II

Antes que nada, Sapor ordenó que le dejaran solo con Mani; Mani, al que miraba fijamente desde lo alto de su asiento monumental, en medio de un silencio compartido.

Luego, habló.

—En otro tiempo, yo tenía un amigo —dijo el rey de reyes apartando la mirada de su pálido visitante vespertino—. Le había tomado cariño y le trataba con consideración, aunque, por su edad, habría podido ser mi hijo. Pero cuando llegó el día en que no seguí uno de sus consejos, me abandonó, huyó, dejó de interesarse por mi suerte como si jamás le hubiera amado ni protegido, como si este palacio estuviera ocupado por el usurpador bárbaro de un reino sin ley.

El monarca calló. El silencio ocupó el espacio. Luego pudo oírse débilmente la respuesta de Mani.

—A lo largo de estos años, he rezado constantemente para que el Cielo concediera larga vida al señor del Imperio.

Desde el fondo de la garganta de Sapor brotó una especie de risa áspera y llena de sarcasmo.

—¡Qué caiga sobre ti el oprobio, mensajero de paz! ¿Rezas para que viva aquel que manda en todas las espadas del Imperio, rezas para que mi vida se prolongue, cuando sabes que voy a proseguir la guerra y que por mi causa miles de hombres perecerán? ¿No es contrario a tu fe contribuir así con tus oraciones a la continuación de esta matanza?

El tono de Mani se hizo neutro y didáctico, como si se esforzara por responder a las preocupaciones sinceras de un discípulo escrupuloso.

—A un médico que cuida a un paciente, ya sea rey o camellero, no le interesa lo que haga ese hombre una vez repuesto. Lo mismo sucede con mis oraciones.

—¡Rezas, pues, por mi salud, pero no llegarías a rezar para que pueda rechazar al enemigo que amenaza hoy al Imperio!

—Mi deseo es que todos los invasores sean rechazados, que todos los lugares de este universo, las casas, los templos, los hombres, los árboles, así como todos los cuerpos celestes, sean preservados de toda brutalidad y de toda humillación, que los soberanos encuentren el camino del sosiego, tanto para ellos mismos como para aquellos cuya suerte depende de sus actos.

—¿Para qué sirven tus deseos cuando el enemigo está a las puertas?

—¿Para qué han servido las empresas guerreras si el enemigo está ahora a las puertas?

Sapor hizo una mueca de dolor y un estremecimiento recorrió su rostro demacrado por las fiebres. Sin embargo, su expresión se suavizó.

—Es verdad que de todos aquellos a quienes consulté, tú fuiste el único que predijo que los romanos no tardarían en recobrarse y que entonces lucharían encarnizadamente para vengarse de las humillaciones que habrían tenido que soportar. ¡Ahora puedes vanagloriarte de haber tenido razón!

—Haber tenido razón o haberse equivocado, ¿qué importancia tiene? Apenas recuerdo los consejos que pude dar. Los consejeros sólo hablan y el señor es el único que decide y manda.

—Acuérdate, médico de Babel, que durante mucho tiempo dudé, sopesé y contemporicé. Tu insistencia me hizo retractarme de las decisiones que ya había anunciado y hasta he vacilado tanto que mi autoridad ha estado a punto de verse comprometida. La corte se levantaba y se acostaba al son del descontento. Tuve que tomar una decisión, era mi deber soberano y mi prerrogativa. Tu deber era permanecer a mi lado.

El tono de su voz había ido subiendo con estas últimas palabras, antes de bajar de nuevo, como por hastío.

