18

Era imposible que la teniente Skaaiat me reconociera. Ajena al hecho de que yo la conocía, hizo una leve reverencia. Me extrañó verla vestida de azul oscuro y mucho más comedida y seria que cuando la conocí en Ors.

La inspectora jefe de una estación tan concurrida como aquella probablemente nunca subía a bordo de las naves que sus subordinadas inspeccionaban, pero la inspectora jefe Skaaiat lucía casi tan pocos adornos como su asistente. Una larga ristra de joyas azules y verdes le recorría el tronco desde el hombro hasta la cadera del lado opuesto y de su oreja colgaba una piedra preciosa roja; aparte de eso, la cantidad de insignias de amigas, amantes y familiares muertas que adornaba la chaqueta de su uniforme era similar a la de su asistente, aunque las suyas eran claramente más caras. Una sencilla medalla dorada colgaba del puño de su manga derecha, justo al lado del borde del guante. La localización indicaba que era un recordatorio de algo y que pretendía que fuera visible tanto para ella como para los demás. Parecía barata, hecha a máquina. No era el tipo de objeto que ella llevaría.

Hizo una reverencia.

—Ciudadana Seivarden. Honorable Breq. Por favor, siéntense. ¿Desean un té?

Incluso después de veinte años, seguía siendo elegante de natural.

—Su asistente ya nos ha ofrecido té, gracias, inspectora jefe —le contesté.

La inspectora jefe Skaaiat me miró durante un instante y luego miró a Seivarden. Tuve la impresión de que estaba ligeramente sorprendida. Había nombrado a Seivarden primero porque había considerado que era la persona más importante de las dos. Yo tomé asiento. Seivarden titubeó y luego se sentó a mi lado manteniendo los brazos cruzados para esconder las manos desnudas.

—Quería conocerla personalmente, ciudadana —dijo la inspectora jefe Skaaiat después de sentarse ella también—. Privilegios del cargo. No se da la oportunidad de conocer a alguien de mil años de edad todos los días.

Seivarden esbozó una leve y tensa sonrisa.

—Por supuesto —corroboró.

—Y pensé que no era apropiado que Seguridad la arrestara en el muelle… —Hizo un gesto conciliador y la insignia de su puño brilló—. La verdad es que tiene algún que otro problema legal, ciudadana.

Seivarden se relajó, aunque no del todo: bajó los hombros y destensó la mandíbula. Para quien no la conociera, los cambios apenas fueron visibles. El acento de Skaaiat y su tono levemente cortés estaban surtiendo efecto.

—Lo sé —reconoció Seivarden—. Pero tengo la intención de apelar.

—¿Así que la cosa no está clara?

La voz de la inspectora jefe sonó forzada, formal. Aquella pregunta no era una pregunta. De todos modos, Seivarden no contestó y Skaaiat continuó:

—Yo puedo acompañarla a las oficinas de palacio y así no se verá mezclada con Seguridad.

¡Claro que podía! Seguro que ya había acordado esa posibilidad con la jefa de Seguridad.

—Se lo agradeceré. —Seivarden habló como la persona que había sido, algo que yo no le había visto hacer durante el último año—. ¿Puedo pedirle que me ayude a ponerme en contacto con la jefa de la casa Geir?

Supuestamente, la casa Geir podía tener cierta responsabilidad sobre la última miembro de la casa que había absorbido. La odiada Geir había asumido el control de su enemiga, la casa Vendaai, la casa de Seivarden. Las relaciones entre la casa Vendaai y la Awer no habían sido mejores que entre la primera y la Geir, pero supuse que la petición constituía un indicio de lo desesperada y sola que Seivarden se sentía.

—¡Vaya! —dijo la inspectora jefe Skaaiat con leve gesto de pena—. Me temo que la relación entre Awer y Geir no es tan próxima como antes, ciudadana. Unos doscientos años atrás se produjo un intercambio de herederas y la prima Geir se mató.

