volví a bajar, regresé a la carretera, caminé por ella hasta llegar a una parada de autobús y cogí el primer vehículo que pasó en dirección a Ámsterdam.
Opté por cenar temprano, ya que no esperaba tener muchas oportunidades de comer durante la noche, y abrigaba la sospecha de que, cualquier cosa que fuera lo que el destino me reservase aquella noche, sería mejor que no me encontrara con el estómago pesado. Y luego me metí en la cama, pues tampoco esperaba poder dormir mucho esa noche.
El despertador sonó a las doce y media. No me sentía particularmente descansado. Me puse un traje oscuro, jersey azul de cuello alto, zapato» negros con suela de goma y una chaqueta de lona oscura. Introduje la pistola en una bolsa de hule con cremallera y la guardé en la funda sobaquera. Metí dos cargadores de repuesto en una bolsa similar, que guardé en un bolsillo con cremallera de la chaqueta. Miré con deseo a la botella de whisky que había sobre el aparador y decidí finalmente, no beber. Salí.
Salí, como ya era casi una segunda naturaleza en mí, por la escalerilla de incendios. Abajo, la calle estaba desierta» como de costumbre, y, al abandonar el hotel, sabía que no me seguía nadie. No era necesario que nadie me siguiese, pues los que me querían mal sabían adónde iba y dónde podrían esperar encontrarme. Yo sabía que ellos lo sabían. Lo que esperaba era que nadie supiera que lo sabía.
Decidí ir andando porque ya no tenía coche y porque me había vuelto alérgico a los taxis de Ámsterdam. Las calles estaban desiertas, al menos las calles por las que yo iba. Parecía una ciudad muy tranquila y pacífica.
Llegué a la zona de los muelles, me orienté y continué avanzando hasta situarme al abrigo de la oscura sombra de un cobertizo. La esfera luminosa de mi reloj indicaba que eran las dos menos veinte. El viento había aumentado en intensidad y se había vuelto mucho más frío, pero no llovía, aunque se palpaba la lluvia en el aire. Percibía su aroma por encima de los fuertes y nostálgicos olores a mar, a brea, a cuerdas y a todas las demás cosas que hacen oler del mismo modo a todas las zonas portuarias del mundo. Jirones de nubes oscuras se deslizaban por el délo, sólo ligeramente menos oscuro, dejando entrever de vez en cuando un pálido cuarto de luna, y, más a menudo, oscureciéndolo, pero aun cuando la luna estaba oculta nunca era absoluta la oscuridad, pues siempre había trozos de cielo estrellado.
En los intervalos de relativa claridad, miré hacía el puerto, que se extendía a lo lejos. Se veían literalmente centenares de barcazas en aquel pueril puerto uno de los más importantes del mundo en este aspecto, que iban desde las pequeñas lanchas hasta las macizas gabarras del Rin, todas amontonadas en una contusión aparentemente inextricable. Yo sabía que esa confusión era más aparente que real. Las barcazas estaban hacinadas unas contra otras, pero, aunque ello exigiera complicadas maniobras, todas tenían acceso a un estrecho sendero marítimo, que podría encontrarse con otros dos o tres, progresivamente más anchos, antes de llegar a aguas libres. Las barcazas se hallaban unidas a tierra por una serie de largos pontones flotantes, que, a su vez, tenían otros pontones más estrechos unidos a ellos formando ángulos rectos.
La luna se ocultó tras una nube. Salí de entre las sombras a uno de los pontones centrales. Con mis zapatos de goma caminaba sigilosamente sobre la madera húmeda, pero, aunque hubiera llevado botas de clavos, dudo que alguien —fuera de los que abrigaban malas intenciones respecto a mí— habría reparado en absoluto en mi presencia, ya que, si bien todas las barcazas estaban habitadas por sus tripulantes y, en muchos casos, también por sus familias, solo se veían dos o tres cabinas iluminadas, dispersas entre los centenares de embarcaciones allí atracadas: y, aparte de la débil salmodia del viento y los suaves crujidos y roces de las amarras, el silencio era total. El puerto de barcazas era una ciudad por sí solo, y la ciudad estaba dormida.
Había recorrido la tercera parte del pontón principal, cuando asomó la luna. Me detuve y miré a mí alrededor.
