5

Cuando Seivarden se despertó estaba inquieta e irritable. Me preguntó dos veces quién era yo y en tres ocasiones se quejó de que mi respuesta, que en cualquier caso era mentira, no le daba información significativa para ella.

—No conozco a nadie llamada Breq y no te había visto en toda mi vida. ¿Dónde estoy?

En ningún lugar.

—Estás en Nilt.

Se cubrió los hombros desnudos con una manta y, después, volvió a quitársela con malhumor y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Nunca había oído hablar de Nilt. ¿Cómo he acabado aquí?

—No tengo ni idea.

Dejé el plato de comida que sostenía en el suelo, delante de ella.

Seivarden agarró la manta otra vez.

—No quiero comer.

Hice un gesto de indiferencia. Mientras ella dormía, yo había comido y descansado.

—¿Te ocurre a menudo?

—¿El qué?

—Despertarte y descubrir que no sabes dónde estás, con quién ni cómo has llegado ahí.

Ella se cubrió con la manta, volvió a quitársela y se frotó los brazos y las muñecas.

—Me ha ocurrido un par de veces.

—Me llamo Breq y procedo del Gerentate. —Ya se lo había contado, pero sabía que volvería a preguntármelo—. Te encontré hace dos días delante de una taberna. No sé cómo llegaste allí. Si no te hubiera ayudado, habrías muerto. Si era eso lo que querías, lo siento.

Por alguna razón, mis palabras la enojaron.

—¡Qué encantadora eres, Breq del Gerentate!

Lo dijo con un tono de voz despectivo. Era irracional y chocante oírla hablar con aquel tono de voz tal y como estaba: sin el uniforme, desnuda y despeinada.

Su actitud me hizo enfadar. Yo sabía por qué me enfadaba, pero también sabía que, si osaba explicárselo, ella, sin duda, me contestaría con más desprecio, y eso todavía me enojaría más. Mantuve la expresión facial neutra, aunque ligeramente amable, que había empleado con ella desde que se despertó y repetí el gesto de indiferencia que había hecho momentos antes.

Yo había sido la primera nave en la que Seivarden sirvió. Cuando llegó, acababa de terminar su formación, tenía diecisiete años y se encontró de lleno en la recta final de una anexión. Le ordenaron que vigilara una hilera de prisioneras. Eran diecinueve, y, a la espera de ser evaluadas, aguardaban, temblando y agachadas, en un frío túnel excavado en la piedra marrón rojiza que había debajo de la superficie de una pequeña luna.

En realidad, era yo quien montaba guardia; siete yos repartidas a lo largo del túnel y con las armas preparadas. En aquella época, la extremadamente joven Seivarden también era delgada y tenía el cabello oscuro, la piel morena y unos ojos marrones corrientes, que contrastaban con sus aristocráticas facciones, de las que destacaba la nariz sin acabar de desarrollarse. Estaba nerviosa, sí, porque la habían puesto al mando de aquella zona a los pocos días de llegar, pero también se sentía orgullosa de sí misma y de su repentina aunque limitada autoridad. Se sentía orgullosa de la chaqueta de color marrón oscuro del uniforme, de los pantalones, de los guantes y de la insignia de teniente. Deduje que también estaba demasiado nerviosa al tener entre sus manos un arma de verdad y por el hecho de que aquella era una situación real y no un ejercicio de entrenamiento.

Una de las personas del túnel, una prisionera musculosa y de espaldas anchas que sostenía su brazo roto contra el pecho, sollozaba ruidosamente: gemía al espirar y jadeaba al inspirar. Como el resto de las prisioneras de la fila, sabía que la privarían de su identidad y que su cuerpo, convertido en un apéndice de una nave de guerra radchaai, sería almacenado para utilizarlo como auxiliar en el futuro, como era el caso de las auxiliares que montaban guardia en el túnel, o que la eliminarían definitivamente.

