III
Kirdir no tuvo necesidad de suscitar el incidente grave, ya que fue Mani quien creó todas las condiciones para que se produjera, al decidir súbitamente ir a Ecbatana, metrópoli de Media, de donde su padre era originario, y feudo secular de los magos. La visita en sí misma tenía trazas de provocación, tanto más cuanto que el hijo de Babel se ocupó de anunciarlo con varias semanas de anticipación en un sermón público pronunciado en la plaza mayor de Seleucia, barrio de Ctesifonte, precisando que ese viaje sería duro y que no animaba a sus fieles a seguirle; pero le siguieron a cientos.
Entre sus adversarios, fue Kirdir el que decidió acudir allí en persona, no sin haber tomado antes la precaución de hacerse acompañar por Bahram, el hijo mayor de Sapor. Ni entre la casta de los magos ni entre la de los guerreros tenía Mani enemigos más feroces. Kirdir veía en el hijo de Babel una amenaza para el nuevo orden religioso que los magos intentaban imponer en el Imperio, mientras que Bahram veía en él, sobre todo, a un aliado de su hermano menor Ormuz, al que le enfrentaba una tenaz rivalidad. Evidentemente, la suerte de Denagh no había hecho más que envenenar las cosas: que una joven de la nobleza, codiciada por Bahram, hubiera preferido seguir al médico de Babel en sus vagabundeos con el consentimiento de Ormuz, era un ultraje que no podía olvidarse. ¡El episodio de Ecbatana no sería más que el preludio de las venganzas venideras!
La primera prueba que la comitiva de Mani tuvo que afrontar fue el frío. El otoño tocaba a su fin. Los días fueron aún agradables mientras caminaron por las llanuras de Mesopotamia, pero en cuanto se internaron por los caminos de montaña tuvieron que usar ropas de abrigo. A seis parasangas de Ecbatana encontraron las primeras extensiones de nieve, que los nativos de los pantanos palpaban con fascinación.
Por suerte, la comitiva no estaba formada por las «hordas de mendigos» de los que los magos se complacían en burlarse. En efecto, entre los fieles había mercaderes prósperos que consideraban un deber vestir, calzar y alimentar a los ascetas. Uno de ellos era Malco, quien, a la hora en que las discusiones religiosas se animaban, siempre encontraba ocupación en otra parte, generalmente junto a las monturas, ya que se había atribuido la tarea de evitar a Mani todas las preocupaciones terrenales. Como tenía la experiencia de las caravanas, se reveló como el más eficaz de los organizadores. Se podía ver, incluso, amontonados sobre los lomos de las mulas, abrigos y mantas de lana guardados en reserva para mayores inclemencias. No iban a resultar superfluas, como lo marcaba un gigantesco león colocado a la entrada de Ecbatana, que llevaba en lo alto de su melena un copo blanco, minúsculo, pero humillante para la estatua más célebre del Imperio, esculpida precisamente a modo de talismán para proteger a la ciudad contra las nevadas.
A la llegada de Mani, las calles de Ecbatana estaban desiertas o lo parecían. El viento matinal se había calmado; el sol, en medio del cielo, apenas estaba velado y sus jóvenes rayos se esforzaban en entibiar la atmósfera. La comitiva atravesó una calle bordeada de tiendecillas todas cerradas. Sin embargo, no era la hora de la comida ni la de la siesta. ¿Qué otro momento escogería la población para trabajar, pasearse, hacer recados y compras?
—¿Dónde está la gente? —murmuró Denagh ingenuamente.
—Espiándonos detrás de las rejas de las ventanas. Aparentemente han recibido orden de permanecer en su casa.
Mani había respondido mientras daba una palmada a su montura; luego miró a Denagh con aire de regocijo, por lo que ella presintió que había motivo para inquietarse. Por otra parte, él prosiguió con un acento de radiante desafío:
—A las puertas de la ciudad nos han dejado pasar sin la menor pregunta. Ahora nos están observando sin cortarnos el paso. No sé aún cuál es el lugar que han elegido para esperarnos. Quizá frente a la ciudadela.
