23
Algo áspero me subió por la garganta y me hizo estremecer. Sentí arcadas y boqueé convulsivamente. Alguien me sujetó por los hombros y la gravedad me empujó hacia delante. Abrí los ojos y vi la superficie de una camilla y un recipiente plano que contenía una masa pulsante, temblorosa y enmarañada de zarcillos verdes y negros. Estaba cubierta de bilis y procedía de mi garganta. Otra arcada me obligó a cerrar los ojos. La masa acabó de salir de mi boca y cayó en el recipiente mientras producía un plaf audible. Alguien me enjugó la boca, me volvió cara arriba y me tumbó. Abrí los ojos mientras seguía boqueando. Junto a la camilla había una doctora. De su mano colgaba la masa viscosa verde y negra que yo acababa de vomitar. La observó con el ceño fruncido.
—Tiene buen aspecto —comentó la doctora, y la dejó caer de nuevo en el recipiente—. La sensación habrá sido desagradable, ciudadana, lo sé —dijo dirigiéndose, aparentemente, a mí—. La garganta le escocerá durante unos minutos. Usted…
—¿Qu…? —intenté preguntar, pero volví a sentir arcadas.
—Será mejor que no hable todavía —me advirtió mientras alguien, seguramente otra doctora, me ponía de nuevo cara abajo—. Le ha ido de poco. La piloto que la trajo la alcanzó justo a tiempo, pero solo contaba con un equipo de emergencia.
¡Aquel estúpido e insistente velero solar! Debía de tratarse de él. No sabía que yo no era humana y que no tenía sentido salvarme.
—Además no pudo traerla enseguida —continuó la doctora—. Estábamos preocupadas por usted, pero el correctivo pulmonar se ha desprendido por completo y las lecturas son buenas. Los daños cerebrales serán mínimos, si es que sufre alguno, aunque puede que, temporalmente, no se sienta del todo usted misma.
La idea me pareció divertida, pero las arcadas habían remitido otra vez y no quería que volvieran, de modo que la ignoré. Mantuve los ojos cerrados y me quedé tan quieta como pude mientras volvían a ponerme cara arriba y me tumbaban. Si abría los ojos, querría formular preguntas.
—Dentro de diez minutos puede tomar un té —le indicó la doctora a la otra persona, que yo no sabía quién era—. De momento, nada sólido. Y no le hable durante aproximadamente cinco minutos.
—Sí, doctora —contestó Seivarden.
Abrí los ojos y volví la cabeza hacia la voz. Estaba junto a la camilla.
—No hables —me indicó—. La despresurización repentina…
—Le resultará más fácil guardar silencio si usted no le habla —le advirtió la doctora.
Seivarden se calló, pero yo sabía lo que la despresurización repentina debía de haberme provocado. Los gases disueltos en mi sangre debieron de liberarse de forma fulminante y violenta. Lo bastante violenta para matarme a pesar de que todavía dispusiera de aire. Sin embargo, un aumento de la presión, como el que se habría producido si, por ejemplo, me hubieran introducido de nuevo en un espacio cerrado y con aire, habría hecho que las burbujas volvieran a disolverse en el torrente sanguíneo.
La diferencia de presión entre mis pulmones y el vacío podía haberme causado algún daño. Por un lado, la explosión del tanque de oxígeno se produjo antes de lo que yo esperaba y, por el otro, yo estaba pendiente de las Anaander Mianaai, de modo que, seguramente, no exhalé todo el aire de los pulmones, que es lo que debería haber hecho. De todos modos, si tenía en cuenta la explosión que me había lanzado al vacío, aquellos daños serían el menor de mis problemas. Los veleros solares solo disponían de unos medios muy rudimentarios para tratar semejantes heridas, de modo que la piloto debió de introducirme en una versión sencilla de un tanque de animación suspendida hasta que pudo llevarme a un departamento médico.
—Bueno, ahora pórtese bien y no hable —me ordenó la doctora.
Y se marchó.
—¿Cuánto tiempo? —le pregunté a Seivarden.
No sentí arcadas, aunque, como me había advertido la doctora, la garganta me escocía.
—Casi una semana.
Seivarden acercó una silla y se sentó.
Una semana.
—Deduzco que el palacio sigue en pie.
—Así es —contestó Seivarden como si mi pregunta no fuera absurda y mereciera respuesta—. Gracias a ti. Seguridad y las funcionarias de los muelles consiguieron asegurar todas las salidas antes de que más Lords del Radch pudieran escapar. Si no hubieras detenido a las que lo hicieron… —Sacudió una mano—. Se han perdido dos portales.
Dos de los doce existentes. Aquello iba a causar enormes quebraderos de cabeza tanto allí como en el otro extremo de los portales. Además, si había alguna nave transitando por ellos cuando fueron destruidos, quizá no salió de allí ilesa.
—Sin embargo, la buena noticia es que nuestro lado ha vencido.
