9

Strigan salió de la enfermería. Su camisa estaba ensangrentada. La niña y la madre, que habían estado hablando en voz baja y en un idioma que yo no entendía, se callaron y miraron a la doctora con expectación.

—He hecho lo que he podido —dijo Strigan sin preámbulos—. Está fuera de peligro. Tendréis que llevarlo a Therrod para que le regeneren las extremidades, pero he realizado las labores preliminares y creo que le crecerán sin problemas.

—En un plazo de dos semanas —especificó la mujer nilterana con voz impasible, como si no fuera la primera vez que ocurría algo así.

—No se puede evitar —comentó Strigan como respuesta a algo que yo no había oído o entendido—. Quizás alguien disponga de unas manos extras de las que pueda prescindir.

—Llamaré a alguno de nuestros primos.

—Sí, hazlo —respondió Strigan—. Si queréis, podéis verlo ahora, pero está dormido.

—¿Cuándo podremos trasladarlo? —preguntó la mujer.

—Ahora mismo —contestó Strigan—. Supongo que, cuanto antes, mejor.

La mujer realizó un gesto afirmativo y, sin decir nada más, ella y la niña se levantaron y entraron en la enfermería.

Poco después, llevamos a la persona herida al aerodeslizador, nos despedimos de ellas, regresamos a la casa y nos quitamos los abrigos. Seivarden había regresado a su camastro y estaba sentada. Tenía las piernas dobladas y se las apretaba contra el pecho con los brazos, como si tuviera que realizar un esfuerzo para mantenerlas en esa posición.

Strigan me miró con una expresión extraña que no pude interpretar.

—Es una buena chica —comentó con relación a la niña que acababa de irse.

—Sí.

—Se hará un buen nombre, respaldado por una buena historia.

Yo había aprendido la lengua vehicular que consideré que me resultaría más útil en aquel planeta y había indagado sobre los aspectos básicos que había que conocer antes de viajar por lugares desconocidos, pero apenas sabía nada de la gente que pastoreaba ganado en aquella parte del planeta.

—¿Se trata de un ritual para entrar en la edad adulta? —le pregunté.

—Sí, más o menos.

Se dirigió a un armario y sacó una taza y un cuenco. Sus movimientos fueron rápidos y firmes, pero, por alguna razón, tuve la sensación de que estaba exhausta. Quizá lo deduje de la posición de sus hombros.

—No creí que te interesaran mucho los niños…, aparte de matarlos, claro.

Me negué a picar el anzuelo.

—Me dejó claro que ya no era una niña. Y eso que tenía un tiktik.

Strigan se sentó a la pequeña mesa.

—Habéis jugado dos horas seguidas.

—No había mucho más que hacer.

Strigan soltó una risa breve y amarga. Luego señaló a Seivarden, que parecía ignorarnos. De todos modos, no podía entendernos, porque no estábamos hablando en radchaai.

—No me da lástima, simplemente, soy médico.

—Eso ya lo había dicho.

—Y creo que a ti tampoco te da lástima.

—No.

—No haces que nada resulte fácil, ¿no? —comentó Strigan con un tono de voz medio enfadado; de exasperación, incluso.

—Depende.

Sacudió levemente la cabeza, como si no me hubiera oído con claridad.

—Los he visto en peor estado, pero necesita atención médica.

—Y usted no tiene la intención de prestársela —afirmé más que pregunté.

—Todavía estoy intentando averiguar quién eres —siguió Strigan como si su afirmación estuviera relacionada con la mía, aunque yo estaba segura de que no lo estaba—. Estoy pensando si darle algo más para que siga tranquilo.

Yo no dije nada.

—Lo desapruebas. —No lo lanzó como si me lo preguntara, sino como una afirmación—. No siento lástima por él.

—No para de decirlo.

—Perdió su nave —comentó ella.

Probablemente, su interés en los objetos garseddais la habían empujado a averiguar todo lo posible acerca de los acontecimientos que condujeron a la destrucción de Garsedd.

—Eso, en sí mismo, ya es bastante terrible —continuó Strigan—, pero, además, las naves radchaais no son, simplemente, naves, ¿no? Y también perdió a su tripulación. Para nosotros eso ocurrió hace mil años, pero para él…: un día todo es como debería ser y al siguiente todo ha desaparecido. —Hizo un gesto ambivalente de frustración con una mano—. Necesita atención médica.

