CAPITULO III
Aquélla era, en el «Hotel Rembrandt», una noche clásica, con el organillo lanzando al aire una interpretación de un extracto de la Quinta de Beethoven que habría hecho caer de rodillas al viejo compositor, dando gracias eternas por su casi total sordera. Aun a cincuenta metros —la distancia desde la que yo observaba prudentemente a través de la suave llovizna—, el efecto era espantoso: constituía un extraordinario tributo a la tolerancia de los habitantes de Ámsterdam, ciudad de amantes de la música y sede del mundialmente famoso Concertgebouw, el hecho de que no atrajeran al anciano organillero a una taberna apropiada y, en su ausencia, arrojaran su organillo al canal más próximo. El viejo estaba agitando todavía su lata al extremo del bastón, una acción puramente refleja, pues aquella noche no había nadie en los alrededores, ni siquiera el portero del hotel, que, o había entrado para protegerse de la lluvia, o era un amante de la música.
Torcí por la calle en que se hallaba la entrada al bar. No había ninguna figura acechando en los portales adyacentes, ni en la puerta misma del bar, y tampoco había esperado yo encontrar ninguna. Me dirigí al callejón trasero, subí por la escalerilla de incendios hasta el tejado, lo crucé y localicé el trozo de canalón que pasaba justamente por encima de mi balcón.
Me asomé por el borde. No podía ver nada, pero podía oler algo. Humo de cigarrillo, pero no proveniente de un cigarrillo fabricado por una de las más reputadas compañías de tabacos, las cuales no incluyen la marihuana entre los productos que ponen a la venta. Me incliné más, hasta casi perder el equilibrio, y entonces pude ver algunas cosas, no muchas, pero suficientes: dos afiladas punteras de zapato y, por un momento, el arco descrito por la reluciente brasa de un cigarrillo al moverse, sin duda, al extremo de un brazo.
Me retiré con cautela y, en silencio, me enderecé, volví a cruzar hasta la escalerilla de incendios, bajé al sexto piso, atravesé la puerta de emergencia, volviéndola a cerrar luego, avancé hasta la puerta de la habitación 616 y escuché. Nada. Abrí silenciosamente la puerta con la ganzúa que había probado antes y entré, cerrando la puerta con la mayor rapidez que pude: las corrientes de aire, de otra forma imperceptibles, pueden agitar el humo de cigarrillo de un modo que llame la atención del fumador atento. Y no es que los toxicómanos sean famosos por su vigilante atención.
Aquél no constituía ninguna excepción. Como era de prever, se trataba del camarero de piso. Estaba cómodamente sentado en un sillón, con los pies apoyados en el antepecho del balcón, fumando un cigarrillo con la mano izquierda; la derecha reposaba descuidadamente sobre su rodilla y sostenía una pistola.
Normalmente, es muy difícil acercarse a alguien por detrás sin que, por muy silenciosamente que uno lo haga, alguna forma de sexto sentido le avise de ello, pero son muchas las drogas que producen mi efecto debilitante sobre este instinto, y lo que el camarero de piso estaba fumando era una de ellas.
Yo estaba detrás de él, con mi pistola junto a su oído derecho, y él seguía ignorando mi presencia. Le toqué en el hombro derecho. Se volvió en redondo con un salto convulsivo de su cuerpo y emitió un aullido de dolor al hincársele el cañón de mi pistola en su ojo derecho por efecto de su movimiento. Se llevó las dos manos al ojo lesionado, y yo le quité sin dificultad la pistola, me la guardé en el bolsillo y le di un fuerte empujón en el hombro. El camarero salió catapultado hacia atrás, completando un salto mortal y aterrizando pesadamente sobre la espalda y la nuca. Permaneció allí tendido durante unos diez segundos, totalmente aturdido; luego, apoyándose en un brazo, se enderezó. Su boca emitía un curioso sonido silbante, sus pálidos labios habían desaparecido dejando al descubierto un revoltijo de dientes manchados de tabaco y sus ojos relucían de odio. No parecía haber muchas probabilidades de que sostuviésemos una amistosa charla.
—Jugamos duro, ¿eh? —murmuró.
Los toxicómanos son grandes clientes del cine violento, y su diálogo es impecable.
—¿Duro? —me sorprendí—. Oh, no, amigo. Después jugaremos duro. Si usted no habla.
Quizás iba yo al mismo cine que él. Recogí el cigarrillo que humeaba sobre la alfombra, lo olfateé con repugnancia y lo aplasté en un cenicero. El camarero se puso en pie tambaleándose, todavía conmocionado y vacilante, y yo no me lo creí. Cuando volvió a hablar, su expresión había cambiado. Había decidido actuar con frialdad, la calma antes de la tormenta, un guión viejo y manoseado. Tal vez debiéramos ambos empezar a acudir a la ópera.
—¿De qué le gustaría hablar? —preguntó.
—Para empezar, de qué estaba haciendo usted en mi habitación. Y quién le envió aquí.
Sonrió con fastidio.
—La ley ya ha intentado hacerme decir cosas. Conozco la ley. Usted no puede hacerme hablar. Tengo mis derechos. Lo dice la ley.
—La ley se queda al otro lado de mi puerta. A este lado, los dos estamos más allá de la ley. Usted lo sabe. En una de las grandes ciudades civilizadas del mundo, usted y yo estamos viviendo en nuestra propia y pequeña jungla. Pero también aquí existe una ley. Matar o ser matado.
Quizá fue mía la culpa por ponerle ideas en la cabeza. Se zambulló violentamente a baja altura para quedar por debajo de mi pistola, pero no lo bastante para que su barbilla quedara por debajo de mi rodilla; sentí en ésta un dolor intenso, y, a juzgar por ello, debería haber quedado tendido. Entonces me agarró la única pierna que yo había dejado en contacto con el suelo, y caímos los dos. Mi pistola salió despedida, y rodamos un rato, golpeándonos sañudamente el uno al otro. El era un muchacho fuerte, tan fuerte como duro, pero actuaba con dos desventajas: una asidua dedicación a la marihuana había embotado el filo de sus condiciones físicas y, aunque poseía un instinto sumamente desarrollado para la pelea sucia, nunca se le había instruido en ella de forma adecuada. Al poco rato, estábamos de nuevo en pie, y con mi mano izquierda presionaba hacia arriba su muñeca derecha entre sus dos omoplatos.
