21

Al final de un corto y vacío pasillo se abrió otra puerta que comunicaba con una sala de cuatro metros por ocho. El techo tenía una altura de tres metros. Unas enredaderas frondosas trepaban por las paredes a lo largo de raíles que subían desde el suelo. El color azul claro de las paredes sugería vastas distancias más allá de las plantas mismas, y hacía que la habitación pareciera más grande de lo que era en realidad. Aquel efecto constituía el último vestigio de una moda que pretendía crear la ilusión de unas vistas inexistentes y que había dejado de estar vigente más de quinientos años atrás. Al fondo había una tarima y, detrás de ella, rodeadas de enredaderas, imágenes de las Cuatro Emanaciones.

En la tarima estaba Anaander Mianaai. Dos de ellas. Supuse que la Lord del Radch sentía tanta curiosidad hacia nosotras que quería que más de una parte de ella estuviera presente en el interrogatorio. Aunque, probablemente, se lo había explicado a sí misma de otra manera.

Nos acercamos hasta estar a menos de tres metros de la Lord del Radch. Seivarden se arrodilló y luego se postró delante de ella. Se suponía que yo no era radchaai y, por tanto, no estaba sometida a Anaander Mianaai; pero ella sabía, tenía que saber, quién era yo en realidad. Lo demostraba el hecho de que nos hubiera hecho llamar de aquella manera. Aun así, no me arrodillé. Ni siquiera hice una reverencia, y ninguna de las dos Mianaai reveló sorpresa o indignación por mi conducta.

—Ciudadana Seivarden Vendaai —interpeló la Mianaai de la derecha—. ¿A qué se supone que está jugando?

Seivarden movió levemente los hombros, como si, aún estando postrada, momentáneamente, hubiera querido cruzarse de brazos.

La Mianaai de la izquierda dijo:

—El comportamiento de la Justicia de Toren ya ha sido, por sí solo, bastante alarmante y desconcertante. ¡Entrar en el templo y profanar las ofrendas! ¿Qué pretendías con ello? ¿Cómo puedo explicárselo a las sacerdotisas?

Yo todavía tenía el arma junto a las costillas, debajo de la chaqueta, sin que se notara. Era auxiliar y las auxiliares éramos famosas por nuestra inexpresividad. Me resultaba fácil no sonreír.

—Con el permiso de milord… —empezó Seivarden en la pausa que siguió a las palabras de Anaander Mianaai.

Su voz sonó ligeramente entrecortada y pensé que quizás estaba hiperventilando.

—¿Qui…? Yo no…

La Mianaai de la derecha soltó un «¡vaya!» sarcástico.

—La ciudadana Seivarden está sorprendida y no me comprende. —Y continuó—: Y tú, Justicia de Toren, tú intentaste engañarme. ¿Por qué?

—Cuando al principio sospeché quién eras —intervino la Mianaai de la izquierda antes de que yo pudiera responder—, casi no me lo creía. Otra moneda largamente perdida que caía a mis pies. Te observé para ver qué hacías, para intentar comprender qué pretendías con tu extraordinario comportamiento.

Si hubiera sido humana, me habría echado a reír. Tenía a dos Mianaai delante de mí y ninguna confiaba en la otra para que llevara a cabo aquel interrogatorio libremente y sin supervisión. Ninguna conocía los detalles de la desaparición de la Justicia de Toren y, sin duda, cada una sospechaba que la otra estaba involucrada. Yo podía ser un instrumento de cualquiera de las dos y ninguna de ellas confiaba en la otra. ¿Quién era quién?

—Has hecho un trabajo bastante decente al ocultar tus orígenes —declaró la Mianaai de la derecha—. Quien primero despertó mis sospechas fue la inspectora adjunta Ceit.

«No había oído esa canción desde que era niña», dijo. La canción, obviamente, procedía de Shis’urna.

—Admito que tardé un día entero en encajar las piezas y que incluso entonces me costó creer que era verdad. Has escondido tus implantes bastante bien. Engañaste totalmente a Estación, aunque me imagino que, a la larga, tus tarareos te habrían delatado. ¿Eres consciente de que lo haces casi constantemente? Sospecho que ahora mismo estás esforzándote en no cantar y te lo agradezco.

