V
Cuando los heraldos fueron gritando por las calles de Ctesifonte que ningún habitante debía recurrir a la medicina en los días venideros, a fin de que el Cielo no estuviera solicitado para otras curaciones que no fuera la del rey de reyes y la Gracia no se dispersara, todo el mundo comprendió que Sapor se moría.
Al día siguiente se proclamó el luto. Solemne y reverente, pero sin lágrimas ni lamentaciones y sin tristeza aparente. Llorar una muerte, según el Avesta, es dudar de la Salvación, es la más vulgar expresión de la incredulidad. La gente piadosa se obligaba, incluso, a hacer alarde de su alegría, puesto que el soberano, como ser divino, tendría en el Más Allá más privilegios que en este mundo. El monarca yacía aún muy cerca del trono, en medio de un denso humo de enebro que, según dicen, es agradable al olfato de los muertos. Antes de que llegara la noche, sería conducido a la cúspide de una torre de ladrillo y abandonado a las aves de presa, ya que la tierra no debía mancillarse jamás con un cuerpo descompuesto. Cuando los huesos del difunto señor del Imperio estuvieran despojados y blanqueados, los magos los depositarían en la urna que hacía las veces de ataúd.
Antes incluso de que el soberano hubiera abandonado por última vez su palacio, tres hombres se reunieron en una habitación contigua al salón del Trono. Representaban a las tres castas que se ocupaban de los asuntos de Estado: los magos, los guerreros y los escribas. El soberano les había entregado en mano a cada uno de ellos una carta sellada en la que expresaba su voluntad con respecto a la transmisión del trono. Tres documentos que serían, por supuesto, idénticos y duplicados, con el único fin de evitar las falsificaciones.
El mensaje era un misterio hasta el último instante, ya que, si bien su formulación se conformaba siempre con ciertos convencionalismos de estilo, el contenido obedecía únicamente a los deseos del soberano, que podía limitarse a enumerar las cualidades requeridas en su sucesor, «rectitud», «valentía», «piedad», sin nombrar a nadie; los dirigentes de las castas se transformaban entonces en electores para nombrar al miembro de la dinastía que juzgaran más conforme a esas vagas exigencias; si no conseguían ponerse de acuerdo, el jefe de los magos tenía la última palabra, «después de consultar con los ángeles». Ésta era la tradición consignada en los escritos santos y confirmada por el fundador del Imperio.
Tratándose de Sapor, se habría esperado que designara en vida a su sucesor y que, incluso, le dejara participar en el poder, como Artajerjes había actuado con él. Pero no lo había hecho. Sin duda porque había guardado un recuerdo amargo de aquella época en la que entre su padre y él se había instalado una solapada aversión; apenas le nombró, Artajerjes comenzó a odiarle, como si leyera en su mirada su propia muerte, y es posible imaginar que Sapor temiera vivir la misma experiencia con su propio heredero. Quizá también dudara hasta el final con respecto a la persona que debía designar. ¿No decían que, durante su última enfermedad, había convocado a los tres futuros electores para retirarles los mensajes que les había confiado unos años antes y reemplazarlos por otros, más conformes a su reciente cambio de sentimientos?
En el salón del Trono, la cortina estaba cerrada para ocultar la corona suspendida. En el lugar donde acostumbraban a prosternarse los visitantes se levantó un túmulo funerario algo inclinado, a fin de que la cabeza del soberano permaneciera en alto. A su alrededor estaban los magos, incensando y rezando, y en sus sitios acostumbrados, la gente de la corte. La multitud estaba fuera, en los jardines del palacio y cerca de la verja. Los ciudadanos contemplaban la sigilosa agitación de los poderosos y se divertían intentando adivinar el nombre de su futuro señor.
Por fin se abrió la sala de los conciliábulos. Los tres dignatarios salieron en el orden que convenía a su rango, primero el gran mago Kirdir, luego el decano de los guerreros y a continuación el jefe de los escribas. Cada uno de ellos llevaba sobre las palmas de las manos abiertas un cilindro de pergamino con los sellos rotos que desenrollaron a la vez, aunque sólo Kirdir lo leyó en voz alta, mientras sus compañeros se contentaban con verificar su copia con los ojos.
