13

Más al sur, la nieve y el hielo eran transitorios, aunque para quienes no eran de Nilt, el clima seguía siendo frío. Las nilteranas consideran que la región ecuatorial es una especie de paraíso donde incluso pueden cultivarse cereales y la temperatura supera, fácilmente, los ocho o nueve grados Celsius. La mayoría de las ciudades importantes de Nilt están situadas en la franja ecuatorial o en sus proximidades.

También es en esa franja donde se encuentran los puentes de cristal, las únicas construcciones arquitectónicas de Nilt de interés turístico. Son unas bandas de color negro y aproximadamente cinco metros de ancho que forman suaves curvas catenarias sobre barrancos casi tan anchos como profundos cuyas dimensiones se miden en kilómetros. No tienen cables, pilares ni cuchillos de armadura, solo el arco negro que, en sus extremos, se apoya en las paredes del precipicio. De la superficie inferior de los puentes cuelga un sistema fantástico de varillas y espirales de cristales de colores que, a veces, forman un ángulo y se proyectan lateralmente.

Según se dice, los puentes también están hechos de cristal, aunque es imposible que el cristal soporte la tensión estructural a la que se ven sometidos los puentes; incluso su propio peso sería demasiado, ya que están suspendidos sin ningún apoyo salvo en los extremos. Los puentes no tienen barandillas o asideros y debajo, kilómetros abajo, hay grupos de tubos de paredes gruesas y suaves que miden, exactamente, un metro y medio de ancho. Los tubos son del mismo material que los puentes.

Nadie sabe para qué sirven ni los puentes ni los tubos ni quién los construyó. Ya estaban allí cuando los primeros seres humanos colonizaron Nilt. Hay muchas teorías, cada una más improbable que la anterior. En la mayoría de ellas, desempeñan un papel preponderante unos seres interdimensionales. Esos seres crearon o configuraron a la humanidad para sus propios fines o, por oscuras razones, construyeron los puentes y los tubos a fin de transmitir a los seres humanos un mensaje que había que descifrar. Otras teorías defienden que se trataba de seres malvados cuyo objetivo consistía en la destrucción de toda forma de vida y, de algún modo, los puentes formaban parte de su plan.

Alguna sostiene que fueron los seres humanos quienes construyeron los puentes. Los artífices fueron una civilización antigua y sumamente avanzada que desapareció en tiempos inmemoriales. Su extinción se habría producido o bien de forma lenta y conmovedora o bien de forma espectacular como resultado de un error catastrófico; o quizá se trasladaron a un nivel de existencia más elevado. Las defensoras de estas teorías a menudo también alegan que Nilt es, en realidad, el planeta originario de los seres humanos. Casi en todos los lugares en los que he estado, la sabiduría popular afirma que la localización del planeta originario de la humanidad es desconocida, misteriosa. En realidad, no es desconocida, como descubrirá cualquiera que se tome la molestia de leer sobre el tema, pero sí que está muy muy pero que muy lejos de todas partes y no se trata de un lugar especialmente interesante; o, como mínimo, no tan atractivo como la idea de que los habitantes del propio planeta no formen parte de una civilización reciente, sino que hayan regresado para colonizar el planeta al que pertenecen desde el principio de los tiempos. Esta idea circula en todos los planetas habitados por seres humanos e, incluso, en aquellos que solo son remotamente habitables para los seres humanos.

El puente que hay a las afueras de Therrod no es una gran atracción turística. La mayoría de sus destellantes arabescos de cristal se han ido rompiendo a lo largo de sus miles de años de existencia y han dejado la estructura prácticamente lisa. Además, Therrod sigue estando demasiado al norte para que las extranjeras soporten sus bajas temperaturas. En general, las turistas de otros mundos se limitan a visitar los puentes del ecuador, que están mucho mejor conservados. Allí compran mantas confeccionadas con pelo de bovino que, según aseguran las vendedoras, están tejidas a mano con hebras hiladas manualmente y por maestras artesanas que las tejen en los extremos insoportablemente fríos del planeta, aunque lo más seguro es que estén confeccionadas con máquinas y en serie a pocos kilómetros de la tienda. Después, las turistas beben unos cuantos tragos de la fétida leche fermentada y regresan a sus casas, donde obsequian a sus amigas y conocidas con relatos de su aventura.

Todo eso lo aprendí, en cuestión de minutos, cuando me enteré de que tenía que ir a Nilt para lograr mi objetivo.

Therrod estaba emplazada en la orilla de un río ancho. Fragmentos de hielo blanco y verde cabeceaban y entrechocaban en la corriente, y las primeras barcas de la temporada ya estaban amarradas a los muelles. En el lado opuesto de la ciudad, el enorme barranco sobre el que estaba tendido el puente interrumpía, definitivamente, el desordenado crecimiento de la ciudad. En el extremo sur había un aparcamiento para vehículos y un extenso complejo de edificios pintados de azul y amarillo que, por su aspecto, debía de tratarse de un centro médico que parecía haber sido el más importante de la región. Estaba rodeado de bloques de casas de hospedaje, restaurantes e hileras de viviendas pintadas a rayas, rombos o con diseños en zigzag con brillantes colores rosas, naranjas, amarillos y rojos.