Empujé aún más su muñeca, y él lanzó un grito de dolor agónico que muy bien podía ser auténtico, ya que su hombro estaba produciendo un ^ peculiar crujido, pero yo aún no estaba del todo seguro, por lo que le empujé un poco más y eliminé toda duda. Luego, le llevé hasta el balcón y forcé a su cuerpo a pasar por encima de la balaustrada hasta que sus pies se separaron del suelo y quedó colgado de su mano izquierda, que se aferraba a la balaustrada como si su vida dependiera de ello, lo cual era cierto...
—¿Eres un adicto o un traficante? —pregunté. Profirió una obscenidad en holandés, pero yo sé holandés;— incluyendo todas las palabras que debería ignorar. Le tapé la boca con la mano derecha, pues la clase de sonido que iba a emitir podía ser oído por encima del ruido del tráfico, y yo no quería alarmar innecesariamente a los ciudadanos de Ámsterdam. Aflojé la presión y retiré la mano.
— Responde.
—Un traficante. —Su voz era un sollozante graznido—. Las vendo.
—¿Quién te envió?
—¡No! ¡No! ¡No!
—Como quieras. Cuando recojan de la calle lo que quede de ti, pensarán que eras otro fumador de marihuana que subió demasiado alto y emprendió un viaje por los délos azules.
—¡Eso es un asesinato! —seguía sollozando, pero su voz no era ya más que un ronco murmullo; quizá la vista que se extendía bajo él empezaba a darle vahídos—, Usted no...
—¿No? Tu gente ha matado esta tarde a un amigo mío. Exterminar sabandijas puede ser un placer. Veinte metros es una buena caída, y ni la menor señal de violencia. Excepto que se te romperán todos los huesos del cuerpo. Veinte metros. ¡Mira!
Le incliné un poco más sobre la balaustrada para que tuviera una mejor panorámica,.y me vi obligado a usar las dos manos para izarle de nuevo.
—¿Hablarás?
Emitió un sonido ronco y gutural, así que le retiré de la balaustrada y le empujé al centro de la habitación.
—¿Quién te envió? —pregunté.
Ya he dicho que era duro, pero era mucho más duro de lo que yo había imaginado. Debería haber estado aterrorizado y mortalmente dolorido, y no dudo que lo estaba, pero eso no le impidió girar convulsivamente a su derecha y liberarse de mi presa. Lo inesperado de su movimiento me cogió desprevenido. Se lanzó de nuevo contra mí, con un cuchillo que había aparecido súbitamente en su mano izquierda, curvándose hacia arriba en un arco maligno y apuntando hada mi vientre. En circunstancias normales, lo probable es que hubiera consumado sus evidentes intenciones, pero las circunstancias eran anormales: sus reflejos habían desaparecido. Agarré con las dos manos la muñeca del brazo armado y me eché hacia atrás, al tiempo que colocaba una pierna bajo su cuerpo y, estirando del brazo hacia abajó, lo catapulté por encima de mí. El golpe de su cuerpo al caer en el suelo hizo retemblar la habitación y, con toda probabilidad, varias de las habitaciones adyacentes.
Giré sobre mí mismo y me puse en pie de un salto, pero ya no era necesaria ninguna prisa. El hombre yacía tendido en el sudo, con la cabeza apoyada en el umbral del balcón. Le levanté, agarrándole de las solapas, y su cabeza cayó hacia atrás hasta casi tocar los omoplatos. Volví a dejar, le en el suelo. Sentí que hubiera muerto, porque probablemente poseía información que me habría sido muy valiosa, pero ésa era la única razón de que lo sintiese.
Registré sus bolsillos, que contenían buen número de interesantes objetos, pero sólo dos de tenían interés para mí: una petaca medio de cigarrillos de marihuana liados a mano y un par de pedazos de papel. Uno de los papeles tenía escritas a máquina las letras y cifras MOO 144, y el otro, dos números: 910020 y 2789. Ninguno de ellos significaba nada para mí, pero, con base en la razonable suposición de que el camarero no los habría llevado sobre su persona si no hubieran tenido algún significado para él, los guardé en un lugar seguro que me había proporcionado mi servicial sastre, un bolsillito situado en el interior de la pernera derecha del pantalón, a unos quince centímetros por encima del tobillo.
Hice desaparecer las escasas señales de lucha que se advertían, cogí la pistola del muerto, salí a1 balcón, me incliné sobre la balaustrada y arrojé la pistola hacia arriba y a la izquierda. Pasó por encima del canalón y aterrizó sobre el tejado, a unos seis metros de distancia. Volví a entrar, tiré al retrete la colilla de marihuana e hice correr el agua, lavé el cenicero y abrí todas las puertas y ventanas para que el penetrante olor se evaporase lo antes posible. Luego, arrastré al camarero hasta el pequeño vestíbulo y abrí la puerta que daba al pasillo.
El corredor se hallaba desierto. Escuché atentamente, pero no oí nada, no había el menor sonido de pisadas. Crucé hasta el ascensor, oprimí el botón, esperé a que apareciera el ascensor, abrí la puerta mía rendija, introduje una caja de cerillas entre la jamba y la puerta para que ésta no se pudiera cerrar y completara el circuito eléctrico y volví apresuradamente a mi suite. Arrastré al camarero hasta el ascensor, abrí la puerta, lo eché sin ceremonias al suelo de la cabina, retiré la caja de cerillas y dejé que se cerrara la puerta. El ascensor permaneció donde estaba: evidentemente, nadie estaba oprimiendo el botón del ascensor en aquel preciso momento.
