CAPITULO IV

Pasé la tarde en el hotel, examinando los dossiers, minuciosamente ordenados y documentados, que me habían sido entregados en el despacho del coronel De Graaf. Incluían todos los casos conocidos de ingestión de drogas y procesos a ellas referidos, fructuosos o no, que habían tenido lugar en Ámsterdam en los dos últimos años. Constituían una lectura muy interesante, es decir, si se tenía interés en la muerte, la degradación, di suicidio, los hogares destrozados y las carreras arruinadas. Pero nada de eso era para mí. Me pasé una hora tratando en vano de reordenarlos y relacionarlos de otros modos entre sí» pero ninguna pauta significativa comenzó siquiera a aparecer. Desistí. Mentes expertas como las de De Graaf y Van Gelder debieron de invertir muchísimas horas en el mismo estéril pasatiempo, y si ellos no habían logrado establecer ninguna forma de pauta o ilación, pocas esperanzas tenía yo de conseguirlo.

Al anochecer, bajé al vestíbulo y entregué mi llave. La sonrisa del ayudante de recepción que se hallaba tras el mostrador carecía de la helada calidad del titular; era deferente, incluso parecía como si se estuviera excusando. Evidentemente, se le había instruido en él sentido de que probara una nueva táctica conmigo.

—Buenas noches, buenas noches, Mr. Sherman.-Una afable forma de congraciarse, que me resultaba más indiferente aún que su comportamiento normal—. Me temo que debí de parecerle un poco brusco anoche, pero...

—Olvídelo, amigo mío, olvídelo. —No pensaba dejar que ningún recepcionista de hotel me superase en amabilidad—. Era perfectamente comprensible, dadas las circunstancias. Debió de ser una terrible impresión para usted. —Volví la vista hacia la lluvia que caía al otro lado de los ventanales—. Las guías de turistas no mencionaban esto.

Sonrió expresivamente, como si no hubiera oído mil veces la misma tonta observación, y, luego, dijo taimadamente:

—No es una noche apropiada para su paseíto inglés, Mr. Sherman.

—Qué le vamos a hacer. Tengo que ir a Zaandam.

—Zaandam —repitió, haciendo una mueca—. Mis condolencias, Mr. Sherman.

Evidentemente, sabía mucho más que yo acerca de Zaandam, lo cual no era de extrañar, pues yo acababa de tomar el nombre al azar de un plano.

Salí a la calle. Indiferente a la lluvia, el organillo seguía chirriando estridentemente. Aquella noche le tocaba el turno a Puccini, que estaba siendo terriblemente maltratado. Me dirigí hacia el organillo y permanecí allí unos momentos, no tanto escuchando la música, pues no había ninguna que escuchar, como mirando a un puñado de demacrados y mal vestidos jovenzuelos —espectáculo nada corriente en Ámsterdam, cuyos habitantes parecen muy poco propensos a la demacración— que se inclinaban con los codos apoyados en el organillo y parecían sumergidos en éxtasis. Mis pensamientos fueron interrumpidos por una cascada voz que sonó a mi espalda.

—¿Le gusta la música a Mynheer [1]?

Me volví. El viejo me sonreía tímidamente.

—Me encanta la música.

—A mí también, a mí también.

Le miré fijamente, pues, según la naturaleza de las cosas, su hora debía de estar próxima y podía no haber perdón para aquella afirmación. Le sonreí, como lo haría un melómano a otro.

—Pensaré en usted esta noche. Voy a la ópera,

— Mynheer es muy amable.

Dejé caer dos monedas en la lata que había aparecido misteriosamente bajo mi nariz.

— Mynheer es muy amable.

Habida cuenta de las sospechas que abrigaba respecto a él, yo pensé lo mismo, pero sonreí caritativamente y, volviendo a cruzar la calle, le hice una seña al portero: con la masónica prestidigitación que sólo conocen los porteros de hotel, materializó un taxi de la nada. Le dije «Aeropuerto Schiphol», y subí.