El verbo que la inspectora jefe Skaaiat utilizó implicaba que no se había tratado de un suicidio aprobado y con intervención médica, sino de algo ilícito y turbio.

—La prima Awer se volvió loca y huyó. Después supimos que se unió a una secta en algún remoto lugar —terminó la inspectora.

Seivarden resopló con ironía.

—¡Típico!

La inspectora jefe Skaaiat arqueó una ceja. Luego añadió con voz comedida:

—Aquello les dejó mal sabor de boca a las dos familias y mis contactos con Geir no son como cabría esperar, así que puede que mi intervención le sirva de ayuda… o todo lo contrario. Además, sus responsabilidades hacia usted podrían ser… difíciles de determinar. De todos modos, quizá la conexión le resulte útil en la apelación.

Seivarden hizo un gesto de renuncia: levantó ligeramente un codo, pero mantuvo los brazos cruzados con determinación.

—No parece que valga la pena.

El gesto de la inspectora jefe Skaaiat fue ambivalente.

—En cualquier caso, aquí recibirá cobijo y alimentos, ciudadana. —Se volvió hacia mí—. ¿Y usted, honorable? ¿Está aquí como turista?

—Sí. —Sonreí con la confianza de parecer una verdadera turista del Gerentate.

—Está usted muy lejos de su hogar. —La inspectora jefe Skaaiat sonrió con amabilidad, como si su comentario no tuviera importancia.

—Hace mucho tiempo que viajo.

Lógicamente, ella, y también otras personas, sentían curiosidad por mí. Al fin y al cabo, yo había llegado con Seivarden. La mayoría de las ciudadanas de la estación no reconocerían su nombre, pero las que lo hicieran se sentirían atraídas por el sorprendente e improbable hecho de que apareciera después de mil años y porque estaba relacionada con un suceso tan notorio como el de Garsedd.

Sin borrar su amable sonrisa, la inspectora jefe Skaaiat me preguntó:

—¿Está buscando algo, evitando algo o simplemente le gusta viajar?

—Supongo que me gusta viajar —contesté con un gesto ambiguo.

Al oír el tono de mi voz, la inspectora jefe Skaaiat entornó levemente los ojos y alrededor de su boca los músculos experimentaron una tensión casi imperceptible. Por lo visto, creía que yo estaba ocultando algo y eso hacía que sintiera más interés y curiosidad por mí que antes.

Me pregunté por qué le había contestado como lo había hecho. Entonces fui consciente de que el hecho de que la inspectora jefe Skaaiat estuviera allí constituía un grave peligro para mí, pero no porque pudiera reconocerme, sino porque yo la había reconocido a ella; porque ella estaba viva y la teniente Awn no; porque a la teniente Awn le habían fallado todas las personas de su rango. Incluso yo le había fallado y, sin duda, si hubieran puesto a prueba a la entonces teniente Skaaiat, también le habría fallado; y la teniente Awn lo sabía.

Yo corría el peligro de que mis emociones influyeran en mi comportamiento. Ya lo habían hecho. Siempre lo hacían. Pero nunca había estado cara a cara con Skaaiat Awer hasta entonces.

—Mi respuesta es ambigua, lo sé. —Utilicé el mismo gesto conciliador que la inspectora había utilizado antes—. Nunca me he preguntado por qué me gusta viajar. Una vez, de niña, mi abuela me contó que mis primeros pasos le indicaron que había nacido para visitar otros lugares. Y me lo repitió innumerables veces a lo largo de mi vida. Yo siempre he creído que tenía razón.

La inspectora jefe Skaaiat asintió.

—En cualquier caso, sería una lástima decepcionar a su abuela. Su radchaai es muy bueno.

—Mi abuela siempre me animó a estudiar idiomas.

La inspectora jefe Skaaiat se echó a reír. Casi como yo recordaba que se reía en Ors, pero con aquel rastro de seriedad que había percibido antes.

—Discúlpeme, honorable, pero ¿tiene usted guantes?

