CAPITULO VIII
Brillaba el sol a la mañana siguiente —o la misma mañana— cuando sonó mi despertador, lo cual constituía una extraordinaria novedad respecto a los días anteriores. Me duché, me afeité, me vestí, bajé y desayuné en el restaurante con tan saludable efecto que me fue posible sonreír y dar cortés— mente los buenos días al ayudante de recepción, al portero y al organillero, por ese orden. Permanecí unos minutos hiera del hotel, mirando atentamente a mi alrededor con el aire de quien espera que haga su aparición su seguidor, pero daba la impresión de que se habían desanimado y pude ir a solas hasta el lugar en que había dejado el taxi la noche anterior. Aunque, a plena luz del día, había dejado de ver fantasmas, levanté el capot del coche, pero nadie había colocado ningún mortífero artefacto explosivo, por lo que me puse en marcha y llegué a la Jefatura de la Marnixstraat a las diez en punto, la hora prometida.
El coronel De Graaf me estaba esperando en la calle con el mandamiento de registro. También estaba el inspector Gelder. Ambos hombres me saludaron con la cortés reserva de quienes piensan que están perdiendo el tiempo pero son demasiado educados para decirlo, y me guiaron hacia un automóvil de la Policía con chófer y mucho más lujoso que el que me habían dado a mí.
—¿Todavía cree que es deseable nuestra visita a «Morgenstern y Muggenthaler»? —preguntó De Graaf—. ¿Y necesaria?
—Más que nunca.
—¿Ha sucedido algo que le haga pensar-así?
—No —mentí. Me toqué la cabeza—. A veces deliro.
De Graaf y Van Gelder se miraron uno al otro I un instante.
—¿Delira? —dijo lentamente De Graaf.
—Que tengo premoniciones.
Hubo otro breve intercambio de miradas para indicar su mutua opinión acerca de los agentes que actuaban sobre esa base científica; luego, De Graaf, cambiando prudentemente de tema, dijo:
—Tenemos ocho agentes de paisano estacionados allí en una furgoneta. Pero, ¿dice usted que no quiere realmente que se registre la casa?
—Desde luego que quiero que se registre..., mejor dicho, quiero dar la apariencia de un registro. Lo que realmente quiero son las facturas que proporcionen una lista de todos los proveedores de artículos para turistas del almacén.
—Espero que sepa lo que está haciendo —objetó Van Gelder, con voz grave.
—Usted lo espera —dije—. ¿Qué cree que siento yo?
Ninguno de los dos dijo lo que creían que yo sentía, y, como parecía que la conversación estaba tomando un rumbo poco provechoso, nos mantuvimos todos en silencio hasta que llegamos a nuestro punto de destino. Paramos delante del almacén, detrás de una anodina furgoneta gris, y nos apeamos. Al mismo tiempo, un hombre vestido de oscuro descendió de la furgoneta y se nos acercó. Su traje de paisano no le servía de gran cosa como disfraz. Yo le habría reconocido como policía a cincuenta metros de distancia.
—Estamos listos, señor —dijo a De Graaf.
—Traiga a sus hombres.
—Sí, señor. —El policía señaló hacia arriba—.
¿Qué hacemos con eso, señor?
Seguimos la dirección de su brazo. Aquella mañana soplaban suaves ráfagas de viento que mecían en pendular y errático movimiento a un objeto de vivos colores suspendido de la viga que sobresalía en lo alto del almacén: describía un arco de poco más de un metro y era una de las cosas más horribles que he visto jamás.
Se trataba, sin lugar a dudas, de una muñeca, y muy grande además, de más de un metro de altura y vestida, inevitablemente, con el habitual traje tradicional holandés, inmaculado y bien cortado, con la larga y listada falda ondeando coquetonamente al viento. Normalmente, se utilizan alambres o cuerdas para pasarlos por las poleas de las vigas-grúa, pero en este caso alguien había elegido en su lugar una cadena: la muñeca estaba sujeta a la cadena por lo que, aun a aquella altura, se veía que era un gancho de siniestro aspecto, tul gancho que era ligeramente demasiado pequeño para que pasase por él el cuello, tan pequeño que había sido preciso forzarlo, pues el cuello estaba aplastado por un lado, de tal modo que la cabeza colgaba en grotesco ángulo, tocando casi el hombro derecho. Después de todo, se trataba solamente de una muñeca mutilada, pero el efecto era horripilante hasta casi resultar obsceno. Y, evidentemente, no era yo el único que lo sentía así.
—¡Qué escena tan macabra! —De Graaf parecía horrorizado—. ¿Para qué diablos es eso? ¿Qué.» qué finalidad tiene, cuál es su propósito? ¿Qué clase de mente enferma ha podido perpetrar una..., una obscenidad como ésa?
Van Gelder movió la cabeza.
—En todas partes hay mentes enfermas, y Ámsterdam no es una excepción. Una novia plantada, una suegra aborrecida...
—Sí, sí, son legión. Pero esto..., esto es una anormalidad que raya en la locura. Expresar sus sentimientos de esta horrible manera... —Me miró de un modo extraño, como si se le estuvieran ocurriendo nuevas ideas acerca de la finalidad de aquella visita—. Comandante Sherman, ¿no le parece muy extraño...?