Cerré por fuera la puerta de mi suite con la ganzúa y volví a salir por la escalerilla de incendios, ya a la sazón vieja conocida mía. Llegué a la calle sin ser visto y rodeé el edificio hasta llegar a la puerta principal. El viejo del organillo estaba interpretando ahora a Verdi, aunque hubiera costado reconocer a Verdi en aquellas notas. El organillero estaba de espaldas a mí mientras yo dejaba caer un florín en su lata. Se volvió para darme las gracias, sus labios se entreabrieron en una desdentada sonrisa y, entonces, vio quién era y quedó momentáneamente boquiabierto. Estaba metido hasta el cuello en el ajo, y nadie se había molestado en informarle de que Sherman había salido. Le dirigí una amable sonrisa y pasé al vestíbulo del hotel.
Detrás del mostrador había un par de empleados uniformados, juntamente con el recepcionista, que en aquel momento se hallaba de espaldas a mí. Dije en voz alta:
—Seis-uno-seis, por favor.
El recepcionista se volvió bruscamente con las cejas levantadas, pero no lo bastante levantadas, y me obsequió con una sonrisa de cocodrilo.
—No sabía que había salido, Mr, Sherman.
—Oh, sí. Un paseíto antes de cenar. Es una vieja costumbre inglesa, ¿sabe?
—Claro, claro.
Me sonrió picarescamente, como si hubiera algo en cierto modo reprensible en esa vieja costumbre inglesa, y dejó luego que una expresión de ligero desconcierto remplazara a la sonrisa.
—No recuerdo haberle visto salir.
—Bueno —dije—, no puede esperarse que atienda todo el tiempo a todos los huéspedes, ¿verdad?
Le dirigí una sonrisa tan falsa como la suya, cogí la llave y me encaminé hacia los ascensores. Había recorrido más de la mitad de la distancia que me separaba de ellos, cuando casi me hizo detenerme en seco un penetrante chillido que resonó en el vestíbulo. Se hizo un profundo silencio que duró tan sólo el tiempo suficiente para que la mujer que había chillado tomara aliento y volviera a empezar. Aquel alboroto se debía a una mujer de mediana edad extravagantemente vestida, una caricatura de la turista americana en el extranjero, que estaba delante de un ascensor con la boca abierta en forma de O y los ojos como platos. A su lado, un rollizo individuo vestido con un traje a rayas blancas y azules estaba intentando calmarla, pero tampoco tenía un aspecto muy tranquilo y daba la impresión de que no le habría importado ponerse a chillar él también.
El recepcionista me adelantó corriendo, y yo le seguí más despacio. Cuando llegué al ascensor, el recepcionista estaba de rodillas, inclinado sobre la despatarrada figura del camarero muerto.
—Dios mío —exclamé—. ¿Cree que está enfermo?
—¿Enfermo? ¿Enfermo? —replicó el recepcionista, clavando sus ojos en mí—. Mire cómo tiene el cuello. Este hombre está muerto.
—¡Santo Dios! Creo que tiene usted razón. —Me agaché y miré más atentamente al camarero—. ¿No he visto antes en alguna parte a este hombre?
—Era su (»marero de piso —dijo el recepcionista, que no es una frase fácil de decir cuando se tienen los dientes apretados.'
—Su cara se me hacía familiar. En la flor de la vida...-comenté, moviendo tristemente la cabeza—. ¿Dónde está el restaurante?
—Dónde está él..., dónde está el...
—Déjelo —dije con dulzura—. Ya veo que está usted alterado. Lo encontraré yo mismo.
El restaurante del «Hotel Rembrandt» tal vez no sea, como afirman sus propietarios, el mejor de Holanda, pero yo no les llevaría a los tribunales bajo la acusación de falsedad. Desde el caviar hasta las fresas —me pregunté vagamente si había de cargar esto en la cuenta de gastos como alojamiento o como sobornos—, la comida era soberbia. Por un instante, y sin el menor sentimiento de culpabilidad, pensé en Maggie y Belinda, pero eran cosas que tenían que ocurrir. El sofá de peluche rojo en que estaba sentado era el último grito en confort; así que me retrepé en él, levanté mi copa de coñac y exclamé;
—¡Ámsterdam!
—¡Ámsterdam! —dijo e! coronel Van de Graaf. El coronel, subjefe de Policía de la ciudad, se había unido a mí, sin previa invitación, hacía sola? mente cinco minutos. Estaba sentado en una gran silla que parecía demasiado pequeña para él. Era un hombre de complexión recia y estatura media, y tenía cabellos grises, rostro atezado y surcado de arrugas, un inconfundible aspecto de autoridad y un aire de casi desalentadora competencia. Continuó secamente—: Me alegra de que se esté divirtiendo, comandante Sherman, después de un día tan lleno de acontecimientos.
—Coged capullos de rosa mientras os sea posible, coronel; la vida es demasiado corta. ¿Qué acontecimientos?
—No hemos podido descubrir gran cosa acerca de ese hombre, James Duelos, que ha sido asesinado hoy en el aeropuerto. —El coronel De Graaf era un hombre paciente, al que no resultaba fácil desviar su atención—. Sólo sabemos que llegó de Inglaterra hace tres semanas, que se hospedó en el «Hotel Schiller» una noche y luego desapareció. Al parecer, comandante Sherman, estaba esperando a su avión. ¿Era simple coincidencia?
—Me estaba esperando a mí —De Graaf lo averiguaría tarde o temprano—. Era uno de mis hombres. Debió de procurarse en alguna parte un pase de la Policía falsificado..., para franquear la zona de inmigración, quiero decir.