—Si no hubiera huido del Radch, la habría recibido.

Strigan arqueó una de sus canosas cejas y se sentó en un banco.

—Actúa de intérprete para nosotros. Mi radchaai no es lo bastante bueno.

Un día, una auxiliar empujó al interior de un tanque de animación suspendida a Seivarden, que se despertó helada, ahogándose y con los fluidos del tanque saliéndole por la boca y la nariz. Cuando acabó de expulsarlos, Seivarden vio que estaba en la enfermería de una nave patrulla. A medida que la describía, percibí en ella una rabia y una agitación apenas disimuladas.

—Se trataba de una miserable e insignificante misericordia y su capitana era despreciable y provinciana.

—Tu expresión es casi totalmente impasible —me dijo Strigan, pero no en radchaai para que Seivarden no la entendiera—. Pero percibo tu temperatura y tu ritmo cardíaco. —Teniendo en cuenta los implantes médicos que debía de tener, seguro que percibía unas cuantas cosas más en mí.

—Seguro que la tripulación de la nave era humana —le indiqué a Seivarden.

Eso la perturbó todavía más, aunque no podría decir si lo que sintió fue rabia, vergüenza u otra cosa.

—La verdad es que no me di cuenta. Al menos, no enseguida, pero la capitana me llevó aparte y me lo explicó.

Le traduje estas palabras a Strigan, que miró con asombro a Seivarden y, luego, me lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Es fácil que cometáis un error como ese?

—No —respondí secamente.

—Entonces la capitana se vio obligada a contarme cuánto tiempo había transcurrido desde la catástrofe —continuó Seivarden ajena a todo salvo a su historia.

—Y también todo lo que ocurrió después —sugirió Strigan.

Traduje para Seivarden, pero ella lo ignoró y prosiguió su relato como si ninguna de nosotras hubiera dicho nada.

—Al final nos detuvimos en una minúscula estación fronteriza. Ya sabéis cómo son: una administradora que o bien ha caído en desgracia o no es más que una presuntuosa insignificante; una supervisora entrometida que actúa como una tirana en los muelles y media docena de agentes de seguridad cuya principal ocupación consiste en expulsar gallinas de la tetería.

»Al principio, pensé que la capitana de la misericordia tenía un acento horroroso, pero la verdad es que yo no entendía a nadie en la estación. La IA tuvo que hacerme de intérprete, pero mis implantes no funcionaban, estaban obsoletos, así que solo podía hablar con ella a través de los paneles de mandos de las paredes. —Mantener cualquier tipo de conversación en aquellas condiciones debió de ser extremadamente difícil—. Pero, a pesar de las explicaciones de la estación, lo que decía la gente no tenía sentido para mí.

»Me asignaron un apartamento: una habitación con un catre que apenas era lo bastante grande para poder estar de pie en el interior. Sí, sabían quién decía ser yo, pero no disponían de ningún registro de mis datos financieros, que tardarían semanas en llegar; quizá más. Mientras tanto, me dieron la comida y el cobijo a los que cualquier radchaai tiene derecho. Claro que, si lo deseaba, también podía volver a presentarme a las aptitudes y conseguir que me asignaran un nuevo puesto, porque ellas tampoco disponían de los resultados de mis aptitudes y, aunque los tuvieran, sin duda serían obsoletos. Obsoletos —repitió con voz amarga.

—¿Fuiste al médico? —le preguntó Strigan.

Al ver la expresión de Seivarden, supuse qué la había empujado finalmente a abandonar el espacio radchaai. Probablemente la vio una médica y decidió esperar y observar. Las heridas físicas no daban problemas; cualquier médico de cualquier misericordia podría haberlas curado. Por otro lado, las heridas psicológicas o emocionales podían curarse por sí solas, pero si no lo hacían, la médica necesitaría los datos de las pruebas de aptitud para poder trabajar con eficacia.

—Me informaron de que podía enviar un mensaje a la lord de mi casa y pedirle ayuda, pero no sabían quién era.

Obviamente, Seivarden no tenía intención de hablar sobre la médica de la estación.

—¿La lord de su casa? —preguntó Strigan.

—Se trata del cabeza de familia en sentido amplio —le expliqué—. Al traducirlo suena muy rimbombante, pero no lo es; a menos que la casa sea muy prestigiosa y adinerada.

—¿La de ella lo es?