—Quería comprarme unos antes de embarcar, pero decidí esperar y comprar el tipo adecuado. Esperaba que, al ser una forastera no civilizada, me perdonarían que llevara las manos desnudas al llegar.

—Hay argumentos a favor en ambos sentidos —dijo la inspectora jefe Skaaiat sin abandonar su sonrisa y un poco más relajada que momentos antes—. Sin embargo… —Su actitud se volvió más seria—. A pesar de que habla muy bien el radchaai, no sé hasta qué punto comprende otras cuestiones.

Yo arqueé una ceja.

—¿Qué cuestiones?

—No quisiera ser descortés, honorable, pero parece que la ciudadana Seivarden no dispone de dinero.

Seivarden, que estaba a mi lado, volvió a ponerse tensa. Apretó la mandíbula y se tragó lo que estaba a punto de decir.

—Las progenitoras les compran ropa a sus hijas —continuó la inspectora jefe Skaaiat—. Los templos proporcionan guantes a sus asistentes: a las portadoras de flores, de agua y demás ayudantes. Así debe ser, porque todo el mundo debe lealtad a Amaat. Sin embargo, aunque gracias a su solicitud de entrada yo sé que ha empleado a la ciudadana Seivarden como sirvienta, si…

—¡Ah! —Entonces la comprendí—. Si le compro guantes a la ciudadana Seivarden, porque es evidente que los necesita, parecerá que le estoy ofreciendo clientelismo.

—Exacto —confirmó la inspectora jefe Skaaiat—. Si esa fuera su intención, no pasaría nada, pero no creo que en el Gerentate exista esta práctica y, sinceramente…

Titubeó. Estaba claro que volvía a estar en terreno delicado. Acabó la frase:

—Y, sinceramente, su situación legal, que ya de por sí es difícil, podría verse perjudicada si se la asocia a una forastera.

Por costumbre, yo era inexpresiva. Podía hacer que mi voz no reflejara la rabia que sentía. Podía hablar con la inspectora jefe Skaaiat como si ella no hubiera tenido ninguna relación con la teniente Awn, como si la teniente Awn no hubiera sentido ansiedad, miedos y esperanzas cuando esperaba que la teniente Skaaiat le ofreciera clientelismo.

—Aunque sea una forastera rica —añadí yo.

—No creo que yo lo hubiera expresado de esa manera —empezó la inspectora jefe Skaaiat.

—Le daré algo de dinero ahora mismo. Supongo que eso solucionará el problema —repuse yo.

—¡No! —exclamó Seivarden con un tono de voz agudo. Estaba enfadada—. No necesito dinero. Todas las ciudadanas merecen que sus necesidades básicas estén cubiertas y la ropa es una necesidad básica. Obtendré lo que necesito.

Al ver la mirada sorprendida e inquisitiva de la inspectora jefe Skaaiat, Seivarden continuó:

—Breq tiene buenas razones para no haberme dado dinero.

La inspectora tenía que saber qué significaba esto.

—No pretendo sermonearla, ciudadana —dijo—, pero si ese es el caso, ¿por qué no pedir a Seguridad que la acompañe al Departamento Médico? Entiendo que usted sea reacia a… ello. —No resultaba fácil hablar cortésmente de la reeducación—. Pero la verdad es que podría facilitarle las cosas. Así lo ha hecho con muchas personas.

Un año atrás, yo habría supuesto que, al oír esta sugerencia, Seivarden perdería los estribos, pero algo había cambiado en ella durante ese tiempo, de modo que solo contestó con cierta irritabilidad:

—No.

La inspectora jefe me miró y yo levanté una ceja y un hombro, como si dijera: «Ella es así».

—Breq ha sido muy paciente conmigo —afirmó Seivarden sorprendiéndome todavía más—. Y muy generosa. —Me miró—. No necesito dinero.

—Lo que tú quieras —le contesté.

La inspectora jefe Skaaiat había prestado gran atención a nuestra conversación mientras mantenía el ceño levemente fruncido. Pensé que no solo sentía curiosidad por saber quién era yo, sino también por lo que significaba para Seivarden.