—Me parece lo mismo que a usted. El responsable de esto tiene indiscutible derecho a ocupar la primera vacante que se produzca en un pabellón para psicópatas. Pero no es por esto que he venido aquí.
—Claro que no, claro que no.
De Graaf echó una última y larga mirada a la oscilante muñeca, como si le costara apartar la vista de ella; después, hizo un gesto brusco con la cabeza y empezó a subir por los escalones del almacén, seguido de los demás. Un portero nos guió hasta el segundo piso y luego al despacho del rincón, que, a diferencia de la última vez que yo lo había visto, tenía ahora la puerta acogedoramente abierta.
El despacho, en rudo contraste con el almacén propiamente dicho, era espacioso, ordenado, moderno y confortable, bellamente alfombrado y con paredes pintadas de diversas tonalidades y equipado con costosos y ultramodernos muebles escandinavos, más apropiados para un lujoso salón que para una oficina junto a los muelles. Dos hombres sentados en cómodos sillones tras grandes mesas cubiertas de cuero se levantaron cortésmente y nos acomodaron a De Graaf, Van Gelder y a mí en otros sillones igualmente cómodos, mientras ellos permanecían en pie. Esto me alegró, pues así podía verlos mejor, y ambos eran, en su estilo, muy parecidos y elegantes. Pero sólo me entretuve unos pocos segundos complaciéndome en la cordialidad de su cálida acogida. Dije a De Graaf:
—He olvidado algo muy importante. Debo hacer inmediatamente una llamada a un amigo.
Era, en efecto, urgente: no experimento a menudo esa helada sensación de plomo en el estómago, pero cuando me ocurre me siento impaciente por poner remedio lo antes posible. De Graaf se mostró sorprendido.
—¿Es posible que se le haya olvidado una cuestión tan importante?
—Tengo otras cosas en que pensar. Esto se me acaba de ocurrir. Lo cual era verdad. —Quizás una llamada telefónica...
—No, no. Tiene que ser personal.
—¿No podría decirme la naturaleza de...?
—¡Coronel De Graaf!
Asintió con rápida comprensión, reconociendo que no sería adecuado divulgar secretos de estado en presencia de los propietarios de un almacén sobre el que, evidentemente, yo abrigaba serías reservas.
—Si pudiera prestarme su coche y su chófer... —dije.
—Desde luego— respondió sin entusiasmo.
—Y si pudiera esperar a que yo vuelva antes de...
—Pide usted mucho, Mr. Sherman.
—Lo sé. Pero serán sólo unos minutos.
Fueron sólo unos minutos. Mandé parar al chófer en el primer café que vimos, entré y utilicé su teléfono público. Oí la señal, y me invadió una sensación de alivio cuando, tras la conexión con la centralita del hotel, descolgaron el aparato al otro extremo.
—¿Maggie? —dije.
—Buenos días, comandante Sherman.
Maggie siempre era cortés y ceremoniosa, y nunca me satisfizo tanto oírla.
—Me alegro de encontrarte. Temía que tú y Be— linda hubierais salido ya... No se habrá marchado ella, ¿verdad?
Temía mucho más varias otras cosas, pero no era aquél momento adecuado para decírselo.
—Aún está aquí-dijo plácidamente Maggie.
—Quiero que las dos abandonéis el hotel en seguida. Y cuando digo en seguida, quiero decir antes de diez minutos. Cinco, si es posible.
—¿Abandonar? ¿Quiere decir...?
—Quiero decir que hagáis las maletas, paguéis la cuenta y no volváis a acercaros por ahí. Id a otro hotel. Cualquiera... No, grandísima idiota, al mío no. Un hotel adecuado. Coged todos los taxis que queráis, cercioraos de que no os siguen. Telefonead al despacho del coronel De Graaf en la Marnixstraat. Invertid el número.
—¿Invertirlo? —Maggie parecía sorprendida—. ¿Quiere decir que tampoco confía en la Policía?
—No sé a qué te refieres al decir «tampoco», pero no confío en nadie, y basta. Una vez que os hayáis instalado, id a buscar a Astrid Lemay. Estará en su casa, tenéis la dirección, o en el «Balinova». Decidle que se hospede en vuestro hotel hasta que yo le diga que puede trasladarse.
—Pero su hermano...
—George puede quedarse donde está. El no co— peligro. —Más tarde, me sería imposible recordar si fue éste el sexto o el séptimo error importante que cometí en Ámsterdam—. Ella, sí. Si se resiste, decidle que, por orden mía, contaréis a la Policía lo de George...
—Pero, ¿por qué íbamos a ir a la Policía...?
—No hay ninguna razón. Pero ella no lo sabe Está tan aterrorizada, que la sola mención de la palabra «Policía»...
—Eso es una crueldad —me interrumpió severamente Maggie.
—¡Bobadas! —grité, y colgué bruscamente el teléfono.
