CAPITULO X

Yo había estado seguro de hacerme a la mar aquella noche, y cualquiera que lo hiciera en las condiciones que yo esperaba experimentar habría previsto también la posibilidad de mojarse. Si yo hubiese tenido un mínimo de previsión en ese aspecto, habría ido completamente equipado con un traje impermeable: pero la idea de un traje impermeable no se me había pasado siquiera por la mente, y ahora no tenía otra alternativa que permanecer tendido donde me encontraba y pagar di precio de mi negligencia.

Sentía como si me estuviera congelando rápidamente. El viento nocturno del Zuiderzee era lo bastante frío como para helar incluso a un hombre bien abrigado que se viera obligado a permanecer inmóvil, y yo no iba bien abrigado. Estaba empapado hasta los huesos de agua de mar, y aquel viento gélido hacía sentirme como si me hubiera convertido en un bloque de hielo, con la diferencia de que un bloque de hielo es inerte, mientras que yo me estremecía convulsivamente como un hombre atacado de fiebres tropicales. El único consuelo es que no me importaba en absoluto que empezase a Dover; no podría mojarme más de lo que ya estaba.

Con dedos entumecidos por el frío que temblaban sin cesar, descorrí las cremalleras de los bolsillos de mi chaqueta, extraje la pistola y el cargador restante de sus bolsas impermeables, cargué el arma y la metí dentro de la chaqueta. Pensé en qué ocurriría si, en un caso de apuro, me encontraba con que el dedo índice se me había congelado y no podía oprimir el gatillo, por lo que introduje la mano derecha en el interior de mi empapada chaqueta. No conseguí sino sentir más frío aún en la mano, de modo que la volví a salí Las luces de Ámsterdam iban quedando atrás, y pronto nos encontramos en pleno Zuiderzee. Observé que la barcaza estaba describiendo en su rumbo el mismo amplio arco que había seguido él Marianne al entrar en el puerto el día anterior al mediodía. Pasó muy cerca de un par de boyas, y, mirando por encima de la proa, me pareció como si fuera a chocar con una tercera boya situada a unos cien metros al frente. Pero ni por un momento dudé de que el patrón de la barcaza sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

La trepidación del motor disminuyó al decrecer sus revoluciones, y dos hombres salieron a cubierta procedentes de la cabina, los primeros tripulantes que aparecían desde nuestra salida del muelle de barcazas. Traté de acurrucarme aún más contra el techo de la timonera, pero no vinieron en dirección a mí, sino que avanzaron hacia la popa.

Me volví para observarles mejor.

Uno de los hombres llevaba una barra de metal que tenía atada una cuerda a cada uno de sus extremos. Los dos hombres, uno a cada lado de la popa, soltaron un poco de sus respectivas cuerdas hasta que la barra debió de quedar muy próxima a la superficie del agua. Entonces, miré al frente. La barcaza, que ahora se movía muy despacio, se hallaba a no más de veinte metros de distancia de la centelleante boya y en un rumbo que la llevaría a menos de seis metros de ella. Oí una áspera voz de mando procedente de la timonera, miré de nuevo hacia popa y vi que los dos hombres estaban empezando a soltar las cuerdas entre los dedos, al tiempo que uno de ellos contaba en voz alta. No era difícil adivinar la razón de que contase. Aunque yo no podía verlo en la oscuridad, las cuerdas debían de tener nudos a intervalos regulares, a fin de permitir a los hombres que las iban soltando mantener la barra de hierro en sentido perpendicular a la marcha de la embarcación a través del agua.

La barcaza estaba exactamente a la altura de la boya, cuando uno de los hombres dio una voz, y al instante, lenta pero firmemente, empezaron a halar las cuerdas. Yo sabía ya lo que iba a suceder, pero continué mirando con atención. Mientras los dos hombres seguían halando, emergió del agua una boya cilíndrica de medio metro. Le siguió un ancla de cuatro uñas, una de las cuales estaba enganchada en la barra de metal. Atada a este ancla había una cuerda. Boya, ancla y barra de metal fueron izadas a bordo; luego, los dos hombres empezaron a tirar de la cuerda del ancla hasta que apareció en la superficie un objeto que también fue izado a bordo. Se trataba de una caja metálica reforzada con flejes, de unos ciento veinte centímetros cuadrados de superficie y unos cincuenta de altura. Fue llevada inmediatamente a la cabina, pero aun antes de que esto se hiciera la embarcación estaba avanzando de nuevo a toda máquina, y la boya comenzando a perderse a popa. Toda la operación había sido realizada con una facilidad y una seguridad que revelaban lo familiarizados que estaban los hombres con la técnica empleada.