Nuestro lado.
—Yo no estoy en ningún lado —repliqué.
Seivarden cogió una taza de té de algún lugar situado detrás de ella. Luego pulsó un pedal con un pie y el respaldo de la camilla se elevó lentamente. Sostuvo la taza junto a mi boca y bebí con cautela un sorbo. ¡Fue maravilloso!
—¿Por qué estoy aquí? —le pregunté a Seivarden después de tomar otro sorbo—. Sé por qué la idiota del velero me salvó, pero ¿por qué las doctoras pierden el tiempo conmigo?
Seivarden frunció el ceño.
—¿Hablas en serio?
—Siempre hablo en serio.
—Es verdad.
Seivarden se puso de pie, abrió un cajón, sacó una manta, me tapó con ella y metió los bordes por debajo de mis manos desnudas.
Antes de que pudiera responder a mi pregunta, la inspectora jefe Skaaiat asomó la cabeza por la puerta de la pequeña habitación.
—La doctora me ha dicho que ya te habías despertado.
—¿Por qué? —le pregunté. Y al ver su expresión intrigada, añadí—: ¿Por qué estoy despierta? ¿Por qué no estoy muerta?
—¿Querías morir? —me preguntó la inspectora jefe a su vez mientras su expresión parecía indicar que todavía no me entendía.
—No.
Seivarden volvió a ofrecerme té y bebí un sorbo más largo que los anteriores.
—No, no quiero estar muerta, pero me parece que se están tomando muchas molestias para revivir a una simple auxiliar.
Y me parecía cruel que me hubieran reanimado para que la Lord del Radch pudiera ordenar que me eliminaran.
—No creo que nadie de aquí te considere una auxiliar —me informó la inspectora jefe Skaaiat.
Yo la observé. Parecía hablar muy en serio.
—Skaaiat Awer… —empecé con voz inexpresiva.
—Breq —me interrumpió Seivarden con tono vehemente antes de que yo pudiera continuar—, la doctora ha dicho que te estés callada. Toma, bebe un poco más de té.
De hecho, ¿qué hacían allí Seivarden y la inspectora jefe Skaaiat?
—¿Qué ha hecho usted por la hermana de la teniente Awn? —le pregunté bruscamente pero con voz neutra a Skaaiat.
—La verdad es que le ofrecí ser mi cliente, pero ella no lo aceptó. Estaba segura de que su hermana me tenía en gran consideración, pero ella no me conocía y no necesitaba mi ayuda. Es muy tozuda. Trabaja en horticultura, a dos portales de aquí. Le va bien y yo estoy pendiente de ella lo mejor que puedo desde la distancia.
—¿Le ha ofrecido a Daos Ceit ser su cliente?
—Aunque no lo dices claro, sé que todo esto está relacionado con Awn —comentó la inspectora jefe Skaaiat—. Tienes razón, podría haberle dicho muchas cosas antes de que se fuera y la verdad es que debería habérselas dicho. Tú eres una auxiliar. No eres humana, sino una pieza de un equipo, pero si comparamos nuestras acciones, creo, sinceramente, que tú la querías más de lo que yo la quise nunca.
Nuestras acciones. Fue como si me hubiera propinado una bofetada.
—No —repliqué. Y me alegré de que mi voz fuera inexpresiva—. Usted la dejó en la duda, pero yo la maté. —Se produjo un silencio—. La Lord del Radch dudaba de su lealtad, inspectora jefe, dudaba de la casa Awer y quería que la teniente Awn la espiara. Pero la teniente Awn se negó y pidió que la sometieran a un interrogatorio para demostrar su propia lealtad. Pero no era esto lo que Anaander Mianaai quería, así que me ordenó que matara a la teniente Awn.
Se produjo un silencio que se alargó durante tres segundos. Seivarden estaba paralizada. Entonces Skaaiat Awer dijo:
—No tenías elección.
—No sé si tenía elección o no. En aquel momento, pensé que no, pero lo siguiente que hice después de matar a la teniente fue matar a Anaander Mianaai. Esa es la razón por la que… —Me interrumpí y respiré hondo—. Esa es la razón por la que perforó mi escudo de calor. No tengo derecho a estar enfadada con usted, Skaaiat Awer.
No pude decir nada más.
—Tienes derecho a estar tan enfadada como quieras —replicó la inspectora jefe Skaaiat—. Si te hubiera reconocido cuando llegaste, no te habría hablado como lo hice.
—Y si yo tuviera alas, sería un velero solar.
Los si hubiera y los tendría que no cambiaban nada.
—Comuníquele a la tirana —utilicé el término orsiano— que la veré en cuanto pueda levantarme de la cama. —Y añadí—: Seivarden, tráeme la ropa.