Un minuto después, me encontraba de nuevo en di almacén, y esta vez con la calma suficiente para contemplar más atentamente a los dos propietarios. Ambos eran casi las clásicas caricaturas de la idea que tiene un extranjero del anterpiense típico. Ambos eran hombres muy corpulentos, muy gordos, rubicundos y de gruesas mejillas; cuyos rostros, en el momento de nuestra breve presentación, habían estado surcados por pliegues de benevolencia y jovialidad, expresión que había desaparecido ostensiblemente de los dos. Era indudable que De Graaf se había sentido impaciente durante mi corta ausencia y comenzado sin mí las actuaciones. No le reproché por ello, y él, en compensación, tuvo el tacto de no preguntar cómo me habían ido las cosas. Muggenthaler y Morgenstern continuaban casi en las mismas posiciones que cuando yo me marché, mirándose uno a otro con consternación, desaliento y absoluta falta de comprensión. Muggenthaler, que tenía un papel en la mano, lo dejó caer al costado con gesto de total incredulidad.
—¡Un mandamiento de registro! —El tono de aflicción, pesadumbre y tragedia habría hecho llorar a una estatua; de haber tenido la mitad de tamaño/habría sido un Hamlet perfecto—. ¡Un mandamiento de registro para Morgenstern y Muggenthaler! Durante ciento cincuenta anos, nuestras dos familias han sido honrados y respetados comerciantes de la ciudad de Ámsterdam. ¡Y ahora esto! —Tanteó a su espalda con la mano y se desplomó en un sillón, sumido en lo que parecía un absoluto estupor, al tiempo que el papel se le caía de la mano—. ¡Un mandamiento de registro!
—Un mandamiento de registro —salmodió Morgenstern. También él había considerado necesario buscar un sillón—. Un mandamiento de registro, Ernst. ¡Un día negro para Morgenstern y Muggenthaler! ¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! ¡Qué ignominia! ¡Un mandamiento de registro!
Muggenthaler agitó una mano desesperadamente lánguida.
—Adelante, registren lo que quieran.
—¿No quiere saber qué estamos buscando? —preguntó cortésmente De Graaf.
—¿Por qué iba a querer saberlo? —Muggenthaler trató de adoptar un aire de indignación, pero se hallaba demasiado afectado—. En ciento cincuenta años...
—Vamos, vamos, caballeros —dijo, con suavidad, De Graaf—. No se lo tomen así Comprendo sus sentimientos, y mi opinión es que estamos en realidad sobre una pista falsa. Pero se ha formulado una petición oficial, y debemos seguir los trámites legales. Se nos ha informado que tienen ustedes diamantes obtenidos ilícitamente...
—¡Diamantes!. —Muggenthaler miró a su socio con incredulidad—. ¿Has oído eso. Jan? ¡Diamantes! —Movió la cabeza y dijo a De Graaf—. Si encuentra diamantes, déme unos pocos, ¿quiere?
De Graaf no se sintió afectado por el sarcasmo.
—Y, lo que es mucho más importante, maquinaria para tallar diamantes.
—Tenemos el almacén atiborrado de maquinaria para tallar diamantes —dijo con abatimiento Morgenstern—. Véanlo ustedes mismos.
—¿Y los libros de facturas?
—Todo, todo —dijo cansadamente Muggenthaler.
—Gracias por su cooperación —De Graaf hizo una seña a Van Gelder, que se levantó y salió del despacho. De Graaf prosiguió, en tono confidencial— Les presentó de antemano mis excusas por lo que, estoy seguro, es una absoluta pérdida de tiempo. Si he de serles sincero, me interesa más esa horrible cosa que cuelga al extremo de una cadena suspendida de la viga-grúa. Una muñeca.
—¿Una qué? —preguntó Muggenthaler.
—Una muñeca, una muñeca grande.
—Una muñeca colgada de una cadena. —Muggenthaler parecía aturdido y horrorizado a un mismo tiempo, lo cual no es cosa fácil de conseguir,
¿En la fachada de nuestro almacén? ¡Jan!
No sería del todo exacto decir que subimos la escalera a la carrera, pues Morgenstern y Muggenthaler no estaban ya para esos trotes, pero hicimos un tiempo bastante bueno. En el tercer piso encontramos a Van Gelder y sus hombres aplicados a su trabajo, y, por indicación de De Graaf, Van Gelder se reunió con nosotros. Esperaba que sus hombres no se cansaran demasiado buscando, pues sabía que no encontrarían nada. Ellos no tropezarían con el intenso olor a marihuana que tan densamente había impregnado aquel piso la noche anterior, aunque, en mi opinión, el dulzón olor del potente purificador de ambiente que le había remplazado no podía ser considerado como una mejora. Pero no parecía el momento oportuno para decírselo a nadie.
La muñeca, de espaldas a nosotros y con la oscura cabeza apoyada en su hombro derecho, continuaba meciéndose suavemente a impulsos de la brisa. Muggenthaler, sostenido por Morgenstern y, evidentemente, nada tranquilo en su precaria posición, alargó cautelosamente la mano, cogió la cadena por encima del gancho y la izó lo suficiente para, no sin considerable dificultad, desenganchar la muñeca de la cadena. La sostuvo en sus brazos y la contempló unos momentos; luego, movió la cabeza y miró a Morgenstern.
—Jan, quien haya hecho esta monstruosidad, esta horrible broma, debe ser despedido hoy mismo.
—Ahora mismo —corrigió Morgenstern. Su rostro se retorció en una mueca de repugnancia, no por la muñeca, sino por lo que le habían hecho-¡Y una muñeca tan preciosa!
