III

En Charax, almacén de Mesopotamia, los viajes se preparaban en los tugurios situados a lo largo del estuario. Fletadores, marineros, cambistas, traficantes honorables, rufianes, echadoras de suertes… Toda una fauna entre la que resonaban risas estrepitosas y dichos atrevidos y de la que Mani y Pattig permanecieron apartados e incluso prudentemente lejos, en una calle umbría y de mucho tránsito. Malco tenía que hacer solo las maniobras de aproximación; Malco, cuya mirada buscaba ya a un compatriota. Estaba seguro de encontrar alguno o varios, ya que los tirios recorrían desde siglos atrás la ruta del clavo y del cardamomo.

De hecho, en un pequeño grupo, uno de los menos ruidosos, divisó un rostro, un corte de barba, un gorro, un anillo. Se acercó y consiguió que le ofrecieran un asiento y cerveza de cebada. Se hablaba de dracmas y de dinares, de talentos y de áureos, y luego de marejadas, arrecifes y piratas. Malco evocó Ctesifonte, jactándose de sus talleres, de su buena reputación, de sus proezas comerciales y de su clientela, seduciendo a su interlocutor con el señuelo de lucrativos negocios en común. Una hora más tarde, los dos tirios se ponían de acuerdo con un apretón de manos.

—¿Cuándo partiremos?

—La mercancía está a bordo, así como el agua dulce; sólo esperamos los augurios. La pasada noche, nuestro carpintero vio en sueños un rebaño de cabras, negras como un violento temporal, y los marineros no quisieron embarcarse. Mañana por la mañana ofreceré un toro en sacrificio en el templo del malecón. Si es aceptado, zarparemos por la tarde, antes de que los dioses cambien de opinión.

Se levantaron riéndose con crispación. Un viaje por mar no se emprende jamás sin angustia. Luego, Malco fue a encontrarse con sus amigos para anunciarles que todo estaba arreglado.

Mani y Pattig estaban en medio de un corro de oyentes, del mismo modo que en cada una de las localidades que habían visitado. ¿Los interrumpiría para gritarles su éxito? Pero ¿para qué? Sabía por adelantado su reacción; le mirarían con ojos de cordero degollado, como si estuviera convenido desde siempre que al entrar en aquella taberna encontraría a un armador tirio que partía, precisamente, hacia la India, y que, precisamente, había retrasado un día su viaje y aceptaría gustoso llevarlos a bordo a los tres. No, Malco no diría nada, prefería dejar que los dos partos se dedicaran a sus celestes misiones, mientras que él se ocupaba de una tarea menos elevada: los víveres, ya que si bien su compatriota había insistido cortésmente en llevarlos gratis, era evidente que, al igual que todos los pasajeros, ellos deberían sufragar su comida.

¿Puede uno imaginarse la montaña de provisiones que había que reunir para avituallar a tres hombres durante toda la travesía? Malco se dirigió a grandes zancadas hacia el bazar del puerto, y mientras andaba, no cesaba de rezongar; sin darse cuenta, las palabras le subían de las entrañas, como esas burbujas de los peces en la superficie del agua. Al partir de Ctesifonte, había previsto llevarse uno o dos criados, como lo habría hecho cualquier hombre sensato, pero Mani no había querido ni oír hablar de ello.

—¿Quién se ocupará de levantar nuestras tiendas y de cocinar para nosotros?

—No tendremos tiendas ni cocina. En cada etapa, unos seres generosos nos ofrecerán alojamiento y subsistencia.

—¿Iremos solos por los caminos como si fuéramos mendigos?

Mani se echó a reír.

—¿Quién merece más que un mendigo guiar al mundo?

Esta reflexión resultaba irritante para un hombre de negocios.

—Hay días, Mani, en que no comprendo nada de lo que dices. Me pregunto si sólo hablas así guiado por el deseo de confundirme.

Pero el hijo de Babel había adoptado su expresión más seria para explicar:

—Aquellos que han elegido conducir a los demás deben renunciar a todo poder, a toda riqueza, sólo deben poseer la ropa que llevan, nada más, ni siquiera la comida del día siguiente. Así es como se podrá distinguir a los sabios de los falsos devotos vendedores de creencias.

—Pero ¿cómo sobrevivirán esos sabios?

—El pueblo los alimentará cada día.