Pasó el tiempo. Yo creía que era imposible que llegara a estar más frío y mojado de lo que ya estaba, pero me equivocaba, pues, hacia las cuatro de la mañana, el cielo se encapotó y comenzó a llover. Nunca había estado yo bajo una lluvia tan fría. Para entonces, el poco calor que quedaba en mi cuerpo había conseguido secar parcialmente algunas de las prendas interiores, pero de cintura para abajo —pues la chaqueta era de lona y proporcionaba una razonable protección— resultó ser una pérdida de tiempo. Esperaba que cuando llegara el momento de tener que moverme y sumergirme de nuevo en el agua no habría alcanzado ese estado de entumecida parálisis en el que lo único que podía hacer era hundirme.

Comenzaba ya a clarear el cielo, y podía distinguir el borroso perfil de la tierra hacía el Sur y el Este. Luego, volvió a oscurecer y no pude ver nada durante algún tiempo. Finalmente, comenzó a amanecer de veras, fue extendiéndose el Este una pálida claridad que me permitió ver de nuevo la tierra, y llegué a la conclusión de que nos encontrábamos bastante cerca de la costa de Huyler, disponiéndonos a virar hacia el Sudoeste, y luego hacia el Sur, en dirección al pequeño puerto de la isla.

Nunca había advertido lo despacio que se movían aquellas condenadas barcazas. Por lo que al litoral de Huyler se refería, la embarcación parecía hallarse inmóvil en el agua. Lo que menos deseaba yo era que nos acercáramos a Huyler a plena luz del día, dando así lugar a que los inevitables mirones se extrañaran de que hubiera un tripulante tan excéntrico como para preferir el frío techado de la timonera en vez de su cálido interior. Pensé en el calor que haría allí dentro y procuré aventar tal pensamiento.

Apareció el sol sobre la lejana costa del Zuiderzee, pero no me servía de nada; era uno de esos soles que no sirven para secar las ropas, y, al cabo de un rato, observé con alivio que también era uno de esos soles matutinos cuya aparente promesa resulta engañosa, pues fue rápidamente cubierto por un banco de oscuras nubes y no tardó en empezar nuevamente a caer la sesgada y fría lluvia, paralizando la escasa circulación que me quedaba. Sentí alivio porque las nubes produjeron el efecto de oscurecer de nuevo la atmósfera, y la lluvia podría persuadir a los curiosos del puerto para que se quedaran en sus casas.

Estábamos llegando al final del viaje. La lluvia, recibida ahora con gratitud, se había intensificado hasta el punto de que estaba empezando a hacerme daño en la cara y las manos y chapoteaba con sibilante sonido en el mar: la visibilidad se había reducido a sólo un par de cientos de metros, y, aunque veía el final de la fila de señales de navegación hacia las que la barcaza estaba virando ahora, no podía divisar el puerto, situado más allá.

Metí la pistola en su bolsa impermeable y la guardé en la funda. Habría sido más seguro, como había hecho antes, ponerla en el bolsillo de cremallera de mi chaqueta de lona, pero no iba a llevar conmigo la chaqueta. No muy lejos, al menos: me encontraba tan entumecido y debilitado por la larga experiencia de la noche, que los entorpecedores efectos de aquella engorrosa chaqueta constituirían la causa determinante de que llegase o no a la costa. Otra cosa que había olvidado llevar conmigo era un chaleco o un cinturón salvavidas.

Me quité la chaqueta de lona y me la puse hecha una pelota bajo el brazo. El viento se tornó súbitamente mucho más frío, pero había pasado ya el momento de preocuparme por eso. Avancé a lo largo del techo de la timonera, me deslicé sigilosamente por la escala, me arrastré por debajo del nivel de las ventanas de la cabina, ahora sin cortinas, miré rápidamente hacia proa —precaución innecesaria, pues nadie en su sano juicio habría estado sobre cubierta en aquel momento a menos que se viera obligado a ello—, arrojé la chaqueta por la borda, pasé las piernas por la borda a la altura de la cuadra de popa, me colgué en toda la longitud que me permitían los brazos, comprobé que la hélice quedaba lejos de mí y me dejé caer.