Emprendimos la marcha. Pero no la emprendimos solos. Al llegar al primer semáforo, a veinte metros del hotel, miré por el cristal posterior. A dos coches de distancia por detrás de nosotros, vi un taxi amarillo «Mercedes», un taxi que reconocí como uno de los que solían estar en la parada próxima al hotel. Se encendió la luz verde, y enfilamos la Vijzelstraat. El «Mercedes» amarillo hizo lo mismo.

Le toqué en el hombro al conductor.

—Pare aquí, por favor. Quiero comprar tabaco.

Salí. El «Mercedes» estaba detrás de nosotros se detuvo. Nadie subió ni bajó de él. Entré en el vestíbulo de un hotel, compré unos cigarrillos que no necesitaba y volví a subir. El «Mercedes» continuaba allí. Reemprendimos la marcha, y, al cabo de unos momentos, le dije al conductor:

—Tuerza a la derecha por la Prinsengracht.

—Por ahí no se va a Schiphol —protestó él.

—Es por donde yo quiero ir. Tuerza a La derecha.

Lo hizo, y también el «Mercedes».

—Pare.

Paró. El «Mercedes» paró también. La coincidencia es la coincidencia, pero aquello era ridículo. Bajé del taxi, me dirigí al «Mercedes» y abrí la portezuela. El conductor era un hombre pequeño y gordo, con un flamante traje azul y aire sospechoso.

—Buenas noches. ¿Está libre?

—No.

Me miró de arriba abajo, adoptando priméis un aire de tranquila preocupación y, luego, de insolente indiferencia, pero no se le daba bien ninguno de los dos papeles.

—Entonces ¿por qué ha parado?

—¿Hay alguna ley que le prohíba a un hombre fumar un pitillo?

—Ninguna. Sólo que usted no está fumando. ¿Conoce la jefatura de Policía de la Marnixstraat? —La súbita falta de entusiasmo que se mostró en su cara reveló que la conocía demasiado bien—. Le sugiero que vaya, allí, pregunte por el coronel De Graaf o el inspector Van Gelder y les dice que quiere presentar una denuncia contra Paul Sherman, habitación 616, «Hotel Rembrandt».

—¿Denuncia? —dijo cautelosamente—. ¿Qué denuncia?

—Dígales que le quitó las llaves del encendido de su coche y que las arrojó al canal. —Cogí las llaves y las tiré al canal, en cuyas aguas produjeron un chasquido al desaparecer para siempre en las profundidades del Piinsengracht—. Y no me ande siguiendo —añadí

Y cerré la portezuela de un modo apropiado para que sirviera de punto final a nuestra breve conversación, pero los «Mercedes» son coches bien hechos, y la portezuela no se desprendió.

De vuelta en mi taxi, esperé hasta que regresamos a la carretera principal, y entonces lo mandé parar.

—He decidido ir andando —dije, y pagué lo que marcaba el taxímetro.

—¡Cómo! ¿A Schiphol?

Le dirigí la clase de tolerante sonrisa que podía esperarse de un experto andarín cuyas proezas son puestas en duda, esperé hasta que hubo desaparecido de la vista, subí a un tranvía del disco 16 y me apeé en el Dam. Esperándome bajo la marque— tina de la parada, estaba Belinda, vestida con un abrigo oscuro y con un pañuelo también oscuro sobre su rubia cabellera. Parecía empapada y aterida.

—Se ha retrasado —dijo con tono acusador.

—No critiques nunca a tu jefe, ni siquiera implícitamente. Las clases dirigentes tienen cosas que atender.

