CAPITULO VII
Detuve el coche de la Policía encima de una señal de «prohibido aparcar» pintada en la carretera y recorrí andando los cien metros que me separaban del hotel. El organillo se había ido adondequiera que se vayan de noche los organillos, y no había nadie en el vestíbulo del hotel, a excepción del ayudante de recepción, que dormitaba en una silla detrás del mostrador. Me acerqué, descolgué sin ruido la llave y subí a pie los dos primeros tramos de escaleras antes de tomar el ascensor, a fin de no despertar al ayudante de recepción de lo que parecía ser un profundo —y, sin duda, merecido— sueño.
Me quité mis mojadas ropas —es decir, todas—, me duché, me puse ropa seca, bajé en ascensor y eché ruidosamente la llave en el mostrador. El ayudante de recepción se despertó parpadeando y me miró a mí, a su reloj y a la llave, por ese orden.
—Mr. Sherman. No..., no le he oído entrar.
—Hace horas. Estaba usted dormido. Esa calidad de infantil inocencia...
No me estaba escuchando. Por segunda vez, miró atentamente su reloj.
—¿Qué está haciendo, Mr, Sherman?
—Andar sonámbulo.
—¡Son las dos y media de la mañana!
—No ando sonámbulo durante el día —dije. Me volví y miré hacia la puerta de entrada—. ¿Cómo? No se ve ni portero, ni conserje, ni taxistas, no está el organillero y no hay nadie acechando. Imperdonable. Tendrá usted que dar cuentas de esta negligencia.
—Por favor...
—La vigilancia perpetua es el precio del almirantazgo.
—No comprendo.
—No estoy seguro de comprenderlo yo tampoco. ¿Hay alguna barbería abierta a esta hora de la noche?
—¿Si hay...? ¿Dice que...?
—No importa. Estoy seguro de encontrar una en alguna parte.
Salí. A veinte metros del hotel, me guarecí en el quicio de una puerta, preparado para dar cuenta de cualquiera que pareciera dispuesto a seguirme, pero al cabo de dos o tres minutos quedó claro que nadie me seguía. Volví a mi coche y me dirigí a la zona portuaria, dejándolo aparcado a cierta distancia, dos calles más allá, de la Primera Iglesia Reformada de la Sociedad Hugonote Americana. Bajé hasta la orilla del canal.
El canal, flanqueado por los inevitables olmos y tilos, se hallaba sumido en tinieblas; inmóvil, no reflejaba ninguna luz de las oscuras callejuelas que daban a sus orillas. Ninguno de los edificios que se alzaban a sus lados se hallaba iluminado. La iglesia parecía más ruinosa que nunca y tenía ese aura de quietud, lejanía y atención que, por la noche, parecen poseer muchas iglesias. La enorme grúa, con su macizo agüilón, se recortaba amenazadoramente contra el cielo nocturno. La ausencia de todo rastro de vida era total. No faltaba más que un cementerio.
Crucé la calle, subí los escalones y probé la puerta de la iglesia. No estaba cerrada. No había razón por la que debiera estarlo, pero el hecho me pareció vagamente sorprendente. Los goznes debían de estar bien engrasados, pues la puerta se abrió y se cerró sin ruido.
Encendí la linterna y describí con ella un rápido giro de 180 grados. Estaba solo. Practiqué una inspección más metódica. El interior era pequeño, más pequeño aún de lo que uno habría supuesto desde fuera, ennegrecido y antiguo, tan antiguo que pude darme cuenta de que los bancos de madera de roble habían sido hechos con azuela. Dirigí hacia arriba la luz de la linterna, pero no había galería, sólo media docena de pequeñas y polvorientas vidrieras emplomadas que, aun en un día soleado, no habrían dejado pasar sino una mínima cantidad de luz. La puerta de entrada era la única que daba acceso a la iglesia desde el exterior. Solamente había otra puerta, al fondo, situada entre el púlpito y un antiguo órgano de fuelle.
Me dirigí hacia esa puerta, puse mi mano en el picaporte y apagué la linterna. La puerta rechinó al abrirse. Adelanté un pie con cuidado, y agradecí haberlo hecho así, pues el pie no se posó en un suelo continuación del que estaba pisando, sino en el primer peldaño de un tramo descendente de escaleras. Bajé los escalones, dieciocho en total y dispuestos en un completo círculo, y avancé cautelosamente, con la mano extendida para localizar la puerta que pensaba debía haber delante de mí. Pero no había ninguna puerta delante de mí. Encendí la linterna.