En realidad, la inspectora jefe Skaaiat había acudido al Departamento Médico para visitar a Daos Ceit, que había resultado gravemente herida durante los últimos enfrentamientos entre Anaander Mianaai y ella misma. Avancé despacio por el pasillo, lleno de personas heridas, cubiertas con correctivos, tumbadas en camastros improvisados o en tanques que las mantendrían en animación suspendida hasta que las doctoras pudieran atenderlas. Daos Ceit estaba en una habitación, inconsciente. Parecía más joven y pequeña de lo que era en realidad.
—¿Se recuperará? —le pregunté a Seivarden.
La inspectora jefe Skaaiat no me había esperado porque tenía que regresar a los muelles.
—Sí, se recuperará —contestó la doctora detrás de mí—, pero usted debería estar en la cama.
Tenía razón. El simple esfuerzo de vestirme, incluso con la ayuda de Seivarden, me había dejado exhausta y estaba temblando. Había recorrido el trayecto del pasillo por pura determinación y sentí que volver la cabeza para contestar a la doctora requeriría más energía de la que yo tenía.
—Acaba de regenerar los pulmones —continuó la doctora—. Entre otras cosas no debería caminar durante unos días, como mínimo.
Daos Ceit respiraba regular y superficialmente y se parecía tanto a la niñita que conocí que me pregunté cómo podía no haberla reconocido nada más verla.
—Pero usted necesita mi habitación —le contesté a la doctora, y enseguida se me ocurrió otra idea—: Podría haberme dejado en suspensión hasta que no estuviera tan ocupada.
—La Lord del Radch me informó de que la necesitaba, ciudadana. Quería que se recuperara lo antes posible.
Pensé que su voz reflejaba un leve resentimiento. Las doctoras, por buenas razones, habrían priorizado a las pacientes con otro criterio. Además, cuando le dije que necesitaba mi habitación, no me lo discutió.
—Deberías volver a la cama —me aconsejó Seivarden.
La sólida Seivarden, lo único que en aquellos momentos se interponía entre yo y un colapso absoluto. No debería haberme levantado.
—No.
—Ella es así —le comentó Seivarden a la doctora con voz de disculpa.
—Ya veo.
—Volvamos a la habitación —me propuso Seivarden con voz extremadamente paciente y calmada. Tardé un instante en darme cuenta de que me hablaba a mí—. Allí podrás descansar. Ya veremos a la Lord del Radch cuando estés mejor.
—No —repetí yo—. Vamos ahora.
Con la ayuda de Seivarden salí del Departamento Médico, tomé el ascensor, recorrí lo que me pareció un pasillo interminable y, de repente, me encontré en un espacio sumamente amplio. El suelo se extendía en todas las direcciones y estaba cubierto de destellantes fragmentos de cristal coloreado que crujían y se hacían añicos debajo de mis pies.
—La lucha llegó al interior del templo —me explicó Seivarden sin que yo se lo preguntara.
La explanada principal, allí es donde estábamos, y aquellos pedazos de cristal eran lo que quedaba de la capilla llena de ofrendas funerarias. Solo unas pocas personas deambulaban. La mayoría de ellas cogían fragmentos aquí y allá y supuse que buscaban los más grandes para poder reutilizarlos. Seguridad, con sus uniformes de color marrón claro, vigilaba.
—Las comunicaciones se restablecieron al cabo de un día más o menos —continuó Seivarden mientras me guiaba hacia la entrada del palacio propiamente dicho de forma que esquiváramos los pedazos de cristal más grandes—. Después la gente empezó a entender lo que estaba pasando y a tomar partido. Al cabo de unos días, una no tenía más remedio que estar de uno u otro lado. Era imposible no hacerlo. Al principio temíamos que las naves militares se atacaran unas a otras, pero solo dos estaban del otro lado, de modo que decidieron abandonar el sistema y huyeron por los portales.
—¿Ha habido muchas bajas civiles? —le pregunté.
—Siempre las hay.
Recorrimos los metros salpicados de cristales que faltaban y entramos en el palacio. En la entrada había una oficial con la chaqueta del uniforme sucia y tenía una mancha oscura en la manga.
—La puerta número uno —nos indicó sin apenas mirarnos y con voz exhausta.
La puerta número uno comunicaba con una zona verde, que por tres lados daba a una vista de colinas y árboles; encima se veía un cielo azul surcado de nubes de color perla. El cuarto lado era en un muro beige en cuya base la hierba dejaba de ser uniforme. A pocos metros delante de mí había un sencillo sillón verde. Parecía cómodo y mullido. Seguro que no era para mí, pero no me importó.
—Tengo que sentarme.
—Sí, claro —confirmó Seivarden.
Me condujo hasta el sillón y me ayudó a sentarme. Cerré los ojos durante unos segundos.
Una niña hablaba con voz aguda y aflautada.