Habíamos volado durante medio día y yo podría haber seguido pilotando la nave durante toda la noche, pero me habría resultado incómodo. Además, pensé que no había necesidad de correr, de modo que aparqué la nave en el primer espacio libre que encontré, le indiqué secamente a Seivarden que bajara y yo también lo hice. Me colgué la bolsa al hombro, pagué la tarifa del aparcamiento, inutilicé la nave, como había hecho en casa de Strigan, y me dirigí a la ciudad sin mirar si Seivarden me seguía o no.

Había aterrizado cerca del centro médico. Algunas de las casas de hospedaje a su alrededor eran muy lujosas, pero muchas otras eran más pequeñas e incluso menos confortables que la que había alquilado en el pueblo donde encontré a Seivarden, aunque un poco más caras. Iban y venían sureñas cubiertas con abrigos de vistosos colores y hablaban en un idioma que yo desconocía. Otras se comunicaban con uno que sí conocía y, afortunadamente, era el mismo utilizado en los letreros.

Elegí un alojamiento más espacioso que los más baratos, que eran del tamaño de los tanques de animación suspendida. Luego llevé a Seivarden al primer restaurante de aspecto limpio y de precio moderado que encontré. Cuando entramos, enseguida se fijó en las estanterías repletas de botellas que había en la pared del fondo.

—Tienen arak.

—Será extremadamente caro —repliqué— y, probablemente, bastante malo. No lo fabrican aquí. Mejor tómate una cerveza.

Seivarden llevaba un rato mostrando signos de estrés y la profusión de brillantes colores del entorno le provocaba que hiciera muecas, así que me preparé para presenciar una explosión de mal genio, pero se limitó a hacer un gesto de conformidad. Después arrugó la nariz con desagrado.

—¿Con qué hacen la cerveza en este sitio?

—Con cereales. Los cultivan cerca del ecuador, donde no hace tanto frío como aquí.

Nos acomodamos en uno de los bancos que había a lo largo de las tres hileras de mesas y una camarera nos sirvió cerveza y unos cuencos con algo que, según ella, era la especialidad de la casa. «Un plato buenísimo, ya lo verán», dijo en una lengua escasamente aproximada al radchaai. La verdad es que el plato era bastante bueno. Llevaba hortalizas auténticas: una cantidad considerable de col finamente cortada y mezclada con otros ingredientes que no identifiqué. Los trocitos más pequeños debían de ser de carne, probablemente de vacuno. Seivarden cortó por la mitad uno de los más grandes con la cuchara y vimos que el interior era totalmente blanco.

—Seguramente se trata de queso —sugerí yo.

Ella hizo una mueca.

—¿Por qué esta gente no come comida de verdad? ¿No saben hacerlo mejor?

—El queso es comida de verdad, y la col también.

—Pero esta salsa…

—Sabe bien —afirmé, y tomé otro bocado.

—Todo, en este lugar, huele fatal —se quejó ella.

—Come y calla.

Miró con recelo su cuenco, llenó la cuchara y la olisqueó.

—No puede oler peor que la bebida de leche fermentada —alegué yo.

Sorprendentemente, ella medio sonrió.

—No.

Comí otro bocado mientras pensaba en los posibles desencadenantes de aquella forma nueva y mejor de comportarse de Seivarden. No estaba segura de qué significaba acerca de su estado de ánimo, sus intenciones o sobre quién o qué creía que era yo. Quizá Strigan tenía razón y Seivarden había decidido que, de momento, su mejor opción era no enemistarse con la persona que la estaba alimentando y que eso cambiaría cuando contara con otras alternativas.

Una voz aguda nos saludó desde otra mesa.

—¡Hola!

Me volví. La niña del tiktik me saludó con la mano desde donde estaba sentada con su madre. Me sorprendió verla en aquel restaurante, pero estábamos cerca del centro médico y yo sabía que era allí adonde habían llevado a su pariente herido. Además, habían llegado desde la misma dirección que nosotras, así que no era raro que hubieran aparcado en la misma zona. Sonreí y la saludé con la cabeza. Ella se levantó y se acercó a nosotras.

—¡Tu amigo se encuentra mejor! —exclamó entusiasmada—. Me alegro. ¿Qué estáis comiendo?

—No lo sé —reconocí yo—. La camarera nos ha dicho que es la especialidad de la casa.

—¡Uy, sí, está muy bueno! Lo comí ayer. ¿Cuándo habéis llegado? Hace tanto calor que parece que ya sea verano. No me imagino el calor que debe de hacer más al norte.