—Sí, era ambas cosas.

A Strigan no se le escapó el tiempo verbal.

—¿Era?

Seivarden prosiguió como si no hubiéramos hablado.

—Pero resulta que las Vendaai habían desaparecido. Mi casa al completo había dejado de existir. Todo: bienes, contratos… ¡Todo absorbido por las Geir!

Cuando ocurrió aquello, unos quinientos años atrás, todo el mundo se sorprendió. Las dos casas, la Geir y la Vendaai, se odiaban mutuamente. La jefa de la casa Geir se aprovechó maliciosamente de las deudas de juego de las Vendaai y de algunos contratos desafortunados.

—¿Te pusieron al corriente de cuál era la situación del momento? —le pregunté a Seivarden.

Ella ignoró mi pregunta.

—Las cosas, tal y como yo las conocía, habían desaparecido y, aunque lo que existía parecía adecuado, los colores no eran los correctos o todo estaba ligeramente ladeado respecto a donde debería estar. La gente decía cosas que yo no entendía en absoluto. Aunque reconocía las palabras, mi mente no las asimilaba. Nada me parecía real.

Quizá, después de todo, había respondido a mi pregunta.

—¿Qué sentiste cuando te enteraste de que las soldados de la nave eran humanas?

Seivarden frunció el ceño y me miró directamente a la cara por primera vez desde que se despertó. Me arrepentí de haberle formulado aquella pregunta. En realidad, no era eso lo que quería preguntarle, sino: «¿Qué pensaste cuando te contaron lo que ocurrió en Ime?». Aunque quizá no se lo habían contado. O se lo contaron y a ella le resultó incomprensible. «¿Alguien te habló, veladamente, de la posibilidad de restaurar el orden legítimo de las cosas?». Teniendo en cuenta su estado, probablemente no.

—¿Cómo te las arreglaste para salir del espacio radchaai sin los correspondientes permisos?

No debió de resultarle fácil. Para empezar, le habría costado una cantidad de dinero que ella no debía de tener.

Seivarden apartó la mirada de mí y la dirigió hacia el suelo y a la izquierda. No pensaba explicármelo.

—Todo estaba mal —dijo después de nueve segundos de silencio.

—Tiene pesadillas y sufre ansiedad y temblores ocasionales —intervino Strigan.

—Es inestable —añadí yo.

Traducida al idioma de Strigan esta palabra no resultaba muy ofensiva, pero en radchaai y aplicada a una oficial como Seivarden, tenía muchas más connotaciones; implicaba que se trataba de una persona débil, frágil, miedosa, incapaz de responder a las exigencias de su posición. Si Seivarden era inestable, no se merecía el puesto que le habían asignado antiguamente. Si era inestable, nunca debieron declararla apta para la vida militar y, mucho menos, para capitanear una nave. Claro que Seivarden había pasado las aptitudes, y estas avalaban lo que su casa siempre había supuesto que sería: una persona estable, capaz de ocupar un puesto de mando y conquistar otros mundos, y no una persona propensa a albergar dudas o sentir miedos irracionales.

—No sabes lo que dices —replicó Seivarden entre enojada y desdeñosa. Todavía se rodeaba las piernas con los brazos—. Nadie en mi casa es inestable.

¡Claro! —pensé yo, aunque no lo dije—. ¡Y todas aquellas primas suyas que después de participar en una anexión se retiraron y realizaron votos de ascetismo o se dedicaron a pintar juegos de té no lo hicieron porque fueran inestables! Y las otras primas que no habían obtenido los resultados esperados en las aptitudes y que, para sorpresa de sus progenitoras, fueron asignadas a puestos menores en el sacerdocio o en las artes. No, todo eso no indicaba ningún tipo de inestabilidad inherente a su casa. ¡Ni hablar! Y Seivarden no estaba en absoluto asustada o preocupada por el puesto que pudieran asignarle si volvía a presentarse a las aptitudes y por lo que eso querría decir acerca de su estabilidad. ¡Por supuesto que no!

—¿Inestable? —preguntó Strigan, que comprendió la palabra pero no el contexto.

—Las personas inestables carecen de fortaleza de carácter —le expliqué.

—¡Fortaleza de carácter! —La indignación de Strigan era evidente.