—Sí, Mani. No te escuché lo bastante antes de lanzarme a esos tiempos de guerra, pero a pesar de todo, tú deberías haberme acompañado en cada etapa de mi camino, ya que quizá en Armenia y ante Antioquía te habría escuchado y, seguramente, gracias a ti, habría frenado el celo demoledor de Kirdir y habría impedido a los magos que martirizaran a las poblaciones, provocando que se levantaran contra nosotros. En tu ausencia, mi hijo Ormuz y todos los cortesanos que solían escucharte estaban como huérfanos de ti y mudos. Yo también echaba de menos tu voz justa y franca. Maldito seas Mani, ¿es así como demuestras tu gratitud a aquel que te ha protegido siempre y que te sigue protegiendo a pesar de tu traición? Si cualquier otro de mis súbditos se hubiera comportado así, si cualquier otro hombre hubiera proferido las frases sediciosas que vas propagando por el Imperio, le habría hecho empalar. ¿Por qué tengo que ceder así cuando se trata de ti, médico de Babel?

Guardó silencio, como sorprendido por su propia interrogación, como si un extraño acabara de hacerle una pregunta que nunca se le había ocurrido y que le turbaba a la vez que le desafiaba.

—Quizá… —comenzó. Una vez más se interrumpió antes de proseguir con voz entrecortada—. Cuando estoy sentado en este trono, entre las miles de miradas que se cruzan con la mía o que la esquivan, siempre hay una en la que vuelvo a descubrirme mortal. Esa mirada es la tuya.

Los dos hombres se contemplaron. Ambos se veían avejentados, lívidos, y tan parecidos… Sapor hizo una seña a su amigo para que subiera los primeros peldaños del trono monumental y fuera a sentarse en el cojín tapizado que ocupaba, de ordinario, el encargado de la cortina cuando el soberano deseaba hablarle largamente al oído. Con un gesto que jamás había hecho anteriormente, el rey de reyes puso la mano en el hombro del Mensajero y le confió:

—Hay tantos hombres que intentan halagar mis peores inclinaciones… y las voces amigas se apagan.

Sus palabras permanecieron en suspenso. Tenía el busto inclinado, como postrado sobre su pedestal.

—He perdido Antioquía, donde había dejado mi única guarnición importante. De ahora en adelante los romanos van a recuperar una a una todas las ciudades que he conquistado; y esta misma tarde han venido a notificarme que la vanguardia romana ha cruzado el Éufrates y se encuentra ya al norte de Mesopotamia. ¡Dentro de veinte días Valeriano irrumpirá en este lugar, al pie de las murallas de Ctesifonte!

El hijo de Babel no creía que la situación estuviera hasta tal punto degradada. Apartó los ojos por temor a que Sapor adivinara en él cierta irreverente compasión.

—Es necesario que conduzca al ejército a Edesa lo más rápidamente posible. Hay que salvar a Mesopotamia y, si es posible, conservar Armenia. Si tú me acompañaras ahora, me ayudarías quizá a tomar las decisiones justas.

Mani hizo un gesto imperceptible como para separarse, pero el cuerpo de Sapor se apoyaba cada vez más sobre su nombro.

—Esta mañana —dijo el rey de reyes— he firmado un decreto confiando a mi hijo Ormuz el gobierno de Armenia, con el título de gran rey. Va a ordenar a los magos que abandonen el reino. Todas las creencias, antiguas o recientes, serán respetadas de nuevo. ¿No es eso lo que deseabas?

El tono de Mani se hizo apenas interrogativo.

—¿Se reconstruirán todos los lugares de culto? ¿Se colocarán de nuevo las divinidades en sus pedestales?

—Así se hará.

El rey de reyes hizo una nueva mueca de dolor y pareció vacilar, como si sólo pudiera sostenerse apoyándose en su visitante. A cada palabra, su voz sonaba más cansada.

—Se me venera de sol a sol como a un ser divino. Dime entonces, Mani, ¿es conforme a los decretos del Cielo que los seres divinos sufran de las fiebres cuartanas?

Mani dio un suspiro de impotencia.

—Esos médicos que se ocupan de mí —prosiguió Sapor—, se reúnen en torno a mi lecho hasta siete u ocho al mismo tiempo y esparcen humo de alcanfor y de incienso farfullando algunas fórmulas sagradas; luego, me sangran y me sangran hasta que me pongo lívido y comienzo a temblar. ¿Es así como se tratan las fiebres cuartanas?