Seivarden paseaba de un extremo al otro de la fila con aires de suficiencia, pero los sollozos convulsivos de la lastimera cautiva iban irritándola más y más hasta que, finalmente, se detuvo delante de ella.

—¡Por las tetas de Aatr! ¡Cállate de una vez!

Un pequeño temblor en la musculatura del brazo de Seivarden me indicó que estaba a punto de levantar el arma. A nadie le habría importado si hubiera golpeado a la prisionera con la culata y la hubiera dejado sin sentido. A nadie le habría importado si le hubiera pegado un tiro en la cabeza siempre que no dañara ningún otro órgano vital. La verdad es que los cuerpos humanos destinados a auxiliares no eran escasos. Me puse delante de ella y anuncié con voz plana y átona:

—Teniente, el té que había solicitado ya está preparado. —En realidad, hacía cinco minutos que estaba preparado, pero yo no se lo había comunicado y me había reservado esa información.

Al leer los parámetros de aquella terriblemente joven teniente Seivarden, percibí sobresalto, frustración, enfado, irritación.

—Te lo pedí hace quince minutos —soltó ella.

Yo no respondí. Detrás de mí, la prisionera seguía gimiendo y sollozando.

—¿No puedes hacerla callar? —me preguntó la teniente Seivarden.

—Haré lo que pueda, teniente —le contesté, aunque sabía que solo había una manera de conseguirlo, que solo una cosa acabaría con el sufrimiento de la prisionera.

La recién nombrada teniente parecía no ser consciente de ello.

Veintiún años después de llegar a la Justicia de Toren, poco más de mil años antes de que la encontrara en la nieve, Seivarden era la teniente al mando de la Decuria Esk. Tenía treinta y ocho años y, según los patrones radchaais, todavía era bastante joven, porque una ciudadana podía vivir unos doscientos años.

Era su último día y Seivarden bebía té sentada en la litera de su habitación, que medía tres metros de largo por dos de ancho y dos de alto. Las paredes eran blancas y estaba sumamente ordenada. Su aristocrática nariz ya se había desarrollado del todo y ella también. Ya no era torpe e insegura.

A su lado, en la pulcra cama, también estaba sentada la teniente más novata de la Decuria Esk. Había llegado apenas unas semanas antes y era una especie de prima de Seivarden, aunque de otra casa. Era más alta de lo que lo era Seivarden a su edad, más ancha de espaldas y un poco más elegante; en líneas generales. El hecho de que la hubieran convocado a una reunión privada con la teniente en jefe, fuera o no su prima, la había puesto nerviosa, pero lo disimulaba.

—Deberías vigilar a quién concedes tus favores, teniente —le advirtió la teniente Seivarden.

Al darse cuenta de qué iba aquello, la jovencísima teniente, avergonzada, frunció el ceño.

—Ya sabes a quién me refiero —continuó Seivarden.

Yo también lo sabía. Una de las otras tenientes Esk se había fijado en la jovencísima teniente cuando subió a bordo de la nave y, progresiva y discretamente, le había planteado la posibilidad de que le correspondiera. Pero no tan discretamente como para que Seivarden no se diera cuenta. De hecho, todas las oficiales de la sección Decuria Esk se habían dado cuenta y también habían percibido la ingenua respuesta de la jovencísima teniente.

—Sé a qué se refiere, teniente, pero no veo por qué…

—¡Ah!, ¿crees que se trata de diversión pura e inofensiva? —la interrumpió la teniente Seivarden con voz seca y autoritaria—. Pues sí, probablemente te resultaría divertido, pero no sería inofensivo. —La misma Seivarden se había acostado con la teniente en cuestión y, por tanto, sabía de lo que hablaba—. Se trata de una oficial competente, pero su casa es muy provinciana. Si no fuera de un rango superior al tuyo, no habría ningún problema.

La casa de la joven teniente no era, ni mucho menos, provinciana y, aunque era muy ingenua, supo enseguida a qué se refería Seivarden. Estaba lo bastante enfadada por ello como para hablarle de una forma mucho menos formal de lo que exigía la corrección.