—«Yo, el adorador de Ahura Mazda, Sapor, rey de reyes del Irán y del No Irán, hijo del divino Artajerjes, he conquistado más regiones de las que pueda nombrar y he servido a la divinidad con dedicación. Quiera el Cielo que permanezca mi recuerdo.
»En esta hora en que me dispongo a partir a la réplica celeste de mi Imperio, junto a mis gloriosos predecesores, he elegido confiar el cetro y la corona al más merecedor de los miembros de la dinastía, mi hijo bienamado…».
El mago se aclaró la garganta y el silencio, ya total, se hizo más resonante.
—«… mi hijo bienamado, el divino Ormuz, gran rey de Armenia, que ojalá adquiera el mismo renombre de valentía…».
Las últimas palabras se perdieron en la algarabía de las aclamaciones. Los cortesanos no tuvieron ojos más que para la fila de los príncipes, primero el nuevo soberano que, instintivamente, dio dos pasos hacia adelante, y luego su hermano mayor Bahram, que se apoyó sobre el hombro más cercano, intercambiando una breve mirada con Kirdir, que esbozó un rictus de impotencia.
Mani también estuvo a punto de desfallecer, pero por otras razones. Hasta ese instante, estaba persuadido como todos los súbditos del Imperio, de que el trono correspondería a Bahram, quien recientemente se había acercado a su padre y que gozaba del apoyo de los magos, mientras que Ormuz vivía casi en desgracia en su lejano reino de Armenia, en tan malos términos con el rey de reyes que no habría pensado siquiera en venir a verle si no se hubiera enterado de que estaba moribundo.
Aquella misma mañana, al ser informado de la desaparición del anciano soberano, Mani había tenido la impresión de que el mundo que le rodeaba se ensombrecía. Las persecuciones se habían intensificado a lo largo de las semanas anteriores, incluso en la capital, aprovechando la enfermedad de Sapor, quien seguía siendo la última defensa frente a los fanáticos, poco efectiva, pero siempre leal a su promesa de protección.
Antes de acudir al palacio, el hijo de Babel había comunicado sus inquietudes a su «Gemelo» celeste, que apenas había intentado tranquilizarle. «Si el fin está próximo —le había dicho—, hay que resignarse a ello y preparar a tus discípulos para afrontarlo. ¿Acaso has escrito, pintado y enseñado sólo para tus contemporáneos?».
Y ahora la pesadilla se disipaba, ahora la esperanza renacía, gracias a unas palabras que habían salido, ¡oh paradoja!, de la propia boca de Kirdir: «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz…».
Por otra parte, el despechado mago proseguía su oficio sin alterar el ritual consagrado.
—Los ángeles han aceptado por soberano al divino Ormuz, hijo del divino Sapor. ¡Someteos a él, criaturas, y regocijémonos!
Hizo una seña al príncipe electo para que se acercara y le tomó la mano, interrogándole en voz alta:
—¿Aceptas del Altísimo la religión de Zoroastro, que Vishtaspa consolidó y Artajerjes reanimó?
—Serviré a la divinidad y haré el bien a mis súbditos.
El nuevo soberano fue llevado hasta el trono sin gran pompa, en una apresurada ceremonia que estaba destinada solamente a no prolongar el vacío del poder. La verdadera solemnidad tendría lugar el día de la coronación, por lo demás, mucho más tarde. La costumbre exigía que se celebrara en la próxima fiesta del Noruz, comienzo del año nuevo, lejos de Ctesifonte, en un lugar consagrado de Pérsida, cuna de la dinastía sasánida.
Sin embargo, para Ormuz, el poder estaba ya en sus manos. Sus súbditos se precipitaron a sus pies. El propio Bahram se obligó a prosternarse y su hermano le invitó a subir los peldaños del trono para estrecharle contra él en medio de las ovaciones. En el bullicio de las felicitaciones cortesanas, Mani permanecía inmóvil. Sin embargo, en otros lugares, sus fieles y todos aquellos que participaban de la misma esperanza sentirían deseos de celebrarlo, de cantar, de regocijarse; Denagh, para quien el nuevo soberano era un segundo padre, echaría hacia adelante, sobre el hombro izquierdo, su trenza salpicada de largos hilos de plata… Allí mismo, en el palacio, entre los dignatarios del Imperio, la felicidad de los amigos del Mensajero tenía acentos diferentes.