A unos cincuenta metros por detrás de mí, dos hombres avanzaban en mi dirección, decididamente y en silencio. No eran más que unas sombras, meras siluetas, pero pude ver que la forma de sus brazos derechos era más larga que la de sus brazos izquierdos. Llevaban algo en la mano derecha. No me sorprendió ver esos objetos en sus manos, como no me había sorprendido verles a ellos.
Miré rápidamente a mi derecha. Dos hombres más avanzaban desde tierra por el pontón que corría paralelamente a la derecha. Se hallaban a la altura de los de mi mismo pontón.
Miré a la izquierda. Dos hombres más, dos oscuras siluetas en movimiento. Admiré su coordinación.
Me volví y continué caminando hacia el puerto. Al mismo tiempo, saqué la pistola de su funda, retiré la cubierta impermeable, volví a cerrar la cremallera y guardé la bolsa de hule en un bolsillo de la chaqueta, provisto, asimismo, de cremallera. La lima se ocultó tras una nube. Eché a correr, al tiempo que miraba hacia atrás por encima del hombro. Los tres pares de hombres habían echado también a correr. Avancé unos cuantos metros y miré de nuevo. Los dos hombres de mi pontón se habían detenido y me estaban apuntando con sus pistolas, o al menos eso me pareció, porque era difícil ver a la luz de las estrellas, pero quedé convencido un momento después al brillar en la oscuridad largas llamaradas rojas, si bien no se oyó sonido de disparos, lo cual era perfectamente comprensible, ya que nadie en su sano juicio querría sembrar la alarma, si podía evitarlo, entre cientos de rudos barqueros holandeses, alemanes y belgas. Sin embargo, no parecía importarles alarmarme a mí. La luna volvió a esconderse y eché nuevamente a correr.
La bala que me alcanzó causó más daño a mis ropas que a mí mismo, aunque el súbito y ardiente dolor que sentí en el hombro derecho me hizo llevar involuntariamente a él la otra mano. Ya estaba bien. Me desvié del pontón principal, salté a una barcaza que se hallaba amarrada a otro pequeño pontón situado perpendicularmente al mío y corrí sigilosamente por su cubierta hasta refugiarme, en su popa, tras la timonera. Una vez allí, miré cautelosamente por la esquina.
Los dos hombres del pontón central se habían detenido y estaban haciendo urgentes señales a sus compañeros de la derecha, indicándoles que me rebasaran para rodearme y, con toda probabilidad, me disparasen por la espalda. Pensé que tenían unas ideas muy limitadas acerca de lo que era jugar limpio y con deportividad, pero no se podía dudar de su eficiencia. Estaba claro que, si habían de cazarme —y las probabilidades que tenían de ello me parecían bastante buenas—, sería mediante aquel método de rodeo o cerco, y, sin duda, sería excelente cosa para mí que pudiera disuadirles de su idea lo antes posible; así, pues, prescindí por el momento de los dos hombres del pontón central, suponiendo, esperaba que acertadamente, que se quedarían donde estaban y esperarían a que los otros me cogieran desprevenido por la espalda, y me volví hacia el pontón de la izquierda.
Los vi al cabo de cinco segundos, no corriendo, sino andando lentamente y escrutando en las sombras proyectadas a la luz de la luna por las timoneras y las cabinas de las embarcaciones, lo cual era bastante temerario, o, simplemente, estúpido, pues yo me encontraba agazapado en las sombras más densas que había hallado, mientras que, por el contrario, ellos estaban casi brutalmente iluminados por la luz de la luna, y los vi mucho antes de que ellos me vieran a mí. Dudo, incluso, de que llegaran a verme. Uno de ellos, desde luego que no, pues jamás volvió a ver nada. Debía de estar muerto antes de caer sobre el pontón y deslizarse, con una curiosa ausencia de ruido, no más que un sibilante chapoteo, en las aguas del puerto. Apunté para un segundo disparo, pero el otro hombre, reaccionando con mucha rapidez, había desaparecido de mi línea de mira antes de que yo pudiera apretar otra vez el gatillo. Se me ocurrió que mi deportividad era menor aún que la de ellos, pero aquella noche yo tenía ganas de cazar patos.
