V

Desde ese momento, la silueta de Mani formó parte del paisaje de la corte. Si alguna vez desaparecía para celebrar una reunión con sus fieles, Sapor le mandaba llamar, hasta tres veces en el mismo día, a fin de consultarle sobre todo lo que turbaba su espíritu de hombre y de soberano, ya se tratase de su salud, de los astros, del humor de su hermana y esposa Azur Anahít, de las perfidias cotidianas de los magos o de las relaciones entre el Imperio y las otras potencias, sometidas o adversarias.

A la cabeza de éstas estaba Roma, eterna rival de los partos y luego de los sasánidas. Su historia no estaba hecha de ímpetus dinásticos, pero los más grandes entre sus emperadores ambicionaban, como Sapor y antes que él su padre Artajerjes, reunir bajo sus águilas de bronce las dos vertientes del mundo.

Romanos y persas, dos olas enemigas a las que una obsesión común condenaba a rodar impetuosamente la una hacia la otra, a estrellarse la una contra la otra.

Los sasánidas, cuyas tierras se adentraban hasta muy lejos en las estepas de Asia, habían querido que una región ajena a su cultura y a sus cultos, esa Mesopotamia semita y ya parcialmente cristianizada; su sueño era desplegar sus estandartes sobre todas las tierras situadas entre el Tigris y el río Strimón, cerca del cual nació Alejandro, a fin de que un día Ctesifonte no fuera ya una frontera del Imperio, sino su centro.

En esa misma época, Roma estaba totalmente vuelta hacia el Oriente, el Oriente que ella idolatraba, divinizaba, y del que esperaba gloria y salvación. Por eso, elevaba al poder a los pretorianos que llegaban de Siria o de Arabia, sus escasos filósofos estaban formados en Egipto y aceptaba que se difundieran creencias tales como las de Adonis, de Hermes Trismegisto, de Mitra el indoiranio, del Sol Invencible de Emesa e incluso, la más improbable de todas, la de un activista judío que antaño se había rebelado contra Roma. Por añadidura, se acariciaba la idea de construir, no lejos del Ponto Euxino, en la unión de Europa y de Asia, en el emplazamiento de la antigua colonia griega de Bizancio, una segunda capital para el Imperio, una metrópoli con porvenir que algunos se atrevían ya a llamar —¡oh presunción sacrilega!— la nueva Roma.

De las dos potencias que se disputaban el mundo, ¿cuál prevalecería? La ola sasánida tenía sus oportunidades. Mientras la autoridad de la «divina dinastía» se afirmaba bajo la égida de los reyes fundadores, Roma se disolvía en la anarquía. Sólo durante los reinados de Artajerjes y Sapor se habían sucedido veinticuatro cesares, como si a modo de cetro se transmitieran un mango de puñal. Los ciudadanos llegaban a desconocer el nombre de su soberano del momento y las legiones no sabían a quién obedecer; en cuanto la Ciudad aclamaba a un nuevo emperador, otro militar, en las Galias, en Dacia o incluso en Italia, se había rebelado ya. Hacía tiempo que las aguas del Rubicón habían perdido su virginidad.

Si unos bárbaros tales como los hunos, los sármatas o los alanos amenazaban alguna provincia sasánida, el rey de reyes enviaba contra ellos a un caballero de alto linaje, un valiente spahdar, quien, una vez terminada su misión, se apresuraba a ir a prosternarse con orgullo a los pies de su soberano para recibir algunas palabras de elogio y una túnica de honor. Por el contrario, cuando esos mismos bárbaros o los persas asaltaban el limes del Imperio Romano, el emperador sentía que se resbalaba ya de su trono. No era difícil prever que cuando las legiones hubieran rechazado al enemigo, su comandante, aureolado por su reciente gloria, marcharía sobre Roma para apoderarse del poder. Y si no lo deseaba ni tenía la audacia para hacerlo, lo que constituía una excepción, sus centuriones le proclamaban imperator a pesar suyo. La única salida para todo sucesor sagaz de Augusto era ponerse en persona a la cabeza de sus tropas con la esperanza de recibir con sus propias manos los laureles del triunfo; pero apenas se hubiera alejado de la Ciudad, comenzarían las conspiraciones.