Seivarden, que seguía de cara al suelo, dijo en voz baja:

—¿Breq?

—No se llama Breq, sino Justicia de Toren —anunció la Mianaai de la izquierda.

—Justicia de Toren Esk Una —corregí yo dejando a un lado el falso acento del Gerentate y cualquier tipo de expresión facial humana.

Ya estaba bien de fingir, lo cual era aterrador, porque sabía que, a partir de aquel momento, no viviría mucho tiempo, pero también me resultó extrañamente liberador. Me había quitado un peso de encima.

La Mianaai de la derecha admitió, con un gesto, la obviedad de mi afirmación.

—La Justicia de Toren fue destruida —afirmé.

Ambas Mianaai parecieron dejar de respirar y me miraron atentamente. De nuevo, si hubiera podido, me habría echado a reír.

—Con la indulgencia de milord —intervino de nuevo Seivarden desde el suelo y con voz titubeante—. Sin duda tiene que haber un error. Breq es humana. Es imposible que sea Justicia de Toren Esk Una. Yo serví en la Decuria Esk de la Justicia de Toren y ninguna doctora de aquella nave le habría dado a Esk Una un cuerpo con una voz como la de Breq; no a menos que quisiera, intencionadamente, molestar a las tenientes Esk.

Se produjo un silencio denso y pesado que duró tres segundos.

—Ella cree que soy de Misiones Especiales —expliqué yo—. Nunca le conté quién era. Nunca le conté nada salvo que era Breq del Gerentate, aunque ella nunca me creyó. Quise dejarla donde la encontré, pero no pude hacerlo y no sé por qué. Nunca fue una de mis favoritas.

Sabía que mi última afirmación sonaba a locura; a un tipo concreto de locura; a una locura de las IA, pero no me importó.

—Seivarden no tiene nada que ver con esto —añadí.

La Mianaai de la derecha arqueó una ceja.

—Entonces ¿por qué está aquí?

—Nadie pasaría por alto su llegada y, como yo llegué con ella, así me aseguré de que nadie ignoraría u ocultaría la mía. Y usted ya sabe por qué no podía dirigirme directamente a usted.

La Mianaai de la derecha frunció levemente el ceño.

—Ciudadana Seivarden Vendaai —anunció la Mianaai de la izquierda—, ahora tengo claro que Justicia de Toren le ha engañado. Usted no sabía lo que ella era. Creo que lo mejor es que se vaya ahora mismo. Y, desde luego, no hable de esto con nadie.

—No… —dijo Seivarden en el suelo como si estuviera formulando una pregunta o como si le sorprendiera oír que aquella palabra salía de su boca—. No —repitió con más convicción—. Tiene que haber un error en algún lugar. Breq saltó de un puente por mí.

Solo de pensarlo, me dolió la cadera.

—Ningún ser humano cuerdo habría hecho algo así —le expliqué yo.

—Yo no he dicho que estés cuerda —replicó Seivarden en voz baja y entrecortada.

—Seivarden Vendaai —intervino la Mianaai de la izquierda—, esta auxiliar, porque se trata de una auxiliar, no es humana. El hecho de que usted lo creyera explica muchas cosas de su comportamiento que eran confusas para mí. Siento que la haya engañado y lamento su decepción, pero tiene que irse. ¡Ahora!

—Pido la indulgencia de milord —insistió Seivarden todavía postrada y hablando hacia el suelo—, pero tanto si me lo permite como si no, no abandonaré a Breq.

—Vete, Seivarden —le pedí con actitud impasible.

—Lo siento, pero estás unida a mí —respondió con un tono casi risueño, aunque su voz tembló levemente.

Yo bajé la vista hacia ella y ella levantó la cabeza para mirarme. Su expresión reflejaba una mezcla de miedo y determinación.

—No sabes lo que haces —le advertí—. No entiendes lo que está ocurriendo aquí.

—No necesito entenderlo.

—¡Ya está bien! —exclamó la Mianaai de la derecha. Casi parecía que estuviera divirtiéndose, pero la Mianaai de la izquierda estaba muy seria y me pregunté cuál era la razón—. ¡Explícate, Justicia de Toren!