La habitación en que me encontraba tenía aproximadamente la mitad del tamaño de la iglesia. Describí otro rápido círculo con la linterna. No había ventanas, sólo dos bombillas en el techo. Localicé el interruptor y lo encendí. El recinto estaba más ennegrecido que la iglesia propiamente dicha. El tosco suelo de madera presentaba un aspecto mugriento a causa de la suciedad acumulada a lo largo de muchos años. Había varias mesas y sillas en el centro, y las dos paredes laterales estaban flanqueadas por una especie de cabinas abiertas, muy estrechas y altas. El recinto parecía un café medieval.
Fruncí involuntariamente la nariz al percibir un conocido y desagradable olor. Podía proceder de cualquier parte, pero me pareció que venía de la fila dé cabinas que había a mi derecha. Dejé la linterna, saque la pistola de funda sobaquera, cogí un silenciador que tenía en el bolsillo y lo atornille. Avancé con pasos felices a través de la estancia, y mi nariz me indicó que seguía la dirección adecuada. La primera cabina estaba vacía. La segunda, también. Oí entonces una respiración. Avancé cautelosamente, y mi ojo izquierdo y el cañón de mi pistola enfocaron al mismo tiempo el rincón de la tercera cabina.
Mis preocupaciones eran innecesarias. No había allí ningún peligro. Sobre la estrecha mesita descansaban dos cosas, un cenicero con una colilla apagada y los brazos y la cabeza de un hombre caído hacia delante, profundamente dormido y con la cara vuelta hacia otro lado. No me hacía falta verle la cara: el flaco cuerpo de George y sus raídas ropas eran inconfundibles. La última vez que le había visto habría jurado que no podría moverse de la cama en las veinticuatro horas siguientes..., o lo habría jurado si se hubiera tratado de una persona normal. Pero los toxicómanos en avanzado estado de intoxicación distan mucho de ser normales y son capaces de asombrosas, aunque breves, proezas de recuperación. Le dejé donde estaba. Por el momento, no presentaba ningún problema.
Había una puerta al fondo, entre las dos filas de cabinas. La abrí, con bastante menos precaución que antes, encontré un interruptor y lo accioné.
Era una estancia espaciosa, pero muy estrecha, que recorría toda la anchura de la iglesia, pero de una anchura no superior a unos dos metros y medio. Ambos lados estaban flanqueados de estantes, y esos estantes se hallaban abarrotados de Biblias. No me produjo ninguna sorpresa descubrir que eran reproducciones de las que había examinado en el almacén de «Morgenstern y Muggenthaler», las que la Primera Iglesia Reformada distribuía con tanta liberalidad a los hoteles de Ámsterdam. No parecía que hubiera nada que perder con echarles otro vistazo, así que me metí la pistola en el cinturón, avancé y las miré de todos modos. Cogí al azar de la primera fila de un estante y las hojeé: eran tan inocuas como pueden serlo las Biblias, o sea, de lo más inocuo que puede uno encontrarse. Miré la segunda fila, y el mismo superficial examen produjo el mismo resultado. Separé parte de la segunda fila a un lado y cogí una Biblia de la tercera.
Aquel ejemplar podía o no ser inocuo, según la interpretación que uno diera a su estado de salvaje mutilación, pero como tal Biblia era un absoluto fracaso, porque el agujero que se había vaciado en su centro abarcaba casi toda la anchura del libro; el agujero tenía la forma y el tamaño aproximados de un higo. Examiné varías Biblias más de la tercera fila: todas tenían el mismo centro ahuecado, evidentemente hecho a máquina. Dejando aparte uno de los ejemplares mutilados, volví a poner las demás Biblias tal como estaban y me dirigí hacia la puerta situada en frente de la que me había servido para entrar en el estrecho recinto. La abrí y accioné el conmutador de la luz.
Tuve que reconocer que la Primera Iglesia Reformada había hecho cuanto había podido, y con notorio éxito, para cumplir las exhortaciones del clero progresista en el sentido de que la Iglesia debe mantenerse a la altura de los tiempos y participar en la era tecnológica en que vivimos. Posiblemente, tal exhortación no iba destinada a ser tomada tan al pie de la letra, pero esta clase de exhortaciones carentes de precisa especificación se hallan expuestas, al ponerse en práctica, a un cierto grado de desvío, lo cual parecía ser lo sucedido en aquel caso: aquella estancia, que ocupaba casi la mitad del sótano de la iglesia, era, de hecho, un taller magníficamente equipado.