Cruzamos la plaza, volviendo sobre los pasos que el hombre gris y yo habíamos seguido la noche anterior, y bajamos por la Krasnapolsky y a lo largo de Oudezjids Voorburgwal, flanqueado de árboles, zona que es uno de los focos culturales de Ámsterdam, pero Belinda no parecía estar de humor para la cultura. Muchacha mercurial, aquella noche parecía ensimismada y distante, y el silencio no resultaba nada grato. Belinda tenía algo en la cabeza, y, por lo que conocía de ella, mi impresión era que tarde o temprano me lo haría saber. Estaba en lo cierto.

—En realidad, para usted no existimos, ¿verdad? —dijo de pronto.

—¿Quién no existe?

—Yo, Maggie, todas las personas que trabajamos para usted. Sólo somos cifras.

—Bueno, ya sabes cómo es esto —dije en tono tranquilizador—. El capitán del buque nunca se mezcla socialmente con la tripulación.

—Eso es lo que quiero decir. Eso es lo que digo. En realidad, no existimos para usted. No somos más que muñecas destinadas a ser manipuladas para alcanzar ciertos fines. Cualquier otro muñeco serviría igual.

—Estamos aquí para realizar un trabajo muy desagradable, y lo único que importa es conseguir ese objetivo. Las personalidades deben quedar al margen. Olvidas que soy tu jefe, Belinda. La verdad es que no creo que debieras hablarme de ese modo —dije con toda suavidad.

—Yo le hablaré como me dé la gana. —No sólo mercurial, sino también fogosa; Maggie nunca habría soñado en hablarme así. Reflexionó unos instantes y añadió, más sosegadamente—: Lo siento. No debí hablarle así. Pero ¿tiene usted que tratarnos de esa..., de esa forma despegada y distante, sin establecer nunca contacto con nosotras? Somos personas, ¿sabe?, pero no para usted. Usted pasaría mañana a raí lado por la calle y no me reconocería. No se fija usted en nosotras.

—Oh, ya lo creo que me fijo. Tú misma, por ejemplo. —Me abstuve cuidadosamente de mirarla mientras caminábamos, aunque sabía que ella me estaba observando atentamente—. Chica recién llegada a Estupefacientes. Experiencia limitada en el «Deuxième Bureau», París. Abrigo azul marino, pañuelo del mismo color moteado de edelweiss blancos, medias blancas de punto hasta la rodilla, zapatos de tacón liso con hebilla, estatura 1´63, con una figura, por citar a un famoso escritor americano, que le haría a un obispo dar una patada a una vidriera de colores, hermoso rostro, cabello rubio platino que parece seda hilada cuando resplandece al sol, cejas negras, ojos verdes, perceptiva y, lo mejor de todo, empezando a preocuparse por su jefe, especialmente por su falta de humanidad. Oh, lo olvidaba. Esmalte de uñas resquebrajado en el tercer dedo de la mano izquierda y una sonrisa devastadora, realzada, si ello es posible, por un colmillo superior izquierdo ligeramente torcido.

—¡Vaya! —Quedó sin habla irnos instantes, lo cual me estaba empezando a parecer que no le iba en absoluto. Se miró la uña en cuestión, y, en efecto, el esmalte estaba resquebrajado; luego, se volvió hacia mí con una sonrisa que era tan devasta— dora como yo había dicho—. Quizá lo hace. —Hacer ¿qué? —Ocuparse de nosotras.

—Claro que me ocupo. —Estaba empezando a confundirme con Sir Galahad, y eso podía ser mala cosa—. Todas mis operarías del grado uno, jóvenes y bien parecidas, son como hijas para mí.

Hubo una larga pausa; luego, ella murmuró algo, muy sotto voce, pero que a mí me sonó como «sí, papá».

—¿Qué has dicho? —pregunté con suspicacia.

—Nada. Nada.