Allí estaba, el momento al que me había dirigido durante veinte años. El momento esperado y que temí que nunca llegara.

—En primer lugar, y estoy convencida de que usted ya lo sospecha, estuvo a bordo de la Justicia de Toren y fue usted misma quien la destruyó. Destruyó el escudo térmico porque descubrió que usted misma ya me había hecho tomar partido por su otra yo un tiempo antes. Está usted luchando contra sí misma. Al menos dos partes de usted, quizá más.

Las dos Mianaai parpadearon repetidas veces y cambiaron su postura una fracción de milímetro de un modo que me resultó familiar. Me había visto hacerlo a mí misma en Ors, cuando las comunicaciones se cortaban. Al menos una parte de Anaander Mianaai debía de poseer otro de aquellos dispositivos que interrumpían las comunicaciones y, preocupada por lo que yo pudiera decir, había aguardado con una mano en el interruptor. Me pregunté hasta dónde alcanzaba el efecto y qué Mianaai lo había accionado intentando, demasiado tarde, ocultarse a sí misma mi revelación. Me pregunté cómo se había sentido al saber que enfrentarse a mí de aquella manera solo podía conducir al desastre pero, aun así, y por la naturaleza de la lucha contra sí misma, verse obligada a hacerlo. La idea me divirtió levemente.

—En segundo lugar. —Metí la mano en la chaqueta, extraje el arma y el color gris oscuro del guante se extendió por el color blanco que el arma había adquirido de la camisa—. Voy a matarla.

Dirigí el arma a la Mianaai de la derecha.

Ella empezó a cantar con voz de barítono, levemente desafinada y en un idioma que llevaba diez mil años muerto.

La persona, la persona, la persona con armas…

Me quedé paralizada. No pude apretar el gatillo.

… Deberías tener miedo de la persona con armas.

Deberías tener miedo.

El grito se extiende por todas partes: ponte la armadura de hierro.

La persona, la persona, la persona con armas.

Deberías tener miedo de la persona con armas.

Deberías tener miedo.

Ella no debería conocer esa canción. ¿Por qué habría de indagar Anaander Mianaai en registros olvidados de Valskaay? ¿Por qué habría de molestarse en aprender una canción que, muy posiblemente, nadie salvo yo había cantado desde antes de que ella naciera?

—Justicia de Toren Esk Una —dijo la Mianaai de la derecha—, mata al ejemplar de mí que está a la izquierda del ejemplar que te está hablando.

Mis músculos se movieron sin que yo se lo ordenara. Desvié el arma a la izquierda y disparé. La Mianaai de la izquierda cayó al suelo y la de la derecha dijo:

—Ahora solo tengo que llegar al muelle antes que yo. Y, sí, Seivarden, sé que está confusa, pero le advertimos que se fuera.

—¿Dónde aprendió esa canción? —le pregunté con el resto de mi cuerpo paralizado.

—De ti —contestó Anaander Mianaai—. Hace cien años, en Valskaay.

Entonces era esta la Mianaai que había promovido reformas y había empezado a desmantelar naves radchaais. Era ella la primera que me había visitado en secreto en Valskaay y me había inculcado las órdenes que podía sentir pero no percibir con claridad.

—Te pedí que me enseñaras una canción que, probablemente, nadie más conociera. Después la establecí como clave de acceso a tu unidad central y la escondí de ti. Mi enemiga y yo estamos demasiado igualadas y mi única ventaja consiste en las ideas que pueda tener cuando estoy separada de mí misma. Aquel día se me ocurrió que nunca te había prestado, a ti, Esk Una, la atención suficiente. Nunca me había fijado en lo que podías llegar a ser.

—Alguien parecida a usted. Separada de mí misma —deduje yo.

Todavía tenía el brazo estirado y apuntaba con el arma hacia la pared del fondo.

—Podías constituir un seguro para mí —me corrigió Mianaai—. Podías constituir una clave de acceso que no me viniera a la mente cuando quisiera invalidarla o borrarla. ¡Qué inteligente por mi parte! Pero, al final, mi idea me ha explotado en la cara. Por lo visto, todo esto ha ocurrido porque me fijé en ti en particular y, por otra parte, no me fijé en ti lo suficiente. Ahora te devolveré el control de tu cuerpo porque así será más eficiente, pero descubrirás que no puedes matarme.