A mis profanos ojos, tenía de todo: tornos, fresadoras, prensas, crisoles, moldes, un horno, una perforadora y varios bancos a los que se hallaban sujetas gran número de máquinas más pequeñas cuya finalidad era un misterio para mí. Un extremo del suelo estaba cubierto con lo que parecían ser virutas de latón y cobre, la mayor parte en enroscados rollos. En una caja situada en un extremo, había un revuelto montón de tubos de plomo, evidentemente viejos, y varios rollos de cubierta de plomo para tejados. En conjunto, un lugar sumamente funcional y a todas luces dedicado a la fabricación. Resultara imposible saber cuáles eran los productos finales del proceso, ya que, sin duda alguna, no había allí ninguno de ellos.
Me encontraba hacia la mitad de la estancia caminando lentamente, cuando imaginé tanto como oí una debilísima sensación de sonido procedente de la zona situada más allá de la puerta que acababa de franquear. Y volví a notar la desagradable sensación de cosquilleo en la nuca: alguien la estaba mirando, y sin intenciones amistosas, desde una distancia de muy pocos metros.
Continué caminando despreocupadamente, lo cual no resulta fácil de hacer cuando todas las probabilidades son de que el próximo paso que uno vaya a dar sea detenido por una bala del 38 o algo igualmente letal en la base del cráneo, pero eso fue lo que hice, pues girar en redondo, sin más arma que una Biblia ahuecada en mi mano izquierda —la pistola seguía todavía en mi cinturón— parecía una forma segura de precipitar la involuntaria presión de un dedo nervioso sobre un gatillo. Me había comportado como un idiota, con una estupidez que me habría hecho ponerle de vuelta y media a quien se la hubiera visto cometer, y todas las trazas eran de que iba a pagar cara mi necedad. La puerta de la calle abierta, la puerta que llevaba ál sótano abierta, el acceso Ubre para todo el que quisiera investigar, significaban claramente una sola cosa: la presencia de un hombre armado con una pistola, cuya misión no era impedir la entrada, sino impedir la salida, y de forma permanente. Me pregunté dónde habría estado escondido, quizás en el púlpito, quizás en alguna puerta lateral que diese a las escaleras, cuya posible existencia no me había ocupado yo de investigar.
Llegué al fondo de la estancia, volví ligeramente la vista a mi izquierda, detrás del último torno, emití un ligero murmullo de sorpresa y me agaché detrás del torno. No permanecí más de dos segundos en esta posición, pues no parecía haber razón para retrasar lo que sabía era inevitable: cuando levanté rápidamente la cabeza por encima del torno, el cañón de mi pistola provista de silenciador estaba ya alineado con mi ojo derecho.
El hombre estaba a no más de cinco metros de distancia; de rostro mustio y ratonil, blanco como el papel y relucientes ojos negros, avanzaba sobre silenciosos mocasines de goma. Lo que apuntaba en la dirección general del torno tras el que yo estaba, era mucho peor que cualquier pistola del 38; era un arma escalofriante, una escopeta de doble cañón, con la culata y los dos cañones serrados, con toda seguridad el arma más mortalmente efectiva a corta distancia jamás ideada.
Le vi y oprimí en el mismo momento el gatillo de mi pistola, pues si algo había seguro era que no dispondría de un segundo momento.
Una rosa roja floreció en el centro de la frente del hombre. Dio un paso hacia atrás, el paso reflejo de un hombre ya muerto, y se desplomó casi tan silenciosamente como había estado avanzando hacia mí, con el arma todavía aferrada en su mano. Volví los ojos hacia la puerta, pero, si había refuerzos, estaban ocultando prudentemente el hecho. Me incorporé y me dirigí con rápidos pasos hasta la sala en que estaban almacenadas las Biblias, pero no había nadie allí, como tampoco en ninguna de las cabinas de la otra estancia, donde George continuaba inconsciente sobre la mesa.
Levanté de su asiento a George, sin demasiada suavidad, me lo eché al hombro, lo llevé escaleras arriba hasta la iglesia propiamente dicha y lo dejé caer sin ceremonias detrás del pulpito, donde quedaría fuera de la vista de cualquiera que pudiera acertar a echar un vistazo desde la puerta de entrada, aunque no podía imaginar por qué iba a asomar nadie la cabeza para echar un vistazo a aquella hora de la noche. Abrí la puerta y miré al exterior, pero la calle del canal estaba desierta en ambas direcciones.
Tres minutos después, aparcaba el coche no lejos de la iglesia. Entré en ella, cogí a George, bajé con él los escalones de la entrada, crucé la carretera y lo dejé en el asiento posterior del taxi. No tardó en derrumbarse hasta el suelo del vehículo, y, como probablemente estaba más seguro en esa posición, le dejé allí, comprobé rápidamente que nadie se estaba tomando ningún interés en mis movimientos y volví a entrar en la iglesia.