—¿No podría cansarse el pueblo un día de alimentarlos?

—Cuando en toda la superficie de la Tierra no se encuentre ya a un solo ser que quiera alimentar a un sabio, el mundo no merecerá a los sabios y les habrá llegado la hora de partir.

—¿Se dejarán morir?

—Cuando el mundo haya abandonado a los sabios, los sabios lo abandonarán. Entonces el mundo se quedará solo y sufrirá por su soledad.

Malco daba vueltas al gorro entre sus manos.

—En pocas palabras, emprenderemos el viaje sin comida y sin oro.

—Sí, sin nada de todo eso. Partiremos como sabios.

El tirio habría dicho «como locos», pero cuando la incomprensión es tan grande, ¿cómo tender un puente?, ¿por dónde empezar a argumentar?

Habían partido, pues, Mani, su padre y su amigo sin otro equipo que sus monturas. Sin embargo, Malco no había podido por menos de llevarse una bolsa escondida entre sus ropas, aunque no había tenido nunca la ocasión, a lo largo del recorrido, de aflojar su cordón. En cuanto cruzaban la puerta de una ciudad, ya fuera Holvan, Kengavar o Artaxata, o la más modesta aldea, la gente se agrupaba a su alrededor, primero por curiosidad hacia el forastero; luego, en cuanto Mani comenzaba a predicar, se congregaba una multitud para escucharle. Cuando el hijo de Babel ignoraba el habla del lugar, un hombre de entre los asistentes se proponía como intérprete, y al final del día, ese mismo hombre o cualquier otro suplicaba a los viajeros que le hicieran el honor de pasar la noche en su casa.

A la hora de comer, los notables se disputaban sentar a su mesa a los visitantes y, a lo largo de los días, mientras Mani hablaba, las mujeres llegaban con frutas y bebidas frescas para él, sus compañeros y sus oyentes.

Antes de partir el pan, Mani tenía la costumbre de rezar esta corta oración: «Señor, para preparar esta comida, ha sido necesario ofender a la tierra, a las plantas y a otras criaturas. Pero aquellos que lo han hecho no tenían otra intención que alimentar la Luz que está en el hombre y dejar vivir Tu palabra».

Luego, distribuía los alimentos a su alrededor como si fuera el señor de la casa, contentándose él con un poco de pan y algunas frutas. Le gustaba particularmente la sandía, y si alguien le preguntaba la razón, explicaba que en ningún otro alimento se concentraba tanta Luz: «Observad la sandía, vuestros ojos gozan con su color, vuestra nariz, con su discreto perfume, vuestra mano acaricia su piel firme y lisa; no necesitáis beber al mismo tiempo, ya que el agua está en ella; no tenéis que abrirla en un plato, puesto que madura y se ofrece en su propio recipiente. Comenzad por los extremos e iros acercando al corazón, y cada bocado os acercará a los Jardines de Luz».

Apreciaba igualmente el pan caliente, los pepinos y los dátiles, sobre todo los más límpidos, aquellos a través de los cuales se ve la luz. Por el contrario, apartaba con un gesto apenas cortés todos los platos de carne. En cuanto al vino y a las bebidas fermentadas, no los probaba; solamente simulaba mojarse los labios al principio de las comidas para que los comensales se sintieran libres de beberlos; pero no toleraba la embriaguez y bastaba que un hombre entre los asistentes mostrara alguna señal de ella para que Mani se levantara y se alejara, sin consideración para sus anfitriones.

A menudo, en el momento de ponerse de nuevo en camino, Mani había conquistado ya a algunas personas que no querían separarse de él. Pero él les decía: «No me sigáis aún, no ha llegado la hora. Esperadme, sed mi esperanza en esta ciudad, propalad a vuestro alrededor lo que habéis oído de mi boca y decid a todos que volveré».

A veces también, los notables del lugar iban a ofrecerle regalos, ropas nuevas y monedas de oro. Éstas brillaban en los ojos de Malco, pero Mani, levantando las cejas, le advertía que no las tocara. Luego, se dirigía a sus bienhechores: «Acepto vuestro presente con gratitud; guardadlo en vuestra casa, bien a la vista, os recordará cada día mi paso y os anunciará mi regreso».