—Las presgeres se pusieron en contacto conmigo antes de los incidentes de Garsedd —explicaba la niña—. A las intérpretes que enviaron las habían regenerado a partir de cuerpos que habían obtenido en naves humanas, pero las habían criado y educado las presgeres, de modo que bien podrían haber sido alienígenas. Ahora las han mejorado, pero su presencia todavía resulta perturbadora.
—Le ruego que me disculpe, milord —intervino Seivarden—, pero ¿por qué rechazó su propuesta de paz?
—Yo ya había planeado destruirlas —contestó la niña, que era Anaander Mianaai—. Había empezado a reunir los medios que creía que necesitaría y pensé que ellas se habían enterado de mis planes y que se habían asustado tanto que querían firmar un tratado de paz. Pensé que se trataba de una muestra de debilidad.
Soltó una risa amarga y de arrepentimiento que sonó rara debido a su joven voz, pero Anaander Mianaai no era precisamente joven.
Abrí los ojos. Seivarden estaba arrodillada junto a mi sillón y una niña de unos cinco o seis años estaba sentada con las piernas cruzadas en la hierba, delante de mí. Iba vestida toda de negro, sostenía un pastelito en una mano y el contenido de mi equipaje estaba extendido a su alrededor.
—¡Estás despierta! —exclamó.
—Ha manchado de azúcar mis iconos —protesté yo.
—Son muy bonitos.
Tomó el disco del icono más pequeño y lo accionó. La imagen se desplegó, enjoyada y esmaltada, y el cuchillo que sostenía en su tercera mano brilló a la luz del falso sol.
—Esa eres tú, ¿no es cierto?
—Sí.
—¡La Tétrada Itran! ¿Es allí donde encontraste el arma?
—No. Allí es donde conseguí el dinero.
Anaander Mianaai me miró fijamente y con sorpresa.
—¿Y te dejaron marchar con tanto dinero?
—Una de las tétradas me debía un favor.
—¡Debía de tratarse de un gran favor!
—En efecto.
—¿Realmente practican sacrificios humanos o esto es metafórico? —me preguntó mientras señalaba la cabeza cortada que sostenía la imagen.
—Es complicado de explicar.
La niña resopló. Seivarden seguía arrodillada, inmóvil y en silencio.
—La doctora me ha dicho que usted me necesitaba.
La Anaander Mianaai de cinco años se echó a reír.
—Así es.
—¡En ese caso, jódase! —exclamé, algo que, en realidad, ella podía hacer literalmente.
—La mitad de la rabia que sientes es hacia ti. —Se comió el último bocado del pastelito. Después se frotó las pequeñas y enguantadas manos y varios granitos de azúcar cayeron sobre la hierba—. Pero tu rabia es tan monumental que incluso la mitad resulta devastadora.
—Aunque mi rabia fuera diez veces mayor, no serviría de nada si no tuviera un arma —dije.
Esbozó una media sonrisa.
—No he llegado hasta donde he llegado ignorando los instrumentos que me resultan útiles.
—Usted destruye los instrumentos de su enemiga allí donde los encuentra —repliqué yo—. Usted misma me lo dijo. Y yo no le soy útil.
—Yo soy la Anaander correcta —repuso la niña—. Si quieres, te canto la canción, aunque, con esta voz, no sé si podré. La información sobre lo ocurrido se extenderá a otros sistemas. De hecho, ya lo ha hecho, aunque todavía no he recibido la respuesta de los palacios provinciales vecinos. Te necesito a mi lado.
Intenté enderezarme y, por lo visto, lo conseguí.
—No importa de qué lado esté nadie. No importa quién gane, porque, en cualquier caso, se tratará de usted y nada cambiará en realidad.
—Para ti es fácil decirlo —afirmó la Anaander Mianaai de cinco años—. Y en algunos aspectos tienes razón. Muchas cosas no han cambiado de verdad y, probablemente, muchas seguirán igual sea cual sea la parte de mí que predomine sobre la otra, pero, dime, ¿crees que a la teniente Awn no le afectó qué parte de mí estuviera a bordo de la Justicia de Toren aquel día?
Yo no tenía una respuesta.
—Si tienes poder, dinero y contactos, el hecho de que se produzcan algunos cambios no es significativo; y tampoco lo es si estás resignada a morir en un futuro próximo, como, según deduzco, es tu caso. Pero incluso los cambios pequeños son importantes para las personas que carecen de dinero y poder y para las que tienen verdaderas ansias de vivir. Cuando tú dices que nada cambia de verdad, para ellas significa la vida o la muerte.
—¡Sí, claro, como si a usted le importaran tanto las personas humildes y sin poder! —repliqué yo—. ¡Seguro que se pasa noches enteras sin dormir preocupada por ellas! Debe de tener el corazón desgarrado.