Me volví, avancé de nuevo y atisbé por el borde de la timonera. Los dos hombres del pontón central no se habían movido. Quizá no sabían lo que había sucedido. Estaban a demasiada distancia para acertarles de noche con una pistola, pero apunté cuidadosamente y lo intenté de todos modos. Pero aquel pato estaba demasiado lejos. Oí Una exclamación de dolor y vi que uno de los hombres se agarraba la pierna, pero por la presteza con que siguió a su compañero y saltó del pontón al abrigo de una barcaza, no podía estar muy malherido. La luna volvió a ocultarse tras una nube, una nube muy pequeña, pero la única que habría en uno o dos minutos, y me habían localizado. Me deslicé a lo largo de la barca, alcancé el pontón y eché a correr en dirección al puerto.
No había avanzado ni diez metros cuando aquella maldita luna volvió a hacer acto de presencia. Me abalancé al suelo, cayendo de modo que miraba hacia tierra, y me aplasté cuanto pude. A mi izquierda, el pontón se hallaba desierto, lo que no era de extrañar, ya que la confianza del hombre superviviente debía de haber quedado muy afectada. Miré a la derecha. Los dos hombres estaban mucho más cerca que los dos que tan prudentemente acababan de abandonar el pontón central, y, por el hecho de que continuaban avanzando con aire decidido y confiado, se notaba que ignoraban aún que uno de los suyos se hallaba en el fondo del agua, pero fueron tan rápidos en aprender las virtudes de la prudencia como lo habían sido los otros tres, pues desaparecieron del pontón en cuanto les solté dos rápidos balazos, que fallaron ostensiblemente el blanco. Los dos hombres que habían estado en el pontón central estaban regresando cautelosamente a él, pero se hallaban demasiado lejos para que me inquietaran, y yo a ellos.
Este mortal juego del escondite continuó otros cinco minutos, corriendo, ocultándome, lanzando un disparo, volviendo a correr, mientras ellos seguían aproximándose inexorablemente a mí. Ahora se mostraban muy circunspectos, corriendo el mínimo de riesgos y aprovechando inteligentemente su superioridad numérica, atrayendo uno o dos de ellos mi atención, mientras los otros se deslizaban desde el abrigo de una barca hasta la siguiente. Yo me daba cuenta con toda frialdad de que si no hacía algo distinto, y lo hacía muy pronto, aquel juego sólo podía tener un final, y un final muy próximo.
Entre todos los inapropiados momentos para hacerlo, elegí varias de las breves ocasiones que pasé escondiéndome detrás de cabinas y timoneras para pensar en Belinda y Maggie. Me pregunté si todo aquello sería la causa de que se hubieran comportado de modo tan extraño la última vez que las había visto. ¿Habían adivinado, o sabido por algún proceso intuitivo peculiarmente femenino, que me iba a suceder algo parecido y cuál iba a ser su fin, y no se habían atrevido a decírmelo?
Menos mal, pensé* que ahora no podían verme, pues no sólo habrían visto que tenían razón, sino que su fe en la infalibilidad de su jefe se habría conmovido hasta sus cimientos. Me sentía desesperado y suponía que también debía de parecerlo; yo había esperado encontrar un hombre armado de una pistola rápida o de un cuchillo más rápido aún aguardando en mi acecho, y creo que habría podido habérmelas con él, y con un poco de suerte incluso con dos; pero no había esperado esto. ¿Qué le había dicho a Belinda a la salida del almacén? «El que lucha y huye vive para luchar otro día.» Pero yo no tenía sitio para huir, pues me hallaba sólo a unos veinte metros del final del pontón. Era una macabra sensación la de verse perseguido hasta la muerte como un animal salvaje o un perro rabioso, mientras centenares de personas dormían a mi alrededor en un radio de cien metros, y todo lo que yo tenía que hacer para salvarme era desenroscar mi silenciador y disparar dos tiros al aire, y, en unos segundos, el puerto entero habría sido un puro clamor. Pero me resistía a ello, pues lo que tenía que hacer debía ser hecho aquella noche, y sabía que aquélla era la última oportunidad que tendría jamás. Después de aquella noche, mi vida en Ámsterdam no valdría ni un penique. No podría inducirme a hacerlo si me quedara aun la más remota probabilidad imaginable. Pero creo que no la había, no lo que un hombre en su sano juicio llamaría una probabilidad. Y no creo que yo estuviera entonces en mi sano juicio.
