V
Ormuz, nieto del señor del Imperio, se pavoneaba en su asiento de madera labrada en el interior de una inmensa tienda, verdadero palacio de lona con algunos lienzos recogidos para que penetraran el viento y la luz. Oficiales y escribas se afanaban junto a él, pero con la cabeza inclinada y los brazos a lo largo del cuerpo, y sin una entonación fuera de lugar.
Antes de conceder audiencia al visitante, su secretario le había informado: «Un hombre con la pierna lisiada, procedente del país de Babel. Su navío atracó hace tres días en el puerto de Deb».
—¿Qué carga has traído? —preguntó el príncipe a Mani.
—Sólo mis palabras.
—¡Curiosa mercancía!
Cuando Ormuz se reía a carcajadas, el aro de plata que sujetaba la extremidad de su barba saltaba y sus cortesanos se alborotaban, pero sin dejarse llevar por la alegría, ya que en cuanto recuperaba su aspecto serio, estaban obligados a imitarle al instante, so pena de parecer libres y arrogantes. El propio príncipe sólo se reía con mesura y con la mirada constantemente al acecho.
—Admirable mercancía es la palabra —prosiguió como si, decididamente, la expresión le complaciera—. No pesa nada en las bodegas y, si sabes sacar partido de ella, puede enriquecerte.
Y para el caso en que sus allegados no hubieran comprendido sus alusiones, explicó:
—¡Este hombre es un narrador! Le haré venir para las veladas de los oficiales. ¿Conoces las epopeyas antiguas de Ciro y de Darío, las hazañas de los aqueménidas y las de nuestra dinastía?
—También conozco otras historias que nadie ha oído jamás.
—Tus otras historias no me interesan. A mis hombres sólo les gusta escuchar las epopeyas que conocen, o si no, relatos de caza. Si conoces alguno, si sabes hacérnoslo revivir, no te marcharás de aquí con la bolsa vacía.
—Yo no vendo mis palabras, las regalo.
—Así que no eres ni comerciante ni narrador.
El príncipe estaba irritado por haber comprendido tan mal a su visitante y los cortesanos bajaban los ojos cuando un hombre se acercó. Una barba rubia cuidadosamente peinada adornaba su rostro sin arrugas y llevaba un abrigo de brillante seda amarilla que llegaba hasta el suelo, adornado en el cuello con bordados negros. Inclinándose con toda confianza sobre Ormuz, cuchicheó a su oído unas palabras antes de volver a su sitio.
—Mi fiel consejero, el respetado mago Kirdir, cree que tú eres uno de esos nazarenos que se multiplican en las regiones de Mesopotamia y que has venido a Deb para difundir tu herejía.
—No he venido al encuentro del príncipe para hablar de religión. Se trata de la ciudad…
Ormuz le interrumpió.
—Primero quiero saber si Kirdir ha acertado.
—El honorable mago sólo se ha equivocado a medias. Venero a Jesús, pero también a Buda y a nuestro señor Zoroastro.
Kirdir se sobresaltó como si acabara de ser abofeteado y dio un paso hacia Mani.
—¡Con qué arrogancia este nazareno se permite mezclar el nombre de nuestro santo profeta con el de los impostores!
—Que nuestro respetado mago vuelva a su sitio —prosiguió Ormuz—. Seguramente el visitante no ha querido insultar a nadie. Por otra parte, esta discusión ha terminado; los debates sobre religión me dan sueño y me entristecen. He tenido un día magnífico, estoy en la mejor disposición y supongo que nadie querría que mi humor se alterara.
Como todos los cortesanos se apresuraron a aprobarle, se lanzó a un exaltado y meticuloso relato sobre la caza del día.
—… Les dije a los guardias que se alejaran, que me dejaran ese león, que no quería que hubiera en su cuerpo otras huellas que las de mi lanza. Y lo perseguí solo. El animal no corría mucho y de pronto se detuvo e hizo un movimiento hacia mí. Mi yegua se asustó y entonces salté a tierra para que pudiera huir.