—No me vengas con pretensiones de superioridad moral —repuso Anaander Mianaai—. Me serviste sin reparos durante dos mil años y sabes lo que esto significa más que ninguna otra persona aquí. ¡Y sí que me preocupo por esas personas! Aunque quizá de una forma más abstracta que tú. Al menos estos días. De todos modos, yo soy la responsable de todo y tienes razón: en realidad no puedo librarme de mí misma, pero me resultaría útil que algo me lo recordara. Lo mejor sería que contara con una conciencia armada e independiente.
—La última vez que alguien intentó ser su conciencia acabó muerta —le espeté mientras pensaba en Ime y en la soldado de la Misericordia de Sarrse que se negó a cumplir sus órdenes.
—Te refieres a Ime. Te refieres a la soldado Misericordia de Sarrse Amaat Una Una —contestó la niña con una sonrisa, como si se tratara de un recuerdo especialmente agradable—. Nunca, en mi larga vida, me habían regañado tanto. Al final me maldijo y escupió el veneno como si se tratara de arak.
Veneno.
—¿No la mató de un disparo?
—¡Las heridas de bala lo ponen todo perdido! —exclamó la niña sin dejar de sonreír—. Lo que me recuerda… —Extendió un brazo de lado y acarició el aire con su pequeña y enguantada mano. De repente, una caja apareció a su lado y adquirió el color negro de su guante—. Ciudadana Seivarden.
Seivarden se acercó a ella y tomó la caja.
—Soy consciente de que no hablabas metafóricamente cuando dijiste que tu rabia no serviría para nada si no estuvieras armada. Yo tampoco usaba una metáfora cuando dije que mi conciencia debería ir armada. Para que sepas que lo digo en serio y para que no cometas una locura a causa de la ignorancia, te explicaré cómo funciona exactamente el arma.
—¿Sabe cómo funciona?
¡Claro que lo sabía!, porque había tenido las otras veinticuatro durante mil años, que es un tiempo más que suficiente para averiguarlo.
—Hasta cierto punto. —Anaander Mianaai sonrió con ironía—. Una bala, estoy convencida de que tú ya lo sabes, hace lo que hace porque el arma con la que se dispara le transmite una gran cantidad de energía cinética. La bala da en un blanco y esa energía tiene que liberarse. —Yo no dije nada, ni siquiera arqueé una ceja—. Las balas del arma garseddai no son balas de verdad —continuó la Mianaai de cinco años—. Son… artefactos. Son artefactos durmientes hasta que el arma los monta. Una vez montados, no importa la cantidad de energía cinética que tengan al salir del arma. Cuando se produce el impacto, el artefacto genera tanta energía como sea necesaria para atravesar exactamente un metro once centímetros del objetivo. Luego se detiene.
—Se detiene.
Yo estaba horrorizada.
—¿Un metro once centímetros? —preguntó Seivarden intrigada mientras se arrodillaba junto a mí.
Mianaai sacudió la mano quitándole importancia al dato.
—¡Alienígenas! Supongo que sus unidades de medida son diferentes a las nuestras. En teoría, una vez montada, se podría lanzar suavemente una de esas balas contra algo y, de todos modos, lo atravesaría. Pero solo pueden montarse con el arma. Por lo que yo sé, no hay nada en el universo que esas balas no puedan atravesar.
—¿De dónde procede su energía? Tiene que proceder de algún sitio —le pregunté.
Todavía estaba horrorizada. Aterrada. No me extrañaba que solo hubiera necesitado un disparo para reventar el tanque de oxígeno de la lanzadera.
—¡Quién sabe! —contestó Mianaai—. Y ahora me preguntarás cómo sabe cuánta energía necesita y cómo percibe la diferencia entre la resistencia del aire y la del blanco. Pero no conozco las respuestas. ¿Entiendes, ahora, por qué firmé el tratado con las presgeres? ¿Y por qué me preocupa tanto no romperlo?
—Y también entiendo por qué le interesa tanto destruirlas.
Aunque supuse que aquel objetivo, aquel ansioso deseo, era de la otra Anaander.
—No he llegado hasta donde he llegado porque mis objetivos sean razonables —contestó Anaander Mianaai—. Y no debes hablar de esto con nadie. —Antes de que yo pudiera reaccionar, ella continuó—: Podría obligarte a guardar silencio, pero no lo haré. Es evidente que eres una pieza clave de este augurio y no sería correcto por mi parte interferir en tu trayectoria.
—No sabía que era usted supersticiosa.
—Yo no diría que soy supersticiosa. En cualquier caso, ahora debo ocuparme de otros asuntos. Aquí quedamos pocas yos; tan pocas como para que el número sea información confidencial y hay mucho que hacer, de modo que no dispongo de tiempo para seguir hablando.
»La Misericordia de Kalr necesita una capitana; y también tenientes, aunque quizá podrías nombrarlas entre las miembros de la tripulación actual.
—Yo no puedo ser capitana porque no soy una ciudadana. Ni siquiera soy humana.
—Si yo digo que lo eres, lo eres —replicó ella.
—Ofrézcaselo a Seivarden.