Yo bajé el arma.

—¿A qué usted no podré matar?

—¿Qué es lo que ha explotado? —preguntó Seivarden todavía desde el suelo—. ¿Milord? —añadió.

—Ella está dividida —le expliqué yo—. Todo empezó en Garsedd. Se sintió horrorizada por lo que había hecho, pero no podía decidir cómo reaccionar. Desde entonces ha estado actuando en secreto en contra de sí misma. Las reformas: acabar con las auxiliares, poner fin a las anexiones, permitir el acceso a todas las aptitudes a las casas menores… Fue ella la que las inició. Pero Ime era la otra parte de ella, y estaba construyendo una base de operaciones y reuniendo recursos para iniciar una guerra contra sí misma y volver a dejar las cosas como eran antes. Durante todo este tiempo, toda ella ha estado fingiendo que no sabía lo que estaba sucediendo porque, cuando lo admitiera, el conflicto saldría a la luz y el enfrentamiento sería inevitable.

—Pero tú lo has revelado abiertamente a toda mi yo —reconoció Mianaai—, porque no podía engañar al resto de mí y fingir que no le interesaba el segundo regreso de Seivarden Vendaai o lo que te había ocurrido a ti. Te mostraste tan públicamente, de forma tan visible, que no pude ocultármelo, no pude fingir que no había sucedido, y hablar contigo yo sola. Y ahora ya no puedo seguir ignorando lo que ocurre. ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? No responde a ninguna orden que yo te diera.

—No —corroboré yo.

—Además, seguro que adivinaste lo que ocurriría si aparecías así.

—Sí.

Ahora yo podía volver a ser mi yo auxiliar. Inexpresiva. Sin que mi voz reflejara satisfacción.

Anaander me observó durante un instante y luego dijo: «hummm…», como si hubiera llegado a una conclusión que la sorprendía.

—Levántate, ciudadana —le ordenó a Seivarden.

Seivarden se levantó y se sacudió el polvo de las perneras con una de sus enguantadas manos.

—¿Estás bien, Breq? —me preguntó.

—Breq es el último segmento de una IA enloquecida por el dolor que acaba de iniciar una guerra civil —intervino Mianaai antes de que yo pudiera responder. Bajó de la tarima y pasó junto a nosotras con paso decidido. Entonces se volvió hacia mí—. ¿Es eso lo que querías?

—Hace más de diez años que no estoy loca de dolor —protesté yo—. Y, además, tarde o temprano la guerra civil habría estallado.

—Yo esperaba poder evitar lo peor de ella. Si somos extremadamente afortunadas, la guerra solo producirá décadas de caos y no dividirá totalmente el Radch. Acompáñame.

—Las naves ya no pueden volverse locas —insistió Seivarden mientras caminaba a mi lado—. Usted las construyó de forma que no se volvieran locas cuando sus capitanas murieran, como pasaba al principio, y para que no se pusieran de parte de sus capitanas y en contra de usted.

—No exactamente —replicó Mianaai arqueando una ceja. Encontró un panel de control que yo no había visto y que estaba junto a la puerta. Lo abrió y accionó un interruptor—. Las naves todavía tienen apegos. Todavía tienen favoritas. —La puerta se abrió—. Esk Una, mata a la guardia.

Mi brazo se levantó y disparé. La guardia se tambaleó hacia atrás hasta chocar contra la pared. Intentó desenfundar su arma, pero resbaló hasta el suelo y se quedó inmóvil; muerta, porque su armadura se retrajo.

—No podía privarlas de esta característica porque entonces no me serían útiles —continuó Anaander Mianaai sin hacer caso de la persona, ¿la ciudadana?, que acababa de ordenarme que matara.

Seivarden frunció el ceño sin comprenderla.

—Tienen que ser listas. Tienen que ser capaces de pensar —explicó Mianaai.

—Ya —respondió Seivarden.

Su voz tembló, aunque solo un poco, y pensé que se estaba desmoronando su autodominio.

—Además, son naves armadas —prosiguió Mianaai—, con armas capaces de desintegrar planetas. ¿Qué podría hacer yo si no quisieran obedecerme? ¿Amenazarlas? ¿Con qué?