Los bolsillos del muerto no revelaron nada más que unos cuantos cigarrillos liados a mano, los cuales constituían explicación suficiente del hecho de haberse visto sorprendido cuando venía tras de mí con la escopeta. Cogí el arma con la mano izquierda, levanté el cadáver por el cuello de la chaqueta —cualquier otro método de transporte me habría manchado de sangre el traje, y aquél era el único en condiciones que me quedaba— y lo arrastré por el sótano y escaleras arriba, cerrando puertas y apagando luces a mi paso.
De nuevo el cauteloso reconocimiento desde la puerta de la iglesia, de nuevo la calle desierta. Arrastré al hombre por la calle hasta la escasa protección que ofrecía el taxi y lo dejé caer en el canal tan silenciosamente como, sin duda, habría hecho él conmigo si hubiera sido un poco más rápido con su escopeta, que ahora arrojé también al canal detrás de él. Volví al taxi, y estaba a punto de subir a él cuando se abrió la puerta de la casa contigua a la iglesia y apareció un hombre que miró a su alrededor con aire titubeante y se dirigió luego a donde yo me encontraba.
Era un individuo corpulento, vestido con lo que parecía ser una especie de voluminoso camisón con una bata de baño encima. Tenía una cabeza impresionante, con un espléndido cabello blanco, bigote también blanco, tez saludablemente sonrosada y, en aquel momento, un aire de ligeramente desconcertada benevolencia.
—¿Puedo ayudarle? —dijo con la grave, resonante y modulada voz de quien está acostumbrado a escuchársela—. ¿Ocurre algo?
—¿Qué va a ocurrir?
—Me ha parecido oír un ruido en la iglesia.
—¿La iglesia?
Esta vez me tocó a mí parecer desconcertado.
—Sí. Mi iglesia. Ésa —dijo, señalándola con el dedo por si no sabía yo reconocer una iglesia cuando la veía—. Yo soy el pastor. Goodbody. Doctor Thaddeus Goodbody. Pensé que quizás algún intruso...
—Yo no, reverendo. Hace años que no he estado dentro de una iglesia.
Asintió con la cabeza como si mis palabras no le sorprendieran lo más mínimo.
—Vivimos tiempos de ateísmo. Una hora extraña para estar en la calle, joven.
—Para un taxista en su tumo de noche, no.
Me miró con expresión de duda y atisbó en el interior del taxi.
—¡ Santo cielo! Hay un cadáver en el suelo.
—No hay un cadáver en el suelo. Hay un marinero borracho en el suelo, y lo estoy llevando a su barco. Acaba de caerse al suelo hace unos segundos, así que he parado para volverlo a poner en el asiento. He pensado —añadí virtuosamente— que eso sería proceder de un modo cristiano. Con un cadáver, no me molestaría.
Mi halago profesional no sirvió de nada. Con un tono que, presumiblemente, reservaba para los pecadores mías empedernidos de su rebaño, dijo:
—Insisto en verlo por mí mismo.
Empujó firmemente hacia delante, y yo le empujé firmemente hacia atrás. Dije:
—No me haga perder mi licencia, por favor.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Aquí ocurre algo muy raro. ¿De modo que puedo hacerle perder su licencia?
—Sí. Si le tiro al canal, perderé mi licencia. Es decir —agregué reflexivamente-> si consigue usted salir de él.
—¡Qué! ¡El canal! ¿A mí? ¿A un hombre de Dios? ¿Me está usted amenazando, caballero?
—Sí.
El doctor Goodbody retrocedió varios pasos.
—Tengo su número de licencia. Le denunciaré.«
, La noche continuaba avanzando, y yo quería dormir un poco antes de que amaneciera, por lo que subí al coche y arranqué. Él estaba agitando el puño en dirección a mí de un modo que no decía mucho en favor de su concepto del amor fraterno, y parecía estar dedicándose a alguna vehemente peroración, pero no pude oír nada. Me pregunté si presentaría una denuncia a la Policía, y pensé que resultaba improbable.