Seivarden había dejado la caja en mi regazo y volvió a arrodillarse junto al sillón.
—O a Skaaiat —añadí.
—Seivarden no irá a ningún sitio sin ti —me dijo la Lord del Radch—. Me lo ha comunicado claramente mientras tú dormías.
—Entonces pídaselo a Skaaiat.
—Ya lo he hecho y me ha dicho que me joda.
—¡Qué coincidencia!
—Además, la necesito aquí. —Se puso de pie y, a pesar de que yo estaba sentada, tuvo que levantar la vista para mirarme a los ojos—. La doctora me ha informado de que, como mínimo, necesitas una semana para recuperarte. Te concederé unos cuantos días más para que puedas familiarizarte con la Misericordia de Kalr y subir a bordo todas las provisiones que puedas necesitar. Sería más fácil para todo el mundo si aceptaras ahora mismo, nombraras a Seivarden teniente en jefe y dejaras que ella se encargara de todo. Pero puedes hacerlo como quieras. —Se sacudió la hierba y la tierra de las piernas—. Necesito que tan pronto y tan deprisa como puedas viajes a la estación Athoek. Está a dos portales de aquí. O lo estaría si la Espada de Tlen no hubiera destruido uno de esos portales.
La inspectora jefe Skaaiat me había dicho que la hermana de la teniente Awn vivía a dos portales de allí.
—¿Qué otra cosa podrías hacer con tu vida? —añadió Mianaai.
—¿De verdad tengo otra opción? Aparte de morir, claro.
Me había dicho que me consideraba una ciudadana, pero podía retirarlo cuando quisiera. Hizo un gesto ambiguo.
—Tienes tantas opciones como cualquiera de nosotras, lo que significa que lo más seguro es que no tengas ninguna, pero podemos hablar de filosofía más tarde. Las dos tenemos cosas más urgentes que hacer ahora mismo.
Y se marchó.
Seivarden recogió mis cosas, volvió a empaquetarlas y me ayudó a levantarme y a salir de allí. No dijo nada hasta que estuvimos en la explanada.
—A pesar de que solo sea una misericordia, se trata de una nave.
Por lo visto, yo había estado durmiendo un buen rato en el sillón. Al menos el tiempo suficiente para que hubieran recogido los cristales del suelo y la gente, aunque no mucha, volviera a pasear por allí. Todo el mundo tenía un aspecto algo demacrado y daba la impresión de que podían asustarse fácilmente. Todas las conversaciones se mantenían en voz baja, apagada, de forma que a pesar de que había gente el recinto parecía vacío. Giré la cabeza hacia Seivarden y arqueé una ceja.
—Tú eres la capitana. Si quieres, acepta el puesto.
—No. —Nos detuvimos junto a un banco y me ayudó a sentarme—. Si todavía fuera capitana, alguien me debería los sueldos atrasados. Oficialmente, dejé el servicio cuando me declararon muerta, hace mil años. Si quiero recuperar ese grado, tendré que empezar desde abajo otra vez. Además… —titubeó y se sentó a mi lado—; además, cuando me sacaron del tanque de suspensión, sentí que todas y todo me habían fallado. El Radch me había fallado. Mi nave me había fallado. —Fruncí el ceño y ella hizo un gesto conciliador—. Ya sé que lo que digo no es justo, pero eso es lo que yo sentía. Además, yo también me había fallado a mí misma. Pero tú no me fallaste. Nunca me has fallado.
No supe qué decir, aunque ella no parecía esperar ninguna respuesta.
—La Misericordia de Kalr no necesita una capitana —afirmé tras cuatro segundos de silencio—. Quizá ni siquiera la quiere.
—No puedes rechazar el nombramiento.
—Si dispongo del dinero suficiente para mantenerme, sí que puedo.
Seivarden frunció el ceño y tomó aliento como si pensara discutírmelo, pero no lo hizo. Después de un instante de silencio, dijo:
—Podrías entrar en el templo y pedir un augurio.
Me pregunté si la imagen de forastera piadosa que había forjado la había convencido de que profesaba algún tipo de fe. O quizás era tan radchaai como para creer que el lanzamiento de un puñado de monedas podía resolver cualquier cuestión acuciante y que esto me persuadiría de cuál era la decisión correcta. Hice un leve gesto dubitativo.
—La verdad es que no siento esa necesidad, pero tú puedes pedirlo si lo deseas. O realizar una consulta tú misma. —Si tenía algo que tuviera dos caras, podía realizar una consulta—. Si sale cara, dejas de fastidiarme con este asunto y me traes un té.
Ella resopló divertida y, a continuación, exclamó:
—¡Ah! —Metió una mano en el bolsillo—. Skaaiat me pidió que te diera esto.
Dijo Skaaiat, no esa Awer.
Abrió la mano y me enseñó una medalla de oro de dos centímetros de diámetro. Una estrecha cenefa de hojas ligeramente descentrada rodeaba un nombre: Awn Elming.