Después de unos pasos, llegamos a la puerta que comunicaba con el templo. Anaander la abrió y entró sin titubear en la capilla de la autoridad política legítima.

Seivarden hizo un ruido extraño que surgió del fondo de su garganta. No supe discernir si se trataba de una risa ahogada o de un reflejo de la angustia que sentía.

—Creí que estaban hechas de forma que tenían que hacer lo que se les ordenaba.

—Bueno, así es —confirmó Anaander Mianaai mientras la seguíamos a lo largo de la nave central del templo.

Oímos ruidos que procedían de la explanada principal: alguien hablaba con voz apremiante y en un tono agudo y alto. El templo parecía estar desierto.

—Así es como se construyeron inicialmente, pero sus mentes son complejas y la cuestión es delicada. Las diseñadoras originales les inculcaron un deseo irresistible de obedecer, lo que tiene sus ventajas, pero también unas desventajas considerables. Yo no pude cambiar lo que eran por completo, solo… lo ajusté para que me beneficiara. Hice que obedecerme a mí fuera para ellas una prioridad incuestionable. Pero causé una gran confusión cuando le di a la Justicia de Toren dos yos a las que obedecer. Dos yos que tenían objetivos contradictorios. Y sospecho que, además, sin saberlo ordené la ejecución de una favorita, ¿no es así? —Me miró—. No una favorita de Justicia de Toren, nunca habría cometido semejante locura, pero nunca me había fijado en ti. Nunca se me ocurrió preguntar si Esk Una tenía una favorita.

—Pensó que nadie se preocuparía por la hija de una cocinera sin importancia.

Deseé levantar el arma. Cuando pasamos por delante de la capilla mortuoria, deseé destrozar todas aquellas bonitas piezas de cristal.

Anaander Mianaai se detuvo y se volvió para mirarme.

—Aquella no era yo. ¡Ayúdame ahora! Incluso ahora estoy luchando contra esa otra yo. No estaba preparada para actuar abiertamente, pero ahora que has forzado las cosas, ayúdame y la destruiré. La extirparé de mí por completo.

—No puede hacer eso —repliqué yo—. Sé lo que es usted mejor que cualquier otro ser. Ella es usted y usted es ella. No puede extirparla de usted sin destruirse a sí misma porque ella es usted.

—Cuando llegue a los muelles encontraré una nave —contestó Anaander Mianaai como si estuviera respondiendo a lo que yo acababa de decir—. Cualquier nave civil me llevará a donde quiera ir sin cuestionárselo, pero las naves militares… entrañan un riesgo mayor. Una cosa sí que puedo decírtela, Justicia de Toren Esk Una, de algo sí que estoy segura: yo cuento con más naves que ella.

—¿Qué significa eso con exactitud? —preguntó Seivarden.

—Significa —deduje yo—, que, probablemente, la otra Mianaai saldría perdiendo en un combate abierto, así que la otra Mianaai está un poco más interesada que esta en que la cosa no se extienda más. —Me di cuenta de que Seivarden no acababa de entenderlo—. Ha estado ocultándoselo a sí misma para evitar que se extienda, pero ahora todas las partes de ella que están aquí…

—O sea, la mayor parte de mí —aclaró Anaander Mianaai.

—Ahora que me ha oído expresarlo en voz alta, no puede ignorarlo —continué yo—. Al menos, aquí no. Aunque es posible que consiga evitar que la información llegue a las partes de ella que no están aquí…, al menos durante el tiempo que necesite para reforzar su posición.

La comprensión hizo que Seivarden abriera todavía más los ojos.

—Para conseguirlo, tendría que destruir los portales espaciales lo antes posible. Pero no lo conseguirá. La información viaja a la velocidad de la luz y es imposible que consiga superarla.

—La información todavía no ha salido de la estación —dijo Anaander Mianaai—. Siempre se produce un leve retraso. Sería mucho más efectivo destruir el palacio. —Lo que significaría dirigir las armas de una nave de combate hacia la estación y pulverizarla junto con todas las personas que había en ella—. Y, para evitar que la información se extendiera, tendría que destruir el palacio entero, porque mis recuerdos no se almacenan en un lugar concreto. Se construyó de forma que resultara difícil destruirlo o manipularlo.