De este modo, habían llegado a Charax alimentados y atendidos cada día, no más ricos que a la ida, pero tampoco más pobres, puesto que Malco no había tenido que echar mano de su bolsa ni una sola vez. Habría admitido de buen grado que su precaución había sido inútil si no hubiera sido por ese proyecto de viaje por mar para llegar a la India. Por los caminos se puede encontrar alojamiento y pitanza en todas las etapas; en eso Mani había tenido razón y las dudas de Malco se habían revelado injustificadas. Pero en el mar, las cosas no podían presentarse de la misma manera; cada cual llegaba con sus provisiones, sobre todo en esa travesía hacia la India, donde el litoral estaba a menudo desierto y rara vez era hospitalario.

¿Para cuánto tiempo habría que prever el avituallamiento? Malco se lo había preguntado al armador tirio. Si se navega a lo largo de las costas en contra de los vientos, el viaje puede prolongarse durante meses. Si uno se deja llevar por el monzón, se puede llegar al valle del Indo en sólo tres semanas. Digamos treinta días para tener en cuenta las inclemencias.

Treinta días de víveres imperecederos para tres personas, calculaba Malco, y, dirigiendo su mirada hacia la plazoleta más próxima, llamó a dos porteadores que estaban sentados al pie de una fuente. Tenían costumbre de servir a los viajeros y le condujeron directamente al bazar del puerto, a la tienda de su proveedor habitual que, seguramente, tema unos precios más ajustados, un nabateo natural de Petra, quien, con un guiño, confirmó a sus ganchos su acostumbrada comisión.

Después de preguntar acerca del trayecto, él mismo hizo la lista de los comestibles necesarios. Para la primera mitad del viaje, huevos duros, tortas de pan, queso y pescado seco o prensado; para después, cebada, espelta, lentejas, habas, judías y garbanzos; y por supuesto, dos tinajas de dátiles prensados, unas ristras de cebollas y de ajos, aceitunas, miel, albaricoques secos, aceite, sal y diversos condimentos; sin olvidar el vino —dijo—, hay que llevar algunos pellejos que el capitán, si quiere agradaros, guardará semienterrados en la arena mojada que lastra la bodega, y que habrá que beber en su compañía.

—En cuanto a utensilios y recipientes, supongo que habréis comprado ya lo necesario para el viaje.

—No —se lamentó Malco—, sólo teníamos un cántaro para beber.

—¿Y cómo cocinabais?

—No sería sencillo de explicar. Contábamos con la bondad del Cielo.

—Una forma como cualquier otra de viajar —comprobó el nabateo, acostumbrado a la mayor circunspección en materia de creencias—. ¡Tomad, a pesar de todo, una olla y algo de leña!

Cuando después de mucho regateo terminó de comprarlo todo, Malco tuvo que recurrir a un tercer porteador y luego a un cuarto; él mismo no se contentó con ir abriendo paso y, al reunirse con sus compañeros llevaba los brazos cargados de paquetes hasta la barbilla. Mani hablaba y hablaba y Pattig le escuchaba atentamente. El tirio hizo señas a los mozos de cuerda de que tuvieran paciencia y ellos depositaron su carga sin refunfuñar esperando un aumento de la propina.

Cuando por fin se terminó el discurso, Mani contempló sin entusiasmo la mercancía alineada.

—Te has esforzado para nada.

Malco prefirió callarse, no como lo habría hecho un discípulo ante su maestro, sino todo lo contrario, como un hermano mayor muy decidido a no contrariar más a su inmaduro hermano menor. Y además, sin ser más supersticioso que cualquier otro, sabía que dos amigos no deben nunca pelearse en el momento de hacerse a la mar.

¿Quién sería el marinero desengañado que dio un día a los tres escollos más asesinos del Gran Mar el nombre inimitable de «Mi Seguridad y sus Hijas»? La denominación había pasado de boca en boca en las truculentas leyendas de todos los que navegan desde Cantón a la Escalas de Abisinia. Son tres picachos sombríos que atraviesan la superficie del mar como una horca infernal, a menudo oculta por la oscuridad y la bruma. Los juncos los rodeaban prudentemente y algunas barcas de menor calado se escurrían entre ellos, audacia suicida de la que el fondo próximo guarda como recuerdo tantos restos de naufragios.

