De su primera visita al palacio, que le daba solamente el derecho a predicar, Mani había salido con aire exultante y paso de conquistador. De su segunda entrevista, a pesar de que el rey de reyes le había prometido convertirse y le había pedido que reuniera a todos sus súbditos en torno suyo y de su mensaje, salió abrumado, como si llevara a la vez la cruz de Cristo y la corona de los sasánidas.
¿Qué le sucedía? ¿No se estaba acercando su mayor esperanza cien veces más deprisa de lo esperado? Mañana, el rey de reyes; pasado mañana, el Imperio; pronto sus ideas animarían a la humanidad entera. Ya no era solamente un sueño solitario, una promesa de su «Gemelo» a la orilla de un canal del Tigris. Él no era ya ese vagabundo mendicante, sembrador de palabras; el triunfo estaba al alcance de su mano.
Sin embargo, fue a encerrarse en la habitación que aún ocupaba en casa de Malco cada vez que pasaba por Ctesifonte. Aquel día no volvería a salir de ella, como tampoco al día siguiente; permanecía postrado en el ayuno y la contemplación, sin dirigir una palabra tranquilizadora a la multitud de adeptos que poblaban cada rincón de la casa y del jardín. Sólo Denagh se atrevió a entrar un momento para, sin el menor ruido, depositar un cántaro de agua en el alféizar de la ventana cerrada.
Extraño, a decir verdad, y desconcertante, ese encuentro entre él, el niño cojo del palmeral y Sapor, al que las inscripciones llamaban «descendiente de los dioses, noble hermano del Sol y de la Luna, señor de los cuatro horizontes…». ¿Qué parentesco podía haber entre ellos, qué connivencia, qué intimidad, qué pensamiento común? Sin embargo, el monarca había esbozado gestos de excusa; sin embargo, había enrojecido y había apartado los ojos y luego, para ocultar su timidez, había huido en cuanto hubo confesado su deseo de abrazar su fe.
¿Abrazar la fe de Mani? ¿Convertirse? ¿Él, el rey de reyes, se pondría de rodillas y rogaría a Mani que le bendijera mediante la imposición de manos? ¿No sería aquello un enorme y cruel engaño?
Una vez más, la perplejidad del hijo de Babel desembocó en un diálogo con su «Gemelo» que le dijo con el más firme de los tonos:
«¡Sapor tiene más ambiciones para ti que las que tú tienes para ti mismo! Hoy por hoy, es el hombre más poderoso de la Tierra, sus ejércitos son capaces de vencer a los de Roma y a los de China; ya se da el título de soberano de Oriente y de Occidente y se considera sucesor de Alejandro. Y tú, Mani, has venido a anunciarle que ha comenzado una nueva era. ¡Desearía tanto que fuera verdad! El hecho de que la Revelación haya coincidido con el principio de su reinado, ¿no es una señal del Cielo, dirigida a él, Sapor, para asegurarle que sus ambiciones son legítimas y conformes a los designios de la Providencia? Quiere creer en ti, quiere que seas el digno sucesor de los profetas más santos, que seas igual que Zoroastro, e incluso más grande que Zoroastro. ¡Después de todo, los príncipes que reinaban en tiempos de Zoroastro no eran más grandes que Sapor!».
—¡Sería el adorno del reinado de Sapor!
«¿Por qué no podría ser él el instrumento de tu reinado? ¿Y por qué hablas de adorno? Este monarca quiere que le ayudes a reducir el poder de los magos, y te necesita para establecer la armonía entre las comunidades que gobierna. Cuando haya conquistado todas las tierras que codicia, cuando tenga bajo su autoridad tantos pueblos diferentes, ¿cómo podrá mantener la cohesión del Imperio? ¿Imponiendo a todos la religión ancestral de los persas y construyendo por todas partes templos del fuego para que la arrogancia de los magos sea aún más ostentosa? ¿Dejando proliferar a los sectarios de los dioses únicos, todas esas religiones celosas y pendencieras que preparan para el Imperio y para todos los Imperios milenios de fuego y de sangre? Sólo tú, Mani, puedes evitar ese extravío de los hombres».
—Este rey quiere conquistar el mundo con las armas, ¿y yo tengo que asociarme con él, yo que detesto herir la corteza de una higuera?
Cuando al cabo de tres días salió al fin de su retiro, Mani no conservaba en sus palabras ni en su voz ningún rastro de las dudas que le habían asaltado. A los aún numerosos fieles que le esperaban les anunció que el triunfo estaba próximo, que estaban en vías de ganar el Imperio y que, debido precisamente a esa esperanza, el mensaje debía llegar sin demora a los pueblos más alejados. Pidió a sus mejores discípulos que se desperdigaran por las provincias de los cuatro imperios, desde China hasta Egipto y Axum, y desde Roma hasta Palmira. «Las antiguas religiones estaban destinadas a una sola región, a una sola lengua. Mi religión es de tal manera que debe manifestarse en todas las regiones y en todas las lenguas a la vez…».
Él mismo, menos libre ahora para desplazarse, comenzó a escribir con frenesí cientos de epístolas, himnos, salmos, y libros que no se contentaba con caligrafiar de su propia mano, sino que adornaba, ilustraba y cubría de dorados, la única circunstancia en la cual se dignaban sus dedos tocar el oro.
De este periodo data una de las obras más asombrosas de todos los tiempos, un libro que Mani tituló simplemente «La imagen», y en el cual explicaba el conjunto de sus creencias mediante una sucesión de pinturas, sin recurrir a las palabras. ¿Qué mejor manera tenía de dirigirse a todos los hombres más allá de las barreras del lenguaje?