—Bueno —dijo—, permitan que las acompañe al palacio. Honorable Breq Ghaiad, me encargaré de que envíen el equipaje a su alojamiento.

Se puso de pie.

Yo la imité y Seivarden también. Seguimos a la inspectora jefe al despacho anterior, que ahora estaba vacío. Teniendo en cuenta la hora que era, Daos Ceit (tenía que recordar que ahora era la inspectora adjunta Ceit) probablemente ya había acabado su jornada laboral. En lugar de llevarnos a través de las oficinas situadas en la parte delantera, la inspectora jefe Skaaiat nos condujo por un pasillo trasero hasta una puerta que se abrió sin el menor movimiento por su parte. Sin duda la puerta se abrió por iniciativa de la estación, la IA que dirigía aquel lugar, la IA que era aquel lugar y que seguía los pasos de la inspectora jefe de sus muelles con atención.

—¿Estás bien, Breq? —me preguntó Seivarden mientras me miraba intrigada y con preocupación.

—Sí —le mentí yo—. Solo un poco cansada. Ha sido un día muy largo.

Estaba segura de que mi expresión no había cambiado, pero Seivarden había percibido algo en mí.

El pasillo continuaba al otro lado de la puerta y conducía a una hilera de ascensores. Uno de ellos se abrió cuando llegamos y a continuación se cerró y se movió sin que la inspectora jefe hiciera ninguna señal. La estación sabía adónde quería ir la inspectora jefe Skaaiat, que resultó ser la explanada principal.

Cuando las puertas del ascensor volvieron a abrirse, nos encontramos con una vista amplia y deslumbrante: una avenida pavimentada con piedras negras veteadas en blanco que medía setecientos metros de largo y veinticinco de ancho. El techo estaba situado a sesenta metros de altura. Justo delante de nosotras estaba el templo. Los escalones no eran verdaderos escalones, sino un área señalizada en el pavimento con piedras rojas, verdes y azules. Cualquier acto realizado en los escalones del templo tenía, potencialmente, una relevancia legal. La entrada del templo tenía una altura de cuarenta metros y una anchura de ocho, y estaba enmarcada con coloridas representaciones de cientos de diosas, muchas con forma humana, otras no. Justo en el interior, había una pila para que las fieles se lavaran las manos; un poco más allá había recipientes llenos de flores de diversos tonos amarillos, naranjas y rojos, y unos cestos con trocitos de incienso. Tanto las flores como el incienso se podían comprar como ofrendas.

A ambos lados de la explanada había tiendas, oficinas, bancos, balcones con enredaderas que caían hacia el suelo y otros tipos de plantas. A aquella hora, cuando la mayoría de las radchaais estarían cenando, cientos de ciudadanas paseaban por allí o charlaban. Muchas vestían uniforme: blanco las empleadas del Departamento de Traducción; marrón claro las del Cuerpo de Seguridad de la estación; marrón oscuro las militares; verde las del Departamento de Horticultura; azul claro las del Departamento de Administración. Otras no iban uniformadas, pero todas iban adornadas con joyas resplandecientes. Todas eran absolutamente civilizadas. Vi que una auxiliar seguía a su capitana al interior de una abarrotada tetería y me pregunté qué nave era, qué naves había en la estación. Pero no podía solicitar aquella información, porque no era el tipo de cosas por la que Breq del Gerentate se interesaría.