Morgenstern no exageraba en absoluto. Era en verdad una muñeca preciosa, y no sólo por su falda y su corpiño, excelentemente cortados y ajustados. A pesar de que el cuello había sido cruelmente roto por el gancho, el rostro era de una gran belleza, una verdadera obra de arte en la que los colores de los oscuros cabellos, los pardos ojos y la piel se combinaban tan sutilmente, y tan exquisitamente modeladas estaban sus delicadas facciones, que resultaba difícil creer que fuera solamente el rostro de una muñeca y no el de un ser humano, con existencia y personalidad propias. Y no era yo el único que sentía eso.
De Graaf tomó la muñeca de manos de Muggenrthaler y la miró.
—Hermosa —murmuró—, muy hermosa. ¡Y qué real, qué viva! Parece que tiene vida. —Miró a Muggenthaler—. ¿Tiene usted idea de quién hizo esta muñeca?
—Nunca hasta ahora he visto una igual. No es una de las nuestras, estoy seguro, pero el encargado de la nave es quien debe decirlo. No obstante, sé que no es nuestra.
—Y este exquisito color —musitó De Graaf—. Es tan propio de esta cara, tan inevitable... Ningún hombre podría haber creado esto por simple imaginación. Es indudable que ha tenido que copiar de un modelo vivo, de alguien que conocía. ¿No le parece, inspector?
—No se podría haber hecho de otra manera —respondió Van Gelder.
—Me da la impresión de que yo he visto esta cara antes de ahora —continuó De Graaf—. ¿Alguno de ustedes ha visto antes una muchacha como esta muñeca, caballeros?
Todos movimos lentamente la cabeza, y nadie lo hizo con más lentitud que yo. Notaba de nuevo la sensación de plomo en el estómago, pero esta vez el plomo estaba envuelto en una gruesa capa de hielo. No era sólo que la muñeca tuviera un parecido espantosamente fiel con Astrid Lemay; era Astrid Lemay.
Quince minutos después, una vez que el concienzudo registro llevado a cabo en el almacén hubiera producido su previsible resultado negativo. De Graaf se despedía de Muggenthaler y Morgeustern en los escalones exteriores del edificio, mientras Van Gelder y yo permanecíamos en pie a su lado. Muggenthaler exhibía de nuevo su radiante expresión, y Morgenstern sonreía con condescendiente satisfacción. De Graaf les estrechó sucesivamente la mano con cordialidad.
—Les repito mis excusas. —De Graaf se mostraba casi efusivo—. Nuestra información era tan precisa como suele serlo generalmente. Toda anotación de esta visita será eliminada de los libros —añadió, sonriendo—. Las facturas les serán devueltas tan pronto como ciertas partes interesadas comprueben la imposibilidad de encontrar en ellas los ilícitos proveedores de diamantes que esperaban. Buenos días, caballeros.
Van Gelder y yo nos despedimos también. Yo no estreché con especial calor la mano de Morgenstern y agradecí que careciera de la facultad de leer los pensamientos y que hubiera venido al mundo sin mi innata capacidad de percibir la proximidad de la muerte y el peligro: pues era Morgenstern quien había estado la noche anterior en el «Balinova», y era él quien había salido el primero, después de que se hubieron marchado Maggie y Belinda.
Hicimos él viaje de regreso a la Marnixstraat en parcial silencio, con lo que quiero decir que De Graaf y Van Gelder hablaban abundantemente, pero yo no. Parecían hallarse mucho más interesados en el curioso incidente de la muñeca rota que en la aparente razón de nuestra visita al almacén, k> cual probablemente demostraba, con toda claridad, lo que pensaban de la razón aparente, y, como no tenía ganas de interrumpirles para decirles que no se equivocaban en su concesión de prioridad, permanecí en silencio.
De vuelta en su despacho, De Graaf dijo:
—¿Café? Tenemos aquí una chica qué hace el mejor café de todo Ámsterdam.
—Un placer que debo aplazar. Me temo que tengo demasiada prisa.
—¿Tiene usted planes? ¿Una línea de acción, quizá?
—Ninguna de las dos cosas. Quiero tenderme en la cama y pensar.
—Entonces, ¿por qué...?
—¿Por qué he venido aquí? Quiero hacerle dos pequeños ruegos. Averigüe, por favor, si ha llegado algún mensaje telefónico para mí.
—¿Un mensaje?
—De la persona a quien tenía que ver cuando estábamos en el almacén.
Estaba llegando a un punto en que apenas podía distinguir si estaba diciendo la verdad o mintiendo.
De Graaf asintió con la cabeza, descolgó un teléfono, habló brevemente, anotó una larga retahíla de letras y cifras y me entregó el papel. Las letras carecían de sentido; las cifras, puestas al revés, serían el nuevo número de teléfono de las chicas. Me guardé el papel en el bolsillo.
—Gracias. Tendré que descifrarlo.
—¿Y el segundo ruego?
—¿Podría prestarme unos prismáticos?
—¿Unos prismáticos?
—Quiero contemplar el vuelo de los pájaros —expliqué.
—Desde luego —dijo gravemente Van Gelder—. Recordará, comandante Sherman, que se supone qué debemos cooperar estrechamente.
—¿Y qué?
—Usted no se está mostrando muy comunicativo, si me permite decirlo.