—Me sorprende usted. —Suspiró con fuerza y no pareció estar en absoluto sorprendido—. Amigo mío, nuestra labor se dificulta extraordinariamente si no conocemos estas cosas. Yo debía haber sido informado respecto a Duelos. Ya que tenemos instrucciones de la Interpol de París de prestarle a usted toda la ayuda posible, ¿no cree que sería mejor que trabajáramos juntos? Nosotros podemos ayudarle a usted..., y usted puede ayudarnos a nosotros. —Tomó un sorbo de coñac. Sus ojos grises me miraron con fijeza—. Es de suponer que ese hombre suyo poseía información..., y ahora la hemos perdido.
—Quizá. Bien, empiece usted ayudándome. ¿Puede averiguar si una tal Miss Astrid Lemay figura en sus archivos? Trabaja en un night-club, pero no parece holandesa, así que tal vez tenga algo sobre
—¿La muchacha que empujó usted en el aeropuerto? ¿Cómo sabe que trabaja en un night-club?
—Ella me lo dijo —respondí sin rubor.
Frunció el ceño.
—Los funcionarios del aeropuerto no me mencionaron ese detalle.
—Los funcionarios del aeropuerto son un hatajo de viejas.
—¡Ah! —Su exclamación podía significar cualquier cosa—. Puedo obtener esa información. Y ¿Nada más?
—Nada más.
—Otro pequeño acontecimiento del que no hemos hablado.
—Dígame.
—El camarero del sexto piso, un desagradable sujeto del que sabemos ciertas cosas, ¿no era uno de sus hombres?
—¡Coronel!
—Ni por un momento pensé que lo fuera. ¿Sabía que su muerte se debió a fractura de cuello?
—Debió de sufrir una mala caída —dije compasivamente.
De Graaf apuró su coñac y se levantó.
—No le conocemos a usted, comandante Sherman, pero lleva demasiado tiempo en la Interpol y su reputación en Europa es demasiado grande para que no estemos enterados de sus métodos. Permítame recordarle que lo que en Estambul, Marsella y Palermo, por citar sólo irnos cuantos lugares, esta permitido, no lo está en Ámsterdam.
—¡Caramba! —exclamé—. Está usted bien informado.
—Aquí, en Ámsterdam, todos estamos sometidos a la ley —continuó, como si no me hubiera oído—. Incluido yo mismo. Y usted no es una excepción.
—No esperaba serlo —dije virtuosamente—. Bien, entonces, cooperación. Vayamos al objeto de mi visita. ¿Cuándo puedo hablar con usted/
—En mi despacho, a las diez —repuso, paseando la mirada por el restaurante—, fío son éstos hora ni lugar adecuados.
Enarqué una ceja.
—El «Hotel Rembrandt» —dijo gravemente De Graaf— es un puesto de escucha de fama internacional.
—Me asombra usted —respondí.
De Graaf se marchó. Me pregunté por qué diablos creía que había elegido yo el «Hotel Rembrandt» para alojarme.
El despacho del coronel De Graaf no se parecía en nada al «Hotel Rembrandt». Era una habitación bastante grande, pero fría y funcional, cuyo mobiliario lo constituían casi exclusivamente varios archivadores gris acero, una mesa gris acero y sillas gris acero que eran tan duras como él propio acero. Pero, al menos, el decorado coadyuvaba a que se concentrara uno en la cuestión a tratar: no había nada que distrajera la mente ni la vista.. Tras diez minutos de conversación preliminar, De Graaf y yo estábamos concentrándonos, aunque creo que De Graaf lo consiguió más fácilmente que yo. Me había acostado muy tarde la noche anterior, y nunca estoy en plena forma a las diez de la mañana en un día frío y desapacible.
—Todas las drogas —convino De Graaf—. Nos interesan, desde luego, todas las drogas, opio, marihuana, anfetamina, LSD, STP, acetato de amilo, que usted cita, comandante Sherman. Todas ellas destruyen o conducen a la destrucción. Pero en este caso nos limitamos a la verdaderamente perniciosa, la heroína. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
La profunda e incisiva voz procedía de la puerta. Me volví y miré al hombre que estaba allí, un hombre alto, vestido con un bien cortado traje oscuro, de ojos fríos y penetrantes, rostro agradable que podía dejar de ser agradable muy rápidamente y aspecto muy profesional. No cabía error posible acerca de su profesión. Era un policía, y no de los que podrían ser tomados a la ligera.
Cerró la puerta y se dirigió hacia mí con el paso vivo y ágil de un hombre mucho más joven que los cuarenta y tantos años que debía de tener. Extendió la mano y dijo:
—Van Gelder. He oído hablar mucho de usted, comandante Sherman. Reflexioné brevemente sobre esto, y decidí no hacer ningún comentario. Sonreí y le estreché la mano.
—Inspector Van Gelder —dijo De Graaf—. Jefe de nuestra oficina de estupefacientes. Trabajará con usted, Sherman. Le ofrecerá la mejor cooperación posible.
—Espero sinceramente que podamos llevar a cabo un buen trabajo —Van Gelder sonrió y se sentó—. Dígame, ¿cree que pueden desbaratar la red de suministro en Inglaterra?
—Yo creo que podríamos. Es una cadena de distribución bien organizada y compacta, sin brechas apenas, y por eso hemos podido identificar a docenas de sus traficantes y a la media docena, aproximadamente, de principales distribuidores.
—Podrían desbaratar la red, pero no lo harán. ¿Van a dejar que siga funcionando?
—¿Qué otra cosa podemos hacer, inspector? Una vez desbaratada, la siguiente red de distribución se organizaría de un modo tan perfecto que nunca la descubriríamos. La verdad es que podemos cogerlos en cuanto queramos. Lo que realmente deseamos es averiguar cómo entra la mercancía, y quién la facilita.
—Y, evidentemente —no estaría aquí si no—, usted cree que los suministros salen de aquí O de los alrededores.