—¡Por las tetas de Aatr, prima, nadie ha dicho nada de clientelismo! Es imposible, porque nadie puede formalizar ese tipo de contratos hasta después de haberse retirado.

El clientelismo era un tipo de relación jerárquica establecida por la gente rica. Una patrona prometía cierto tipo de ayuda, tanto económica como social, a su clienta, la cual le proporcionaba apoyo y servicios a su patrona. Estos compromisos podían prolongarse durante generaciones; por ejemplo, en las casas más antiguas y prestigiosas, las sirvientas eran, casi todas, descendientes de clientas y muchos negocios de casas acomodadas tenían como empleadas a descendientes de clientas que procedían de casas inferiores.

—Las casas de las provincias como la de ella son ambiciosas —explicó Seivarden con voz ligeramente condescendiente—. Y también inteligentes, si no, no habrían llegado a donde han llegado. Ella tiene más antigüedad que tú y las dos tenéis por delante muchos años de servicio todavía. Si en esas condiciones accedes y dejas que la relación continúe, ten por seguro que cualquier día te propondrá ser tu cliente cuando deberías ser tú quien se lo ofreciera. No creo que tu madre te agradeciera que expusieras vuestra casa a semejante insulto.

La teniente se puso roja de rabia y decepción, porque el brillo de su primer romance como adulta se había esfumado de golpe y se había convertido en algo sórdido y calculado.

Seivarden se inclinó hacia delante y alargó el brazo para tomar su taza de té, pero se detuvo y, de repente, se molestó. Me advirtió, en silencio y con movimientos de los dedos de la mano izquierda: «Este puño lleva roto tres días».

Yo le contesté directamente en el oído:

—Lo siento, teniente.

Debería haberme ofrecido a coserlo de inmediato y haber ordenado a un segmento de Esk Una que se llevara la controvertida camisa. De hecho, debería haberlo cosido tres días antes; y tampoco debería haber vestido a la teniente Seivarden con aquella camisa aquel día.

Se produjo un silencio en el pequeño compartimento. La joven teniente seguía frustrada e inquieta. Al oído le dije a Seivarden:

—Teniente, la comandante de la decuria la recibirá tan pronto como usted pueda.

Yo sabía que su ascenso era inminente e incluso había experimentado una satisfacción mezquina al saber que, aunque me ordenara que le arreglara la camisa en aquel momento, no tendría tiempo de hacerlo. Cuando salió de sus dependencias, empecé a hacerle el equipaje y tres horas después ella estaba de camino hacia su nuevo destino, pues la habían nombrado capitana de la Espada de Nathtas. Yo no me sentí especialmente apenada por su partida.

Se trata de detalles sin importancia. No fue culpa de Seivarden reaccionar mal en una situación que pocas personas de diecisiete años habrían sabido manejar con aplomo, si es que alguien habría sabido hacerlo. No era de extrañar que fuera tan petulante dada la educación que había recibido. No era culpa suya que a lo largo de los mil años de existencia que yo tenía en aquella época, hubiera aprendido que la habilidad era mejor que la buena cuna y que hubiera visto más de una casa muy provinciana prosperar hasta el punto de que dejaran de considerarla como tal y produjera sus propias versiones de Seivarden.

Los años que transcurrieron entre la joven teniente Seivarden y la capitana Seivarden estaban hechos de momentos efímeros. Detalles insignificantes. Yo nunca la odié; simplemente, nunca me cayó demasiado bien, pero ahora no podía verla sin pensar en otra persona.