—Lo seré cuando tenga algo que valga la pena de comunicar. No olviden que ustedes llevan más de un año trabajando en esto. Yo no llevo aquí más de dos días. Como digo, tengo que acostarme y pensar.
No fui a acostarme ni a pensar. Me dirigí a una cabina telefónica que me pareció situada a prudente distancia de la Jefatura de Policía y marqué el número que me había dado De Graaf.
Al otro extremo del hilo, la voz dijo:
—«Hotel Touring».
Lo conocía, pero nunca había estado en él: no era la clase de hotel apropiado a mi cuenta de gastos, pero era la clase de hotel que yo habría elegido para las dos chicas.
—Me llamo Sherman —dije—. Paul Sherman. Creo que esta mañana se han inscrito ahí dos señoritas. ¿Podría hablar con ellas, por favor?
—Lo siento, en este momento están fuera. —Eso no constituía motivo de preocupación; si no estaban localizando o tratando de localizar a Astrid Lemay, estarían llevando a cabo las misiones que le había encomendado a primera hora de la mañana. La voz, en el otro extremo del hilo, se anticipó a mi siguiente pregunta—. Han dejado un mensaje para usted, Mr. Sherman. Tengo que decirle que no han podido localizar a su mutua amiga y que están ahora buscando a algunas otras amigas. Me temo que eso es un poco vago, señor.
Le di las gracias y colgué. «Ayúdeme —le había dicho a Astrid—, y yo le ayudaré a usted.» Estaba empezando a parecer como si yo la estuviera ayudando, en efecto, ayudándola a caer en el canal más próximo o en un ataúd. Salté al taxi de la Policía y me granjeé un montón de enemigos en el breve trayecto al poco presuntuoso distrito que limitaba con la Rembrandtplein.
La puerta del piso de Astrid estaba cerrada con llave, pero yo llevaba todavía mi cinturón de ilegal ferretería. Al igual que la primera vez que lo había visto, el pisito estaba limpio, pulcro, pero gastado. No había señales de violencia ni de una marcha precipitada. Miré en los pocos cajones y armarios que había, y me pareció que contenían muy pocas ropas. Pero como había dicho Astrid, eran muy pobres, así que eso probablemente no significaba nada. Miré en todos los lugares en que se habría podido dejar un mensaje, pero, si había alguno, no pude encontrarlo. Cerré la puerta y me encaminé al «Balinova».
Para un night-club, eran aquéllas una horas terriblemente tempranas, y, como era de esperar, las puertas se hallaban cerradas. Éstas eran fuertes y aguantaron impertérritas los golpes a que las sometí, los cuales, afortunadamente, fueron excesivos para una de las personas del interior, cuyo sueño debí de haber interrumpido de forma tan irritante, ya que una llave giró en la cerradura y la puerta se entreabrió unos centímetros. Introduje el pie en ella y la abrí un poco más, lo suficiente para ver la cabeza y los hombros de una rubia pálida que se sujetaba pudorosamente una bata sobre el pecho. Considerando que la última vez que la había visto estaba cubierta tan sólo por una fina capa de transparentes burbujas de jabón, pensé que se estaba extralimitando un poco.
—Quiero ver al gerente.
—No abrimos hasta las seis.
—No quiero una reserva. No quiero un empleo. Quiero ver al gerente. Ahora.
—No está.
—Bueno. Espero que su próximo empleo sea tan bueno como éste.
—No comprendo. —No era de extrañar que la luz fuera tan débil en el «Balinova» la noche anterior; a la luz del día, aquella cara rojiza habría vaciado el local del mismo modo que si hubiera corrido el rumor de que uno de los clientes tenía la peste bubónica—. ¿Mi empleo? ¿Qué quiere decir?
Bajé la voz, como debe hacerse cuando uno habla con solemne gravedad.
—Sólo que no tendrá usted ningún empleo si el gerente se entera de que he venido por una cuestión de la máxima urgencia y usted se ha negado a permitir que le vea.
Me miró con vacilación y dijo:
—Espere aquí.
Trató de cerrar la puerta, pero yo era mucho más fuerte que ella, y al cabo de un momento desistió y se alejó. Regresó a los treinta segundos, acompañada de un hombre vestido todavía con traje de noche.
No me cayó nada bien el hombre. Como le ocurre a la mayoría de la gente, no me agradan las serpientes, y eso era lo que aquel hombre me recordaba de una forma irresistible. Era muy alto y delgado y se movía con sinuosa gracia. Era afeminadamente elegante y tenía la enfermiza palidez de una criatura nocturna. Su rostro era de alabastro; sus rasgos, blandos; sus labios, inexistentes, y tenía los cabellos oscuros, partidos en medio por una raya, pegados al cráneo. Su traje estaba elegantemente cortado, pero su sastre no era tan bueno como el mío: se le notaba perfectamente el bulto bajo él sobaco izquierdo. Sostenía una boquilla de jade en una mano delgada, blanca y exquisitamente cuidada: su rostro mostraba una expresión, probablemente permanente, de despreciativo regocijo. Sólo con su forma de mirar le daba ya a uno excusa suficiente para pegarle. Expulsó una fina columna de humo de cigarrillo.
—¿A qué viene todo esto, amigo? —Parecía francés o Italiano, pero no lo era; era inglés—. No está abierto, ya lo sabe.