»Nos quedamos solos, frente a frente, la fiera y yo. Avanzábamos el uno hacia la otra, con calma. Ninguno de los dos quería escapar de una muerte tan noble. Menos de sesenta pasos nos separaban. Entonces, mis compañeros, haciendo caso omiso de mis órdenes, vinieron a rodearme con sus lanzas. La fiera se detuvo, se volvió y se alejó sin correr, conservando su dignidad. Ahora todos querían alcanzarla, pero yo grité tan fuerte que se quedaron todos clavados en el sitio: “Os prohibo que persigáis a ese león, venía hacia mí como un valiente y sólo se alejó porque vosotros malograsteis nuestro duelo. ¡Dejadle vivir!”».
Mani no preveía semejante desenlace de la caza principesca. Su reacción fue espontánea.
—¡Ésta es una historia que contaré a la gente de Deb! Así sabrán que pueden esperar magnanimidad y demencia del conquistador y que éste tomará la ciudad sin matanza ni destrucción.
Aún absorto en sus recuerdos, Ormuz no reaccionó. Fue el mago Kirdir quien respondió a Mani.
—El león quiso luchar, por eso mereció la gracia del príncipe. La gente de Deb no quiere combatir, no son más que corderos, y como los corderos, su destino es que los esquilen y los degüellen.
—¡Son mercaderes a quienes la ley del Imperio prohíbe llevar armas! —gritó Malco, quien, con Pattig, se mantenía a la entrada de la tienda y comenzaba a inquietarse del cariz que estaba tomando el debate.
—¿No tenía la ciudad una guarnición? —interrogó el mago.
—¡Los soldados partieron con el gobernador! —dijo de nuevo Malco.
—Los ciudadanos deberían haberlos retenido. ¿No tienen suficiente oro para pagarlos? ¿Por qué el príncipe habría de mostrarse noble con esos mercaderes grasientos y llorosos?
—¿Quién salió glorificado por la clemencia del príncipe hacia el león, este último o el primero? —preguntó Mani.
Emergiendo al fin de su ensueño, Ormuz se dignó conceder con un movimiento de cabeza que era a él a quien le correspondía la gloria. Pero Kirdir tomó de nuevo la palabra:
—El príncipe es un guerrero, como todos los miembros de la divina dinastía. Para él, cada combate es una oportunidad de demostrar su valor. La gente de Deb le ha decepcionado. Sólo merecen su desprecio.
En la sala, una verdadera ovación saludó esta declaración. Mani no comprendía en absoluto ese ensañamiento.
—Resulta que hay una ciudad que acepta la autoridad del príncipe, que le abre sus puertas, que se dispone a recibirle con sumisión y a ofrecerle presentes, ¡y se pretende castigarla!
Pero de la boca de Ormuz se escapó cándidamente la verdad.
—Desde que nuestros soldados se pusieron en marcha, sólo piensan en las riquezas de Deb, en sus mercados, en sus almacenes, en sus mujeres. Cada vez que debían cruzar una montaña o un desierto de sal, les hablábamos de Deb.
—¡Pero si la ciudad abre sus puertas, la ley del Imperio exige que no sea saqueada!
Precisamente. En el mismo momento en que hablaba, Mani comenzó a comprender. A los mercaderes de Deb no se les reprochaba su pusilanimidad, sino su sabiduría. ¡Al negarse a combatir, privaban a los saqueadores del botín! El hijo de Babel percibió más claramente la importancia de la gestión que efectuaba en nombre de la ciudad y habló en alta voz:
—Las puertas de Deb están abiertas y así permanecerán. La guarnición se ha marchado y ninguna otra la reemplazará. No hay ni un arma en la ciudad, ¡la gente ha roto hasta los cuchillos de cocina! Los soldados pueden entrar y podrían matar, saquear, violar e incendiar, pero, según las leyes del Imperio y las leyes del Cielo, sería una felonía. Y no puedo imaginar ni por un instante que un valiente hijo de la gran dinastía lo permitiera.
Ormuz pareció turbado y Mani prosiguió:
—La gente de Deb sólo desea que se respeten sus exenciones y sus tradiciones y que se preserven su vida y sus bienes. No piden más que vivir en paz bajo la autoridad de un príncipe recto y sagaz. Eso es lo que les conviene, pero también es lo que conviene al príncipe. Esa ciudad es la joya del país que él tiene la obligación de conquistar y de gobernar. ¿Por qué iba a querer arruinarla?