Hacía más calor en el mar que en el techo de la timonera, lo cual me venía muy bien, pues me sentía casi alarmantemente débil. Mi intención había sido mantenerme a flote sin moverme hasta que la barcaza hubiera entrado en el puerto, o, al menos, dadas las circunstancias, hasta que hubiera desaparecido tras la cortina de lluvia, pero si alguna vez hubo ocasión adecuada para prescindir de refinamientos, era aquélla. Mi primera preocupación, mi única preocupación por el momento, era la supervivencia. Comencé a nadar, a toda la velocidad que me fue posible, en pos de la popa de la barcaza, que se iba alejando rápidamente.

Fue un trayecto, de no más de diez minutos de duración, que cualquier chiquillo de seis años bien entrenado habría cubierto con facilidad, pero aquella mañana yo me encontraba en deficientes condiciones, y, aunque no puedo decir que me resultara muy costoso, no podría haberlo hecho por segunda vez. Cuando divisé con claridad el muro del puerto, me separé de las señales de navegación, que quedaron a mí derecha, y, finalmente, toqué tierra.

Subí por la playa, y, como obedeciendo a una señal, la lluvia cesó de pronto. Ascendí cautelosamente por la pequeña eminencia de tierras que se elevaba ante mí, cuya cumbre estaba al mismo nivel del muro del puerto, me tendí de bruces en el encharcado suelo y levanté con cuidado la cabeza.

Inmediatamente a mi derecha, estaban los dos pequeños puertos rectangulares de Huyler, unidos el exterior y el interior por un estrecho canal. Más allá del puerto interior, se hallaba el pintoresco pueblecito de Huyler, que, a excepción de una calle larga y otras dos rectas y más cortas, era un encantador amasijo de sinuosos caminos y un revuelto conglomerado de casas pintadas principalmente de verde y blanco y montadas sobre pilares como precaución contra las inundaciones. El espacio entre los pilares estaba tapiado, para su utilización como sótano, y la entrada a las casas se realizaba por unas escaleras exteriores que subían hasta el primer piso.

Volví mi atención hacia el puerto exterior. La barcaza estaba atracada junto a su mimo interior, y se estaba procediendo ya a su descarga. Dos pequeñas grúas elevaban una sucesión de sacos y cestos de las bodegas, pero yo no sentía el menor interés por aquellos sacos y cestos, que constituían, sin duda, una carga perfectamente legal, sino en la pequeña caja de metal que había sido recogida del mar y que, estaba seguro, constituía la carga más ilegal imaginable. Así, pues, prescindí de la caiga legal y concentré mi atención en la cabina de la barcaza. Esperaba no haber llegado demasiado tarde, aunque no se me alcanzaba que pudiera ser así.

No lo era, pero poco le había faltado. Antes de que transcurrieran treinta segundos desde que yo hubiese comenzado mi vigilancia de la cabina, salieron de ella dos hombres, uno de ellos con un saco al hombro. Aunque el contenido del saco había sido, según saltaba a la vista, cuidadosamente acolchado, se advertía una inequívoca angulosidad que no me dejó ninguna duda de que aquélla era la caja que me interesaba.

Los dos hombres saltaron a tierra. Les contemplé unos instantes, para hacerme una idea general de la dirección que tomaban, me dejé resbalar por el fangoso talud-otro asiento más en mi cuenta de gastos, pues mi traje había recibido aquella noche una paliza terrible— y empecé a seguirlos.

Resultó fácil. No sólo carecían, a todas luces, de la menor sospecha de que se les siguiera, sino que aquellos sinuosos senderos hacían de Huyler el paraíso del seguidor. Finalmente, los dos hombres se detuvieron ante un edificio largo y bajo situado en las afueras de la parte norte del pueblo. La planta baja —o sótano, como sería en aquel pueblo— estaba hecha de cemento. El piso alto, al que se llegaba por un tramo de escalones de madera similar a otro tras el que yo me había resguardado para vigilar desde unos cuarenta metros de distancia, tenía ventanas estrechas y altas con barrotes tan próximos unos a otros que un gato se habría visto en dificultades para pasar entre ellos; la pesada puerta tenía delante dos barras de metal y estaba asegurada con dos grandes candados. Los dos hombres subieron la escalera, el que no iba cargado abrió los cerrojos y empujó la puerta, y ambos pasaron al interior. Reaparecieron al cabo de veinte segundos, cerraron la puerta tras ellos y se marcharon. Ahora, ninguno de los dos iba cargado.