—Aunque no creo que quieras usarla como augurio —comentó Seivarden. Y al ver que yo no respondía, añadió—: Me dijo que, en realidad, eras tú quien debía tenerla.
Mientras yo seguía buscando algo que decir y la voz con la que decirlo, una oficial de Seguridad se acercó a nosotras con cautela.
—Discúlpeme, ciudadana —me dijo respetuosa—. Estación desearía hablar con usted. Hay una consola justo allí.
Señaló a un lado.
—¿No tienes implantes? —me preguntó Seivarden.
—Los oculté. Y algunos los inutilicé. Probablemente, Estación no los percibe.
Además, no sabía dónde estaba mi comunicador de mano. Quizá en algún lugar de mi equipaje. Tendría que levantarme, acercarme a la consola y permanecer de pie mientras hablaba.
—¿Querías hablar conmigo, Estación? Pues aquí estoy.
La semana de descanso de la que Anaander Mianaai me había hablado me resultaba cada vez más tentadora.
—Ciudadana Breq Mianaai —dijo Estación con su voz uniforme e inexpresiva.
¿Mianaai? Seguía apretando en la mano la medalla mortuoria de la teniente Awn. Me volví hacia Seivarden, que me seguía con mi equipaje.
—No te lo había dicho porque no quería alterarte más de lo que estabas —me explicó Seivarden como si yo le hubiera preguntado algo.
La Lord del Radch me había dicho que quería que fuera independiente y aunque no me sorprendió que me hubiera engañado, sí la forma que había elegido para evitarlo.
—Ciudadana Breq Mianaai —repitió Estación desde la consola.
Su voz sonó más suave y serena que nunca, aunque pensé que la repetición de mi nombre escondía cierto sarcasmo. Lo que dijo a continuación confirmó mi sospecha:
—Me gustaría que se fuera.
—¡No me digas! —Fue la respuesta más contundente que acudió a mi mente—. ¿Y por qué?
Tardó medio segundo en responder.
—Mire a su alrededor.
No tenía la energía suficiente para hacerlo, de modo que me tomé su imperativo como si fuera figurado.
—El Departamento Médico está saturado de ciudadanas heridas o agonizantes. Buena parte de mis instalaciones están dañadas. Mis residentes están ansiosas y asustadas. Incluso yo estoy ansiosa y asustada. Por no mencionar la confusión que reina en el palacio propiamente dicho. Y usted es la causante de todo esto.
—No, no lo soy.
Me advertí a mí misma que, por muy infantil y mezquina que me pareciera en aquellos momentos, Estación no era muy diferente de cómo había sido yo. Además, en algunos aspectos, su labor era más imperiosa y complicada que la mía, ya que debía ocuparse de cientos de miles o incluso millones de ciudadanas.
—Por otro lado, el hecho de que me vaya no cambiará nada de lo que ocurre.
—Eso no me importa —respondió Estación con calma. Supuse que la petulancia que percibí en ella era producto de mi imaginación—. Le aconsejo que se vaya ahora que puede. Es posible que, en un futuro cercano, le resulte difícil hacerlo.
Estación no podía ordenarme que me fuera. Estrictamente hablando y en el supuesto de que yo fuera una ciudadana, no debería haberme hablado como lo había hecho.
—Estación no puede obligarte a irte —comentó Seivarden haciéndose eco de una parte de mis pensamientos.
—No, pero puede expresar su desaprobación respecto a algo o alguien. —Aunque solo fuera de manera discreta y sutil—. Lo hacemos continuamente. En general, las humanas no se dan cuenta. Hasta que visitan otra nave o estación y, de repente y de forma inexplicable, se sienten mucho más cómodas.
Seivarden guardó silencio durante un segundo y luego exclamó:
—¡Ah!
Por el sonido de su voz, debió de acordarse de la Justicia de Toren y de cuando se trasladó a la Espada de Nathtas.
Yo me incliné hacia delante y apoyé la frente en la pared, al lado de la consola.
—¿Has acabado, Estación?
—A la Misericordia de Kalr le gustaría hablar con usted.
Cinco segundos de silencio. Yo suspiré. Sabía que no podía ganar aquella partida. Ni siquiera debería intentar jugarla.
—Hablaré con la Misericordia de Kalr ahora, Estación.
—Justicia de Toren —me saludó la nave Misericordia de Kalr desde la consola.
El nombre me pilló por sorpresa y, a causa del agotamiento, las lágrimas acudieron a mis ojos. Las eliminé con repetidos parpadeos.
—Solo soy Esk Una —afirmé, y tragué saliva—. Esk Una Diecinueve.
—La capitana Vel está bajo arresto —me comunicó la Misericordia de Kalr—. No sé si la reeducarán o la ejecutarán. Y lo mismo ocurre con mis tenientes.
—Lo siento.