Sintiendo que su señor dudaba, Kirdir replicó:
—No es competencia de los comerciantes de la India interrogarse sobre la rectitud de nuestros príncipes y aún menos sobre los intereses del Imperio. El ejército ha luchado, se le ha prometido una recompensa y es justo que se le conceda.
De la fila de los oficiales surgieron gritos de apoyo.
—Por más que Deb abra sus puertas y oculte sus armas, sigue siendo una ciudad impía. Nuestras tropas victoriosas partieron a la guerra para someter a las regiones infieles, para castigarlas, para imponerles la Religión Verdadera. Eso es justo y agradable al Cielo. Deb será entregada a los soldados durante tres días, todos los lugares de culto impíos serán derribados y luego se organizará una ceremonia de acción de gracias en el puerto, como lo ha ordenado el divino Artajerjes, rey de reyes, el señor de todos nosotros.
Ormuz sabía que su abuelo, el rey de reyes, deseaba que se celebrase esa ceremonia, y conocía, igualmente, los deseos de sus oficiales. Pero él mismo no era insensible a los argumentos de Mani, cuyo apoyo solicitó discretamente:
—Las palabras del mago Kirdir me parecen sensatas, ¿tienes algo que responder, hombre de Babel?
—Tendría que ser muy descarado para atreverme a responder, ya que sólo soy un visitante de paso, mientras que el mago es, evidentemente, un personaje notable, puesto que se permite indicar al príncipe a dónde debe conducir a sus ejércitos y de qué manera debe comportarse en las ciudades conquistadas.
Kirdir dio un brinco con la mano en el corazón:
—¡Si es un crimen ofrecer consejo a mi rey, que se me castigue! Jamás he hablado ni actuado por otra razón que no fuera el bien de la divina dinastía, para que este Imperio y su religión se extiendan bajo todos los cielos y aplasten a todos los enemigos bajo sus pies como si fueran serpientes, escorpiones, criaturas maléficas. Mi señor, nieto del divino Artajerjes, no se dejará prevenir contra mí, no puede haber olvidado las sabias prescripciones del Avesta. ¿No está dicho en el Libro que los lobos de dos patas deben ser exterminados mucho antes que los lobos de cuatro patas?
—¿De qué lobos se trata? —interrogó demasiado ingenuamente Ormuz.
—El lobo de cuatro patas salta sobre un cordero para devorarlo; el lobo de dos patas se sirve de la palabra para acallar la desconfianza del pastor y arrastrar a todo el rebaño por el camino de la perdición.
—Los lobos de dos patas —rectificó Mani— son los hombres que consideran a los demás como presas, los que intentan constantemente someter, reducir, castigar, humillar. Hoy se ha elevado una voz para decir que los habitantes de Deb no eran más que corderos y que merecían ser degollados. ¿No es ése el lenguaje de un lobo de dos patas? Si el santo y sabio pastor Zoroastro se expresó como lo hizo en el Avesta, ¿acaso no fue pensando en aquellos que recurren a semejantes matanzas?
—En el fondo, cada cual interpreta el Avesta a su manera.
Con esta observación, Ormuz intentaba atenuar un poco el efecto del ataque proferido directamente contra Kirdir. Pero éste estalló enfurecido:
—¿De qué interpretación se habla? ¿Así que cada cual tiene derecho a interpretar a su antojo los textos sagrados? ¿Así que la interpretación de un pérfido nazareno sería comparable con la mía? ¿No soy yo el que estudió durante dieciséis años nuestra Religión Verdadera? ¿No soy yo aquí el depositario de la fe de Zoroastro?
—Puede suceder que un hombre se crea depositario de un mensaje cuando no es más que su ataúd.
Kirdir no quería creer que semejantes palabras pudieran serle dirigidas. Se las hizo repetir al oído por un familiar, antes de avanzar hacia el pilar central. Al tumulto provocado por la frase de Mani acababa de suceder un silencio sepulcral. El hijo de Babel leía el ultraje y la indignación en todos los ojos, salvo quizá en los de Ormuz, en los que no faltaba una chispa maliciosa que el mago debió de advertir, ya que comenzó con un tono de reproche:
—¿El señor sabe de qué calaña son estos nazarenos?
No tendría tiempo de proseguir. Los aullidos de una mujer muy joven que acababa de irrumpir en la sala, abriéndose paso entre el círculo de cortesanos y lanzándose a los pies del príncipe, ahogaron providencialmente sus primeras sílabas.