—De los alrededores, no. De aquí. Y no es que lo crea; lo sé. El ochenta por ciento de las personas sometidas a vigilancia, y me refiero a los distribuidores y sus intermediarios, tienen lazos con este país. Para ser exactos, con Ámsterdam. Casi todas. Tienen parientes o amigos aquí. Tienen relaciones comerciales aquí, o dirigen personalmente sus negocios aquí, o vienen aquí a pasar sus vacaciones. Hemos tardado cinco años en completar es te dossier.
De Graaf sonrió.
—¿Sobre este lugar llamado «aquí»?
—Sobre Ámsterdam, sí.
—¿Hay copias de ese dossier? —preguntó Van Gelder.
—Una.
—¿La tiene usted?
—Sí.
—¿La lleva encima?
—En el único lugar seguro —repuse, señalándome la cabeza.
—Un lugar tan seguro como el que más —aprobó De Graaf, y añadió pensativamente—: Siempre, claro está, que no tropiece usted con personas que podrían sentirse inclinadas a tratarle como usted les trata a ellas.
—No comprendo, coronel.
—Hablo en acertijos —dijo afablemente De Graaf—. Muy bien, de acuerdo. Por el momento, el dedo apunta a los Países Bajos. Para decirlo tan claramente como usted, a Ámsterdam. También nosotros conocemos nuestra infortunada reputación. Quisiéramos que no fuera cierta. Pero lo es. Sabemos que la mercancía entra en grandes cantidades y se distribuye en pequeñas dosis, pero no tenemos ni idea de cómo ni por dónde...
—Es su bailía —dije plácidamente.
—Es ¿qué?
—Su distrito. Ámsterdam. Ustedes representan la ley en Ámsterdam.
—¿Hace usted muchos amigos al cabo del año? —preguntó cortésmente Van Gelder.
—No estoy en este oficio para hacer amigos.
—Está usted en este oficio para destruir personas que destruyen a otras personas —dijo pacíficamente De Graaf—. Lo sabemos. Tenemos un magnífico dossier sobre usted. ¿Le gustaría verlo?
—La historia antigua me aburre.
—Era de suponer —dijo De Graaf, con un suspiro—. Mire, Sherman, la mejor Policía del mundo puede chocar con un muro de cemento. Eso es lo que hemos hecho nosotros..., y no es que pretenda que seamos los mejores. Todo lo que necesitamos es una pista, una única pista... ¿Tal vez tiene usted alguna idea, algún plan?
—Llegué ayer.
Introduje los dedos en la parte inferior de la pernera derecha de mi pantalón y saqué los dos trozos de papel que había encontrado en los bolsillos del camarero muerto. Se los di al coronel.
—Esas cifras. Esos números. ¿Significan algo para usted?
De Graaf les echó una rápida mirada, los puso ante una potente lámpara de mesa y los dejó sobre el escritorio.
—No.
—¿Puede averiguar si tienen algún significado? —Tengo un personal muy capacitado. A propósito, ¿dónde los consiguió?
—Me los dio un hombre.
—Quiere decir que los obtuvo de un hombre.
—¿Qué diferencia hay?
—Podría haber una diferencia muy grande.-De Graaf se inclinó hacia delante, con expresión seria y voz grave—. Mire, comandante Sherman, conocemos su técnica de eliminar a la gente. Conocemos su propensión a situarse al margen de la ley...
—¡Coronel De Graaf!
—Tiene razón en protestar. Probablemente, nunca ha estado dentro de ella. Desde luego, estamos enterados de esa deliberada táctica, tan eficaz como suicida, de constante provocación, en espera de algo, de que estalle algo. Pero, por favor, comandante Sherman, por favor, no intente provocar a demasiada gente en Ámsterdam. Tenemos demasiados canales.
—No provocaré a nadie —dije—. Tendré mucho cuidado.
—Estoy seguro de ello —suspiró De Graaf—. Bien, creo que Van Gelder tiene algunas cosas que enseñarle.
Las tenía, en efecto. Me llevó en su «Opel» negro desde el edificio de la Policía en la Marnixsíraat hasta el depósito municipal de cadáveres. Cuando salí, estaba deseando que no me hubiera llevado allí.
El depósito de cadáveres carecía del encanto, la fantasía y la nostálgica belleza de la vieja Ámsterdam. Era cómo el depósito de cadáveres de cualquier gran ciudad, trío —muy frío—, clínico, inhumano, repelente. En el centro del edificio principal había dos filas de losas blancas de lo que parecía ser mármol y que casi con toda seguridad no lo era, y a los lados del recinto se alineaban grandes puertas metálicas. El guarda, resplandeciente en su inmaculada bata blanca, era un sujeto rubicundo, alegre y risueño que parecía estar continuamente a punto de romper en carcajadas, característica que uno habría considerado muy extraña en un depósito de cadáveres, hasta que recordaba que muchos de los verdugos ingleses eran tenidos en otros tiempos como los más joviales y divertidos compañeros de taberna que uno habría esperado encontrar jamás.
A una palabra de Van Gelder, nos condujo hacia una de las grandes puertas metálicas, la abrió y sacó una camilla, también metálica, provista de ruedas que se deslizaban suavemente sobre unas guías de acero. Sobre ella yacía una forma humana envuelta en una sábana blanca.
—El canal en que fue encontrado se llama el Croquiskade —dijo Van Gelder. Parecía no sentir la menor emoción—. No es lo que podríamos llamar el Park Lañe de Ámsterdam; está próximo a los muelles. Hans Gerber. Diecinueve años. No le enseñaré su cara; ha estado demasiado tiempo en el agua. Lo encontraron los bomberos cuando estaban tratando de rescatar un automóvil. Podría haber seguido allí un año más..., o dos. Alguien le había atado al cuerpo unas cuantas viejas tuberías de plomo.