—Así es. —Yo no alteré mi expresión facial y la mantuve relajada y agradable, como había hecho durante la mayor parte de los últimos días—. Las ciudadanas de carácter débil se derrumban cuando se enfrentan a dificultades o situaciones de mucho estrés y, a veces, incluso precisan atención médica. Sin embargo, otras ciudadanas tienen mejores genes y nunca se derrumban. Puede que se retiren anticipadamente o que, durante unos años, se dediquen a sus intereses artísticos o espirituales. De hecho, los retiros de meditación prolongados son muy populares. Así es cómo se sabe si una familia es de posición elevada o no.

—En cualquier caso, vosotras, las radchaais sois muy buenas haciendo lavados de cerebro, ¿no? Al menos, eso he oído decir.

—Se llama reeducación —corregí yo—. Si Seivarden se hubiera quedado, la habrían ayudado.

—Pero, para empezar, tendría que haber reconocido que necesitaba ayuda.

No dejé ver si estaba a favor o en contra, pero pensé que tenía razón.

—¿Qué se puede conseguir con la… reeducación?

—Mucho, aunque, probablemente, buena parte de lo que usted haya oído contar sea una exageración —respondí yo—. No puede convertirlo a uno en lo que no es. Al menos, no para que resulte útil.

—Puede borrar los recuerdos.

—Yo diría que reprimirlos. Y también añadir nuevos. Uno tiene que saber lo que hace, si no podría causar graves daños a alguien.

—Desde luego.

Seivarden nos miraba con el ceño fruncido. Nos veía hablar, pero no entendía lo que decíamos.

Strigan esbozó una media sonrisa.

—Tú no eres producto de la reeducación.

—No —reconocí yo.

—Lo que hicieron contigo fue cirugía. Cortar unas cuantas conexiones, establecer otras nuevas, realizar algunos implantes… —Se interrumpió durante un instante y esperó mi respuesta, pero yo no dije nada—. Das bastante el pego; en general. La expresión y el tono de voz son siempre adecuados, pero se nota que son… estudiados. Siempre son una representación.

—¿Cree usted que ha resuelto el enigma? —le pregunté.

Resuelto no es la palabra correcta, pero estoy convencido de que eres un soldado cadáver. ¿Te acuerdas de algo?

—De muchas cosas —respondí sin perder mi tono de voz neutro.

—No, me refiero a cosas de antes.

Tardé casi cinco segundos en comprender a qué se refería.

—Esa persona está muerta.

De repente, Seivarden se levantó impulsivamente, atravesó la puerta interior y, por el ruido que se oyó, también la exterior.

Strigan la miró irse, soltó un breve suspiro y se volvió de nuevo hacia mí.

—La conciencia de uno mismo tiene una base neurológica. Una pequeña modificación y crees que no existes, pero sigues ahí. Yo creo que tú sigues ahí. ¿Por qué, si no, habrías de albergar ese extraño deseo de matar a Anaander Mianaai? ¿Por qué, si no, habrías de estar tan enfadada con él?

Ladeó la cabeza hacia la puerta. Seivarden estaba fuera y solo llevaba puesto un abrigo.

—Tomará el vehículo oruga —le advertí.

La niña y su madre habían tomado el aerodeslizador y habían dejado el vehículo oruga.

—No, no lo hará. Lo he inutilizado.

Hice un gesto de aprobación y Strigan volvió al tema del que estábamos hablando.

—Y también está la cuestión de la música. A juzgar por tu voz, no creo que fueras cantante, pero debías de ser músico, o la música te encantaba.

Pensé en soltar la risa de resentimiento que exigía la suposición de Strigan, pero no lo hice.

—No —contesté—, no es cierto.

—Pero sí que eres un soldado cadáver. En esto tengo razón.

Yo no contesté.

—De algún modo te has escapado… ¿O acaso eres de su nave, de la nave del capitán Seivarden?

—La Espada de Nathtas fue destruida. —Yo estaba allí. Estaba cerca. Relativamente. Vi cómo sucedía. Casi—. Y eso sucedió hace mil años —añadí.

Strigan miró hacia la puerta y luego a mí. Entonces frunció el ceño.

—No, no creo que fueras de su nave, creo que eres ghaonish, y ese sistema fue anexionado hace solo unos cuantos siglos, ¿no es así? Debería haberlo recordado. Por eso dices que eres del Gerentate, ¿no? De algún modo escapaste, pero yo puedo hacerte volver. Estoy convencido.