Evidentemente, el tiempo que había transcurrido desde el accidente que la llevó a la casa de Strigan le había permitido recuperar su energía. Seivarden la miraba desconcertada y con la cuchara en la mano.

—Llegamos hace una hora —le expliqué a la niña—. Pero solo nos quedaremos esta noche. Vamos camino del ascensor espacial.

—Nosotras nos quedaremos aquí hasta que mi tío tenga mejor las piernas: probablemente tardará una semana. —Frunció el ceño mientras contaba los días—. Quizás un poco más. Dormimos en el aerodeslizador, que es muy incómodo, pero mi madre dice que aquí el precio de los alojamientos es un auténtico robo. —Se sentó en el extremo del banco, a mi lado—. Yo no he estado nunca en el espacio; ¿cómo es?

—Es muy frío. Incluso a ti te parecería frío.

Le pareció divertido el comentario y soltó una breve carcajada.

—Además, no hay aire y apenas hay gravedad, así que lo único que puedes hacer es flotar —añadí.

Me miró con el ceño fruncido, fingiendo una reprimenda.

—Ya sabes a qué me refiero. —Lancé una mirada hacia su madre, que comía despreocupada e indiferente—. La verdad es que no es muy emocionante.

La niña puso una expresión de desinterés.

—¡Ah! A ti te gusta la música, ¿verdad? Esta noche canta alguien en un local de esta misma calle.

Utilizó la palabra que yo había utilizado por error en la casa de Strigan y no la que usó ella para corregirme.

—Nosotras no fuimos a escucharla ayer por la noche porque cobran entrada —me explicó—. Además, es mi prima. Bueno, no en primer grado. Es la tía de la hija de la prima de mi madre, lo cual no deja de ser un pariente cercano. La oí cantar en la última reunión familiar y es muy buena.

—Iré; seguro. ¿Dónde está el local?

Me dijo el nombre y añadió que tenía que acabar de cenar. La observé mientras regresaba junto a su madre, que solo nos miró brevemente y sacudió la cabeza. Yo le devolví el saludo.

El local que la niña me había indicado estaba a solo unas puertas del restaurante. Se trataba de un edificio ancho y de techo bajo. La pared posterior estaba formada por persianas que ahora estaban abiertas y daban a un patio interior. Allí, a una temperatura de un grado, había varias nilteranas sentadas y sin abrigo que bebían cerveza y escuchaban, en silencio, a una mujer que tocaba un instrumento de cuerda y en forma de arco que yo no había visto nunca.

Pedí, discretamente, cerveza para Seivarden y para mí y nos sentamos en el interior del local, donde no soplaba la brisa y, por tanto, la temperatura era algo más cálida. Además, contábamos con una pared para apoyar la espalda. Unas cuantas personas se volvieron hacia nosotras, nos miraron fijamente y volvieron a mirar hacia delante con una actitud más o menos educada.

Seivarden se inclinó tres centímetros hacia mí y susurró:

—¿Qué hacemos aquí?

—Escuchar música.

Ella arqueó una ceja.

—¿Esto es música?

Me volví para mirarla cara a cara. Ella se estremeció levemente.

—Lo siento, es solo que… Es tan… —dijo con un gesto de impotencia.

Las radchaais tienen instrumentos de cuerda. De hecho, cuentan con una amplia variedad de ellos gracias a las anexiones, pero tocarlos en público se considera un acto descarado, porque hay que tañerlos sin guantes o con unos tan finos que es como si no existieran. Además, las largas, lentas y desiguales frases musicales hacían que a oídos de una radchaai resultara difícil percibir el ritmo de la canción, y el sonido del instrumento era agudo y discordante. Seivarden no había sido educada para apreciar aquel tipo de música.

Una mujer que estaba sentada a una mesa cercana se volvió hacia nosotras y chistó para que nos calláramos. Yo me disculpé con un gesto y le lancé una mirada de advertencia a Seivarden. Durante un instante, la rabia se reflejó en su cara y pensé que tendría que sacarla de allí, pero ella respiró hondo, miró la cerveza, bebió un trago y luego miró hacia delante con determinación sin decir nada más.

La pieza terminó y la audiencia golpeó suavemente con los nudillos en las mesas. La intérprete se mostró, al mismo tiempo, impasible y agradecida e interpretó otra canción, mucho más rápida y en un tono mucho más fuerte, lo que le permitió a Seivarden susurrarme con tranquilidad:

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos?

—Un rato.

—Estoy cansada. Quiero volver a la habitación.

—¿Sabrás encontrarla?

Ella asintió. La mujer de la otra mesa nos miró con desaprobación.

—Vete —le susurré tan bajito como pude pero con la esperanza de que me oyera.