Miré mi reloj. Las dos menos seis minutos. El tiempo casi se había agotado. Miré al cielo. Una pequeña nube avanzaba hacia la luna, y éste seria el momento que ellos elegirían para el siguiente y, casi con toda seguridad, último asalto: tendría que ser el momento que yo eligiera para mi siguiente y último desesperado intento de escapar. Miré a la cubierta de la barcaza: llevaba una carga de chatarra, y cogí un pedazo de metal. Calculé de nuevo la dirección de aquella nubecilla oscura, que parecía haberse empequeñecido aún más. Su centro no iba a pasar directamente sobre la luna, pero tendría que servir.
Me quedaban cinco cartuchos en mi segundo cargador, y los disparé en rápida sucesión hacia donde sabía, o suponía, que se habían guarecido mis perseguidores. Esperaba que esto les contuviera unos segundos, pero me parece que no lo creía de veras. Rápidamente, volví a meter la pis— tola en la bolsa impermeable, corrí la cremallera y, para más seguridad, la guardé, no en la funda, sino en un bolsillo con cremallera de mi chaqueta, corrí unos pasos por cubierta, subí a la borda y salté al pontón central. Forcejeé desesperadamente para mantener el equilibrio y, mientras lo hacía, advertí que aquella maldita nube había pasado de largo ante la luna.
De súbito, me sentí muy tranquilo porque ya no me quedaba ninguna opción. Eché a correr, puesto que ninguna otra cosa podía hacer, zigzagueando vertiginosamente para dificultar la puntería de mis perseguidores. Media docena de veces en menos de tres segundos oí unos sordos sonidos —estaban ya muy cerca—, y por dos veces sentí que unas manos invisibles me estiraban con violencia de la ropa. De pronto, eché la cabeza hacia atrás, levanté los brazos y el trozo de metal salió dando vueltas hacia el agua, derrumbándome pesadamente sobre el pontón antes de que se oyera su chapoteo. Me puse en pie tambaleándome, permanecí así un instante, me llevé las manos a la garganta y caí de espaldas en el canal. Hice una inspiración tan profunda como me fue posible y contuve el aliento.
El agua estaba fría, pero no demasiado, era opaca y no muy profunda. Mis pies tocaron lodo, y los mantuve de este modo. Empecé a exhalar, lenta y cuidadosamente, administrando mis reservas de aire, que, a buen.seguro, no eran muy grandes, ya que yo no me dedicaba con frecuencia a esa clase de prácticas. A menos que yo hubiera calculado mal la ansiedad de mis perseguidores por deshacerse de mí —y no era ése el caso—, los dos hombres del pontón central habrían estado escrutando esperanzadamente el punto en que yo me había esfumado antes de que transcurrieran cinco segundos desde mi desaparición. Confiaba en que extrajeran conclusiones erróneas del lento reguero de burbujas que se elevaba hasta la superficie del agua, y que las extrajeran pronto, pues no podía aguantar así mucho más tiempo.
Después de lo que me parecieron cinco minutos, y, probablemente, no eran más que treinta segundos, dejé de exhalar y de enviar burbujas a la superficie por la sencilla razón de que ya no me quedaba en los pulmones más aire que exhalar. Ahora empezaban a dolerme los pulmones, casi podía oír los latidos de mi corazón —podía sentirlo, desde luego-> batiendo en un pecho vacío, y me escocían los oídos. Me desasí del lodo y nade hacia mi derecha, esperando haberme orientado bien. Así era. Mi mano entró en contacto con la quilla de una barcaza, me impulsé bajo ella y nadé luego hasta la superficie.
No creo que habría podido permanecer bajo el agua ni siquiera unos segundos más sin asfixiarme. La verdad es que, cuando emergí a la superficie, necesité una considerable fuerza de voluntad para no llenarme de aire los pulmones con una bocanada que podría haber sido oída en casi todo el puerto, pero en ciertas circunstancias, como cuando la propia vida depende de ello, uno puede desplegar una fuerza de voluntad realmente considerable, y yo lo hice con varias largas pero silenciosas inspiraciones.