Para los compañeros de Mani, la travesía era una sucesión de sustos. Apenas rebasado el estrecho que lleva el divino nombre de Ormuz, un alarido interrumpió con sobresalto la siesta de los viajeros:

—¡Ballenas! ¡Ballenas!

Era un marinero natural de Susa quien había dado la alerta, con la mano extendida hacia alta mar. El armador corrió junto a él y luego el capitán, preocupado ante todo de evitar que cundiese el pánico entre los pasajeros y se precipitaran todos en tumulto hacia el mismo sitio, desequilibrando mucho más el barco que las dos ballenas que venían directamente hacia ellos.

—¡Que todos permanezcan en su sitio, al primero que se levante le tiro por la borda!

Sin creer realmente en la amenaza, los viajeros se quedaron inmóviles. Después de asegurarse de que había sido obedecido, el capitán añadió:

—No perdáis la calma, el casco es seguro. ¡En todos los viajes nos atacan las ballenas y seguimos a flote!

Como para desafiarle, los animales rozaron la embarcación, que cabeceó.

—¡Que traigan los batintines! —gritó el capitán.

¿Los batintines? De todos los pasajeros, nadie se sentía tan desamparado como Pattig. Siempre había sabido que esos instrumentos se utilizaban en las iglesias a modo de campanillas, por lo que cayó de rodillas con las manos juntas, murmurando: «¡Recemos, recemos, sólo nos queda la oración!». Sin embargo, la docena de batintines que trajo el carpintero debían de servir para otro oficio muy diferente. Los distribuyó entre la tripulación y como quedaron dos, le dio uno a Malco, recomendándole que se indinara por la borda y que golpeara el mazo contra el casco haciendo el mayor ruido posible. El cocinero del capitán vino en su auxilio blandiendo una bandeja de cobre que golpeaba con un cucharón. Poco a poco, todos se pusieron a hacer lo mismo, convirtiendo cada superficie en un gong sobre el que golpeaban y tamborileaban, al mismo tiempo que ululaban, silbaban y daban alaridos con tanto regocijo como terror. El estrépito resultó eficaz. Al cabo de unos minutos, observaron un chorro de agua que brotaba, a una milla aproximadamente, a estribor. Las ballenas habían huido y ya no las volverían a ver.

Más inquietante fue la tromba que surgió al crepúsculo del tercer día. Al principio, no se vio más que una nube blanca, pero minuto a minuto, fue creciendo, hinchándose y haciéndose más densa, hasta que empezó a girar cada vez más deprisa, imitando el aspecto de un inmenso cuerno a punto de hundirse en el mar. Sin embargo, se produjo lo contrario, ya que, repentinamente, en aquel lugar preciso, el mar se puso a borbotar como una olla sobre el fuego, y, ¡oh, prodigio!, la superficie del agua se levantó, atraída, aspirada por el remolino; ahora, se alzaba una columna de agua negra que subía y subía retumbando, y parecía que todo el mar iba a ser aspirado hacia el cielo.

Los pasajeros estaban petrificados. Verdad es que, a causa de la oscuridad, la tromba evocaba mucho más a un monstruo del apocalipsis, una especie de gigantesco dragón suspendido entre el cielo y el mar, que a un trivial fenómeno acuático. El propio armador estaba asustado y fue a sacar de su maleta un collar hecho con monedas de oro ensartadas que se puso alrededor del cuello. Un joven marinero desenvainó un puntiagudo puñal y lo apuntó hacia su garganta, como si sólo esperara una señal para darse muerte. Y Pattig, prosternado de nuevo, comenzó a rezar otra vez.

Aquella noche, nadie durmió. Todo el mundo aguzaba el oído y escrutaba el horizonte sin descanso para comprobar si el peligro se acercaba. Dos hombres, sólo dos hombres no se sentían dominados por el miedo. Primero el capitán, un viejo marino de Charax. Si para alejar a las ballenas había tocado zafarrancho, cuando apareció la tromba se contentó con arriar velas. ¿Qué más podía hacer? Sabía que la tromba se desplomaría, cerca o lejos, quizá en golpes de mar que harían zozobrar al barco o quizá en finas gotitas, salpicaduras inofensivas. A la espera del desenlace, deambulaba con paso apaciguador entre su inquieta grey. Todos le agarraban, le suplicaban, le apostrofaban y él se contentaba con prodigarles palabras de calma y a veces alguna mirada de altiva compasión.