Seivarden se fue. Lo que le ocurriera no era asunto mío, me dije a mí misma. Tanto si encontraba el camino de vuelta a nuestro alojamiento como si vagaba sin rumbo por la ciudad o se sumergía en el río y se ahogaba, hiciera lo que hiciera, ya no era de mi incumbencia y no tenía por qué preocuparme. De todos modos, me congratulé por haber tenido la previsión de guardar la bolsa en la caja de seguridad del edificio, porque, aunque Strigan no me hubiera prevenido en su contra, no confiaba en dejar mis pertenencias o mi dinero al alcance de Seivarden. Así que me tomé la cerveza, que era bastante decente, y decidí disfrutar de una noche de música con la perspectiva de escuchar a una buena cantante y canciones nuevas para mí. Estaba más cerca de mi objetivo de lo que nunca había imaginado que llegaría a estar y decidí que, aunque solo fuera por una noche, podía relajarme.

La cantante era excelente, aunque no comprendí nada de lo que decían sus canciones. Volvió a actuar más tarde, después de un descanso, ya con el local abarrotado y ruidoso. De vez en cuando, el público guardaba silencio para beber cerveza y prestar atención a la música; en contraste, entre una y otra canción, el golpeteo en las mesas sonaba fuerte y bullicioso. Pedí la suficiente cerveza para justificar mi presencia allí, pero la mayor parte de ella no me la bebí. No soy humana, pero mi cuerpo lo es y demasiada cerveza habría entorpecido mis reacciones más de lo conveniente.

Me quedé hasta muy tarde y, después, me dirigí al alojamiento por una calle oscura. Aquí y allá me crucé con un par o tres de personas que conversaban entre ellas y que me ignoraron. En la diminuta habitación encontré a Seivarden, que estaba dormida e inmóvil. Respiraba con regularidad y su cara y sus extremidades estaban laxas. La quietud indefinible que percibí en ella me indicó que era la primera vez que la veía realmente dormida. Por un brevísimo instante me pregunté si había tomado kef, pero sabía que no tenía dinero, que no conocía a nadie en la ciudad y que no hablaba ninguno de los idiomas que había oído hablar en el planeta.

Me tumbé a su lado y me dormí.

Me desperté seis horas más tarde y me sorprendió ver que ella seguía dormida a mi lado. No tuve la impresión de que se hubiera despertado mientras yo dormía. Era mejor que descansara tanto como pudiera. Al fin y al cabo, yo no tenía prisa. Me levanté y salí.

A medida que me acercaba al centro médico, la calle estaba más llena de gente y con más bullicio. Le compré a una vendedora ambulante un cuenco de avena cocida con leche caliente y seguí hasta donde la calle rodeaba el hospital y se alejaba hacia el centro de la ciudad. Los autobuses se detenían, unas pasajeras se bajaban, otras subían y seguían su ruta.

Entre el río de gente, reconocí a la niña y a su madre. Ellas también me vieron. La niña abrió mucho los ojos y frunció levemente el ceño. La expresión de su madre no cambió, pero ambas se abrieron paso entre la muchedumbre hasta mí. Por lo visto, estaban buscándome.

—Breq —me saludó la niña con voz apagada, lo que no era propia en ella.

—¿Tu tío está bien? —le pregunté.

—Sí, mi tío está bien.

Era evidente que algo la inquietaba.

—Tu amigo… —empezó la madre, imperturbable como siempre, y se interrumpió.

—¿Sí?

—Nuestro aerodeslizador está aparcado cerca de tu aeronave —explicó la niña. Sin duda temía darme las malas noticias—. Lo vimos cuando volvíamos de cenar anoche.

—Cuéntame —le pedí yo.

No me gusta el suspense. Su madre, inusitadamente, frunció el ceño.

—Ahora no está.

Yo no dije nada mientras esperaba el resto de la historia.

Ella continuó:

—Debiste inutilizarlo porque cogió el dinero y la gente que le pagó se llevó la aeronave a remolque.

El personal del aparcamiento no debió de sospechar nada porque me habían visto con Seivarden.

—Ella no habla ningún idioma de aquí —observé yo.

—¡Hacían muchos gestos con las manos! —explicó la niña mientras movía las manos exageradamente—. Señalaban mucho y hablaban muy despacio.

Había subestimado terriblemente a Seivarden. Había sobrevivido yendo de un lugar a otro sin hablar más idiomas que el radchaai y seguramente sin dinero, y, aun así, cuando la encontré había conseguido comprar el kef suficiente para tomarse una dosis casi fatal. Probablemente, lo había hecho en más de una ocasión. Sabía arreglárselas sola, a pesar de que lo hacía realmente mal. Era capaz de conseguir lo que quería sin ayuda. Quería kef y lo había conseguido; a mi costa, pero eso a ella no le importaba.