Levantó una esquina de la sábana, dejando al descubierto un brazo fláccido y delgado. Parecía como si alguien lo hubiera pisoteado con botas claveteadas de escalador. Curiosas líneas color púrpura unían muchos de aquellos pinchazos, y todo el brazo presentaba un aspecto descolorido. Van Gelder lo cubrió sin pronunciar palabra y se apartó. El guarda volvió a introducir la camilla, cerró la puerta, nos condujo ante otra puerta y repitió su acción de sacar otro cadáver; exhibía una amplia sonrisa como un duque inglés arruinado al enseñar al público su histórico castillo.
—Tampoco le enseñaré esta cara —dijo Van Gelder—. No es agradable mirar a un muchacho de veintitrés años que tiene el rostro de un hombre de setenta. —Se volvió al guarda—. ¿Dónde fue encontrado éste?
—En el Oosterhook —respondió el guarda-En una barcaza de carbón.
Van Gelder asintió con la cabeza.
—Exacto. Con una botella, una botella vacía de ginebra a su lado. La ginebra estaba toda dentro4 de su cuerpo. Usted sabe qué espléndida combinación forman la ginebra y la heroína.-Retiró la sábana descubriendo un brazo parecido al que acababa de ver—. ¿Suicidio o asesinato?
—Depende.
—¿De qué?
—De si compró él mismo la ginebra. Eso lo convertiría en suicidio... o muerte accidental. Alguien pudo ponerle la botella llena en la mano. Eso lo convertía en asesinato. El mes pasado tuvimos un caso igual en el puerto de Londres. Nunca lo sabremos.
A un gesto de Van Gelder, el guarda nos condujo, sonriente, a una losa que se bailaba en medio del recinto. Esta vez, Van Gelder retiró la sábana desde arriba. La muchacha era muy joven y muy bella, y tenía el cabello rubio.
—Hermosa, ¿verdad? —dijo Van Gelder— Ni i una sola marca en su cara. Julia Rosemeyer, de la Alemania Oriental. Es todo lo que sabemos de ella, lo único que sabremos jamás. Dieciséis años, según el cálculo de los médicos.
—¿Qué le ocurrió?
—Cayó desde una altura de seis pisos.
Pensé un instante en el ex camarero de piso y en lo mucho mejor que habría estado él sobre aquella losa; luego, pregunté:
—¿Empujada?
—Caída. Hay testigos. Estaban arriba. Ella había estado toda la noche hablando de ir en avión a Inglaterra. Tenía 1a obsesión de conocer a la reina. De repente, se encaramó al antepecho del balcón dijo que iba a volar para ver a la reina y... bueno, voló. Afortunadamente, no pasaba nadie por debajo en aquel momento. ¿Quiere ver más?
—Lo que querría es tomar un trago en el bar i más próximo, si a usted no le importa.
—No —dijo sonriendo, pero no había alegría en su sonrisa—, Vamos a mi casa. No está lejos. Tengo mis razones.
—¿Sus razones?
—Ya lo verá.
Le dimos las gracias y nos despedimos del sonriente guarda, que parecía como si tuviera ganas de decir «vuelvan pronto», pero no lo dijo. El cielo se había encapotado y comenzaban a caer gruesas y dispersas gotas de lluvia. Hacia él Este, el horizonte presentaba lívidas y purpúreas tonalidades, que resultaban más que vagamente amenazadoras y ominosas. Rara vez ha reflejado un cielo mi estado de ánimo tan exactamente como aquél.
La casa de Van Gelder habría dado ciento y raya a la mayoría de las cervecerías inglesas que yo conocía: un oasis de radiante alegría en comparación con la melancólica lluvia que caía ya copiosamente en el exterior y con los ramalazos de agua que azotaban las ventanas. El salón era cálido, acogedor y hogareño, con muebles holandeses entre los que figuraban sillones quizá demasiado blandos y cómodos, aunque yo siento debilidad por esa clase de sillones. Había una alfombra roja, y las paredes estaban pintadas en colores cálidos. El fuego de la chimenea era como debe ser un fuego de chimenea, y Van Gelder, según observé con satisfacción, estaba examinando un bien provisto armario de licores.
—Bueno —dije—, estoy seguro de que me ha llevado a ese maldito depósito de cadáveres con alguna intención. ¿Cuál era?
—Intenciones, no intención. La primera, era convencerle de que nos enfrentamos aquí con un problema más grave aún que el que tienen ustedes en su país. En ese depósito de cadáveres hay otra media docena de adictos a las drogas, y es imposible saber cuántos de ellos fallecieron de muerte natural. No siempre es así de mala la cosa; estas muertes parecen llegar en oleadas, pero representa, no obstante, una intolerable pérdida de vidas, y vidas jóvenes además. Y por cada uno de los que están allí, ¿cuántos drogadictos sin esperanza existen en las calles?
—¿Se proponía usted demostrarme que tienen ustedes más motivos aún que yo para buscar y eliminar a esas gentes, y que estamos atacando a un enemigo común, a una fuente central de suministro?
—Cada país tiene solamente un rey.
—¿Y su otra finalidad?
—Reforzar el aviso del coronel De Graaf. Esas gentes son implacables. Provóqueles, acérquese demasiado a ellos y..., bueno, todavía quedan unas cuantas losas libres en el depósito.
— ¿Qué hay de esa copa? —dije.
Sonó un teléfono en el vestíbulo. Van Gelder murmuró una excusa y fue a contestarlo. En el mismo momento en que la puerta se cerró tras él, se abrió otra puerta y entró una muchacha. Era alta y esbelta, tendría poco más de veinte años y vestía una bata de casa adornada con dragones de tonalidades diversas que le llegaba casi hasta los tobillos. Era muy hermosa, con rubios cabellos, rostro ovalado y grandes ojos color violeta que parecían a la vez risueños y perspicaces. Su aspecto era tan sorprendente, que pasó cierto tiempo antes de que yo recordara mis modales y forcejeara para ponerme en pie, hazaña nada fácil de realizar desde las profundidades de aquel cavernoso sillón.
—Hola —dije—. Paul Sherman. No parecía una gran cosa que decir, pero fue todo lo que se me ocurrió.