Y tampoco en el frente estaría fuera de peligro. Los historiadores aún se preguntan si el emperador Gordiano, tercero de este nombre, un adolescente que guerreaba al norte de Mesopotamia, fue herido de muerte por algún tirador mercenario a sueldo de los sasánidas o por orden de su prefecto del Pretorio, Marco Julio Filipo. En todo caso, fue a este último a quien los rumores de la Urbs imputaron el crimen, lo que hacía de él, según las costumbres constitucionales de la época, el más lógico heredero del difunto. En la lista de los emperadores romanos aparece con el nombre de Filipo el Árabe, ya que había nacido en el seno de una tribu nómada, en el lindero del desierto de Arabia. Una tribu que muy pronto se adhirió, según parece, a la fe del Nazareno. El obispo Eusebio de Cesarea, historiador de la Iglesia, afirma que Filipo fue, mucho antes que Constantino, el primer emperador cristiano que acudía en secreto a las catacumbas y se confesaba con el común de los penitentes; sólo la fragilidad de su posición a la cabeza del Imperio le habría impedido clamar en voz alta lo que se cuchicheaba tanto en los barrios bajos del otro lado del Tíber como en las avenidas del Capitolio.

Gobernó cinco años, del 244 al 249. Expresadas así según el tardío calendario cristiano, estas cifras son irrelevantes; hay que trasladarlas al romano para comprender su alcance. El año 244 corresponde al 996 de la fundación de Roma, y el 249 al año 1001. Por lo tanto, el milenario de la Ciudad se celebró, con un fasto inaudito, bajo el augusto patronazgo de Filipo el Árabe. Colosales festejos, juegos de circo, desfiles y actos triunfales, sacrificios e incesantes celebraciones en las plazas públicas en torno a un tema pregonado incansablemente, quizá para conjurar la evidencia: la inmortalidad del Imperio y de su ley.

Un breve instante de reinado para ese enigmático guerrero beduino, pero ¡qué instante!

Deseoso de saborearlo plenamente, queriendo presidir él mismo la organización del Milenario y preocupado igualmente por alejar a sus rivales y tener a raya a las turbulentas hordas godas, Filipo el Árabe necesitaba un largo respiro en el conflicto con los sasánidas, y así envió a Ctesifonte a su propio hijo, que por aquel entonces tendría unos veinte años.

Al recibir al emisario en la solemnidad imponente del salón del Trono, al oírle hablar en griego con prestancia, pero también con una especie de impaciencia juvenil, sobre su deseo de obtener una paz ilimitada, el rey de reyes pensó primero en Armenia, que desde la época de los partos era el campo de enfrentamiento perpetuo entre Roma y Ctesifonte, ya que sus príncipes se veían obligados a maniobrar de manera lamentable entre los dos gigantes depredadores. Era en Armenia donde se situaba el astil de la balanza que provocaría el desempate entre el gran Imperio de Oriente y el de Occidente. Fue ella, pues, lo que Sapor exigió como precio de la paz.

El hijo de Filipo concedió todo y más. Las legiones se retirarían de Armenia y la nobleza local sería invitada a aceptar, desde ese momento, la soberanía del rey de reyes, con la esperanza de que el «basileus», como lo llamaba, «en su inconmensurable magnanimidad», no guardaría rencor a nadie por sus lealtades pasadas. Sapor asintió con un gesto condescendiente. Luego, moviéndose con toda la lentitud que requería su dignidad, cruzó los brazos, apoyando las manos en los hombros, señal en él de intensa reflexión. Si este árabe romano —se dijo— ha renunciado en algunos segundos a pretensiones seculares, es que está dispuesto a pagar cara, muy cara, la paz que mendiga. Con el fin de sondearle más, el sasánida se arriesgó a formular una petición desmedida. Sin duda, el hijo del César se ofendería, pero eso le permitiría, a continuación, trazar los límites de un acuerdo.