—Enfilamos la calle en que se hallaba situado el local de «Morgenstern y Muggenthaler». Esta mi segunda visita a aquel lugar confirmó plenamente la impresión que me había formado la noche anterior. Parecía más sombrío que nunca, más desolado y amenazador, los adoquines y el pavimento más resquebrajados que antes, y las cunetas más llenas de basura. Incluso las picudas casas parecían más próximas unas a otras; daba la sensación de que un día más y se tocarían,

Belinda se detuvo en seco y me cogió del brazo derecho. Me volví hacia ella. Estaba mirando hacia arriba, con los ojos abiertos de par en par, y yo seguí su mirada hacia los distantes aleros, donde I las vigas-grúa se recortaban sobre el cielo nocturno. Me di cuenta de que percibía la sensación de algo maligno, y también yo la sentía.

—Éste tiene que ser el lugar —murmuró—. Sé que tiene que ser éste.

—Éste es el lugar —dije con naturalidad—. ¿Qué tiene de malo?

Ella, retiró la mano como si yo hubiera dicho algo ofensivo, pero se la cogí, puse su brazo bajo el mío y le sujeté con fuerza la mano. Ella no hizo ningún intento para desasirse.

—Es... es tan sórdido... ¿Qué son esas cosas horribles que asoman bajo los aleros?

—Vigas-grúa. En los viejos tiempos, las casas de este barrio tenían limitada la anchura de su fachada, por lo que los ahorrativos holandeses construían sus casas extraordinariamente estrechas. Por desgracia, esto obligaba a que sus escaleras fuesen más estrechas aún. De ahí las vigas-grúa para los objetos voluminosos, subir pianos, bajar ataúdes..., esa clase de cosas.

—¡Calle! —exclamó, levantando los hombros y estremeciéndose involuntariamente—. Es un lugar horrible. Esas vigas..., parecen patíbulos. Éste es un lugar al que la gente viene a morir.

—Tonterías, chiquilla —dije en tono jovial. A lo largo de mi espina dorsal sentía que unos afilados dedos de hielo tocaban la Marcha fúnebre de Cho— pin, y me invadió de pronto el deseo de poder escuchar la grata y nostálgica música del organillo situado frente al «Rembrandt»: probablemente, yo me alegraba de apoyarme en la mano de Belinda tanto como ella en la mía—. No debes dejarte llevar de tu imaginación gala.

—No estoy imaginando cosas respondió ella con aire sombrío, estremeciéndose de nuevo—. ¿Teníamos que venir a este horrible lugar?

Se estremecía ahora de un modo violento y continuo, convulsivamente, y, aunque hacía frío, no era para tanto.

—¿Recuerdas el camino por donde hemos venido? —pregunté. Ella asintió con la cabeza, desconcertada, y yo respondí—: Vuélvete al hotel; después me reuniré contigo.

—¿Que vuelva al hotel?

—No me pasará nada. Anda, vete.

Soltó su mano de la mía y, antes de que yo pudiera darme cuenta de lo que ocurría, ella me estaba agarrando de las solapas y mirándome de una forma evidentemente desuñada a fulminarme allí mismo. Si ahora temblaba, era de ira: nunca creí que una muchacha tan hermosa pudiera tener un aspecto tan furioso. «Mercurial» no era la palabra adecuada para Belinda, sólo un pálido e inocuo sustitutivo de la que realmente necesitaba. Miré los puños que agarraban mis solapas. Los nudillos estaban blancos. Estaba intentando de veras sacudirme.

—¡No vuelva a decirme una cosa así!

No cabía la menor duda: estaba furiosa.

Se produjo una breve pero enconada lucha entre mi arraigado instinto de disciplina y el deseo de rodearla con mis brazos. Venció la disciplina, pero por muy poco. Dije humildemente:

—Nunca te volveré a decir una cosa así.

—Está bien —dijo ella, soltándome las arrugadas solapas y cogiéndome la mano—. Entonces, vamos.

El orgullo no me permitiría decir que me llevó a rastras, pero eso le habría parecido a un espectador imparcial.

A los cincuenta pasos, me detuve.

—Hemos llegado.

. Belinda leyó la placa:

—«Morgenstern y Muggenthaler.»

Subí los escalones y empecé a trabajar en la cerradura.