Mani se indignó.

—¡Pero qué medicina es ésa! ¿En qué manual de brujería se enseñan semejantes prácticas?

—¿Cómo quieres que lo sepa yo? Kirdir me repite que esa medicina es la única conforme a la Ley y la única que puede curarme; pero cada vez me siento más débil. ¡Ay, Mani, médico de Babel! ¡Tú que posees los secretos de las plantas! Si quisieras quedarte a mi lado, si pudieras prodigarme tus cuidados, me libraría al instante de todos esos envenenadores.

—¿Puede el señor dudar un momento de mi respuesta?

Apenas hubo pronunciado Mani estas palabras, Sapor se incorporó, recuperando súbitamente su estatura imperial. Y también el acento.

—Sabía que podía contar con tu adhesión. Mañana, al alba, partiré hacia el norte al encuentro de los romanos, y tú serás el único médico de mi séquito.

Sólo en ese instante comprendió Mani adonde había querido arrastrarle el monarca. Pero era demasiado tarde para desdecirse y tuvo que poner buena cara.

—¿No ha estado siempre mi humilde medicina al servicio de la dinastía?

Sapor se había levantado ya y se dirigía hacia la puerta que llevaba a los aposentos de sus mujeres.

—¡Qué sumisas son tus palabras, Mani, y qué rebeldes son tus pensamientos!

* * *

Si bien durante la audiencia imperial Mani se había esforzado por olvidar su propia dolencia para mostrarse sólo preocupado por la de Sapor, a la salida su debilidad se agudizó hasta tal punto que hubo que sostenerle y llevarle casi hasta la litera, a él, que unos minutos antes sostenía al monarca. Y cuando llegó a casa de Malco, hubo que llevarle también hasta su habitación, donde durmió con un sueño febril y agitado, sin haber dicho una sola palabra de su entrevista.

Cuando al día siguiente el tirio fue a buscar noticias, la puerta de la habitación estaba entreabierta. La empujó lentamente con una mano, llamando tímidamente con la otra, mientras contemplaba una escena que no se borraría jamás de su memoria.

Denagh estaba arrodillada y sentada sobre los talones, dándole la espalda a Mani, quien, con una mano que denotaba la costumbre, rehacía su trenza deshecha. Malco se quedó sin voz. De ordinario —se dijo—, son las jóvenes las que hacen las trenzas de los guerreros. ¿Quién es este descendiente de guerrero parto que se aplica así en hacerle la trenza a una mujer? ¡Hacía más de treinta años que se conocían y Mani aún conseguía asombrarle! Cuando Denagh se percató de su presencia, enrojeció, y él dio un paso hacia atrás, pero Mani le llamó, obligándole casi a sentarse y a hacer sus preguntas, a las que él respondió mientras proseguía, como por desafío, su curiosa ocupación.

—Sapor ha terminado por conseguir de mí, astutamente, lo que yo siempre le había negado: seguir a su ejército en sus campañas. Y ya ves, me siento más avergonzado de eso que de estar haciendo esta trenza.

Malco no pudo evitar contar esa escena a los fieles, quienes, desde aquel momento, sintieron hacia Denagh y su cabellera un respeto que, en algunos, rayaba en la veneración. Y fue a fuerza de contemplar la trenza día tras día cómo descubrieron que tema su propio lenguaje: cuando la compañera de Mani estaba tranquila y serena, se colocaba la trenza, como por instinto, hacia adelante, en el lado derecho; cuando sentía alegría, pero una alegría teñida de espera, de impaciencia, se la echaba sobre el hombro izquierdo; finalmente, cuando estaba inquieta, angustiada, cuando se sentía desgraciada, su trenza permanecía hacia atrás.

Durante el periodo que se avecinaba, la trenza de Denagh no permanecería durante mucho tiempo en el mismo lugar.