—Pensamos que aquello no encajaba porque tú dijiste que solo ibais a quedaros una noche y que luego viajaríais al espacio, pero nadie nos habría escuchado porque no somos más que unas pastoras.

Además, no habría sido buena idea enfrentarse a una persona que compraba una nave que no tenía la documentación, sin ninguna prueba de propiedad, y encima una nave que, obviamente, había sido inutilizada a propósito para evitar que nadie, salvo la propietaria, se la llevara.

—No quiero pensar qué tipo de amigo es ese amigo tuyo —dijo la madre de la niña con velada desaprobación.

Seivarden no era amiga mía. Nunca lo había sido, ni en aquel momento ni en ningún otro.

—Gracias por contármelo.

Me dirigí al aparcamiento y, efectivamente, la aeronave no estaba. Cuando regresé a la habitación, Seivarden seguía durmiendo o, quizá, seguía estando inconsciente. Me pregunté cuánto kef había conseguido comprar con lo que había obtenido por la aeronave, pero solo me lo pregunté el tiempo que tardé en sacar la bolsa de la caja de seguridad y pagar la estancia de aquella noche. A partir de entonces, Seivarden tendría que valerse por sí misma, lo que, por lo visto, no suponía un problema para ella. Después, salí en busca de un transporte que me alejara de la ciudad.

Había una línea de autobuses, pero el primero había salido quince minutos antes de que yo llegara a la estación y el siguiente lo haría al cabo de tres horas. Salía un tren diario hacia el norte que tenía su ruta a lo largo del río, pero, como el autobús, ya había salido.

No quería esperar. Quería irme de allí. Y en particular no quería arriesgarme a encontrarme con Seivarden, ni siquiera verla de pasada. En general, en aquel lugar la temperatura era superior a la de congelación y yo era capaz de caminar largas distancias. La siguiente ciudad que mereciera considerarse como tal estaba, según los mapas que había consultado, a solo un día de camino. Eso sí, en lugar de tomar la carretera, que se desviaba para rodear el río y el amplio precipicio, cruzaba el puente de cristal que lo atravesaba y después caminaba campo a través.

El puente estaba a unos cuantos kilómetros de distancia de la ciudad. La caminata me sentaría bien, porque últimamente no había hecho mucho ejercicio. Además, el puente podía resultar interesante, de modo que me dirigí hacia allí. Cuando había recorrido poco más de medio kilómetro, más allá de las casas de hospedaje y los restaurantes que rodeaban el centro médico, y mientras atravesaba un vecindario residencial con edificios pequeños, tiendas de comestibles y de ropa y casas aisladas que estaban conectadas por pasarelas cubiertas, Seivarden apareció detrás de mí, a lo lejos.

—¡Breq! —gritó jadeando y casi sin aliento—. ¿Adónde vas?

Yo no le contesté y aceleré el paso.

—¡Breq, maldita sea!

Me detuve, pero no me volví hacia ella. Consideré la posibilidad de decirle algo, pero nada de lo que se me ocurría era remotamente comedido ni mejoraría la situación. Seivarden me alcanzó.

—¿Por qué no me has despertado? —me preguntó.

Se me ocurrieron varias respuestas, pero me abstuve de expresar ninguna de ellas en voz alta y reemprendí la marcha.

No volví la vista atrás. No me importaba si me seguía o no. De hecho, deseaba que no lo hiciera. Ya no me sentía responsable por ella, ya no temía que, sin mí, estuviera indefensa. Era capaz de arreglárselas sola.

—¡Breq, maldita sea! —volvió a gritar Seivarden.

Entonces soltó otra maldición y oí sus pasos detrás de mí y su respiración agitada a medida que me alcanzaba. No me detuve, sino que aceleré un poco el paso. Después de otros cinco kilómetros durante los cuales ella se quedaba rezagada y me alcanzaba alternativamente, echó a correr, jadeando, para alcanzarme, y dijo:

—¡Por las tetas de Aatr! Estás resentida, ¿no?

Yo seguí sin decir nada y esta vez tampoco me detuve.

Transcurrió otra hora. Ya habíamos dejado atrás la ciudad y apareció el puente: una superficie negra, plana y abombada que atravesaba el precipicio. Debajo de ella, colgaban, rectas o en espiral, múltiples varillas de cristal de colores rojo brillante, amarillo intenso o azul ultramarino. Algunas estaban rotas y su borde inferior era irregular. Las paredes del precipicio tenían estrías negras, gris verdosas y azules y, aquí y allá, estaban cubiertas de hielo. El fondo del precipicio quedaba oculto a la vista por una masa de nubes. Un letrero en cinco idiomas informaba de que el puente era un monumento protegido y que el acceso solo estaba permitido a quienes dispusieran de una licencia. Qué tipo de licencia y por qué se necesitaba era un misterio para mí, porque no reconocí todas las palabras del letrero. Una barrera impedía el paso, nada que yo no pudiera sortear con facilidad. Además, no había nadie salvo Seivarden y yo. El puente medía cinco metros de anchura, como todos los demás, y aunque el viento soplaba fuerte, no lo hacía lo bastante para suponer un peligro. Pasé por encima de la barrera y subí al puente.