—Se refiere a que puede matarme, ¿no? Puede destruir mi conciencia de mí misma y reemplazarla por otra que usted apruebe.

Me di cuenta de que a Strigan no le gustó lo que dije. La puerta exterior se abrió y, a continuación, Seivarden cruzó la interior temblando.

—La próxima vez ponte el abrigo —le indiqué.

—¡Que te den! —Cogió una manta del camastro y se envolvió en ella. Todavía temblaba.

—Esa manera de hablar es muy intolerable, ciudadana —le advertí.

Por un instante, tuve la impresión de que iba a perder los estribos, pero pareció recordar enseguida lo que le sucedería si los perdía.

—Que te den —repitió, y se dejó caer en el banco más próximo.

—¿Por qué no lo dejaste donde lo encontraste? —me preguntó Strigan.

—Ojalá lo supiera.

Para ella se trataba de otro enigma, pero ese yo no lo había planteado intencionadamente; y tampoco conocía la respuesta. No sabía por qué me importaba si Seivarden se moría congelada en la nieve o no; no sabía por qué la había llevado conmigo; no sabía por qué me preocupaba si tomaba el vehículo oruga de otra persona y desaparecía o si se iba a pie hacia la inmensidad helada y se moría.

—¿Y a qué se debe tu enfado con él?

Eso sí que lo sabía y, a decir verdad, no era totalmente justo estar enfadada con ella, pero los hechos eran los que eran y mi enfado no desapareció.

—¿Por qué quieres matar a Anaander Mianaai? —me preguntó Strigan.

Seivarden volvió levemente la cabeza hacia nosotras. Al parecer, el nombre le resultaba familiar y había captado su atención.

—Se trata de un asunto personal.

—Personal —repitió Strigan con tono escéptico.

—Sí.

—Tú ya no eres una persona. Eso me lo has reconocido. Eres una pieza de un equipo. Un apéndice de la IA de una nave.

No dije nada y esperé a que ella reflexionara sobre sus propias palabras.

—¿Alguna nave ha perdido la razón? Quiero decir hace poco —me preguntó.

Las naves radchaais que se volvían locas eran un tema recurrente de los melodramas dentro y fuera del espacio radchaai, aunque las obras radchaais que trataban ese tema eran, en general, de carácter histórico. Cuando Anaander Mianaai asumió el control del espacio radchaai, las capitanas de algunas naves fueron apresadas o murieron. Varias de esas naves se autodestruyeron y corría el rumor de que otras, medio locas y desesperadas, todavía vagaban por el espacio después de tres mil años.

—No que yo sepa.

Probablemente, Strigan se mantenía informada acerca del Radch. Teniendo en cuenta lo que yo sabía que escondía y las consecuencias que sufriría si Anaander Mianaai lo descubría alguna vez, debía mantenerse informada por su propia seguridad. Potencialmente tenía toda la información que necesitaba para saber quién era yo, pero después de medio minuto, su cara reflejó duda y decepción.

—Ya veo que no vas a decirme, así sin más, quién eres.

Yo sonreí con calma y complacida.

—¿Qué diversión habría entonces?

Ella se rio. Por lo visto, mi respuesta le había parecido divertida. Lo consideré una señal esperanzadora.

—¿Y cuándo piensas irte? —me preguntó.

—Cuando me haya entregado el arma.

—No sé de qué me estás hablando.

Mentira. Era evidente que se trataba de una mentira.

—Su apartamento, en la estación de Dras Annia, está intacto. Por lo que yo sé, está tal y como usted lo dejó.

Los movimientos de Strigan se volvieron deliberados, ligeramente más lentos: sus parpadeos, sus respiraciones. Sacudió cuidadosamente la manga del abrigo con una mano.

—Ya me lo imagino.

—Me costó mucho entrar.

—Por cierto, ¿cómo ha conseguido todo ese dinero alguien como tú? —me preguntó.

Seguía estando tensa y disimulándolo, pero sentía verdadera curiosidad. Desde el principio había mostrado curiosidad.

—Trabajando —le contesté.

—Debía de ser un trabajo muy lucrativo.

—Y peligroso.

Yo había arriesgado la vida para conseguirlo.

—¿Y el icono?

—Está relacionado con el trabajo. —Yo no quería hablar de aquello—. ¿Qué tengo que hacer para conseguir que me dé el arma? ¿El dinero no es suficiente?