En un momento dado, sus pasos le condujeron hacia Mani, y ya se disponía a soltarle la palabra precisa para reconfortarle, cuando fue el hijo de Babel quien le interpeló:

—¿Serás tú el único hombre en esta cubierta que comparte mi serenidad?

En los ojos del capitán apareció una especie de vacilación. Esa inversión de papeles convertía de pronto en superfluas todas las fórmulas que tenía preparadas.

—¡Ésas son palabras valientes que te honran! ¿Quién eres tú, noble pasajero?

Le habían dicho ya el nombre de ese personaje, como el de cada uno de los otros veinte pasajeros, pero se suponía que esa pregunta devolvería la autoridad al hombre que mandaba.

Mani no se entretuvo en presentaciones.

—Tengo una misión que cumplir en la India y este barco me conduce a ella. Ninguna tromba, ningún escollo, ninguna ballena, ningún remolino interrumpirá mi viaje. Es así y el mar no puede impedirlo.

—¡Qué alegría oír en semejante noche a un hombre tan seguro de sí mismo! Se dice a menudo que el mar es asesino; yo jamás le he tenido miedo. El día en que me muera, lo haré en mi casa de Charax, fulminado por alguna maldita fiebre. Pero en el agua, permanezco de pie, escupo sobre los peligros, sé que no me puede pasar nada.

El hijo de Babel y el capitán, de pie y apoyados en la borda, continuaron hablando durante toda la noche, ya fueran relatos de gente de mar o prédicas de letrados, cada uno de ellos escuchaba los discursos del otro sin cansancio y ambos prodigaban las mismas palabras de ánimo a los pasajeros que iban hacia ellos, ya que, en cubierta, todos seguían nerviosos y atemorizados. Sin embargo, la primera claridad del día trajo el consuelo; la tromba se había desvanecido a lo lejos sin dejar rastro ni causar estragos. El silencio azul de los mares del sur se alzaba al fin sobre la reverberación de las olas, ahora arrepentidas.

Todo el mundo respiró y las lenguas se desataron; ya podían permitirse hacer preguntas que, la víspera, habrían parecido indecentes o de mal augurio. El armador tirio explicaba el motivo por el que llevaba al cuello el collar de oro.

—Cuando estoy en el mar y la muerte amenaza, me pregunto siempre con terror qué será de mi cuerpo si, por desgracia, me ahogo. Sin duda, será arrastrado hacia la playa donde alguien lo descubrirá y no sabrá qué hacer con él; si encuentra todas estas monedas de oro, se juzgará generosamente recompensado y, por gratitud, ofrecerá a mi cadáver la sepultura más conveniente.

Habló también el joven marinero aparentemente decidido a matarse. Decía que si tenía que sobrevenirle la muerte, prefería que su alma se separara al aire libre y partiera hacia los cielos, antes que se la tragaran las olas y permaneciera prisionera de los genios maléficos que reinan en las profundidades.

Desde aquel momento, Mani tuvo derecho a todas las atenciones. Más venerado aún que en todas las ciudades que había atravesado, constantemente rodeado, seguido y escuchado, estaba invitado a compartir todas las comidas y todas las veladas del capitán, y sus dos compañeros gozaban del mismo privilegio. Las provisiones acumuladas por Malco permanecerían casi intactas hasta el final del viaje.

El capitán sólo revelaba a veces su itinerario a Mani, a sus compañeros y al armador. Por eso, cuando Malco se dio cuenta de que el navío, en lugar de ir recto hacia el sol naciente se desviaba hacia el mediodía, el capitán consintió en informarle:

—Los que no conocen el mar, sólo ven una inmensa extensión de agua. Pero aquí, como en tierra firme, hay senderos, caminos tortuosos, callejones sin salida, y también amplias avenidas que trazan las corrientes y los vientos. Como ésta, que en esta estación, va desde la punta de Arabia hasta la India. Debemos ir hacia el sur para poder tomarla y nos internaremos por ella. Sólo entonces iremos rumbo a Oriente, a toda marcha, como por la ruta mejor balizada. Llegaremos a Deb sin haber atracado ni una sola vez, sin ni siquiera haber visto tierra, sólo a veces algunas islas sobre las que existen leyendas espantosas y en las que ningún marino se atreve a fondear.