—Ahora sí —indiqué—. ¿Es usted el gerente?
—Soy el representante del gerente. Si quiere volver más tarde... —dijo, echando otra bocanada de humo de su abominable cigarrillo—, mucho más tarde, veremos.
—Soy abogado y he venido de Inglaterra para tratar de un asunto urgente. —Le entregué una tarjeta que decía que yo era un abogado de Inglaterra—. Es esencial que vea en seguida al gerente. Hay una gran cantidad de dinero por medio.
Si una expresión como la suya pudiera suavizarse la suya lo hizo, aunque había que tener una vista muy aguda para advertir la diferencia.
—No le prometo nada, Mr. Harrison. —Ése era el nombre que figuraba en la tarjeta—. Tal vez pueda convencer a Mr. Durrell para que le reciba.
Se alejó como un bailarín de ballet en su día libre y regresó al cabo de irnos momentos. Me hizo una seña y sé apartó a un lado para que le precediera por un pasillo largo y débilmente iluminado. No me agradaba este orden de marcha, pero tuve que resignarme. Al final del pasillo había una puerta que se abría a una habitación brillantemente, iluminada, y, como parecía que yo debía entrar sin llamar, eso fue lo que hice. Observé, al pasar, que la puerta era del tipo que el director de los sótanos del Banco de Inglaterra —si es que existe tai persona— habría rechazado como excesiva para sus necesidades.
El interior de la habitación ofrecía una extraordinaria semejanza con los sótanos acorazados de un Banco. Dos grandes cajas fuertes, lo suficientemente altas para que pudiera entrar en ellas un hombre, se hallaban empotradas en una pared. Otra pared estaba dedicada por entero a una batería de armarios de metal como los que se pueden alquilar en las estaciones de ferrocarril para guardar maletas. Las otras dos paredes quizá carecieran de ventanas, pero era imposible estar seguro: se hallaban completamente cubiertas por cortinajes violeta y carmesí.
El hombre que estaba sentado tras la gran mesa de caoba no tenía el menor aspecto de un director de Banco, al menos de un banquero británico, los cuales poseen un aire extraordinariamente saludable debido a su afición al golf y a las pocas horas que pasan detrás de su mesa. Aquel hombre era de color cetrino, con unos treinta kilos de exceso de peso, pelo negro grasiento, piel grasienta y amarillentos ojos permanentemente inyectados en sangre. Llevaba un traje de alpaca azul bien cortado, y lucía una gran variedad de anillos en ambas manos y una cordial sonrisa que no le cuadraba en absoluto.
—¿Mr. Harrison? —No intentó levantarse; probablemente, la experiencia le había convencido de que no valía la pena el esfuerzo que necesitaba hacer para ello—. Encantado de conocerle. Me llamo Durrell.
Quizá se llamara así, pero no era ése el nombre con que había nacido; pensé que debía de ser armenio, pero no podía estar seguro. No obstante, le saludé con la misma cortesía que si, en efecto, se hubiera llamado Durrell.
—¿Tiene usted algún asunto que tratar conmigo? —me dijo, radiante.
Mr. Durrell era astuto y sabía que los abogados no hacen el viaje desde Inglaterra si no es para tratar de asuntos importantes, invariablemente de carácter financiero.
—Bueno, no con usted en realidad. Con una de sus empleadas.
La cordial sonrisa se desvaneció.
—¿Con una de mis empleadas?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué me molesta a mí?
—Porque no he podido encontrarla en su domicilio. Me han dicho que trabaja aquí.
—¿Y es una mujer? —Se llama Astrid Lemay. —Vamos a ver. —Su voz se había tornado de pronto más razonable, como si quisiera prestar su colaboración—. ¿Astrid Lemay? Y trabaja aquí —añadió, frunciendo pensativamente el ceño—. Tenemos muchas chicas, desde luego, pero ese nombre...
Movió la cabeza.
—Me lo han dicho unas amigas suyas —protesté.
—Algún error. Marcel...
El hombre de aspecto de serpiente exhibió su despreciativa sonrisa.
—Aquí no trabaja ninguna de ese nombre.
—¿O que haya trabajado alguna vez aquí?
Marcel se encogió de hombros, se dirigió a un archivador, sacó una carpeta y la dejó sobre la mesa, haciéndome una seña para que me acercase.
—Todas las chicas que trabajan aquí o qué han trabajado en el último año. Mire usted mismo..
No me molesté en mirar. Dije:
—Me han informado mal. Les ruego que me disculpen por molestarles.
—Le sugiero que pruebe en otros night-clubs -Durrell, dándoselas de magnate atareado, estaba ya tomando notas en una hoja de papel para indicar que la entrevista había terminado—. Buenos días, Mr. Harrison.
Marcel se había dirigido ya a la puerta. Yo le seguí y, al cruzarla, me volví y sonreí en son de excusa.
—Lo siento de veras...
—Buenos días.
Ni siquiera se molestó en levantar la cabeza. Continué sonriendo unos momentos con aire titubeante y, luego, cerré cortésmente la puerta tras de mí. Parecía una puerta sólida y aislante de sonidos.