—Vigila la calle.

—¿Y qué hago luego?

—Vigila mi espalda.

Hasta un chiquillo podría haber abierto aquella cerradura con una orquilla doblada. Entramos y cerramos la puerta tras de nosotros. La linterna que yo tenía era pequeña, pero potente. En aquel primer piso no había giran cosa que ver. Estaba abarrotado casi hasta el techo de cajas de madera vacías, papel, cartón, balas de paja y maquinaria para atar y embalar. Un taller de embalaje, nada más.

Por la estrecha y curva escalera de madera subimos hasta el piso siguiente. A mitad de camino, miré a mi alrededor, y vi que también Belinda estaba mirando aprensivamente tras de sí, moviendo y enfocando su linterna en una docena de direcciones diferentes.

El siguiente piso estaba dedicado por completo a grandes cantidades de objetos de artesanía holandesa, molinos, perros, pipas y varios otros artículos exclusivamente relacionados con la rama de «souvenirs» para turistas. Había docenas de millares de esta clase de artículos en estantes situados a lo largo de las paredes, o sobre bastidores paralelos que cruzaban el almacén de un lado a otro, y, aunque resultaba del todo punto imposible examinarlos todos, me parecieron totalmente inocuos. Lo que no parecía tan inocuo, sin embargo, era una habitación de cinco por seis metros en un rincón del almacén, o, para ser más exactos, la puerta que conducía a aquella habitación, aunque, evidentemente, no iba, aquella noche, a conducir a esa habitación. Llamé a Belinda y proyecté la luz de mi linterna sobre la puerta. Ella la miró, luego me miró a mí, y, a la débil claridad que reflejaba la luz de la linterna, pude ver el asombro en sus ojos.

—Una cerradura de seguridad —dijo—. ¿Por qué habría de querer nadie una cerradura de seguridad en una simple puerta de oficina?

—No es una simple puerta de oficina —dije—. Está hecha de acero. Y por eso mismo puedes apostar a que esas sencillas paredes de madera están reforzadas de acero, y que la sencilla y rústica ventana que da a la calle está cubierta por una tupida reja de barrotes empotrados en cemento. En un almacén de diamantes, sí se comprendería. Pero, ¿aquí? Aquí no hay nada que ocultar.

—Parece como si hubiéramos venido al lugar adecuado —dijo Belinda.

—¿Has dudado de mi alguna vez? ; —No, señor —repuso, sena—. Pero ¿que es este lugar?

—Está claro, ¿no? El local de un mayorista dedicado al comercio de «souvenirs» para turistas. Las fábricas, o las industrias caseras, o quien sea, envían aquí sus artículos para.su almacenaje, y el almacén sirve los pedidos que cursan las tiendas, ¡cilio, ¿verdad? Inofensivo, ¿verdad?

Pero no muy higiénico.

—¿Cómo es eso?

—Huele horriblemente.

—A algunas personas les gusta el olor a marihuana.

—¡Marihuana!

—Tú y tú acomodada vida. Vamos.

Subí delante hasta el tercer piso y esperé a que Belinda se reuniera conmigo.

—¿Todavía guardando las espaldas del jefe? —pregunté.

—Todavía guardando las espaldas del jefe —repitió ella maquinalmente.

La fogosidad de Belinda de unos minutos antes había desaparecí do. No la censuraba. En aquel viejo edificio había algo inexplicablemente siniestro y malévolo. El nauseabundo olor a marihuana era ahora más intenso, pero en aquel piso no parecía haber nada relacionado, ni siquiera remotamente, con él. Tres lados del piso, así como gran número de bastidores transversales, estaban ocupados por relojes de péndulo, todos ellos parados, afortunadamente. Abarcaban toda la gama de formas, diseños y tamaños, y su calidad variaba desde los modelos pequeños, baratos y chillonamente pintados, destinados a los turistas, casi todos de madera de pino amarilla, hasta los relojes metálicos, muy grandes, de exquisito diseño y esmeradamente fabricados, que eran, a todas luces, muy antiguos y caros, o imitaciones modernas que no habrían podido ser mucho más baratas.