Lamenté por un momento que el peso de mi cinturón de desvalijador me hubiera obligado a prescindir de él aquella noche, pero uno no se echa a nadar con cantidades considerables de metal en torno a la cintura. La lamentación fue sólo momentánea. Aparte del hecho de que más de cincuenta ventanas distintas daban sobre la entrada de aquel protegido edificio, y de que un forastero sería sin duda reconocido inmediatamente por cualquiera de los habitantes de Huyler, era demasiado pronto aún para mostrar mis cartas: los foxinos tal vez constituyeran una buena comida, pero yo iba tras de las ballenas, y necesitaba el anzuelo de aquella caja para atraparlas.

Para salir de Huyler no necesitaba ningún guía. El puerto estaba al Oeste, así que el final de la carretera de unión con el continente debía de estar al Este. Caminé por unos cuantos sinuosos senderos, sin humor para extasiarme ante el singular encanto del pueblo, que atraía durante el verano a decenas de millares de turistas, y llegué a un pequeño puente arqueado que salvaba un estrecho canal. Las tres primeras personas que hasta el momento había visto en el pueblo, tres matronas de Huyler ataviadas con sus tradicionales y amplios vestidos, pasaron a mi lado cuando cruzaba el puente. Me miraron con indiferencia y apartaron luego la vista, como si fuera la cosa más natural del mundo encontrarse en las calles de Huyler, a primera hora de la mañana, con un hombre que, evidentemente, se había sumergido hacía poco en el mar.

Unos metros más allá del canal, había una zona de aparcamiento sorprendentemente grande. Por el momento, contenía tan sólo un par de automóviles y media docena de bicicletas, ninguna de las cuales tenía candado, cadena, ni ningún otro aparato de seguridad. El robo, al parecer, no constituía problema en la isla de Huyler, hecho que no me extrañó; cuando los honrados ciudadanos de Huyler se dedicaban al delito, lo hacían a un nivel mucho más alto. No se veía ni rastro de vida humana en el aparcamiento, y tampoco había esperado yo encontrar un guarda a aquella hora. Sintiéndome más culpable por ello que por ningún otro de los actos que había realizado desde mi llegada al aeropuerto de Schiphol, elegí la mejor bicicleta, la llevé hasta la cerrada verja, la pasé por encima de ella, salté luego y me alejé pedaleando. No hubo gritos de «¡detengan al ladrón!» ni nada parecido.

Hacía años que no montaba en bicicleta, y, aunque estaba bastante desentrenado, no tardé en cogerle el tranquillo, y, si bien no disfrutaba precisamente con el viaje, al menos era mejor que ir andando y producía el efecto de poner de nuevo en movimiento a mis glóbulos rojos.

Me detuve en la plaza donde había dejado el taxi de la Policía, que continuaba allí, y miré pensativamente a la cabina telefónica primero y, luego, a mi reloj. Decidí que aún era demasiado temprano, por lo que subí al coche y arranqué.

A un kilómetro de distancia por la carretera de Ámsterdam, encontré un granero holandés bastante separado del edificio de la granja. Detuve el coche en la carretera, de modo que el granero se interpusiera entre él y cualquiera que acertara a \ echar un vistazo desde la granja. Abrí el portaequipajes, saqué el paquete, me dirigí al granero, lo encontré abierto, entré y me cambié de ropas, poniéndome otras completamente secas. No es que ello me transformara en un hombre nuevo, pues seguía resultándome imposible dejar de tiritar, pero, al menos, no me hallaba sumido en las profundidades de aquella helada calamidad en que había estado durante las últimas horas.

Regresé a la carretera y continué mi camino. Al cabo de otro kilómetro, vi al lado de la carretera un edificio de las dimensiones de un pequeño bungalow, cuyo letrero afirmaba retadoramente que era un motel. Motel o no, estaba abierto, y eso me bastaba. La rolliza propietaria me preguntó si quería desayunar, pero yo le indiqué que tenía otras y más urgentes necesidades. Tienen en Holanda la encantadora costumbre de llenarle a uno el vaso de «jonge Genever» hasta el mismo borde, y la propietaria contempló con asombro y no poca aprensión cómo mis temblorosas manos trataban de llevar el líquido a mi boca. No vertí más de la mitad, pero me di cuenta de que ella estaba considerando si llamar a la Policía o a un médico para habérselas con un alcohólico presa del délirium tremens o un toxicómano que había perdido su jeringuilla, cualquiera de las dos cosas que fuese, pero era una mujer valiente y, a petición mía, me sirvió mi segunda «jonge Genever». Esta vez no derramé más que la cuarta parte, y a la tercera ronda no sólo no vertí más que unas gotas, sino que noté con toda claridad cómo el resto de mis glóbulos rojos encogían las piernas y daban un ágil salto para entrar en acción. Con la cuarta «jonge Genever», mi mano estaba firme como una roca.