De repente, y solo por un instante, las vi a todas a través de los ojos de una extranjera: una multitud arremolinada de personas de un desconcertante género ambiguo. Vi todos los rasgos que eran indicadores de sexo para las no radchaais y que, para mi inconveniencia y fastidio, eran diferentes en cada lugar. Cabello corto o largo; suelto (cayendo en cascada por la espalda o rizado y voluminoso alrededor de la cabeza) o recogido en una cola, en forma de trenza o en un moño con alfileres. Cuerpos gordos o delgados. Caras de facciones delicadas o toscas; con cosméticos o sin ellos. Una profusión de colores que habrían constituido una indicación de género en otros lugares. Todo ello combinado, de forma aleatoria, con unos cuerpos que tenían, o no, curvas en la zona de los pechos y las caderas; con unos cuerpos que, en determinado momento, se movían de una forma que algunas forasteras no radchaais considerarían femenina y, al siguiente, masculina. Veinte años de esfuerzos me dominaron y, durante un instante, me desesperó la posibilidad de tener que elegir el pronombre y el tratamiento correcto en cada caso. Pero allí no era necesario, podía dejar atrás aquella preocupación: un pequeño pero molesto peso con el que había cargado todos aquellos años. Ahora estaba en mi hogar.

No obstante, aunque fuera mi hogar, nunca lo había sido realmente. Me había pasado la vida colaborando en anexiones, en estaciones que estaban en el proceso de convertirse en estaciones como esta, pero me marchaba antes de que lo consiguieran para volver a iniciar el proceso en otro sitio. Esta estación era el tipo de lugar del que procedían mis oficiales y al que, a la larga, regresaban. El tipo de lugar en el que yo no había estado nunca y que, a pesar de todo, me resultaba muy familiar. Lugares como este eran, en cierto sentido, la razón de mi existencia.

—Por aquí el camino es un poco más largo, pero la vista es impresionante —declaró la inspectora jefe Skaaiat.

—Lo es —asentí yo.

—¿Por qué todo el mundo viste chaqueta? —preguntó Seivarden—. Este tema ya me intrigó antes. En el último lugar, todo el mundo vestía abrigos que llegaban hasta la rodilla, pero aquí o visten chaqueta o abrigos hasta el suelo. Y los cuellos… no son normales.

—En los otros lugares en los que hemos estado, la moda no te preocupaba —repuse.

—Los otros lugares eran el extranjero. Se suponía que no eran mi hogar —replicó Seivarden, irritada.

La inspectora jefe Skaaiat sonrió.

—Supongo que, con el tiempo, se acostumbrará. El palacio propiamente dicho está por aquí.

La seguimos a través de la explanada. La ropa no civilizada y las manos desnudas de Seivarden y mías atrajeron algunas miradas curiosas y molestas. Llegamos a la entrada del palacio, que estaba señalizada por un mero listón negro situado encima de la puerta.

—Estaré bien —dijo Seivarden como si yo hubiera dicho algo—. Cuando haya terminado, me reuniré contigo.

—Te esperaré.

La inspectora jefe Skaaiat contempló a Seivarden mientras entraba en el edificio y, luego, me dijo:

—Honorable Breq, desearía comentarle algo.

Yo asentí con un gesto y ella continuó:

—Está usted muy preocupada por la ciudadana Seivarden. Lo comprendo y esto dice mucho de usted en el buen sentido, pero no tiene por qué preocuparse por su bienestar. El Radch cuida de sus ciudadanas.

—Dígame, inspectora jefe, si Seivarden perteneciera a una casa humilde y hubiera salido del Radch sin la correspondiente licencia, si hubiera hecho lo que hizo, sea lo que sea porque, para serle sincera, no sé si hizo algo, pero fuera alguien que usted no hubiera oído nombrar y perteneciera a una casa que usted no hubiera oído mencionar ni de la que conociera la historia, ¿la habrían recibido cortésmente en el muelle, la habrían invitado a tomar té y la habrían escoltado hasta el palacio para que presentara su apelación?

La inspectora jefe levantó la mano derecha apenas un milímetro y la pequeña y extraña medalla dorada emitió un destello y dijo:

—Ella ya no disfruta de esa posición social. De hecho, está arruinada y sin casa. —No dije nada, solo la miré—. Pero tiene usted algo de razón en lo que ha dicho. Si no hubiera sabido quién era, no habría hecho nada por ella, aunque, seguramente, incluso en el Gerentate las cosas funcionan así, ¿no es cierto?