Ormuz en persona, emergiendo del torbellino, buscó con los ojos a aquel que llamaba en privado «Maestro». Le miró fijamente un momento e intentó hacerle señas discretamente, pero el hijo de Babel sólo miraba dentro de sí mismo, preocupado y como torturado en ese minuto de felicidad.
Sus pasos le condujeron hacia los restos mortales de Sapor, de los que todos se habían apartado excepto los encargados de los incensarios. Hubiera deseado descubrir en los rasgos petrificados de aquel por quien había sentido tanto afecto la clave del misterio que se desarrollaba ante sus ojos. Estuvo un tiempo inmerso en esa contemplación, sordo a todo, ausente… Luego, sin una mirada para el nuevo rey de reyes, se escabulló hacia la salida.
El encargado de la cortina le alcanzó jadeando al final de la antesala. El soberano deseaba recibirle al día siguiente al amanecer.
—¿Habré perdido ya al maestro y al amigo? —dijo Ormuz al recibirle—. Ayer se habría dicho que la cara de onagro de Kirdir estaba más alegre que la tuya y mi hermano Bahram menos desolado. ¿Tienes miedo de todas las victorias? ¿Desconfías de todas las dichas?
Mani se mostró contrito y lo estaba, ya que desde su primer encuentro, treinta años antes, a las orillas del Indo, Ormuz jamás había tenido para él otra cosa que el más sincero afecto, aunque tuviera que pelearse por su causa con la tierra entera.
—Mi actitud no tiene otra explicación que la extrema sorpresa. El Cielo nos ha hecho un regalo, a mí, a Denagh, a todos los míos y al Imperio entero. Temíamos el reinado de la persecución y obtenemos el de la generosidad. ¿No hay motivo para aturdimos de felicidad?
—¿Tu compañero celeste no te había advertido?
—No me había dado ninguna esperanza.
—Sin duda no querría privarte de la alegría de la sorpresa.
Aunque hubiera cumplido ya cincuenta años, Ormuz tenía en los ojos un candor de niño que suscitaba una inmensa ternura en el hijo de Babel.
—¡Ahora que ya pasó la sorpresa, podrás manifestarme tu alegría!
—¿Acaso puede dudar de ella el señor del Imperio?
Ormuz paseó su mirada ostensiblemente por la habitación vacía.
—¿Es a mí a quien hablas así, Mani? ¡El señor del Imperio! En las sesiones públicas es conveniente que te dirijas a mí con esas palabras, pero cuando estemos solos te ordeno, como señor del Imperio, que me hables como siempre lo has hecho. ¡Por todos los Cielos! ¿Intentas realmente alejarte de mí en el momento en que más necesito tu presencia, tu amistad y tus consejos? Mi padre tenía razón en llamarte desertor, eso es lo que eres. Pero yo no tendré tanta paciencia como él, ni el mismo dominio de mí mismo. Quiero que me digas en este instante, por tu honor, y en nombre de Aquel que te ha hecho Mensajero, si vas a ser o no el amigo, el sostén, la inspiración y la Luz de mi reinado, hasta el último balbuceo de tu vida. ¡Respóndeme o desaparece para siempre y que yo no vuelva a oír jamás tu nombre ni el de tus allegados!
—Ormuz, tú eres el amigo que me ha defendido contra la injusticia del mundo. Aunque tu mano me golpeara de muerte, no la maldeciría.
—¿Golpearte? ¿Mi mano?
El rey de reyes tenía los ojos llenos de lágrimas.
Tomó la mano de Mani y se la llevó a los labios, como lo había hecho ya algunas veces en el pasado. ¡Pero entonces no era el rey de reyes!
—¿Tu compañero celeste te dijo que desconfiaras de mí?
—No, Ormuz, con que sólo hubiera mencionado tu nombre, mis inquietudes se habrían calmado.
—¿Y ahora sigues estando inquieto?
—Jamás he dudado de ti.