Yo tenía más en otro lugar, pero no iba a ser tan estúpida de confesarlo.

—¿Qué viste en mi apartamento? —me preguntó Strigan con rabia y curiosidad en la voz.

—Un enigma en el que faltaban piezas.

Yo había deducido la existencia y la naturaleza de esas piezas correctamente. Debía de ser así, porque allí estaba, y Arilesperas Strigan también.

Ella volvió a reírse.

—Tú también eres un enigma para mí. Escúchame. —Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en los muslos—. No puedes matar a Anaander Mianaai. Desearía, por todo lo que es bueno, que fuera posible, pero no lo es. Aunque…, aunque tuviera lo que crees que tengo, no podrías matarlo. Me dijiste que veinticinco de esas armas no fueron suficientes…

—Veinticuatro —corregí.

Sacudió una mano como quitándole importancia.

—Esas armas no fueron suficientes para mantener a los radchaais alejados de Garsedd. ¿Por qué crees que una sola hará algo más que causarles una leve molestia?

Ella lo sabía, si no, no habría huido de su casa ni les habría pedido a las asesinas locales que se encargaran de mí antes de que la encontrara.

—¿Y por qué estás tan decidida a hacer algo tan descabellado? Todo el mundo que no es del Radch odia a Anaander Mianaai. Si, por algún milagro, muriera, las celebraciones durarían cien años, pero no ocurrirá. Y, desde luego, no ocurrirá gracias a una persona insensata con un arma. Estoy convencido de que tú lo sabes. Probablemente, lo sabes mejor que yo.

—Es verdad.

—¿Entonces, por qué quieres intentarlo?

La información es poder. La información es seguridad. Los planes elaborados con una información defectuosa pueden resultar fatales. El éxito o el fracaso dependerán, simplemente, del azar. Cuando me enteré de que tenía que encontrar a Strigan y conseguir que me diera el arma, supe que ese sería uno de esos momentos inciertos. Si contestaba la pregunta de Strigan, si le contestaba sinceramente, como ella quería, le daría un arma que podría utilizar en mi contra. Seguramente, se haría daño en el proceso, pero yo sabía que eso no tenía por qué ser un impedimento.

—A veces… —empecé, pero entonces me corregí—. Con frecuencia, cuando alguien averigua cómo es la religión radchaai, se pregunta: «Si todo lo que sucede es por voluntad de Amaat, si no puede ocurrir nada que no sea designio de Dios, ¿por qué molestarse en hacer nada?».

—Buena pregunta.

—No especialmente.

—¿Ah, no? Entonces respóndeme, ¿por qué molestarse en hacer nada?

—Yo soy como Anaander Mianaai me hizo —le contesté—. Y Anaander Mianaai es como la hicieron. Las dos haremos las cosas para las que fuimos hechas, las cosas que se supone que debemos hacer.

—Dudo mucho que Anaander Mianaai te hiciera para que lo mataras.

Cualquier respuesta por mi parte dejaría ver más de lo que yo deseaba revelar, de momento.

—Y yo estoy hecho para exigir respuestas —continuó Strigan después de un segundo y medio de silencio—. Es la voluntad de Dios.

Hizo un gesto con la mano izquierda que indicaba: «No es culpa mía».

—¿Admite usted tener el arma?

—Yo no admito nada.

Estaba en un callejón sin salida y a ciegas. Tenía que tomar una decisión a vida o muerte y no sabía cuál sería el resultado. Mi única otra alternativa era abandonar, pero ¿cómo podía abandonar en aquel momento?, ¿después de tanto tiempo?, ¿después de todo lo que había hecho? Además, hasta entonces había arriesgado tanto o más que en aquel instante y había llegado hasta allí.

Strigan tenía que tener el arma. ¡Seguro que la tenía! Pero ¿cómo conseguir que me la diera? ¿Qué podía hacer para convencerla?

—Dímelo —me apremió Strigan mientras me miraba atentamente.

Sin duda, gracias a sus implantes médicos, percibía las fluctuaciones de la presión sanguínea, mi temperatura y mi respiración, y era consciente de mis dudas y mi frustración.

—Dime por qué quieres matarlo.

Cerré los ojos y experimenté la desorientación que me producía no ver a través de los múltiples ojos que había tenido antiguamente. Volví a abrirlos, respiré hondo y se lo conté.