Denagh, como todos los de la comitiva, divisaba ya, por encima de las casas bajas, la sombría silueta de lo que había sido antaño el último baluarte de Darío. Cuando Alejandro invadió Persia, el rey de reyes había mandado construir en Ecbatana un castillo de mil habitaciones, tan vasto como una ciudad, una especie de monstruosa caja de caudales donde encerrar, tras ocho pesadas puertas de hierro, a sus mujeres y a sus hijos más jóvenes, así como su tesoro. El conjunto era ya una ruina, pero se había reconstruido un ala donde, de cuando en cuando, residía algún miembro de la familia reinante.
Por las calles cercanas a la ciudadela patrullaban los soldados en grupos de diez, a pie o a caballo, ajetreándose como si estuvieran en un campo de maniobras, sin una mirada para la caravana que se acercaba. Denagh preguntó a Mani si no sería prudente volver sobre sus pasos, pero éste no quiso escucharla. Aunque estuviera amenazado de secuestro y de muerte, pasaría la noche en la ciudad, ya que nadie podía ignorar que estaba provisto de la más alta autorización. Para subrayar mejor sus palabras, saltó a tierra y soltó la brida. Sus compañeros le imitaron, de suerte que ahora los soldados estaban entre ellos y a su alrededor; un hervidero de soldados agitándose en medio de ellos, pero sin tocar a nadie.
Mani se detuvo y levantó las manos, como lo hacía cuando deseaba que su comitiva se detuviera. Él había reanudado la marcha, solo, por la explanada que llevaba a la ciudadela, cuando de pronto, obedeciendo a alguna señal convenida, cinco escuadras de soldados de infantería se lanzaron hacia él rodeándolo por todas partes y formando con sus cuerpos una barrera inmóvil. Con un empeño irrisorio, algunos fieles, y sobre todo las mujeres, intentaron apartar a los soldados para liberar a Mani, pero éste les pidió que se alejaran. Sólo Denagh se obstinó en forzar la línea de los militares, quienes, de pronto, le abrieron paso ostensiblemente como si tuvieran instrucciones especiales relativas a la muchacha de la trenza, que corrió a reunirse con el Mensajero.
Bahram, subido en la más alta de las atalayas, observaba con delectación la escena junto a Kirdir; sin que se le hubiera molestado, sin que se le hubiera dirigido la menor palabra de amenaza, Mani se encontraba encerrado con su compañera en esa extraña prisión, cuyos muros pronto se hicieron más gruesos con una segunda fila de soldados. Pasaron la noche, y luego el día, y de nuevo la noche en el mismo lugar, sin fuego, agua ni comida, y también sin mantas, calentándose sólo con su mutua presencia reconfortante, mientras que los hombres de la guardia se relevaban por turno cada dos horas.
Hasta dos días después, cuando le informaron de que «el hereje» acababa de desmayarse en los brazos de Denagh, no ordenó el hijo mayor de Sapor que cesara el castigo. Y mientras los fieles se precipitaban a prestar auxilio a los secuestrados y se apresuraban a llevarse a Mani fuera de Ecbatana, temiendo que al recuperar el conocimiento decidiera prolongar su estancia, Bahram se fue a celebrar un banquete, haciendo resonar su risa por toda la ciudad. Si Mani se quejaba al rey de reyes, el príncipe siempre podría alegar que no había hecho más que asegurar al máximo la protección del visitante y que nadie le había levantado la mano.
Pero Sapor no lo entendió así. En cuanto se propagó la noticia, convocó a su hijo a Ctesifonte, y allí, ante una multitud de estupefactos cortesanos, le acusó de desobediencia, le tachó de libertino e incapaz y luego ordenó que le encerraran en un pabellón de caza.
Ese día, mientras los jinetes de la guardia imperial iban a buscar a Bahram, otro destacamento tomaba el camino de Kengavar, donde se encontraba Mani, a fin de llevarle con urgencia a la capital. Con urgencia y solo. Como Sapor no había tolerado jamás la más leve ofensa a la dignidad de su cargo, desde el momento en que su hijo había sido humillado en público, nadie se aventuraba a imaginar qué trato se infligiría a aquel que, según la opinión general, era el culpable de los desórdenes.
Antes de separarse de sus compañeros, el hijo de Babel les hizo recomendaciones para que prosiguieran la obra emprendida. Quiso decir una palabra a cada uno de sus allegados, pero el oficial le conminó a abreviar su despedida.