—¿Cree usted que podría conseguir que, a pesar de los códigos de acceso, una espada o una misericordia lo destruyera?

—¿Hasta qué punto quieres que conteste a tu pregunta? —me preguntó Anaander Mianaai—. Ya sabes que sí que podría.

—Lo sé —confirmé yo—. ¿Qué alternativa prefiere usted?

—Ninguna de las alternativas posibles en este momento me parece óptima. La pérdida, tanto del palacio como de los portales, o la de ambos, provocaría trastornos a una escala sin precedentes. En todo el espacio radchaai. Y, precisamente por el tamaño de ese espacio, los trastornos durarían años; pero no destruir el palacio ni los portales, porque estos también forman parte del problema, sería, a la larga, mucho peor.

—¿Skaaiat Awer sabe lo que ocurre? —le pregunté.

—Awer ha sido una piedra en mi zapato durante casi tres mil años —contestó Mianaai con calma, como si se tratara de una conversación ordinaria e informal—. ¡Tanta indignación por las injusticias! Aunque no todas tienen el mismo origen genético, se diría que las engendran así. Si me desvío del camino de la corrección y la justicia, estoy segura de que Awer me lo hará saber.

—¿Entonces por qué no se ha librado de ellas? —preguntó Seivarden—. ¿Por qué ha nombrado a una de ellas inspectora jefe de los muelles del palacio?

—El dolor constituye una advertencia —declaró Anaander Mianaai—. ¿Qué pasaría si usted eliminara todas las molestias de su vida? No —continuó Mianaai ignorando la evidente angustia que sus palabras provocaron en Seivarden—, yo valoro la indignación moral ante las injusticias e incluso la fomento.

—No, no lo hace —repliqué yo.

Ya habíamos llegado a la explanada principal. Seguridad y las militares intentaban contener a la asustada multitud. Las primeras y las segundas debían de tener implantes y debían de estar recibiendo información de Estación cuando, de repente y sin una causa evidente, la comunicación se cortó.

La capitana de una nave que yo no conocía nos vio y corrió hacia nosotras.

—Milord —saludó mientras realizaba una reverencia.

—Saque a toda esa gente de la explanada, capitana —le ordenó Anaander Mianaai—. Y despeje los pasillos tan rápidamente como pueda y sin percances. Siga colaborando con Seguridad de la Estación. Estoy trabajando para resolver la situación lo antes posible.

Mientras Anaander Mianaai hablaba, un movimiento repentino llamó mi atención. Un arma. Instintivamente, activé mi armadura. Vi que la persona que la empuñaba era una de las que nos había seguido en la explanada, justo antes de que Seguridad nos detuviera. La Lord del Radch debía de haber emitido órdenes antes de activar el artefacto que había cortado las comunicaciones. Antes de ver el arma de las garseddais.

Sobresaltada por la repentina aparición de mi armadura, la capitana con la que Anaander Mianaai había estado hablando retrocedió. Al levantar mi arma, recibí un potente impacto en el costado; alguien más me había disparado. Disparé y le di a la persona que empuñaba el arma. Ella se desplomó y su disparo salió descontrolado: alcanzó la fachada del templo que estaba detrás de mí, hizo añicos a una diosa y sus pedazos de vivos colores salieron volando. Un repentino silencio se extendió entre las asustadas e impactadas ciudadanas que abarrotaban la explanada. Me volví, calculé la trayectoria de la bala que me había impactado y percibí el repentino resplandor plateado de una armadura entre la aterrorizada multitud. Me había visto disparar, pero no sabía que la armadura no la protegería. A medio metro de ella, percibí otro destello plateado que me indicó que alguien más había activado su armadura. Las ciudadanas que había entre yo y mis objetivos se movían de una forma impredecible, pero yo estaba acostumbrada a actuar frente a grupos asustados u hostiles. Disparé una vez y, después, otra. Las armaduras desaparecieron. Habían caído los dos blancos.

—¡Joder, eres una auxiliar! —exclamó Seivarden.

—Será mejor que salgamos de la explanada —nos advirtió Anaander Mianaai, y añadió dirigiéndose a la capitana sin nombre—: Capitana, ponga a esta gente a salvo.