Forcé una leve sonrisa con la confianza de causarle una impresión mejor de la que, probablemente, le había causado hasta entonces.

—Así es.

La inspectora jefe guardó silencio durante un instante mientras me miraba y reflexionaba sobre algo, aunque no pude deducir el qué. Hasta que me preguntó:

—¿Tiene usted la intención de ofrecerle clientelismo?

Si yo hubiera sido radchaai, la pregunta habría sido extraordinariamente grosera. De todos modos, cuando la conocí, Skaaiat Awer a menudo decía cosas que la mayoría de las radchaais callaban.

—¿Cómo podría hacer algo así? Yo no soy radchaai y en el Gerentate no establecemos ese tipo de contratos.

—No, no lo hacen —contestó la inspectora jefe Skaaiat. Categórica—. No me imagino lo que es despertarse de repente después de mil años y descubrir que una ha perdido su nave en un incidente notorio y que todas sus amigas han muerto y su casa ha desaparecido. Quizá yo también habría huido. Seivarden necesita encontrar un lugar al que pertenezca. A ojos radchaais, parece que eso es precisamente lo que está ofreciéndole.

—¿Le preocupa que le esté dando a Seivarden falsas expectativas?

Pensé en Daos Ceit y en aquella insignia preciosa y sumamente cara de perla y platino que no era una señal de clientelismo.

—No sé qué expectativas tiene la ciudadana Seivarden. Es solo que… usted actúa como si fuera responsable de ella. A mí me parece fuera de lugar.

—¿Si yo fuera radchaai, también le parecería fuera de lugar?

—Si usted fuera radchaai, actuaría de forma diferente.

La tensión de su mandíbula indicaba que estaba enfadada, pero que intentaba ocultarlo.

—¿Qué nombre figura en esa medalla?

Mi pregunta no fue intencionada y surgió con más brusquedad de lo que era políticamente correcto.

—¿Qué?

La inspectora jefe, intrigada, frunció el ceño.

—La medalla que lleva en la manga derecha. Es distinta a todas las demás.

«¿Qué nombre figura en ella? —deseé preguntarle de nuevo—. ¿Qué ha hecho usted por la hermana de la teniente Awn?».

La inspectora jefe Skaaiat parpadeó varias veces y retrocedió un poco, casi como si yo la hubiera golpeado.

—Es una medalla conmemorativa, por la muerte de una amiga.

—Y, ahora, está pensando en ella. No para de mover la muñeca, de volverla hacia usted. Lleva haciéndolo varios minutos.

—Pienso en ella a menudo. —Cogió aire y lo soltó. Y volvió a inspirar—. Creo que no estoy siendo justa con usted, Breq Ghaiad.

Lo sabía. A pesar de no haberlo leído, sabía qué nombre figuraba en la medalla. ¡Lo sabía! Aunque no estaba segura de si el hecho de saberlo hacía que me sintiera mejor respecto a la inspectora jefe Skaaiat o mucho, mucho peor. En aquel momento, yo corría peligro hasta un punto que no había previsto, que nunca había soñado que pudiera ocurrir. Ya había dicho cosas que nunca debería haber dicho; y estaba a punto de decir más. Allí delante estaba la única persona que había visto en los últimos y largos veinte años que podía saber quién era yo. La tentación de gritar, «¡Mire, teniente, soy yo, soy la Justicia de Toren!», era abrumadora.

En lugar de eso, dije con sumo cuidado:

—Estoy de acuerdo con usted en que Seivarden necesita encontrar un hogar, lo que ocurre es que yo no confío en el Radch como usted; ni como ella.

La inspectora jefe Skaaiat abrió la boca para contestarme, pero la voz de Seivarden interrumpió lo que iba a decir.

—¡No he tardado mucho!

Seivarden se acercó a mí, me miró y frunció el ceño.

—La pierna vuelve a molestarte, ¿no? Tienes que sentarte.

—¿La pierna? —preguntó la inspectora jefe Skaaiat.