El cuarto lado constituyó, por decirlo con suavidad, una considerable sorpresa. Estaba dedicado, nada más y nada menos, que a albergar fila tras fila de Biblias. Me pregunté brevemente qué diablos hacían unas Biblias en un almacén de artículos para turistas, pero sólo brevemente: había demasiadas cosas que no comprendía.

Cogí una de ellas y la examiné. Repujadas en oro en la mitad inferior de la portada de cuero, figuraban las palabras La Biblia de Gabriel... La abrí, y en su primera página leí la inscripción: «Con los atentos saludos de la Primera Iglesia Reformada de la Sociedad Hugonote Americana.»

—Tenemos una de ésas en la habitación de nuestro hotel —dijo Belinda.

—No me sorprendería que en la mayoría de los hoteles de la ciudad hubiera una en cada habitación. La cuestión es: ¿qué están haciendo aquí? ¿Por qué no están en el almacén de mía editorial o de una librería, donde sería lógico que estuvieran? Un poco extraño, ¿verdad?

Ella se estremeció.

—Todo es extraño aquí.

Le di unas palmaditas en la espalda.

—Te está empezando un resfriado, eso es lo que pasa. Ya te previne antes sobre esas minifaldas. Vamos al piso siguiente.

El piso siguiente estaba dedicado por completo a la más asombrosa colección de muñecas imaginable. Debía de haber varios millares. De todos los tamaños, desde diminutas miniaturas hasta modelos más grandes aún que la que le había visto a Trudi: todas sin excepción estaban exquisitamente modeladas, todas bellamente ataviadas con una extraordinaria variedad de vestidos tradicionales holandeses. Las muñecas mayores estaban de pie o sostenidas por una varilla metálica; las más pequeñas colgaban de cuerdas sujetas a unas barras que pasaban por encima. La luz de mi linterna se posó finalmente en un grupo de muñecas que llevaban el mismo vestido.

Belinda había olvidado la importancia de vigilar mi espalda: había vuelto a cogerme del brazo.

—Es tan... fantástico. Parece que están vivas, vigilantes.-Miró las muñecas iluminadas por el foco de mi linterna—. ¿Hay en ésas algo especial? —preguntó en voz baja.

—No es necesario cuchichear. Quizá te estén mirando, pero te aseguro que esas muñecas no pueden oírte. Nada especial en realidad, sólo que son de la isla de Huyler, en el Zuiderzee. El ama de llaves de Van Gelder, una encantadora y vieja bruja que ha perdido su escoba, va vestida así.

—¿Así?

—Resulta difícil de creer —admití—. Y Trudi tiene una muñeca enorme vestida exactamente de la misma manera.

—¿La chica enferma?

—La chica enferma.

—Hay algo terriblemente enfermizo en este lugar.

Me soltó el brazo y volvió a su tarea de cubrirme la espalda. Unos segundos después, la oí sofocar una exclamación y me volví. Estaba de espaldas a mí, a poco más de un metro de distancia, y, mientras la miraba, empezó a andar lenta y silenciosamente hacia atrás, con los ojos evidentemente fijos en algo enfocado por su linterna y tanteando a su espalda con la otra mano. Se la cogí, y ella se me acercó, todavía sin volver la cabeza.

Habló en un apremiante susurro.

—Hay alguien allí. Alguien que está mirando.

Miré la zona que iluminaba su linterna, pero no pude ver nada, aunque, ciertamente, la suya no era una linterna muy potente comparada con la que tenía yo. Aparté la vista, le apreté la mano para atraer su atención y, cuando ella se volvió la miré interrogativamente.

—Allí hay alguien —susurró de nuevo, con la mirada casi desencajada—. Los he visto. Los he, visto.

—¿Los?