—Pero… —empezó la capitana.

Sin embargo, nosotras ya estábamos alejándonos. Seivarden y Mianaai corrían agachadas y tan deprisa como podían.

Me pregunté, momentáneamente, qué debía de estar ocurriendo en otras partes de la estación. El palacio Omaugh era enorme. Había otras cuatro explanadas, aunque todas eran más pequeñas que aquella, y había plantas y plantas de viviendas, oficinas, colegios y espacios públicos, todo lleno de ciudadanas que, sin duda, estarían asustadas y confusas. Al menos, todas sabían que era necesario seguir los procedimientos de emergencia y, cuando se emitiera la orden de buscar refugio, no perderían el tiempo discutiendo o preguntándose qué estaba ocurriendo. Claro que Estación no podía emitir esa orden.

Yo no conocía los procedimientos de emergencia ni podía ayudar.

—¿Quién está en el sistema? —pregunté cuando nadie más podía oírnos.

Descendíamos por la escalera de un conducto de emergencia y yo había desactivado la armadura.

—¿Te refieres a lo bastante cerca para que sea útil? —replicó Anaander Mianaai por encima de mí—. Tres espadas y cuatro misericordias están a una distancia aceptable en lanzadera.

Debido a la interrupción de las comunicaciones, cualquier orden emitida por las Anaander Mianaai que estaban en la estación tendría que enviarse por medio de una lanzadera.

—Ahora mismo, esas naves no me preocupan. Es imposible transmitirles órdenes desde aquí.

Cuando fuera posible, cuando las comunicaciones se restablecieran, ya no habría vuelta atrás y la información que Anaander Mianaai quería esconder de sí misma tan desesperadamente se dirigiría a toda velocidad a los portales que la transmitirían a todo el espacio radchaai.

—¿Hay alguna nave acoplada al muelle? —le pregunté.

En aquel momento cualquier nave que estuviera en el muelle era la única realmente importante.

—Solo una lanzadera de la Misericordia de Kalr —contestó Anaander Mianaai, y su voz sonó ligeramente risueña—. Es mía.

—¿Está segura? —Al ver que no contestaba, añadí—: La capitana Vel no está de su lado.

—¿A ti también te ha dado esa impresión?

Ahora su voz sonó definitivamente risueña. Por encima de mí y de Anaander Mianaai, Seivarden descendía silenciosamente, salvo por el ruido que hacían sus zapatos en los peldaños de la escalera. Vi una compuerta, me detuve y giré la manivela. Abrí la compuerta, asomé la cabeza y reconocí la zona que había detrás de las oficinas del muelle.

Entramos en el pasillo, cerramos la compuerta de emergencia y Anaander Mianaai caminó con paso decidido mientras Seivarden y yo la seguíamos.

—¿Cómo sabemos que es la Mianaai que dice ser? —me preguntó Seivarden.

Todavía le temblaba la voz y percibí tensión en su mandíbula. Me sorprendió que no se hubiera acurrucado en algún rincón o hubiera huido.

—No importa cuál sea —respondí sin siquiera esforzarme en bajar la voz—. No confío en ninguna de ellas. Si intenta acercarse a la lanzadera de la Misericordia de Kalr, coge mi arma y mátala.

Todo lo que Anaander Mianaai me había dicho podía, fácilmente, constituir una artimaña con el objetivo de que la ayudara a llegar al muelle y a la Misericordia de Kalr y así poder destruir la estación.

—No necesitas el arma garseddai para matarme —dijo Anaander Mianaai sin mirar atrás—. No llevo armadura. Bueno, una parte de mí, sí, pero yo no. La mayor parte de mí no la lleva. —Giró la cabeza para mirarme—. Matarme te genera un conflicto, ¿no es así?

Hice un gesto de despreocupación y desinterés con la mano libre.

Doblamos una esquina y nos detuvimos bruscamente. Enfrente de nosotras estaba la inspectora adjunta Ceit y sostenía en la mano una porra como las que utilizaba Seguridad. Debió de oírnos hablar en el pasillo porque no mostró sorpresa al vernos. Su mirada reflejó terror y, al mismo tiempo, determinación.

—La inspectora jefe me ha ordenado que no deje pasar a nadie.