Pedí prestada una máquina de afeitar eléctrica, y luego tomé un pantagruélico desayuno a base de huevos, carne, jamón y queso, unas cuatro clases distintas de pan y un gran tazón de café. La comida era soberbia. Tal vez fuera un motel de instalación reciente, pero estaba ganando puntos. Pedí que me dejaran utilizar el teléfono.

Comuniqué con el «Hotel Touring» en unos segundos, lo cual fue mucho menos tiempo del que el recepcionista tardó en conseguir que contestarán desde la habitación de Maggie y Belinda. Finalmente llego a mis oídos la soñolienta voz de Maggie

—Diga. ¿Quién es?

Me parecía verla, desperezándose y bostezando.

—Ha habido juerga esta noche, ¿eh?

—¿Qué?

Todavía no estaba conmigo.

—Dormida como un tronco en pleno día. —Aún no eran las ocho de la mañana—. No sois más que un par de holgazanas con minifalda.

—¿Es..., es usted?

—¿Quién sino el dueño y señor? Las «jonge Genever» estaban empezando a hacer sentir su retrasado efecto.

—¡Belinda! ¡Ha vuelto!-Una pausa—.Dueño y señor, dice.

—¡Cuánto me alegro! —Era la voz de Belinda—. Me alegro mucho. Nosotras...

—No te alegras ni la mitad que yo. Puedes volverte a la cama. Y mañana procura llegar a casa antes de que pase el lechero.

—No hemos salido de la habitación —dijo en tono muy sumiso—. Hemos estado hablando, preocupadas, y apenas si hemos pegado ojo en toda la noche, y pensábamos...

—Perdona. Vístete, Maggie. Olvídate de baños de espuma y de desayunos. Coge...

—¿Sin desayunar? Apuesto a que usted ya ha desayunado.

Belinda estaba ejerciendo una perniciosa influencia sobre aquella chica. —En efecto.

—Y que ha pasado la noche en un hotel de lujo.

—La jerarquía tiene sus privilegios. Coge un taxi, déjalo en las afueras de la ciudad, pide por teléfono un— taxi local y sal hacia Huyler.

—¿Donde hacen las muñecas?

—Exacto. Me encontrarás yendo hacia el Sur en un taxi rojo y amarillo. —Le di el número de la matrícula—. Haz parar a tu chófer. Date prisa.

Colgué, pagué y continué mi camino. Me alegraba estar vivo. Había sido la clase de noche que parece no va a tener mañana, pero allí estaba yo, y estaba contento. Las chicas estaban contentas. Yo estaba caliente, seco y alimentado, la «jonge Genever» impulsaba alegremente a los glóbulos rojos en un aromado juego de tiovivo, y para el final del día todo habría terminado. Nunca me había sentido tan bien.

Nunca volvería a sentirme tan bien.

Cerca ya de los suburbios, me hicieron señales desde un taxi amarillo. Me detuve y crucé la carretera en el mismo momento en que se apeaba Maggie. Iba vestida con falda y chaqueta azul marino y blusa blanca, y, si se había pasado la noche sin dormir, no se le notaba en absoluto. Estaba guapa, pero es que siempre lo estaba: había algo especial ven ella aquella mañana.

—Vaya, vaya, vaya —dijo—. Un fantasma con muy buen aspecto. ¿Puedo besarle?

—Claro que no —respondí con dignidad—. Las relaciones entre jefe y empleada son...

—Cállese, Paul.-Me besó sin permiso—. ¿Qué quiere que haga?

—Ve a Huyler. Tienes en el puerto sitios de sobra donde puedes desayunar. Hay un lugar que quiero que mantengas bajo estrecha vigilancia, pero no constante.-Describí el edificio de ventanas enrejadas y su emplazamiento—. Procura ver, simplemente, quién entra y sale en ese edificio y qué sucede allí. Y recuerda que eres una turista. Estate siempre con gente, o todo lo cerca que puedas de la gente. ¿Sigue en la habitación Belinda?