—¡Señor! ¡Tu hija! ¡Tu hija!
—¡Habla, Denagh!
El príncipe zarandeaba por los hombros a la mujer, que se había quedado súbitamente sin fuerzas como un niño agarrado al vestido de su madre.
—¡Estaba corriendo cerca del arroyo, se cayó y ya no se mueve!
—¿Está herida?
—¡No, no se ha hecho sangre!
—¿Respira?
—Sí —aseguró la mujer, aterrada—. Respira, pero no consigo reanimarla.
Ormuz permaneció postrado en su asiento, olvidando toda majestad; un torbellino de pesadilla arrastraba su mente. Kirdir juzgó propicio el momento para extender un dedo acusador:
—La infidelidad que ha penetrado en este lugar atrae las plagas sobre nosotros. Se han proferido palabras blasfemas. Si a la hija del príncipe le llegara a suceder una desgracia, este maldito nazareno tendría la culpa.
Ormuz había perdido todo discernimiento y toda voluntad. Todos, en su círculo, sabían el cariño que experimentaba por su hija. La esposa preferida del príncipe había muerto al traerla al mundo, y Ormuz había volcado en la niña todo el amor que sentía por su madre. Bastaba, pues, que Kirdir designara a Mani como supuesto responsable de su desgracia para que el príncipe mirara hacia él con rabia. Pero Mani no perdió su seguridad.
—Soy médico. En lugar de utilizar el mal de la niña para iniciar una vil polémica, tratemos mejor de curarla. ¡Que me conduzcan junto a ella!
No queriendo desdeñar ninguna esperanza, Ormuz acompañó a Mani a la cabecera del lecho de la niña.
Ésta se encontraba recostada, con los cabellos tan perfectamente trenzados y los pliegues de su vestido tan bien arreglados que parecía una muerta. Sólo un cofre mal cerrado del que sobresalía un juguete roto daba un toque de desorden y de vida a la habitación; una habitación que no era, sin embargo, más que un sector de la tienda principesca, con, a modo de puerta, unas hileras de cuerdecillas cargadas de conchas de colores, que llegaban a dos codos del suelo para que la princesa fuera la única que pudiera entrar sin hacerlas tintinear.
Mani puso la mejilla sobre la frente de la niña, le tomó el pulso, le levantó el párpado y luego pidió a la joven, a la que el príncipe había llamado Denagh, que cortara cinco trozos de tela blanca y limpia, cada uno del tamaño de la palma de la mano, y que se procurara algunas pulgaradas de alcanfor. Él mismo fue a coger, entre los árboles y en los terraplenes, ciertos tallos, flores, hierbas medicinales y bayas, que eligió uno a uno, tomándose el tiempo de estrujarlos entre los dedos para verificar su naturaleza.
Regresó a la habitación con ese brazado heterogéneo y comenzó a machacar las hierbas hasta formar una pasta color tierra, como turba espesa, que espolvoreó abundantemente de alcanfor, antes de extenderla sobre los trapos. Dobló éstos, los comprimió y los aplastó, y colocó uno de ellos sobre la frente de la niña, tapándole igualmente las orejas; enrolló otros dos alrededor de las muñecas y los últimos en la punta de los pies, apretándole los dedos. A continuación, cogió un cántaro y dejó que fluyera un chorrillo de agua para que empapara las compresas.
A su alrededor, nadie osaba hacer el menor ruido. Cada vez que un trapo se secaba, Mani lo empapaba con un poco de agua, y cuando al cabo de una hora se vació el cántaro, se lo alargó al príncipe diciendo:
—Hay que llenarlo con agua del torrente.
Ormuz cogió el recipiente y se lo entregó, con un gesto natural de autoridad, al ayudante de campo, que estaba de pie tras él.
—¡No, con la mano del príncipe! —dijo Mani, que habló sin levantar los ojos.