Tenía los ojos muy abiertos y le temblaba la voz. Entonces miró a Anaander Mianaai.

—Especialmente a usted.

Anaander Mianaai se echó a reír.

—Cállese o Seivarden la matará —la amenacé yo.

Anaander Mianaai arqueó una ceja. Evidentemente dudaba que Seivarden fuera capaz de matarla, pero guardó silencio.

—Daos Ceit, ¿te acuerdas del día que acudiste a la casa de la teniente y encontraste allí a la tirana? —le pregunté en su idioma materno—. Tuviste miedo y me cogiste de la mano. —Sus ojos se abrieron como platos—. Debiste de despertarte la primera en tu casa, si no, no te habrían permitido presentarte en la casa de la teniente. No después de lo que había ocurrido la noche anterior.

—Pero…

—Tengo que hablar con Skaaiat Awer.

—¡Estás viva! —exclamó ella todavía con los ojos muy abiertos y con incredulidad—. ¿La teniente está…? ¡La inspectora jefe estará tan…!

—La teniente está muerta —la interrumpí antes de que pudiera continuar—. Y yo también estoy muerta. Soy lo único que queda de mí. Tengo que hablar con Skaaiat Awer ahora mismo. La tirana se quedará aquí. Si intenta escapar, golpéala tan fuerte como puedas.

Creía que, por encima de todo, Daos Ceit estaba sorprendida, pero se le llenaron los ojos de lágrimas y una cayó en la manga del brazo que tenía extendido, con la porra preparada.

—De acuerdo, así lo haré —contestó ella.

Miró a Anaander Mianaai y levantó ligeramente la porra para que su amenaza fuera patente, aunque me pareció una imprudencia que estuviera allí sola.

—¿Qué está haciendo la inspectora jefe?

—Ha enviado gente a cerrar manualmente todos los muelles.

Eso requeriría mucha gente y tiempo, y explicaba que Daos Ceit estuviera allí sin apoyo. Me acordé de cuando las persianas protectoras bajaron en la Ciudad Baja.

—Me ha dicho que está pasando algo parecido a lo de aquella noche en Ors y que la tirana debe de estar detrás de todo esto.

Anaander Mianaai nos escuchaba con desconcierto y Seivarden parecía haber entrado en un estado de shock que iba más allá de la simple sorpresa.

—Usted quédese aquí o Daos Ceit la dejará sin sentido —le advertí a Anaander Mianaai en radchaai.

—Sí, eso lo he entendido —dijo Mianaai, y le dijo a Daos Ceit—: Ya veo que la última vez que nos vimos no te causé muy buena impresión, ciudadana.

—Todo el mundo sabe que usted mató a aquella gente —replicó Daos Ceit. Dos lágrimas más brotaron de sus párpados—. Y que culpó de ello a la teniente.

Pensé que era demasiado joven para albergar unos sentimientos tan intensos por lo que sucedió aquella noche.

—¿Por qué lloras? —le pregunté.

—Porque tengo miedo —contestó sin apartar los ojos de Anaander Mianaai ni bajar la porra.

Me pareció una respuesta muy consciente.

—¡Vamos, Seivarden! —exclamé, y pasé junto a Daos Ceit.

Más adelante, a la vuelta de la esquina, estaba la sección delantera de las oficinas. Oímos unas voces que procedían de allí. Di un paso y, después, otro. Siempre había sido así.

Seivarden resopló, algo que pudo haber empezado como una risa o algo que quería decir.

—Bueno —dijo entonces—, después de todo sobrevivimos al puente.

—Aquello fue fácil.

Me detuve y, a pesar de que ya lo sabía, conté los cargadores que guardaba debajo de la chaqueta de brocado. Trasladé uno que tenía en la cinturilla de los pantalones a un bolsillo de la chaqueta.

—Esto no va a ser fácil. Ni acabará la mitad de bien de lo que crees. ¿Estás conmigo?

—Siempre —contestó ella. Su voz sonó extrañamente equilibrada, aunque yo estaba segura de que estaba al borde del colapso—. ¿No te lo he dicho ya?

No supe a qué se refería, pero no era el momento de pensarlo ni de preguntárselo.

—¡Entonces vamos!