Marcel, de pie al comienzo del pasillo, volvió a dirigirme su cordial sonrisa y, sin dignarse siquiera hablar, indicó desdeñosamente que le precediese por el pasillo. Hice un gesto de asentimiento y, al pasar a su lado, le golpeé en el estómago con considerable satisfacción y no menos fuerza, y, aunque pensé que era suficiente, volví a golpearle, esta vez en el cuello. Saqué mi pistola, coloqué el silenciador, cogí al yacente Marcel por el cuello de su chaqueta y lo arrastré basta la puerta del despacho, que abrí con la mano que sostenía la pistola.
Durrell levantó la vista. Sus ojos se abrieron tanto como pueden abrirse unos ojos cuando están casi sepultados entre pliegues de grasa. Luego, su rostro quedó completamente inmóvil, como quedan los rostros cuando sus dueños quieren ocultar sus pensamientos o sus intenciones.
—No lo haga —dije—. No haga ninguna de las clásicas cosas inteligentes. No pulse un botón, no oprima ningún resorte en el suelo y, por favor, no sea tan ingenuo como para tratar de coger la pistola que probablemente tiene en el cajón superior derecho, ya que usted no es zurdo.
No hizo ninguna de las clásicas cosas inteligentes.
—Eche hacia atrás su silla medio metro.
Echó su silla hacia atrás medio metro. Dejé caer a Marcel en el suelo, cerré la puerta a mi espalda sin volverme, di vuelta a la llave en la cerradura y me la guardé en el bolsillo.
—Levántese —dije.
Durrell se levantó. Apenas si medía más de un metro y medio. Tenía la constitución de una rana. Señalé con la cabeza la más cercana de las dos cajas fuertes.
—Ábrala.
—De modo que es eso. —Sabía disimular con el rostro, pero no con la voz. No pudo ocultar el ligero tono de alivio—. Un atraco, Mr. Harrison.
—Venga aquí —dije. Lo hizo—. ¿Sabe quién soy?
—¿Si sé quién es usted?-Una mirada de asombro—. Usted mismo acaba de decirme...
—Que me llamo Harrison. ¿Quién soy?
—No entiendo.
Aulló de dolor y se palpó la ya sangrante magulladura producida por el silenciador de mi pistola.
—¿Quién soy?
—Sherman. —Vibraba el odio en los ojos y en
la apagada voz—. Interpol.
—Abra esa puerta.
—Imposible. Sólo tengo la mitad de la combi. nación. Marcel tiene...
El segundo aullido fue más penetrante, y la magulladura de la otra mejilla proporcionadamente mayor.
—Abra esa puerta.
Accionó la combinación y abrió la puerta. La caja tenía una superficie de unos dos metros cuadrados, tamaño suficiente para contener gran número de florines, pero, si eran ciertas todas las historias que se contaban del «Balinova», historias susurradas acerca de salas de juego y funciones mucho más interesantes efectuadas en el sótano y la venta de objetos que no se encontraban de ordinario en las tiendas corrientes, el tamaño era justamente adecuado.
Señalé con la cabeza a Marcel.
—Métalo dentro.
—¿Ahí dentro? Parecía horrorizado.
—No quiero que pueda interrumpir nuestra discusión.
—¿Discusión? —Venga.
—Se asfixiará. Diez minutos y...
—La próxima vez que tenga que pedírselo será después de haberle metido una bala en la rodilla, de tal modo que no podrá volver a andar si no es con bastón. ¿Me cree?
Me creía. A menos que sea uno un perfecto idiota, y Durrell no lo era, siempre puede uno darse cuenta de cuándo un hombre habla en serio. Arrastró a Marcel al interior de la caja fuerte, lo cual era, probablemente, el trabajo más duro que había hecho en muchos años, porque tuvo que realizar gran cantidad de esfuerzos y maniobras para colocar a Marcel de modo que pudiera cerrarse la puerta. La puerta se cerró.
Registré a Durrell. No llevaba encima ninguna arma ofensiva. Como había previsto, el cajón derecho de su mesa contenía una automática de un desconocido para mí, lo cual no era nada extraño, ya que no entiendo gran cosa de pistolas, excepto por lo que se refiere á apuntar y disparar con ellas.
—Astrid Lemay —dije—. Trabaja aquí.
—Trabaja aquí.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Le juro que no lo sé.
Las últimas palabras fueron casi un grito mientras yo levantaba de nuevo la pistola.
—¿Podría averiguarlo?
—¿Cómo lo podría averiguar?
—Su ignorancia y su reticencia le acreditan para ello —dije—. Pero están basadas en el miedo. Miedo a alguien, miedo a algo. Se mostrará más enterado y comunicativo cuando aprenda a temer alguna otra cosa más. Abra esa caja.
Abrió la caja fuerte. Marcel estaba todavía inconsciente.
—Entre.
—No. —El monosílabo salió de su boca como un ronco grito—. Le digo que queda herméticamente cerrada. Con dos personas ahí..., moriré en cuestión de minutos si entro.
—Morirá en cuestión de segundos si no lo hace.
Entró. Se estaba estremeciendo convulsivamente. Quienquiera que fuese, no era uno de los jefazos: quien se hallara al frente del negocio de las drogas era un hombre —u hombres— dotado de una dureza y una crueldad absolutas, y aquel hombre no poseía ninguna de las dos cosas.
