En esta etapa del recorrido de Mani debe abrirse un paréntesis. Enigmático en si mismo, pero quizá la clave de un antiguo enigma.

Érase una vez una reina… ¿No es así como se cuentan las leyendas? Bella, rica, culta, sumamente ambiciosa y dotada de una brillante inteligencia, pero minada por un mal que ningún remedio conseguía curar. Un día se quejó a su hermana, quien le contó los relatos de los caravaneros sobre los prodigios de un médico del país de Babel. La reina expresó su deseo ardiente de conocerle y aquella misma noche, durante el sueño, vio su imagen y oyó su voz. Cuando se despertó, estaba curada… y convertida.

Ésta es la historia consignada en los escritos maniqueos. Mil milagros similares salpican el recorrido de los profetas y, a veces, se propagan los mismos relatos sobre diferentes personajes, como si los mitos pertenecieran a un fondo común de donde se sacaran de un siglo a otro, de un pueblo a otro y de una creencia a otra. Pero a veces se encuentra en ellos una pequeña parte de verdad, el reflejo embellecido de un acontecimiento real.

Hoy se sabe que la reina se llamaba Zenobia, que su reino era Palmira, que abrazó la fe de Mani y acometió la empresa de difundirla hacia Egipto e incluso más allá. ¿Se sabrá alguna vez qué encuentro la impulsó a ello? Sea como fuere, otros misterios se han disipado. Así, durante mucho tiempo el mundo se preguntó cuáles podrían ser las creencias de la gran dama del desierto, ya que acogía en su corte a los filósofos, a los judíos, a los nazarenos, y dejaba que se honraran en los templos de su capital a las divinidades de todas las naciones. Este soplo de tolerancia era el de Mani.

Palmira era en su siglo mucho más que una rica ciudad caravanera. Tenía la ambición de convertirse en la metrópoli universal y, por el espacio de una década, estuvo a punto de eclipsar a Roma y a Ctesifonte. Por lo tanto, en la persona de Zenobia, Mani había ganado para su causa a la rival común de los emperadores de Oriente y de Occidente. Reina libre de una ciudad libre, sucumbiría, al final de su vida, a la ley de los dos colosos.

Pero su nombre ha permanecido, más luminoso que el de los vencedores.

Algunas semanas separaron la caída de Zenobia de la desaparición de Sapor. Si Mani hubiera tenido que elegir alguna vez entre dos lealtades, el dilema habría estado resuelto.

Corría el año 272. El hijo de Babel tenía entonces cincuenta y seis años. ¿Se sentía cansado, débil, herido? Su entusiasmo estaba intacto.