—Se trata de una vieja herida que no se curó del todo —le expliqué.

Me alegró que, en aquel momento, Seivarden atribuyera cualquier inquietud que percibiera en mí al dolor de la pierna. Si la estación me estaba observando, también lo atribuiría a eso.

—Ha sido un día muy largo para usted y yo la he tenido aquí de pie. He sido muy descortés. Por favor, discúlpeme, honorable —se excusó la inspectora jefe Skaaiat.

—Por supuesto.

Contuve las palabras que querían salir de mi boca a continuación y me volví hacia Seivarden.

—Entonces, ¿cómo están las cosas ahora?

—He solicitado la apelación y, en cuestión de días, me adjudicarán una fecha —me contestó—. También he dado tu nombre para que intervengas en el proceso.

La inspectora jefe Skaaiat arqueó una ceja y Seivarden añadió:

—Breq me salvó la vida; en más de una ocasión.

A lo que la inspectora jefe nos advirtió:

—Probablemente no le concederán la audiencia hasta dentro de unos meses.

—Mientras tanto —continuó Seivarden, y asintió con un leve gesto sin descruzar los brazos—, me han asignado un alojamiento, estoy en la lista de racionamiento y dispongo de quince minutos para presentarme en la oficina de suministros más cercana para que me den algo de ropa.

Le habían proporcionado un alojamiento. Bueno, si el hecho de que Seivarden hubiera viajado conmigo le había parecido mal a la inspectora jefe, sin duda y por las mismas razones, también le parecería mal a Seivarden. Sin embargo, aunque ya no era mi sirvienta, había solicitado que yo la acompañara a la audiencia y me recordé a mí misma que eso era lo importante.

—¿Quieres que te acompañe? —le pregunté.

Aunque, en realidad, no deseaba acompañarla. Lo que quería era estar sola y tranquilizarme.

—Estaré bien. Tú tienes que recuperarte y dejar que la pierna descanse. Te veré mañana. Inspectora jefe, ha sido un placer conocerla.

Seivarden hizo una reverencia al estilo que le correspondía a alguien de su rango social. La inspectora jefe le devolvió el mismo tipo de reverencia y Seivarden se marchó.

Yo me volví hacia la inspectora jefe Skaaiat.

—¿Dónde me recomienda que me aloje?

Media hora después, estaba, tal como había deseado, sola en mi habitación. El lugar era caro y estaba un poco apartado de la explanada principal. Mi habitación era increíblemente lujosa. Medía cinco metros cuadrados, el suelo era de un material que casi podría haber sido madera de verdad y las paredes estaban pintadas de azul oscuro. Había una mesa, varias sillas y, en el suelo, un proyector de imágenes. Muchas radchaais, aunque no todas, contaban con implantes ópticos y auditivos que les permitían presenciar espectáculos, escuchar música o enviar y recibir mensajes directamente. Sin embargo, a la gente todavía le gustaba ver espectáculos en compañía y algunas personas muy ricas consideraban que quitarse esos implantes constituía un signo de distinción.

Al tacto, la manta de la cama parecía de lana de verdad y no de un material sintético. Pegado a una de las paredes, había un camastro plegado para una sirvienta, algo que, por supuesto, yo ya no tenía. La habitación también disponía de su propio, aunque diminuto, lavabo. Eso constituía un lujo increíble en el Radch y, en aquellos momentos, para mí suponía una verdadera necesidad debido al arma y la munición que llevaba sujetas al cuerpo, debajo de la camisa. Los escáneres de la estación no las habían detectado ni lo harían, pero resultaban visibles a los ojos humanos. Si las dejaba en la habitación y alguien la registraba, las encontraría y, por supuesto, no podía dejarlas en el vestuario de un baño público.

En la pared, cerca de la puerta, había una consola que me permitiría acceder a las comunicaciones y a la estación; y también permitiría que la estación me observara, aunque estaba convencida de que ella disponía de otros medios para examinar el interior de la habitación. Estaba de regreso en el Radch. Nunca sola. Nunca en privado.