—Sí —repuso Maggie con una sonrisa—. Ha recibido una llamada telefónica mientras yo me vestía. Buenas noticias, creo.

—¿A quién conoce Belinda en Ámsterdam? —pregunté secamente—. ¿Quién ha llamado?

—Astrid Lemay.

—¿De qué diablos estás hablando? Astrid se ha marchado del país. Tengo pruebas.

—Claro que se marchó. —Maggie se estaba divirtiendo—. Se marchó porque usted le había encomendado una cosa muy importante y no podía hacerla porque la seguían a todas partes adonde iba. Así que se fue, se detuvo en París, pidió que le rembolsaran de su billete a Atenas y regresó inmediatamente. Ella y George se encuentran ahora en un lugar próximo a Ámsterdam con amigos en quienes puede confiar. Dice que le diga que ha estado en el Kasteel Linden y que...

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío! Miré a, Maggie, cuya sonrisa se iba borrando lentamente de sus labios, y por un instante sentí el impulso de volverme contra ella, por su ignorancia, por su estupidez, por su sonriente rostro, por su parloteo sobre buenas noticias; y luego, me sentí más avergonzado de mí mismo de lo que me había sentido en toda mi vida, pues la culpa era mía, no de Maggie, y antes me habría cortado la mano que causarle daño a ella, así que le pasé el brazo por los hombros y dije:

—Maggie, debo dejarte. Me sonrió con incertidumbre.

—Lo siento. No comprendo.

—Maggie...

—Sí, Paul.

—¿Cómo crees que Astrid Lemay averiguó el número de teléfono de vuestro nuevo hotel?

—¡Dios santo! —exclamó ella, pues ahora comprendía.

Corrí a mi coche sin mirar hacia atrás, puse el motor en marcha y aceleré violentamente como un poseso. Accioné el conmutador que ponía en funcionamiento la luz azul intermitente, encendí la sirena, luego me coloqué los auriculares y empecé a hurgar desesperadamente en los mandos de la radio. Nadie me había enseñado jamás a manejarla, y no era aquél el momento más adecuado para aprender. El coche estaba lleno de ruido, el estruendo del motor, el ulular de la sirena, los chasquidos de los auriculares y, lo que me parecía más estrepitoso de todo, el sonido de mis ásperos, amargos e inútiles juramentos mientras trataba de poner en funcionamiento aquella maldita radio. Luego, de pronto, cesaron los chasquidos y oí una voz serena y tranquila.

—Jefatura de Policía —grité—. Coronel De Graaf. No importa quién infiernos sea yo. ¡Dese prisa!

Hubo un largo e iracundo silencio mientras yo serpenteaba a través del intenso tráfico; luego, una voz dijo en los auriculares:

—El coronel De Graaf no ha llegado aún a su despacho.

—¡Pues llámele a su casa! —grité. Finalmente, le encontraron—. ¿Coronel De Graaf? Sí, sí, sí. Eso no importa. Aquella muñeca que vimos ayer. Yo he visto antes una chica igual. Astrid Lemay. —De Graaf empezó a hacerme preguntas, pero le interrumpí—. Por amor de Dios, no se preocupe de eso. El almacén..., creo que la muchacha se encuentra en gran peligro. Nos estamos enfrentando a un maníaco criminal. Dese prisa, por amor de Dios.

Me quité los auriculares, y me dediqué a conducir y a maldecirme a mí mismo. Si quieres un candidato para ser engañado con facilidad, pensé iracundo, Sherman es tu hombre. Pero, al mismo tiempo, tenía conciencia de que no me estaba portando con justicia conmigo mismo: me enfrentaba a una organización criminal sagazmente dirigida, eso era seguro, pero se trataba de una organización que contenía dentro de sí un elemento psicopático que hacía casi imposible cualquier predicción normal. Desde luego, Astrid había traicionado a Jim— my Duelos, pero se había tratado de elegir entre Duelos y George, y George era su hermano. La habían enviado a trabajar sobre mí, pues ella no habría podido averiguar por sí sola que me hospedaba en el «Rembrandt», pero, en vez de conseguir mi ayuda y mi simpatía, se había rajado en el último momento; yo la había hecho seguir, y fue entonces cuando habían comenzado las dificultades, fue entonces cuando había comenzado a convertirse en un riesgo. Había empezado a verme —o yo a ella— sin su conocimiento. Yo podía haber sido visto llevándome a George del organillo de la Rembrandtplein, o en la iglesia, o por aquellos borrachos frente a su casa, que no estaban borrachos en absoluto.