—La hora de la duda ha pasado, Mani, y también la de la indecisión. Tenemos que construir juntos. Desde esta noche, haré anunciar por la voz de los heraldos que el rey de reyes abraza la fe de Mani.
—¡No, Ormuz! Así fue como erramos el camino tu padre y yo. Esperé demasiado de él y él esperó demasiado de mí. Ése no es el camino razonable. Un día, tú querrás hacerme tomar decisiones de rey y yo querré hacerte adoptar escrúpulos de Mensajero. Y vendrá la amargura, y nos convertiremos en extraños el uno para el otro, quizá en enemigos. Sin haberlo deseado jamás, te encontrarás matando a aquel que amas. Luego, me llorarás con lágrimas sinceras. No, Ormuz, no me empujes a cometer dos veces el mismo error, el Cielo no me perdonaría un nuevo fracaso.
—Un día me dijiste que el reinado de la Luz no había podido coincidir con el de Sapor; esperaba que coincidiera con el mío.
—No se trata de ti, Ormuz, ni de Sapor ni de mí. La culpa es del siglo. Por todas partes se alzan a nuestro alrededor los sectarios de los dioses celosos, y mi voz es la de la divinidad generosa. Durante mucho tiempo aún, mi fe será la de un puñado de Elegidos desprendidos de las cosas del mundo. El Imperio no puede abrazarla. Pero podemos construir muchas cosas juntos si cada uno de nosotros desempeña su cometido: si tú gobiernas con justicia, si actúas por el bien de tus súbditos, como lo has jurado, y preservas la libertad de creencia para todos; y si yo, por mi parte, con los discípulos que se han unido a mi Esperanza, me esfuerzo en enseñar la Luz a las naciones.
—¿Eso nos impedirá seguir siendo amigos?
—Fui el amigo del gran rey de Armenia, ¿por qué no puedo ser el amigo del señor del Imperio? Cada vez que lo desees, nos veremos a solas como esta mañana, hablaremos del mundo y de los Jardines de Luz, de pintura, de medicina y de armonía, pero en el mismo instante en que abandone el palacio volveré a ser el Mensajero y nada más, y tú volverás a ser el rey de reyes, cada uno por su camino, con sus propias armas y sus propias cargas.
En los meses que siguieron, la fe de Mani tuvo una espectacular expansión por todo el Imperio y más allá. Un gran número de caballeros, magos hostiles a los dogmas de Kirdir y gentes de todas las castas se unieron a los Elegidos, como adeptos o como simples oyentes. El Mensajero no se explicaba este súbito progreso. La simpatía evidente de Ormuz era una de las razones, unida al afecto de la gente por su nuevo soberano que se había revelado clemente y firme al mismo tiempo, y cuya presencia en el trono parecía derramar, por algún sortilegio bendito, abundancia y felicidad. No había epidemias, ni hambre, ni inundaciones destructoras, ni ninguna de esas calamidades que causan tantos estragos. Anunciaban el reinado los mejores augurios.
Los preparativos de la coronación habían sido generosos, incluso dispendiosos, pero el pueblo no se quejaba; se había tenido cuidado de distribuir entre los pobres lo suficiente para festejarla dignamente. Al acercarse el Noruz, Ormuz se impacientaba. Todas las mañanas, antes de las audiencias, llamaba a Mani para confiarle sus entusiasmos de la víspera y sus esperas. ¡Hubiera deseado tanto que hiciera el viaje hasta Pérsida junto a él! Pero el hijo de Babel le persuadió de que le dispensara de ello; su sitio no estaba en semejante ceremonia.
El lugar era una garganta entre dos acantilados. Allí era donde Artajerjes y luego Sapor habían hecho grabar en la roca las imágenes de su coronación. A algunos pasos de los fundadores, una superficie virgen y lisa estaba preparada para conservar la marca del nuevo soberano, el tercero del linaje sasánida. De una punta a otra del corredor sagrado, el suelo pedregoso estaba cubierto de alfombras, y la pared rocosa, hasta la altura de tres hombres, revestida con colgaduras de seda estampada con los emblemas de la dinastía: sol, fuego, luna, machos cabríos, onagros, perros, leones y jabalíes. En medio, en un lugar donde el desfiladero se ensanchaba haciéndose más luminoso, se había levantado un estrado, cuyos lados formaban una suave pendiente hasta llegar al suelo. Y sobre el estrado, un trono vacío.