Casi como si estuviera turbada, la muchacha se chupó un instante el pulgar y, luego, sonrió, dejando al descubierto una perfecta dentadura. —Yo soy Trudi. Mi inglés no es muy bueno. Era cierto, pero tenía la voz más preciosa para hablar mal inglés que yo había oído en mucho tiempo. Me adelanté con la mano extendida, pero ella no hizo el menor ademán de moverse para cogerla; en lugar de ello, se llevó la mano a la boca y rió tímidamente entre dientes. Yo no estoy acostumbrado a que las muchachas hechas y derechas se rían tímidamente delante de mí, por lo que sentí un gran alivio al oír el ruido del teléfono al ser colgado y la voz de Van Gelder que entraba desde el vestíbulo.
—Un informe de rutina sobre el asunto del aeropuerto» Ninguna pista todavía...
Van Gelder vio a la muchacha, se interrumpió y, dirigiéndose hacia ella, le pasó el brazo por los hombros.
—Veo que se conocen.
—Bueno —dije—, no del todo...
Me interrumpí mientras Trudi se ponía de puntillas y le cuchicheaba algo al oído, mirándome por el rabillo del ojo. Van Gelder sonrió, movió afirmativamente la cabeza, y Trudi salió en seguida de la habitación. El desconcierto se me debió de notar en la cara, pues Van Gelder sonrió de nuevo, y su sonrisa no me pareció muy alegre.
—Volverá, comandante. Al principio es tímida con los desconocidos. Sólo al principio.
Como Van Gelder había prometido, Trudi volvió casi inmediatamente. Traía consigo una muñeca muy grande, tan maravillosamente hecha que se la podría haber confundido a primera vista con un niño de verdad. De casi un metro de longitud, tenía cubierta la cabeza con un sombrero de velos sobre unos rizos rubios de la misma tonalidad que el cabello de Trudi, y llevaba un largo vestido a rayas de seda y un corpiño bellamente bordado. Trudi abrazaba a la muñeca con tal firmeza como si se tratara de una criatura viva. Van Gelder le volvió a pasar el brazo sobre los hombros.
—Ésta es mi hija, Trudi. Un amigo mío, Trudi. El comandante Sherman, de Inglaterra.
Esta vez, ella avanzó sin vacilar, alargó la mano, hizo un curioso movimiento que parecía el comienzo de una reverencia y sonrió.
—¿Cómo está usted, comandante Sherman? Para no ser menos en cuestión de cortesía, sonreí y me incliné ligeramente.
—Es un placer, Miss Van Gelder. —Un placer —repitió ella, volviéndose y mirando interrogativamente a Van Gelder.
—El inglés no es uno de los puntos fuertes de Trudi —dijo Van Gelder en son de excusa—. Siéntese, comandante, siéntese.
Sacó del aparador una botella de whisky, sirvió un vaso para mí y otro para él, me entregó el mío y, con un suspiro, se retrepó en su sillón. Luego, miró a su hija, que tenia la vista clavada en mí de un modo que me hacia sentirme más que vagamente incómodo.
—¿No te sientas, querida? Ella se volvió hacia Van Gelder, sonrió alegremente, asintió con la cabeza y le dio la muñeca, m la cogió con tal prontitud que comprendí que estaba acostumbrado a ello.
—Sí, papá —dijo, y, sin previo aviso, pero, al mismo tiempo, con la misma sencillez que si fuese la cosa más natural del mundo, se sentó en mis rodillas, me pasó un brazo por el cuello y me sonrió. Yo correspondí a su sonrisa, aunque, en aquel momento, me supuso un hercúleo esfuerzo. Trudi me miró solemnemente y dijo:
—Me gustas.
—Y tú también me gustas, Trudi.
Le apreté el hombro para demostrarle lo mucho que me gustaba. Ella me sonrió, apoyó la cabeza en mi hombro y cerró los ojos. Contemplé por unos instantes la rubia cabeza y, luego, volví interrogativamente la vista hacia Van Gelder. Él sonrió, una sonrisa llena de tristeza.
—Si no le hiere saberlo, comandante Sherman, Trudi ama a todo el mundo.
—Todas las chicas de cierta edad lo hacen.
—Es usted un hombre de una perspicacia realmente extraordinaria.
No me parecía que se necesitara una gran perspicacia para decir lo que yo había dicho, por lo que no respondí Sonreí y me volví de nuevo hacia Trudi. Dije, con mucha suavidad:.
—Trudi...
Ella no dijo nada. Se movió un poco, volvió a sonreír, una sonrisa curiosamente satisfecha que, por alguna oscura razón, me hizo sentirme como un impostor, cerró los ojos con más fuerza aún y se apretó contra mí.
Probé de nuevo.
—Trudi, estoy seguro de que tienes unos ojos muy hermosos. ¿Puedo verlos?
Ella se lo pensó un poco, volvió a sonreír, se incorporó, se separó, apoyando las manos en mis hombros abrió de par en par los ojos, como habría hecho una niña a quien se le hubiera dicho lo mismo.
Los grandes ojos violeta eran, sin duda, hermosos. Pero también eran algo más. Eran vidriosos y vacíos y parecían no reflejar la luz: centelleaban, un centelleo que habría impresionado engañosa* mente cualquier fotografía tomada de ella, pues se trataba de un centelleo superficial; por detrás de él yacía una extraña calidad de opacidad.
Todavía con suavidad, retiré su mano derecha de mi hombro y le subí la manga hasta el codo. A juzgar por el resto de su persona, debería haber sido un bello antebrazo, pero no lo era; estaba horriblemente acribillado por innumerables agujas hipodérmicas. Con labios temblorosos, Trudi me miró consternada, como si temiera ser reprendida, se bajó la manga, me rodeó con los brazos, sepultó el rostro en mi cuello y rompió a llorar. Lloraba como si se le destrozara el corazón. Yo le di unas palmaditas tan suaves como se le pueden dar a quien parece dispuesto a estrangularle a uno y miré a Van Gelder.