Finalmente, habían decidido que era mejor quitarla de en medio, pero no de un modo que me hiciera pensar que había sufrido algún daño, porque probablemente pensaban, y con razón, que, si yo creía que ella había sido hecha prisionera o se encontraba en algún otro peligro, habría abandonado toda esperanza de conseguir mi objetivo final y hecho lo que ahora sabían que era lo último que yo quería nacer: ir a la Policía y revelar todo lo que sabía, que probablemente sospechaban que era mucho. Esto era también lo último que querían que hiciese yo, porque, aunque acudiendo a la Policía habría frustrado mis objetivos finales, podía quebrantar de tal modo su organización que tal vez tardaran meses, años incluso, en volverla a re— construir. Y, por eso, Durrell y Marcel habían representado su papel en el «Balinova» el día anterior, mientras yo me había excedido en el mío, y me habían convencido plenamente de que Astrid y George se habían marchado a Atenas. Y así era. Se habían marchado y, en París, habían sido obligados a bajar del avión y regresar a Ámsterdam. Cuando había hablado con Belinda, lo había hecho con una pistola apuntándole a la cabeza.

Y ahora, naturalmente, Astrid no les servía ya para nada. Astrid se había pasado al enemigo, y con gente así sólo había una cosa que hacer. Y ya no tenían nada que temer de mí, pues yo había muerto a las dos de la madrugada en el puerto de barcazas. Yo tenía ahora la llave de todo ello, porque sabía por qué habían estado esperando. Pero sabía también que era demasiado tarde para salvar a Astrid.

No choqué con nada ni maté a nadie mientras atravesaba a toda velocidad las calles de Ámsterdam, pero sólo porque sus habitantes son gentes de rápidos reflejos. Estaba ahora en la ciudad vieja, aproximándome al almacén y recorriendo a todo gas la estrecha callejuela que conducía a él, cuando vi la barricada de la Policía, un coche atravesado en la calle con un policía armado a cada lado. Frené en seco. Salté del coche, y un policía se me acercó.

—Policía —dijo, por si acaso yo creía que era un agente de seguros o algo parecido—. Haga el favor de retroceder.

—¿Es que no reconoce a uno de sus propios coches? —gruñí—. Quítese de en medio.

—No puede entrar nadie en esta calle.

—Déjele. —De Graaf apareció por la esquina, y, si yo no hubiera comprendido lo sucedido al ver el coche de la Policía, la expresión de su rostro me lo habría revelado con toda claridad—. No es un espectáculo muy agradable, comandante Sherman.

Pasé ante él sin pronunciar palabra, di la vuelta a la esquina y levanté la vista. Desde aquella distancia, la figura de muñeca que se balanceaba 'lentamente colgada de la viga que sobresalía en lo alto del almacén de «Morgenstern y Muggenthaler» apenas si parecía más grande que la muñeca que yo había visto el día anterior por la mañana, pero aquélla la había visto directamente desde debajo mismo de ella, así que ésta tenía que ser mayor, mucho mayor. Llevaba el mismo vestido tradicional que la muñeca que había estado oscilando allí mismo hacia tan poco tiempo: no necesitaba acercarme más para saber que el rostro de la muñeca del día anterior sería reproducción exacta del rostro que estaba allí ahora. Me volví y, acompañado por De Graaf, di la vuelta a la esquina.

—¿Por qué no la bajan? —pregunté.

Oía mi propia voz como si llegara desde muy lejos, anormalmente glacial y tranquila, casi inexpresiva.

—Ése es trabajo para un doctor. Acaba de subir.

—Claro. —Hice una pausa y dije—: No puede llevar mucho tiempo ahí. Estaba viva hace menos de una hora. Seguramente, el almacén estaba abierto mucho antes de que...

—Hoy es sábado. No trabajan los sábados.

—Claro —repetí maquinalmente.

Otro pensamiento había asaltado mi mente, un pensamiento que me produjo un temor y un escalofrío más intensos aún. Astrid, con una pistola apuntándole a la cabeza, había telefoneado al «Touring». Pero había telefoneado con un mensaje para mí, y ese mensaje carecía de sentido y no podía haber conseguido nada, pues yo yacía en el fondo del puerto. Solamente habría tenido una finalidad si me hubiera sido comunicado. Sólo habría sido transmitido si sabían que yo aún estaba vivo. ¿Cómo podían saber que yo estaba vivo? ¿Quién podía haber suministrado la información de que yo continuaba vivo? No me había visto nadie... excepto las tres matronas de Huyler. Y ¿por qué iban a preocuparse...?