Si hubiera padecido de vértigo, me habría mareado, pero, afortunadamente, este no era el caso. Lo que me causaba incomodidad era tener espacios abiertos detrás y debajo de mí que solo podía ver si apartaba la mirada de otros lugares. Mis botas crujieron al entrar en contacto con el cristal negro y toda la estructura se balanceó ligeramente y se estremeció con el viento. Un nuevo patrón de vibración me indicó que Seivarden me había seguido.

Lo que ocurrió a continuación fue, sobre todo, por mi culpa.

Estábamos a medio cruzar el puente cuando Seivarden dijo:

—Está bien, está bien, lo capto. Estás enfadada.

Yo me detuve, pero no me volví hacia ella.

—¿Cuánto conseguiste? —le pregunté finalmente, aunque era solo una de las muchas cosas que había pensado decirle.

—¿Qué?

Aunque estaba de espaldas a ella, percibí que se inclinaba y apoyaba las manos en las rodillas y oí su agitada respiración mientras se esforzaba para que yo la oyera a pesar del viento.

—¿Cuánto kef?

—Solo quería un poco —contestó sin responder realmente a mi pregunta—. El suficiente para no encontrarme mal. Lo necesito. Y a decir verdad tú no habías pagado por la aeronave.

Aunque era muy poco probable pensé que se acordaba de cómo había conseguido yo la aeronave, pero entonces continuó:

—En la bolsa tienes el dinero suficiente para comprar diez naves y, además, el dinero no es tuyo, sino de la Lord del Radch, ¿no es cierto? Y me haces correr así porque estás cabreada.

Me quedé quieta, con la mirada fija al frente y el abrigo pegado a mi cuerpo a causa del viento. Permanecí así mientras intentaba comprender qué indicaban sus palabras sobre quién o qué pensaba que era yo y por qué creía que me había tomado la molestia de ocuparme de ella.

—Sé lo que eres —afirmó mientras yo seguía callada—. Sin duda, desearías poder dejarme atrás, pero no puedes, ¿no es cierto? Has recibido órdenes de llevarme de vuelta.

—¿Y, según tú, qué soy? —le pregunté todavía de espaldas a ella y en voz alta para que me oyera por encima de los rugidos del viento.

—No eres nadie, eso es lo que eres —contestó ella con desdén. Se había enderezado y estaba justo detrás de mi hombro izquierdo—. Te presentaste a las aptitudes de la rama militar y, como les ocurre a millones como tú crees que eso hace que seas alguien. Ensayaste el acento noble, aprendiste a comportarte como una persona de alcurnia y te abriste camino en la División de las Misiones Especiales. Y ahora yo soy tu misión especial. Tienes que llevarme de vuelta a casa y de una pieza a pesar de que eso te repatea, ¿no es así? Tienes un problema conmigo y yo diría que tu problema consiste en que, por mucho que lo intentes, por mucho que adules a otras personas, nunca serás lo que yo soy por derecho de nacimiento, y la gente como tú odia ese hecho.

Me volví para mirarla. Estoy segura de que mi cara era inexpresiva, pero cuando mis ojos se encontraron con los suyos, Seivarden, sin perder por ello su actitud desdeñosa, se estremeció y dio tres instintivos pasos hacia atrás. Más allá del borde del puente.

Yo me acerqué y miré hacia abajo. Seivarden colgaba a seis metros por debajo de mí, agarrada con fuerza a un enrevesado bucle de cristal rojo. Tenía los ojos desorbitados y la boca abierta ligeramente. Me miró y exclamó:

—¡Ibas a pegarme!

Calculé con facilidad: toda mi ropa anudada solo alcanzaría una distancia de 5,7 metros. La varilla de cristal rojo estaba conectada a un lugar de debajo del puente que yo no podía ver y no había indicios de que Seivarden pudiera escalar a ningún lugar seguro. La varilla de cristal rojo no era tan fuerte como el puente y calculé que el peso de Seivarden haría que se rompiera en algún momento entre los siguientes tres y siete segundos. Aunque eso solo era una suposición. En todo caso, cualquier ayuda que pudiera pedir llegaría demasiado tarde. Las nubes seguían ocultando el final del precipicio y, por lo que pude ver, los tubos del fondo también eran muy profundos. Su diámetro parecía ser algo menor que la distancia que había entre mis manos con los brazos extendidos.

—¿Breq? —La voz de Seivarden sonó entrecortada y tensa—. ¿Se te ocurre algo?

Al menos, no me había exigido: «Tienes que hacer algo». Le pregunté:

—¿Confías en mí?