Estaba empezando a cansarme de subir escaleras con George a cuestas. Cierto que no pesaba apenas nada, pero, debido a la falta de sueño y de comida, me encontraba bajo de forma y ya había tenido bastantes toxicómanos. La puerta del pisito de Astrid estaba abierta, como esperaba yo que estaría si George había sido la última persona en utilizarla. La empujé, encendí la luz, pasé junto a la muchacha dormida y, sin demasiada suavidad deposité a George en su cama. Creo que fue el ruido que produjo el sommier y no la brillante luz de su habitación lo que despertó a Astrid: el caso es que, cuando volví a su habitación, ella estaba sentada en su cama turca, frotándose los ojos todavía soñolientos. La miré en lo que esperaba fuese un modo especulativo y no dije nada.
—Estaba dormido, y me acosté —dijo a la defensiva—. Debió de levantarse y volver a salir.
Como yo tratara esta obra maestra de deducción del modo que merecía, continuó, casi desesperadamente:
—No le oí salir. No le oí. ¿Dónde le ha encontrado?
—Estoy seguro de que nunca lo adivinaría usted. En un garaje, encima de un organillo e intentando abrirlo. No estaba haciendo muchos progresos.
Como ya había hecho antes esa misma noche, sepultó la cara entre las manos: esta vez no estaba llorando, aunque supuse tristemente que sería sólo cuestión de tiempo.
—¿Qué tiene eso de malo? —pregunté—. Le interesan mucho los organillos, ¿verdad, Astrid? Me pregunto por qué. Es curioso. ¿Es, quizás, aficionado a la música?
—No. Sí. Desde pequeño...
—Oh, vamos. Si fuera aficionado a la música, preferiría escuchar una taladradora neumática. Hay otra razón para que le gusten tanto esos organillos. Muy sencilla..., y usted y yo sabemos cuál es.
Me miró sin sorpresa; en sus ojos se reflejaba el miedo. Me senté cansadamente en el borde de la cama y cogí sus manos entre las mías.
—Astrid.
—Diga.
—Es usted una embustera casi tan completa como yo. No salió en busca de George porque sabía perfectamente dónde estaba, y sabe perfectamente dónde le he encontrado yo, en un lugar en que se hallaba sano y salvo, en un lugar en el que la Policía no le encontraría jamás porque jamás se le ocurriría buscar allí a nadie —suspiré—. Un cigarrillo no es una inyección, pero supongo que es mejor que nada.
Me miró con expresión herida y volvió a sepultar la cara entre las manos. Sus hombros se estremecían convulsivamente, como yo había previsto. Aunque ignoraba exactamente por qué, el caso es que no podía permanecer allí sentado sin alargar una mano consoladora, y cuando lo hice ella me miró con ojos llenos de lágrimas, alargó las manos y sollozó amargamente sobre mi hombro. Estaba empezando a acostumbrarme a este trato en Ámsterdam, pero aún distaba mucho de avenirme a él, así que intenté aflojar suavemente sus brazos, pero ella los apretó más aún. Sabía que aquello no tenía nada que ver conmigo: ella necesitaba aferrarse a alguien, y daba la casualidad de que yo estaba allí. Los sollozos fueron cesando gradualmente, y quedó inmóvil, con el rostro manchado de lágrimas, indefensa y llena de desesperación.
—No es demasiado tarde, Astrid —dije.
—Eso no es cierto. Usted sabe tan bien como yo que desde el principio ya era demasiado tarde.
—Para George, sí. Pero ¿no ve que estoy intentando ayudarla?
—¿Cómo puede ayudarme?
—Destruyendo a las personas que han destruido a su hermano. Destruyendo a las personas que le están destruyendo a usted. Pero necesito ayuda. En última instancia, todos necesitamos ayuda, usted, yo, todo el mundo. Ayúdeme..., y le ayudaré. Se lo prometo, Astrid.
No diría que la desesperación pintada en su rostro fue sustituida por otra expresión, pero, al menos, pareció aliviarse algo, al tiempo que movía afirmativamente la cabeza, sonreía débilmente y decía:
—Parece usted muy bueno destruyendo gente.
—Usted también puede serlo —dije.
Y le di una pistola muy pequeña, una «lilliput», cuya eficacia desmiente su pequeño calibre del 21.
Salí diez minutos después. Al llegar a la calle, vi a dos hombres andrajosamente vestidos, sentados en el escalón de un portal situado casi enfrente, que discutían con apasionamiento, pero sin grandes voces, por lo que trasladé mi pistola al bolsillo y crucé la calzada hacia donde estaban. Al llegar a tres metros de ellos, desvié mis pasos pues el penetrante olor a ron era tan intenso qué permitía pensar no ya que habían estado bebiendo, como que acababan de salir de un baño en una cuba del mejor «Demerara». Estaba empezando a ver fantasmas en cada esquina, y lo que necesitaba era dormir; así que subí al taxi, regresé al hotel y me acosté.