Es más. ¿Por qué habían de obligarla a telefonearme y poner en peligro sus planes y a ellos mismos matando a Astrid, después de haberse tomado tanto trabajo en convencerme de que se encontraba viva y en buen estado? Supe de pronto, y con toda certeza, cuál era la contestación. Ellos habían olvidado algo, yo había olvidado algo. Ellos habían olvidado lo que había olvidado Maggie, que Astrid no sabía el número de teléfono de su nuevo hotel; y yo había olvidado que ni Maggie ni Belinda habían visto jamás a Astrid ni la habían oído hablar. Volví a doblar la esquina. Bajo el alero del almacén, la cadena y el gancho aún se movían ligeramente, pero la carga había desaparecido. Llame al doctor —dije a De Graaf. Al cabo de dos minutos, apareció un joven que me pareció recién salido de la Facultad y con el rostro más pálido, sospeché, que lo normal en él. Dije ásperamente:

—Hace horas que está muerta, ¿verdad? Él asintió con la cabeza.

—Cuatro, cinco, no puedo decirlo con seguridad.

—Gracias.

Me alejé por la esquina, acompañado por De Graaf. En su rostro bullían un montón de preguntas sin formular, pero yo no tenía ganas de contestar a ninguna de ellas.

—Yo la maté —dije—. Y creo que tal vez he matado a alguien más también.

—No comprendo —dijo De Graaf.

—Creo que he enviado a Maggie a la muerte.

—¿A Maggie?

—Lo siento. No se lo dije. Tenía dos chicas conmigo, las dos de la Interpol. Maggie era una de ellas. La otra está en el «Hotel Touring». —Le di el nombre y el número de teléfono de Belinda—. Póngase en contacto con ella de mi parte, ¿quiere? Dígale que cierre con llave la puerta y que no se mueva de allí hasta que reciba noticias mías, y que debe ignorar todo mensaje telefónico o escrito que no contenga la palabra «Birmingham». ¿Tendrá la bondad de hacerlo personalmente?

—Desde luego.

Señalé con un gesto el coche de De Graaf.

—¿Puede comunicar con Huyler por el radioteléfono?

Movió negativamente la cabeza.

—Entonces, vamos a la Jefatura, por favor.

Mientras De Graaf hablaba a su chófer, un cariacontecido y ceñudo Van Gelder dobló la esquina. Llevaba un bolso en la mano.

—¿El de Astrid Lemay? —pregunté. Él insistió—. Démelo, por favor.

Movió la cabeza con decisión.

—No puedo hacerlo. En un caso de asesinato...

—Déselo —dijo De Graaf.

—Gracias. —Me volví a De Graaf—: Un metro sesenta y dos, cabellos negros y largos, ojos azules, muy bien parecida, chaqueta y falda azul marino, blusa blanca y bolso también blanco. Estará en la zona...

—Un momento. —De Graaf se inclinó hacia su chófer y, luego, dijo—: Las líneas con Huyler parecen estar cortadas.

—Le llamaré más tarde —dije, y me volví hacia mi coche.

—Le acompaño —dijo Van Gelder.

—Usted tiene mucho quehacer aquí. En el sitio adonde yo voy no quieren policías.

Van Gelder asintió con la cabeza.

—Lo que quiere decir que se va a poner usted fuera de la ley.

—Ya estoy fuera de la ley. Astrid Lemay ha muerto. Jimmy Duelos ha muerto. Puede que Maggie haya muerto también. Quiero hablar con las personas que hacen.morir a otras personas.

—Creo que debería usted darnos su pistola —dijo Van Gelder con gravedad.

—¿Qué espera que tenga en las manos cuando hable con ellos? ¿Una Biblia? ¿Para rezar por sus almas? Máteme primero, Van Gelder, y quíteme luego la pistola.

—¿Posee usted información y nos la está ocultando? —preguntó De Graaf

—Sí.

—Eso no es cortés, sabio ni legal.

—Subí a mi coche.

—Por lo que se refiere a la sabiduría, puede usted juzgar más tarde. La cortesía y la legalidad no me interesan.

Puse el motor en marcha, y, mientras lo hacía Van Gelder inició un movimiento hacia mí y oí que De Graaf decía.

—Déjele, inspector, déjele.