Ella abrió todavía más los ojos y su respiración se volvió un poco más entrecortada. No confiaba en mí; yo lo sabía. Si seguía conmigo era porque creía que yo había ido a buscarla cumpliendo una orden oficial y que, en consecuencia, su regreso era ineludible, y también creía que era lo bastante importante para que el Radch hubiera enviado a alguien en su busca; infravalorarse nunca fue uno de sus defectos. Por otro lado, seguramente también estaba dispuesta a regresar al Radch porque estaba cansada de huir, del mundo y de sí misma. Estaba lista para rendirse. Lo que yo todavía no entendía era por qué estaba con ella. Ella nunca había sido una de las oficiales que prefiriera de entre todas con las que había servido.

—Sí, confío en ti —me mintió.

—Cuando te agarre, activa tu armadura y rodéame con los brazos.

Una nueva expresión de alarma cruzó por su cara, pero no había tiempo para nada más. Activé mi armadura por debajo de la ropa y salté del puente.

Justo cuando mis manos tocaron sus hombros, la varilla de cristal rojo se rompió. Varios fragmentos de bordes afilados salieron despedidos a los lados brillando momentáneamente. Seivarden cerró los ojos, hundió la cara en mi cuello y me abrazó con tanta fuerza que me habría impedido respirar a no ser por la armadura; la misma que no me dejaba percibir su alarmada respiración en mi piel ni el aire que atravesábamos volando, aunque sí que podía oírlo. Pero Seivarden no había extendido su armadura.

Si yo hubiera sido más que solo yo misma, si hubiera tenido los implantes que necesitaba, habría podido calcular nuestra velocidad punta y cuánto tardaríamos en alcanzarla. Calcular la velocidad que nos imprimía la fuerza de la gravedad era fácil, pero el efecto de la resistencia de mi bolsa y de los pesados abrigos escapaba a mis cálculos. Habría sido mucho más fácil calcularlo en una atmósfera de vacío, pero ese no era el caso.

Sin embargo, en aquel momento la diferencia entre quince metros por segundo y ciento cincuenta solo era importante en teoría. Todavía no podía ver el fondo. El blanco donde pensaba aterrizar era pequeño y no sabía de cuánto tiempo disponíamos para ajustar nuestra postura, si es que podíamos ajustarla. Durante los veinte a cuarenta segundos siguientes no pudimos hacer nada salvo esperar y caer.

—¡La armadura! —le grité al oído.

—¡La vendí! —me contestó. Su voz tembló levemente y sonó tensa contra la fuerza del viento. Su cara seguía presionada contra mi cuello.

De repente, todo se volvió gris. En algunas zonas expuestas de mi armadura se había condensado humedad que volaba en gotas hacia arriba. Uno coma treinta y cinco segundos más tarde, vi el suelo: apretados círculos negros que eran más grandes y, por consiguiente, estaban más cerca de lo que yo esperaba y habría deseado. Inesperadamente me invadió una oleada de adrenalina; por lo visto, me había acostumbrado a caer. Incliné la cabeza e intenté mirar más allá del hombro de Seivarden, hacia lo que había justo debajo de nosotras.

La armadura estaba hecha para dispersar la fuerza del impacto de una bala y transformar una parte de la fuerza en calor. En teoría, era impenetrable, pero, aun así, si se aplicaba la fuerza suficiente, yo podía resultar herida o incluso morir. Después de una ráfaga continuada de balas, en distintas ocasiones había sufrido fracturas de huesos y la pérdida de algunos cuerpos. No estaba segura de qué efecto causaría la fricción de desaceleración en mí o en la armadura, gracias a la cual, era como si contara con cierto aumento óseo y de masa muscular, pero no sabía si eso sería suficiente para sobrevivir a aquella experiencia. No podía calcular con exactitud la velocidad de nuestra caída, la cantidad de energía que necesitaba dispersar para que esa velocidad no fuera fatal ni la temperatura que alcanzaría el interior y el exterior de mi armadura. Además, al carecer de la suya, Seivarden no podría aportar ninguna ayuda. Si todavía fuera lo que había sido, esto no tendría importancia, porque aquel no habría sido mi único cuerpo.

No pude evitar pensar que debería haber dejado que Seivarden cayera sola. No debería haber saltado con ella. Incluso mientras caía, no sabía por qué lo había hecho, pero, en el instante de tomar la decisión, no pude darle la espalda.

Entonces supe la distancia que nos quedaba en centímetros.

—Cinco segundos —grité por encima del viento, pero ya eran cuatro.

Si teníamos mucha, mucha suerte, caeríamos directamente en el tubo que teníamos debajo y yo frenaría la caída presionando las manos y los pies contra las paredes. Si teníamos mucha, mucha suerte, el calor de la fricción no le produciría a Seivarden unas quemaduras demasiado graves. Y, si yo tenía todavía más suerte, solo me rompería las muñecas y los tobillos. Todo esto me pareció bastante aleatorio, pero las monedas caerían según la voluntad de Amaat.