Mi equipaje llegó al cabo de cinco minutos de haber entrado yo en la habitación y, al mismo tiempo, llegó una bandeja con cena de un restaurante cercano que consistía en hortalizas y pescado que todavía humeaban y olían a especias.

Siempre existía la posibilidad de que nadie estuviera observándome, pero lo cierto es que cuando abrí el equipaje vi claramente que alguien lo había registrado. Quizá porque era una forastera. Quizá no.

Saqué mi termo de té, las tazas y el icono de Ella, la que surgió del lirio, y los dejé sobre la mesita que había junto a la cama. Utilicé un litro de mi asignación de agua para llenar el termo y me senté a comer. El sabor del pescado era tan delicioso como su olor y mejoró ligeramente mi estado de ánimo. Al menos, después de comérmelo y de tomar una taza de té, me sentí más capaz de enfrentarme a mi situación.

Sin duda, la estación podía ver a muchas de sus residentes con la misma intimidad que yo veía a mis oficiales en tiempos remotos. Al resto, incluida yo, no nos percibía con tanto detalle. La temperatura, el ritmo cardíaco, la respiración, esas variables apenas podían compararse con el flujo de datos que recibía de residentes monitorizadas más de cerca, pero, aun así, constituían una gran cantidad de información. Si añadimos a eso un conocimiento pormenorizado de la persona observada, como su historia o su entorno social, podríamos decir que la estación casi podía leer las mentes.

Casi. En realidad, no podía leer los pensamientos. Además, la estación no conocía mi historia, no tenía experiencia anterior conmigo. Podía percibir señales de mis emociones, pero no disponía de mucha información para deducir, con exactitud, por qué me sentía de determinada manera. Sí que era verdad que la cadera me dolía. Y lo que la inspectora jefe Skaaiat me había dicho había sido, según las normas radchaais, muy descortés. Si hubiera reaccionado con rabia, algo que la estación y también Anaander Mianaai habrían percibido si me hubieran estado observando, les habría parecido totalmente natural. Lo único que podían hacer era deducir qué era lo que me había hecho enfadar. En aquel momento podía representar el papel de viajera agotada y dolorida por una vieja herida que lo único que necesitaba era comida y descanso.

¡La habitación estaba tan silenciosa! Ni siquiera cuando Seivarden se recluía en sí misma, el silencio me había resultado tan opresivo como en aquel momento. No me había acostumbrado a la soledad tanto como creía. Al pensar en Seivarden, de repente me di cuenta de algo que allí, en la explanada y ciega de rabia contra Skaaiat Awer, no había percibido. Antes había considerado que la inspectora jefe Skaaiat era la única persona con la que me había encontrado durante los últimos veinte años que podía reconocerme, pero esto no era así. Seivarden también podía reconocerme.

Pero la teniente Awn nunca habría esperado nada de Seivarden, nunca se habría sentido herida o decepcionada por ella. Si se hubieran conocido, seguramente, Seivarden le habría dejado claro su desdén, y la teniente Awn se habría mostrado fríamente cortés, pero con una rabia de fondo que yo habría percibido. Sin embargo, nunca habría experimentado el tremendo desaliento y dolor que sentía cuando la entonces teniente Skaaiat la trataba, sin darse cuenta, con suficiencia.

De todos modos, quizá me equivocaba al pensar que mis reacciones hacia ellas, Skaaiat Awer y Seivarden Vendaai, eran muy diferentes. De hecho, ya me había puesto en peligro una vez debido a la rabia que Seivarden me había producido. En aquel momento, me resultaba difícil aclarar mis ideas. Además, tenía que representar un papel por si alguien me estaba observando. Tenía que ofrecer aquella imagen de mí que había construido minuciosamente durante el trayecto a la estación. Dejé la taza vacía junto al termo de té, me arrodillé en el suelo delante del icono, lo que hizo que mi cadera protestara un poco, y empecé a rezar.