Pasé los cinco minutos siguientes registrando, sin ningún resultado práctico, todos los cajones y archivadores del despacho. Todo lo que examiné parecía guardar relación, de una u otra forma, con asuntos comerciales legales, lo cual era lógico, pues Durrell no guardaría documentos de carácter más incriminatorio donde podrían encontrarlos los encargados de la limpieza. A los cinco minutos, abrí la puerta de la caja fuerte.
Durrell se había equivocado al calcular el total de aire respirable que podía contener la caja. Lo había sobrestimado. Estaba semiderrumbado, con las rodillas apoyadas en la espalda de Marcel, por lo que era una suerte para Marcel el estar todavía inconsciente. Al menos, me pareció que estaba inconsciente. No me molesté en comprobarlo. Cogí a Durrell por el hombro y estiré. Era como tratar de sacar a un alce de un pantano, pero al fin acabó saliendo y rodó por el suelo. Permaneció tendido unos momentos y, luego, se incorporó, vacilante, sobre las rodillas. Esperé pacientemente hasta que los trabajosos estertores de su respiración se convirtieron en simple jadeo, y el color de su rostro hubo recorrido todos los colores del espectro, desde una tonalidad violácea hasta lo que hubiera parecido un saludable tinte sonrosado si no hubiera sabido yo que el color de su tez se asemejaba más al de un periódico viejo. Le sacudí y le indiqué que se pusiera en pie, cosa que consiguió tras unos cuantos intentos.
—¿Astrid Lemay? —dije.
—Ha estado aquí esta mañana. —Su voz no era más que un ronco susurro, pero suficientemente audible—. Dijo que se le habían presentado asuntos familiares muy urgentes. Tenía que salir del país.
—¿Sola?
—No, con su hermano.
—¿Ha estado él aquí?
—No.
—¿Adonde dijo ella que se iba?
—A Atenas. Es de allí.
—¿Vino sólo para decirle eso?
—Se le debían dos meses de sueldo. Necesitaba el dinero para el billete.
Le dije que volviera a entrar en la caja fuerte. Pareció vacilar, pero, finalmente, decidió que aquello era mejor que recibir un balazo, y entró. No es que yo quisiera aterrorizarle más, sino que no quería que oyese lo que iba a decir.
Llamé al aeropuerto de Schiphol, y me pusieron con la persona con quien deseaba hablar.
—Aquí el inspector Van Gelder, de la Jefatura de Policía —dije—. Un vuelo a Atenas esta mañana. Probablemente KLM. Quiero saber si iban a bordo dos personas llamadas Astrid Lemay y George Lemay. Sus descripciones son...
La voz del otro extremo del hilo me dijo que iban a bordo. Al parecer, habían surgido ciertas dificultades para permitir que George emprendiera el vuelo, ya que se hallaba en un estado tal que tanto las autoridades médicas del aeropuerto como las policíacas lo habían considerado poco aconsejable, pero habían prevalecido las súplicas de la muchacha. Di las gracias a mi informante y colgué.
Abrí la puerta de la caja fuerte. Esta vez no había estado cerrada más de un par de minutos, y no esperaba encontrarles en tan mal estado como antes. Acerté. El color de la cara de Durrell no era más que púrpura, y Marcel no sólo había recobrado el conocimiento, sino que lo había recobrado hasta el punto de intentar sacar la pistola que llevaba en su funda sobaquera y que yo, por descuido, había olvidado quitarle. Al quitársela ahora, antes de que pudiera hacerse daño con ella, reflexioné que Marcel poseía unas extraordinarias facultades de recuperación. Había de recordar esto uno o dos días después, en unas circunstancias mucho más desfavorables para mí.
Les dejé a los dos en el suelo, y, como no parecía haber nada más que decir, ninguno de los tres dijo nada. Di vuelta a la llave en la cerradura, abrí la puerta, la cerré tras de mí y eché la llave, dirigí una sonrisa a la rubia y dejé caer la llave por la enrejada tapa de una alcantarilla, frente al «Balinova». Atraque no existiera llave de repuesto, había teléfonos y timbres de alarma que se podían hacer funcionar desde el interior del despacho, y bastarían dos o tres horas para abrir su puerta con un soplete de oxiacetileno. El aire del despacho sería suficiente para ese tiempo. Pero no parecía importar gran cosa que lo fuese o no.
Regresé al piso de Astrid e hice lo que debería haber hecho antes: preguntar a varios de sus más próximos vecinos si la habían visto aquella mañana. Dos de ellos la habían visto, y sus versiones concordaban. Astrid y George, con dos o tres maletas, se habían marchado, hacía dos horas, en un taxi.
Astrid se había largado, y me sentí un poco triste y descorazonado por ello, no porque había dicho que me ayudaría y no lo había hecho, sino porque había cerrado la última puerta que le quedaba abierta.
Sus amos no la habían matado por dos razones. Sabían que yo podría haberles relacionado con su muerte, y eso habría sido acercarme demasiado a ellos. Y no necesitaban hacerlo, porque ella se había ido y no les suponía ya ningún peligro: el miedo, si es suficientemente grande, puede sellar los labios tan eficazmente como la muerte.
Lo tenía simpatía, y me habría gustado vería feliz de nuevo. No podía censurarla. Para ella, todas las puertas se habían cerrado.