—Ahora conozco sus razones —dije—. Para insistir en que viniera aquí.
—Lo siento. Ya está enterado.
—¿Era su tercer objetivo?
—En efecto. Bien sabe Dios que hubiera deseado no hacerlo. Pero comprenderá usted que debo dejar que mis colegas conozcan estas cosas.
—¿Lo sabe De Graaf?
—Lo saben todos los oficiales de Policía de Ámsterdam —respondió Van Gelder—. ¡Trudi!
La única reacción de Trudi fue agarrarme con más fuerza, Yo estaba empezando a padecer anoxemia.
—¡Trudi! —La voz de Van Gelder era esta vez más insistente-'. Debes echar tu siesta. Ya sabes lo que dice el doctor. ¡A la cama!
—No —sollozó ella—. A la cama, no.
Van Gelder suspiró y levantó la voz:
—¡Herta!
Casi como si hubiera estado esperando que se la llamase —lo cual era, probablemente, cierto» pues debía de estar escuchando detrás de la puerta—, una estrafalaria criatura entró en la habitación. Por lo que a las casas de salud se refería, era el desafío que ponía fin a todos los desafíos. Era una voluminosa y enormemente gorda mujer anadeante —llamar «andar» a su método de locomoción habría sido una crasa inexactitud—, vestida exactamente con los mismos vestidos que llevaba la muñeca de Trudi. Largas trenzas rubias atadas con vistosas cintas pendían sobre su macizó pecho. Su rostro era viejo —tendría más de setenta años como mínimo— y surcado de profundas arrugas, y tenía la calidad y el aspecto de cuero resquebrajada El contraste entre las gayas ropas y las trenzas rubias, por una parte, y, por otra, la enorme y vieja bruja que las llevaba, era fantástico, horrible y grotesco hasta el punto de resultar casi obsceno, pero el contraste no parecía provocar tales reacciones ni en Van Gelder ni en Trudi.
La anciana cruzó la habitación —con bastante rapidez si se tiene en cuenta su enorme mole y su paso anadeante—, me saludó brevemente con una inclinación de cabeza y, sin pronunciar palabra, posó una amable pero firme mano en el hombro de Trudi. Trudi levantó la vista hacia ella, desaparecidas sus lágrimas tan rápidamente como habían aparecido, sonrió, asintió dócilmente, separó los brazos de mi cuello y se levantó. Se dirigió al sillón de Van Gelder, recuperó su muñeca, le besó, se acercó a mí, me besó tan superficialmente como una niña al dar las buenas noches antes de irse a acostar y se deslizó fuera de la habitación, seguida de cerca por la anadeante Herta. Yo exhalé un largo suspiro e hice un esfuerzo para no enjugarme la afrente.
—Podría haberme prevenido —me quejé—. Acerca de Trudi y Herta. Por cierto, ¿quién es esa Herta? ¿Una niñera?
—Una vieja criada. —Van Gelder tomó un largo trago de su whisky como si lo necesitara, y yo hice lo mismo, pues lo necesitaba más aún: después de todo, él estaba acostumbrado a aquella clase de cosas—. El ama de llaves de mis padres, de la isla de Huyler, en el Zuiderzee. Como tal vez habrá advertido, son un poco..., ¿cómo dicen ustedes...?, conservadores en sus vestidos. Sólo lleva unos meses con nosotros, pero, bueno, ya ve lo bien que se las arregla con Trudi.
—¿Y Trudi?
—Trudi tiene ocho años de edad. Ha tenido ocho años de edad durante los últimos quince años, y siempre tendrá esa edad. No es mi hija, como quizás habrá adivinado usted, pero yo no podría querer más a una hija verdadera. Es hija adoptada de mi hermano. Él y yo trabajamos en Curasao hasta el año pasado. Yo estaba en estupefacientes, y él era agente de seguridad de una compañía petrolífera holandesa. Su mujer murió hace unos años, y, más tarde, él y mi mujer murieron en un accidente de automóvil el año pasado. Alguien tenía que hacerse cargo de Trudi. Yo no la quería entonces..., y ahora no podría vivir sin ella. Nunca llegará a la madurez, Mr. Sherman.
Y sus subordinados probablemente pensaban todo el tiempo que él no era más que su afortunado superior, sin otro pensamiento ni otra preocupación que meter entre rejas al mayor número posible de malhechores. Las frases de simpatía y condolencia no han sido nunca mi fuerte, por lo que dije:
—¿Cuándo empezó a darse a la droga?
—Dios sabe. Hace años. Años antes de que mi hermano lo descubriese.
—Algunos de esos pinchazos son recientes.
—Está en tratamiento de supresión paulatina. ¿Le parecen demasiadas inyecciones?
—En efecto.
—Herta la vigila como un halcón. Todas las mañanas la lleva al parque Vondel..., le encanta dar de comer a los pájaros. Por la tarde, Trudi duerme. Pero, a veces, Herta se siente cansada al atardecer, y a esa hora yo suelo estar fuera de casa.
—¿La ha hecho vigilar?
—Cientos de veces. No sé cómo lo hace.
—¿Actúan sobre ella para tenerle dominado a usted?
—Para ejercer presión sobre mí. ¿Por qué, si no? Ella no tiene dinero para pagar. Son unos necios y no se dan cuenta de que debo verla morir lentamente ante mis propios ojos antes de que pueda comprometerme yo mismo. Así que lo siguen intentando.
—Podría usted hacerla vigilar las veinticuatro horas del día.
—Y entonces la cosa tomaría estado oficial. Una investigación oficial es puesta automáticamente^ conocimiento de las autoridades sanitarias. ¿Y luego?
—Una institución —asentí— para subnormales Y no saldría jamás de ella.
—No saldría jamás.
Yo no sabía qué decir, como no fuera despedirme de el. Así que lo hice y me marché.