Desde ambos lados del desfiladero, avanzaba un cortejo. Uno conducido por Ormuz, a caballo. Su larga cabellera rizada se desbordaba bajo una corona en forma de casco, rematada por una esfera a la que estaban atadas cintas de colores que revoloteaban hacia atrás, el aro que ceñía su barba era ahora de oro y perlas. Le seguían, pero a distancia, los oficiales de su guardia, los príncipes de sangre real, los familiares y los músicos, y después, todos los cortesanos; del otro lado llegaban los magos con Kirdir a la cabeza. Sería él quien, en el espacio de una unción, sustituiría al Altísimo, a Ahura Mazda, para conferir al monarca la dignidad suprema.
Los dos cortejos iban al paso, su lentitud prolongaría la ceremonia. Perfumes, afeites, inciensos, cantinelas. Cantos épicos en el camino del soberano, danzas sagradas al paso del gran mago. Al final de la procesión, algunos excesos esperados: riñas sin importancia, borracheras… Pompa envuelta en carnaval.
Y todo siguió así hasta el encuentro de los dos caballos que iban a la cabeza sobre el estrado. Hasta un súbito silencio. En la mano derecha, Kirdir sostiene el aro de cintas, símbolo de la realeza divina, y en la izquierda, el cetro. Ormuz toma entonces el aro con la mano izquierda y alarga hacia adelante la derecha con el dedo índice curvado en señal de sumisión a Ahura Mazda; luego, coge el cetro, y ahora le toca a Kirdir, que vuelve a ser un simple mortal, ejecutar el gesto de sumisión en dirección a aquel que, desde ese momento, está investido de la divinidad.
El rey de reyes suelta entonces la brida de su montura y el jefe de los magos salta a tierra, la recoge y hace girar a Ormuz sobre sí mismo entre las aclamaciones de los súbditos. Luego, el soberano va a sentarse en el trono. Kirdir le ofrece con gran solemnidad un vaso de oro que el monarca se lleva a los labios. Es el último gesto de la ceremonia pública. Los dos cortejos se retiran, esta vez apresuradamente, y el lugar se queda desierto. El monarca está solo. Solo con su vaso y con un único compañero, un viejo esclavo sordo provisto de un espantamoscas. Frente al soberano, a su alrededor, y pronto dentro de él, los antepasados y las divinidades.
Y es que el vaso contiene la bebida de los dioses, el haoma, preparado la víspera por Kirdir y sus ayudantes según un ritual milenario. Las ramas de la planta haoma han sido purificadas, reducidas a polvo en un mortero bendito y luego mezcladas con leche y con unas hierbas, cuyo secreto sólo poseen y se transmiten los magos de rango superior. Un brebaje sagrado de la India antigua y de Persia que hace que el ser divino que lo beba, entre en el éxtasis místico por el cual se unirá a las divinidades.
Bajo el efecto del haoma, el soberano sufre convulsiones, pero se supone que ningún mortal va a interrumpir esos excesos milagrosos. El soberano se abandona al delirio, pero se supone que ningún mortal oye lo que grita o balbucea; los creyentes dicen que mantiene una conversación sibilina con sus antepasados.
El rey de reyes ha entregado el alma en el ejercicio de su divinidad, bajo la mirada impasible y benévola del viejo servidor sordo.
Aquella noche, cuando el pueblo y los dignatarios se embriagaban aún a la salud del divino Ormuz, los tres jefes de las castas, reunidos en cónclave, designaron un nuevo rey de reyes: Bahram. Aquel a quien los magos preferían.
¿Quién podría equivocarse sobre la identidad de los envenenadores? ¿Pero quién, también, podría castigarlos o aportar la prueba de su culpabilidad? Se decretó que el soberano no había podido soportar la bebida de los dioses, quizá porque no era digno de beberla o quizá el ángel del haoma no había aceptado su coronación. La evidencia del crimen proporcionó, incluso, un argumento a los asesinos: si Kirdir hubiera querido matar, ¿habría actuado con sus propias manos y ante todo el país reunido?