Caer no me importaba. Podía caer eternamente y no sufrir ningún daño. El problema era parar.

—¡Tres segundos! —grité.

—Breq —dijo Seivarden sollozando—, por favor.

Nunca conocería algunas respuestas. Dejé a un lado los cálculos que todavía estaba realizando. No sabía por qué había saltado, pero en aquel momento ya no importaba. En aquel momento no existía nada más.

—Hagas lo que hagas —un segundo—, no me sueltes.

Oscuridad. Ningún impacto. Extendí los brazos e, inmediatamente, sentí que eran empujados hacia arriba. A pesar de los refuerzos de la armadura, me fracturé las muñecas y un tobillo al instante y sentí que los tendones y los músculos se rasgaban. Empezamos a caer dando bandazos. A pesar del dolor, encogí de nuevo los brazos y las piernas, y los extendí deprisa y con fuerza. Un segundo después, volvimos a equilibrarnos. Al mismo tiempo, algo se me rompió en la pierna derecha, pero no podía permitirme el lujo de preocuparme por ello. La velocidad fue disminuyendo centímetro a centímetro.

Yo ya no podía controlar las manos ni los pies, solo podía ejercer presión contra las paredes y esperar que nada volviera a desestabilizarnos y hacernos caer sin control y cabeza abajo provocándonos la muerte. El dolor era agudo, atroz, y lo bloqueaba todo salvo los números: una distancia (estimada) que disminuía centímetro a centímetro (también estimados); una velocidad (estimada) que disminuía; la temperatura exterior de la armadura (que aumentaba en mis extremidades con riesgo de superar los parámetros aceptables y posible resultado de daños). Pero los números ya casi no tenían significado para mí, porque el dolor era más intenso e inmediato que cualquier otra cosa. Sin embargo, los números eran importantes. La comparación entre la distancia y nuestro ritmo de desaceleración sugería un final catastrófico. Intenté respirar hondo, pero no pude. Intenté presionar con más fuerza las paredes.

No recuerdo nada del resto del descenso.

Me desperté tumbada de espaldas y con un intenso dolor en las manos, los brazos, los hombros, los pies y las piernas. Delante de mí, justo encima, percibí un círculo de luz gris. «Seivarden», intenté decir, pero lo único que me salió de la garganta fue un suspiro convulsivo que resonó levemente en las paredes.

—Seivarden.

Conseguí pronunciar el nombre, aunque de una forma apenas audible y distorsionada por la armadura. La desactivé e intenté hablar de nuevo. En esta ocasión logré articular la voz.

—Seivarden.

Levanté un poco la cabeza. En la tenue luz que procedía de arriba percibí que estaba tumbada en el suelo, con las rodillas flexionadas y ladeadas. Yo tenía la pierna derecha doblada en un ángulo antinatural y los brazos extendidos junto al cuerpo. Intenté mover un dedo, pero fue inútil. Una mano, pero, por supuesto, también fue inútil. Intenté mover la pierna derecha y solo conseguí que el dolor aumentara.

Estaba sola. No había nada salvo yo. No vi la bolsa.

En otra época, si hubiera habido una nave radchaai en órbita, podría haber contactado con ella con el simple pensamiento. Pero si hubiera estado en algún lugar donde hubiera una nave radchaai, nada de aquello habría sucedido. Si hubiera dejado a Seivarden en la nieve, aquello nunca habría sucedido.

¡Había estado tan cerca! Después de veinte años de planificación, trabajo, artimañas, dos pasos hacia delante aquí y un paso atrás allá, poco a poco, con paciencia y en contra de todo pronóstico había llegado hasta allí. Muchas veces, como en esa ocasión, había tentado a la suerte y había puesto en juego no solo el éxito de mi objetivo, sino también mi vida. Pero, una y otra vez, había ganado, o al menos no había perdido de tal forma que me hubiera impedido volver a intentarlo.

Hasta aquel momento, y por una razón estúpida. Encima de mí, las nubes ocultaban el inalcanzable cielo, el futuro que ya no tendría, el objetivo que ahora nunca podría alcanzar. Había fracasado.

Cerré los ojos y contuve unas lágrimas cuyo origen no era el dolor físico. Si fracasaba, no sería porque hubiera, en ningún momento y de ninguna forma, tirado la toalla. Seivarden se había ido, pero la encontraría. Descansaría un momento, me recuperaría, encontraría las fuerzas para sacar el comunicador de mano que guardaba en el abrigo y pediría ayuda, o encontraría otra forma de salir de allí, y si eso implicaba tener que arrastrarme dejando atrás los restos inútiles y sangrientos de mis extremidades, lo haría, con dolor o sin él, o moriría intentándolo.