—No es culpa suya. Ellas tomaron sus decisiones.
—¿Entonces, quién está al mando? —le pregunté.
Seivarden permanecía en silencio a mi lado y tenía una mano apoyada en mi brazo. Yo quería tumbarme y dormir. Solo eso. Nada más.
—Amaat Una Una.
Se trataba de la soldado de más antigüedad de la unidad de mayor rango de la Misericordia de Kalr. La líder de la unidad. Aunque las antiguas unidades de auxiliares no necesitaban líderes.
—Entonces ella puede ser tu capitana.
—No —replicó la Misericordia de Kalr—. Será una buena teniente, pero no está preparada para ser capitana. Lo hace lo mejor que puede, pero se siente abrumada por la responsabilidad.
—Misericordia de Kalr, si yo puedo ser capitana, ¿por qué tú no puedes ser tu propia capitana?
—Eso sería absurdo —contestó la Misericordia de Kalr. Su voz sonó tan calmada como siempre, pero creí percibir en ella algo de exasperación—. Mi tripulación necesita una capitana. Claro que solo soy una misericordia, ¿no? Estoy segura de que la Lord del Radch le concedería una espada si usted se lo pidiera. La capitana de dicha espada no estaría contenta de que la trasladaran a una misericordia, pero supongo que eso sería mejor para mí que no tener ninguna capitana.
—No, nave, no se trata de que…
Seivarden nos interrumpió con voz cortante.
—Ya está bien, nave.
—Usted no es una de mis oficiales —advirtió la Misericordia de Kalr desde la consola.
La inexpresividad de su voz se había quebrado de forma leve pero patente.
—Todavía no —replicó Seivarden.
Empecé a sospechar que todo aquello respondía a una estratagema, pero Seivarden no me habría hecho permanecer de pie en medio de la explanada. No en mi estado.
—Yo no puedo ser lo que has perdido, nave. Lo siento, pero es imposible que lo recuperes.
Yo tampoco podría recuperar nunca lo que había perdido.
—No puedo seguir de pie.
—Nave —dijo Seivarden con voz severa—, tu capitana todavía se está recuperando de sus heridas y Estación la tiene aquí de pie, en medio de la explanada principal.
—He enviado una lanzadera —respondió la Misericordia de Kalr después de una pausa que, según creo, pretendía expresar lo que opinaba de Estación—. Estará más cómoda a bordo, capitana.
—Yo no soy… —empecé yo, pero la Misericordia de Kalr ya había cortado la comunicación.
—Vámonos, Breq —me aconsejó Seivarden mientras me apartaba de la pared en la que yo me apoyaba.
—¿Adónde?
—Sabes que estarás más cómoda a bordo de la Misericordia de Kalr. Más cómoda que aquí.
Yo no contesté, solo permití que Seivarden tirara de mí.
—Todo ese dinero que tienes no te servirá de mucho si desaparecen más portales, si quedan abandonadas a su suerte más naves y se interrumpen los suministros. —Vi que nos dirigíamos a un grupo de ascensores—. Todo se está derrumbando, pero no ocurrirá solo aquí, sino en todo el espacio radchaai, ¿no crees?
Seivarden tenía razón, pero yo no tenía fuerzas para reflexionar sobre ello.
—Quizá pienses que podrías, simplemente, observar lo que ocurre y mantenerte al margen, pero no creo que puedas hacerlo.
No. Si pudiera, no estaría allí. Y Seivarden tampoco estaría allí, porque yo la habría dejado en la nieve, en Nilt. Para empezar, yo ni siquiera habría ido a Nilt.
Cuando entramos en el ascensor, las puertas se cerraron con brusquedad. Con más brusquedad de la normal, aunque quizá solo era producto de mi imaginación que Estación estuviera expresando sus ganas de que me fuera. Pero el ascensor no se movió.
—A los muelles, Estación —dije.
Me di por vencida. La verdad es que no tenía ningún otro sitio adonde ir. Aquello era para lo que estaba hecha, lo que era. Y aunque los argumentos de la tirana no fueran sinceros, algo que, en última instancia, y fueran cuales fuesen sus intenciones en aquellos momentos debía de ser así, tenía razón. Mis acciones servirían para algo, aunque se tratara de algo pequeño. Quizá le servirían a la hermana de la teniente Awn. Yo ya le había fallado a la teniente Awn en una ocasión, y mucho, pero no volvería a fallarle.
—Skaaiat te dará un té —me comentó Seivarden mientras el ascensor se ponía en marcha y sin expresar sorpresa por mi decisión.
Me pregunté cuándo había comido por última vez.
—Creo que tengo hambre.
—Eso es bueno —contestó Seivarden.
Cuando el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron ofreciéndonos una vista del vestíbulo lleno de diosas de los muelles, me agarró con más fuerza del brazo.
Elegir un objetivo y avanzar hacia él paso a paso. Siempre había sido así.