Al principio no pude ver nada, pero eso se debía solamente a que la aceitosa película que cubría la superficie del agua había pegado momentáneamente mis párpados. Me libré de ese estorbo, pero no había gran cosa que ver, sólo el negro casco de la barcaza tras la que estaba escondido, el pontón principal frente a mí y otra barcaza situada paralelamente a unos tres metros de distancia. Pude oír voces, un leve murmullo de voces. Nadé cautelosamente hasta la popa de la barcaza, me agarré al timón y atisbé por el otro lado. Dos hombres, uno de ellos con una linterna, escrutaban desde el pontón el lugar por donde yo acababa de desaparecer: las aguas estaban satisfactoriamente oscuras e inmóviles.
Los dos hombres se enderezaron. Uno de ellos se encogió de hombros e hizo un ademán con las palmas de las manos vueltas hacia arriba: el otro asintió con la cabeza y se frotó suavemente la pierna. El primero levantó los brazos y los cruzó dos veces por encima de su cabeza, primero a su izquierda luego a su derecha. Mientras lo hacía, se oyeron muy cerca los entrecortados estampidos de un motor «Diesel» al ponerse en marcha. Era evidente que ninguno de los dos hombres prestaba mayor atención a aquel sonido, pues el que había hecho la señal cogió del brazo al otro y le guió hacia tierra, cojeando acusadamente, a la mayor velocidad que le fue posible.
Yo me icé a bordo de la barcaza, lo que parece un ejercicio muy sencillo, pero, cuando la borda se halla a más de un metro de distancia del agua, puede resultar casi una imposibilidad, como así ocurrió. No obstante", por fin lo conseguí, con la ayuda del cable de popa, pasé por encima de la borda y permanecí allí tendido durante medio minuto, jadeando como una ballena varada, antes de que una combinación de una incipiente recuperación del total agotamiento y una creciente sensación de urgencia me hiciera ponerme de nuevo en pie y dirigirme hacia la proa de la barcaza y el pontón principal.
Los dos hombres que hacía tan poco tiempo habían tratado de eliminarme y se hallaban ahora, sin duda, llenos de la satisfacción que dimana del deber cumplido no eran ya más que dos confusas sombras que se fundían con las sombras, más intensas aún, de las edificaciones de los muelles. Subí al pontón y permanecí allí acurrucado un momento, hasta que localicé el punto donde zumbaba el motor «Diesel». Luego, me agaché y corrí velozmente a lo largo del pontón hasta llegar al lugar en que la barcaza estaba amarrada a un pontón lateral, dejándome caer primero sobre las manos y las rodillas y avanzando luego sobre éstas y los codos antes de escrutar por el borde del pontón.
La barcaza, de unos veinticinco metros de eslora, era ancha y carecía casi por completo de belleza de líneas. Las tres cuartas partes de proa de la embarcación estaban enteramente ocupadas por bodegas cubiertas de listones, venía luego la timonera y, después, a popa y junto a aquélla, la parte destinada a la tripulación. A través de las ventanas cubiertas de cortinas, brillaban luces amarillas. Un hombre corpulento y tocado con una picuda gorra estaba asomado a una ventana de la timonera, hablando con un miembro de la tripulación que se disponía a subir al pontón lateral para largar amarras.
La popa de la barcaza estaba junto al pontón principal en que yo me hallaba echado. Esperé hasta que el tripulante hubo subido al pontón lateral y se alejara para soltar las amarras de proa. Salté luego a la popa de la barcaza y me acurruqué tras la cabina, hasta que oí el ruido producido por las cuerdas al ser echadas a bordo y el sordo sonido de pies sobre madera al saltar el hombre desde el pontón lateral. Avancé en silencio hasta llegar a una escala de hierro sujeta al extremo de proa de la cabina, trepé por ella y me tendí en el inclinado techo de la timonera. Se encendieron las luces de navegación, pero ello no entrañaba motivo de preocupación: estaban colocadas a ambos lados del techo de la timonera de tal modo que producían el confortante efecto de dejar el lugar en que yo me encontraba en una sombra comparativamente más intensa.
Aumentó el ruido del motor, y el pontón lateral se alejó lentamente a popa. Me pregunté fríamente si no habría saltado de la sartén para caer en el fuego.