No queriendo implicar, de entrada, a su divina persona, ya que entonces no sería conveniente transigir en el menor detalle contencioso, Sapor hizo señas a su chambelán de que se acercara y le dictó al oído la postura que le encargaba expresar.

Armenia —dijo en substancia— no ha sido nunca para nosotros objeto de litigio. Si las legiones se retiraban de allí, no sería generosidad por su parte, sino simple prudencia, puesto que nuestros valientes ejércitos se están preparando para restablecer por la espada nuestros derechos eternos sobre esa porción indisputable de nuestros dominios. No, si el César de Roma quiere realmente la paz, con corazón sincero y sin ánimo de engaño, debe elegir la vía que han seguido tantos otros reyes que han sabido obtener nuestra benevolencia.

El emisario esperó, con su padham en la mano, a que el chambelán formulara la voluntad de su señor.

—Roma deberá pagar todos los años al divino Sapor, rey de reyes, hermano del Sol y de la Luna, soberano de Oriente y de Occidente, cien mil monedas de oro.

¡Un tributo! ¡El emperador romano pagaría al sasánida un tributo anual! ¡Se convertiría en su vasallo, con el mismo título que el kan de los sacios, el gran chamán de los vertios o el marzpan de los gedrosios! El joven emisario enrojeció, se clavó las uñas en las palmas de las manos y apretó con rabia en su puño el pañuelo blanco, deseando tirárselo a la cara, como una bola arrugada, a aquel que acababa de insultarle. Los cortesanos contenían la respiración, esperando ver al romano despedirse y correr a informar a su padre de la afrenta que le había sido infligida. Pero el hijo de Filipo no se movió de su sitio, abrió el puño y sus mejillas se fueron descongestionando hasta el punto de perder todo el color. Supo recuperar la compostura y se esforzó, incluso, en simular una sonrisa. Y cuando, al cabo de unos interminables segundos de silencio, salieron de su boca algunas frases coherentes, no intentó rechazar el principio de un tributo, sino que se limitó a negociar la cantidad y las modalidades de pago.

Sapor no osaba dar crédito a sus oídos. Imputó todo este episodio incongruente a la inexperiencia del emisario. No cabía la menor duda de que éste sería sermoneado y luego desautorizado cuando regresara junto a su padre.

Y sin embargo, no sucedió así. Filipo pagaría. Todos los años y la suma convenida. Tomaría la precaución de que el oro lo llevara una caravana de hombres de su tribu, a fin de que el nombre de Roma y el uniforme de sus legionarios no estuvieran expuestos a la humillación. Después de guardar así las apariencias y en cuanto se celebró su entronización, hizo publicar un edicto en virtud del cual se otorgaba, además de los títulos de imperator y de augustus, el de persicus maximus, «gran vencedor de los persas».

Evidentemente, Sapor no supo una palabra de aquellas fanfarronadas y al día siguiente de la tregua estaba exultante. Si alguna vez había tenido dudas sobre su glorioso destino, éstas se habían disipado. Nada le impedía ya pensar que había sido designado desde siempre por la Providencia para gobernar a todas las criaturas. ¿Cómo se le podría censurar? ¿Qué más habría podido esperar que ser el soberano de su único rival? Cada año, en invierno, cuando llegaba la caravana que transportaba hasta Ctesifonte el oro de la sumisión romana, se observaban tres días de fiesta, en los templos se ofrecían sacrificios y se distribuían tinajas enteras de víveres entre los necesitados. En la capital y luego en las provincias y en los reinos asociados, los pregoneros anunciaron a bombo y platillo la noticia, a fin de que todos la oyeran, desde el más poderoso sátrapa hasta el más modesto jefe de pueblo.

Aquello aseguraba a Sapor la sumisión de todos. ¿Qué mortal osaría hacer frente al hombre al que el César de Roma pagaba tributo?