Sorprendido en un primer momento, el sasánida cogió de nuevo el cántaro y fue a llenarlo él mismo, bajo la mirada asombrada de los soldados y de los cortesanos. Supuso, sin duda, que al ser cogida por sus manos principescas, el agua adquiriría virtudes curativas. Lo mismo se cuchicheaba entre la multitud. Malco fue el único en sospechar que la explicación podría ser diferente. Había observado ya lo bastante a su amigo en las ciudades que habían visitado como para saber que cuando una mujer humilde le daba de comer un tazón de sopa y una cebolla, él los aceptaba con gratitud; que cuando la esposa de un mercader próspero le ofrecía un manjar suntuoso, él mostraba la misma gratitud, aunque sólo probara un bocado; pero que cuando una sirvienta se presentaba provista de una bandeja, Mani la despedía: «Ve a decir a tus señores que me traigan la limosna ellos mismos para que yo pueda bendecirlos y darles las gracias».
Así, quería recibir del príncipe, y no de su ayudante de campo, el agua que había pedido.
Y Ormuz volvió, trayendo el cántaro con las dos manos, pero con tanta torpeza que tropezó con un pilar de la tienda; los cortesanos más cercanos hicieron un movimiento para sostenerle, desviando rápidamente los ojos en cuanto él recuperó el equilibrio, para que no advirtiera que le habían visto tropezar.
Atardecía, y Mani, sentado sobre su pierna doblada, a la izquierda de la niña, continuaba vigilando las compresas y mojándolas en cuanto se secaban. Arrodillada muy cerca de él, Denagh se mostraba inquieta, dispuesta a levantarse en cuanto él se lo pidiera. Ormuz, el más nervioso de todos, estaba sentado al otro lado de la niña.
Súbitamente, cuando todo el mundo guardaba silencio, el príncipe dijo:
—Si mi hija se cura, juro no entregar Deb al saqueo. Los habitantes, las casas, los mercados, los lugares de culto, todo será preservado. Pero que mi hija se salve.
Mani no se movió. Solamente dijo, con el mismo tono la plegaria:
—¡Que el Cielo oiga tus palabras sabias y generosas!
Luego se hizo de nuevo el silencio. Las horas pasaban y, a pesar de la inquietud, el sueño vencía al nieto del rey de reyes. Denagh le sugirió a media voz que tomara algún descanso, prometiendo despertarle en caso de necesidad. El príncipe se tendió allí mismo, con el brazo a modo de almohada.
La luz del día penetraba ya por un lienzo de la tienda que estaba recogido, cuando Ormuz se incorporó. Habían dado las seis; Denagh estaba sentada en la misma postura y Mani vaciaba la última gota de agua sobre la frente de la niña.
—¿Quieres que llene de nuevo el cántaro? —murmuró el príncipe.
—No hace falta —dijo Mani en voz alta—. El Cielo te ha oído. Tu hija está curada.
Como si respondiera a su llamada, la chiquilla abrió los ojos y sonrió.
—¿La has despertado? —preguntó Ormuz aún incrédulo.
—He adormecido su mal.
Sin mostrarse turbado por su éxito, Mani incorporó a la niña para que apoyara la espalda sobre un gran cojín; luego, le quitó una a una las compresas y se las dio al príncipe.
—Hay que tirarlas al torrente, en el lugar donde habéis llenado el cántaro.
Ormuz las tomó con las dos manos abiertas, como si se tratara de una valiosa ofrenda. Tenía los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta.
—Llévalas con una sola mano y con la otra coge la de tu hija que desea acompañarte.
La niña estaba de nuevo en pie, risueña, alegre y saltarina.
En el exterior, una ovación saludó al padre y a la hija, y Mani, que seguía sentado en el mismo lugar, escuchaba su eco con serena delectación. Cerca de él, Denagh, agotada, se había adormecido. Por primera vez, pudo contemplarla. Habían pasado una noche entera uno al lado del otro, habían compartido la misma inquietud y la misma esperanza y su presencia abnegada y alerta había sido tan tranquilizadora… Pero aún no la había mirado; ni siquiera había advertido esa única trenza, esa larga trenza negra que le llegaba hasta la rodilla. Mani se sorprendió un poco al descubrirla tan joven. Durante su vela en común, sus gestos habían sido los de una mujer, y ahora, su nariz, su barbilla, sus labios, todo en su rostro parecía infantil, menudo. Y tan bien dibujado… Sólo la alejaba de la infancia su pecho, que parecía haber crecido demasiado deprisa para la tela que lo envolvía. ¿Qué edad podría tener? Trece años, se dijo Mani, quizá doce.
Lentamente, sin un gesto brusco que pudiera despertarla, le levantó la cabeza para apoyársela en un cojín.