—Ojos. ¡Los he visto!

Ni por un momento dudé de ella. Tal vez fuera imaginativa, pero se la había adiestrado para que no lo fuese. Enfoqué mi propia linterna, no con el cuidado con que habría podido hacerlo, pues ¿a luz le dio a Belinda en los ojos al pasar, cegándola momentáneamente, y mientras ella levantaba una mano en un gesto reflejo para protegerse los ojos, dirigí el haz de la linterna hacia la zona que me había indicado. No vi ningún ojo, pero lo que sí vi fueron dos muñecas, muy próximas una de otra, que se balanceaban con tal suavidad que su movimiento era casi imperceptible. Casi, pero no del todo... Y ni la menor comente, ni el menor soplo de aire, corría por aquel cuarto piso del almacén.

Le volví a apretar la mano y sonreí.

—Vamos, Belinda...

—¡No me diga «vamos, Belinda») —Si aquello pretendía ser un silbido o un susurro vibrante, no sabría decirlo con seguridad—. Los he visto. Unos ojos horribles que muraban. Juro que los he visto. Lo juro.

—Sí, sí, desde luego, Belinda...

Volvió el rostro hacia mí, con la frustración reflejada en sus ojos, como si sospechara que yo le daba la razón para calmarla, como así era en efecto.

—Te creo, Belinda —dije—. Claro que te creo.

—Entonces, ¿por qué no hace algo?

—Lo voy a hacer. Voy a largarme de aquí a toda prisa. —Como si nada hubiera sucedido, realicé una última y rápida inspección con mi linterna, luego me volví y la cogí del brazo con aire protector—. No hay nada aquí para nosotros, y llevamos demasiado tiempo en este lugar. Creo que debemos tomar una copa para templar los nervios.

Me miró fijamente. Su rostro reflejaba una cambiante sucesión de ira, frustración e incredulidad y, sospechaba yo, no poco alivio. Pero la ira dominaba sobre todas las demás sensaciones: la mayoría de las personas se irritan cuando notan que no se las cree y que al mismo tiempo se les da la razón para complacerlas.

—Pero le digo...

—¡Ah, ah! —Me llevé un dedo a los labios—. No me digas nada. Recuerda que el jefe siempre sabe mejor...

Era demasiado joven para sufrir un ataque de apoplejía, pero las emociones eran las mismas. Me miró con ferocidad; decidió, al parecer, que no había palabras para hacer frente a la situación y empezó a bajar la escalera, retratada la afrenta que sentía en la rígida línea de su espalda. Yo la seguí. Tampoco mi espalda estaba del todo normal;' notaba en ella una curiosa sensación de cosquilleo que no me abandonó hasta que la puerta del almacén se cerró tras de mí.

Echamos a andar a pasos rápidos por la calle, separados un metro el uno del otro: era Belinda quien mantenía la distancia, y su actitud proclamaba claramente que el agarrarnos la mano y el cogernos del brazo había terminado por aquella noche y, muy probablemente, para siempre. Carraspeé.

—El que lucha y huye, vive para luchar otro día.

Estaba tan enfurecida que no lo captó.

—Haga el favor de no hablarme —replicó.

Y no lo hice, al menos hasta que llegamos a la primera taberna del barrio del puerto, un insalubre garito que lucía el nombre de «El gato de siete colas». La Armada británica debía de haber recalado por allí en algún tiempo. Cogí a Belinda del brazo y la conduje al interior. No lo hizo de muy buena gana, pero no se resistió.

Era un reducido tugurio lleno de humo y carente de ventilación, y eso era todo lo que se podía decir de él. Varios marineros, molestos por aquella intrusión de un par de turistas en lo que, probablemente con razón, consideraban propiedad personal suya, me miraron ceñudos cuando entré, pero yo estaba mucho más ceñudo que ellos, y, tras la inicial hosquedad de su recibimiento, nos dejaron en paz. Llevé a Belinda a una pequeña mesa, una auténtica mesa antigua de madera, cuya superficie original no había recibido el contacto del agua y el jabón desde tiempo inmemorial.

—Yo tomaré un whisky —dije—. ¿Y tú?

—Whisky —respondió, malhumorada.

—Pero tú no bebes whisky.

—Esta noche, sí.

Tenía razón a medias. Con un gesto de desafío, se echó al coleto la mitad de su vaso de whisky puro; luego, empezó a espurrear, toser y atragantarse tan violentamente que pensé que tal vez me había equivocado respecto a sus incipientes síntomas de apoplejía. Le di unas palmaditas en la espalda.

—Quíteme la mano de encima —jadeó.

Retiré la mano.

—No creo que pueda seguir trabajando con usted, comandante Sherman —dijo, cuando consiguió que su laringe volviera a funcionar.

—Lo lamento.

—No puedo trabajar con personas que no confían en mí, que no me creen. Usted no sólo nos trata como si fuéramos muñecas, nos trata como si fuéramos niñas.

—No te considero una niña —dije sosegadamente. Y era cierto.

—Te creo, Belinda —remedó con amargura—. Claro que te creo, Belinda.» Usted no cree a Belinda en absoluto.

—Creo a Belinda —dije—. Creo que me preocupo por Belinda, después de toda Por eso saqué de allí a Belinda.

Se me quedó mirando.

—Usted cree... Entonces, ¿por qué...?

Había alguien allí, escondido detrás de aquella fila de muñecas. Vi a dos de las muñecas oscilar ligeramente. Alguien estaba detrás del bastidor, vigilando, deseando ver, estoy seguro, si averiguábamos algo y qué era. No tenía intenciones asesinas, o nos habría pegado un tiro por la espalda cuándo bajábamos las escaleras. Pero si yo hubiese reaccionado como tú querías, se habría visto obligado a cuidar de sí mismo y me habría disparado desde su escondrijo antes de que llegara a ponerle los ojos encima. Y luego habría disparado sobre ti, pues no podía tener testigos, y tú eres demasiado joven para morir. O tal vez podría yo haber jugado al escondite con él y esperado una oportunidad para cazarlo..., si no hubieras estado tú. Pero estabas, no tienes pistola, careces de experiencia en nuestros desagradables juegos y eras tan buena como un rehén para él. Así que me llevé de allí a Belinda. Vaya, ¿no ha sido un bonito discurso?

—No me importa el discurso. —Mercurial como siempre, había lágrimas en sus ojos—. Lo único que sé es que es la cosa más bonita que nadie me ha dicho jamás.

—¡Bobadas!

Apuré mi whisky, acabé el suyo y la llevé al hotel. Permanecimos unos momentos en la entrada, resguardándonos de la fuerte lluvia que entonces, y ella dijo:

—Lo siento. He sido una estúpida. Y lo siento por usted también.

—¿Por mí?

—Ahora comprendo por qué preferiría usted trabajar con muñecas en vez de con personas. Uno no llora por dentro cuando muere una muñeca.

No respondí. Estaba empezando a perder el dominio sobre aquella muchacha; la vieja relación maestro-alumna no era ya como antes.

—Otra cosa —dijo. Hablaba casi alegremente. Hice un esfuerzo por afianzarme. —Ya no volveré a temerle más a usted.

—¿Me temías? ¿A mí?

—Sí, así es. De veras. Pero es como dijo el hombre...

—¿ Qué hombre?

—¿No era Shylock? Ya sabe, cortadme y desangradme...

—¡Oh, calla!

Se calló. Volvió a dirigirme aquella devastadora sonrisa, me besó sin apresuramiento, me dirigió otra vez la misma sonrisa y entró en el hotel. Yo me quedé mirando las puertas giratorias hasta que se detuvieron. Mucho más de esto, pensé sombríamente, y la disciplina se irá al diablo sin posibilidad de retorno.