La semana siguiente, en casa de Strigan, fue desagradable. Seivarden necesitaba cuidados constantes y que la limpiara con frecuencia. Comía muy poco, lo que, en algunos aspectos, era una suerte, pero yo tenía que estar pendiente de que no se deshidratara. Hacia el final de la semana, seguía comiendo poco y dormía intermitentemente. Su sueño era ligero y, mientras dormía, se agitaba, se volvía a uno y otro lado y, a menudo, temblaba, respiraba con pesadez y se despertaba de repente. Cuando estaba despierta y no lloraba, se quejaba de que todo era demasiado duro, áspero, fuerte, brillante…

Pocos días después, creyendo que yo estaba dormida, se acercó a la puerta exterior, observó la nieve, se puso los guantes y un abrigo, se dirigió dando traspiés al edificio anexo y, luego, a la nave. Intentó ponerla en marcha, pero yo le había extraído una pieza esencial y la llevaba siempre encima. Cuando regresó a la casa, al menos tuvo el sentido común de cerrar las dos puertas antes de dejar un rastro de nieve en la sala principal, que era donde yo estaba en aquel momento, sentada en uno de los bancos, con el instrumento de cuerda de Strigan en las manos. Ella me miró fijamente, incapaz de ocultar su sorpresa. Seguía temblando un poco, y se sentía inquieta e incómoda con aquel pesado abrigo.

—Quiero irme —anunció entre acobardada y arrogante, y en el tono típicamente autoritario de las radchaais.

—Nos iremos cuando esté preparada —le contesté, y toqué unas cuantas notas con el instrumento.

Sus sentimientos eran demasiado intensos para que pudiera ocultarlos, y su rabia y desesperación se reflejaron claramente en su cara.

—Estás donde estás como resultado de tus decisiones —le dije con voz inexpresiva.

Ella enderezó la espalda y echó los hombros hacia atrás.

—Tú no sabes nada de mí ni de las decisiones que he tomado o he dejado de tomar.

Aquello fue suficiente para hacerme enfadar otra vez. Yo sabía algo acerca de tomar decisiones o dejar de tomarlas.

—¡Ah, me olvidaba, todo sucede conforme a la voluntad de Amaat! Nada es culpa tuya —exclamé.

Seivarden abrió mucho los ojos. Después abrió la boca para hablar y cogió aire, pero luego lo soltó de una forma repentina y temblorosa. Se volvió de espaldas, aparentemente para quitarse el abrigo y lo echó encima de un banco cercano a ella.

—No lo comprendes porque no eres radchaai —me dijo con desdén, aunque su voz tembló con lágrimas contenidas.

No era civilizada.

—¿Empezaste a tomar kef antes o después de salir del Radch?

Se suponía que no era posible conseguir kef en el espacio radchaai, pero siempre había alguna estación menor dedicada al contrabando y las autoridades hacían la vista gorda.

Seivarden se dejó caer en el banco en el que había dejado el abrigo.

—Quiero un té.

—Aquí no hay té. —Dejé el instrumento a un lado—. Pero sí que hay leche.

Concretamente, había leche de bovino fermentada. La gente de aquel lugar la aclaraba con agua y se la bebía templada. El olor y el sabor hacían pensar en unas botas sudadas. Si Seivarden tomaba demasiada, seguro que la hacía vomitar.

—¿En qué tipo de lugar no tienen té? —se quejó. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas y la frente en los pulpejos de las manos, con las palmas hacia arriba y los dedos extendidos.

—En este tipo de lugar —le contesté—. ¿Por qué empezaste a tomar kef?

—No lo entenderías. —Sobre su regazo cayeron unas lágrimas.

—Ponme a prueba.

Tomé de nuevo el instrumento y empecé a tocar una melodía. Después de llorar silenciosamente durante seis segundos, Seivarden empezó a contarme la historia:

—Me dijo que todo me resultaría más claro.

—¿Si tomabas kef? —Ninguna respuesta—. ¿Qué es lo que te resultaría más claro?

—Conozco esa canción —comentó ella sin levantar la frente de las manos.

Me di cuenta de que, seguramente, era la única manera en que podía reconocerme y decidí tocar otra canción. En una región de Valskaay, cantar constituía un pasatiempo refinado y las asociaciones de canto coral eran el centro de la actividad social. Aquella anexión me había proporcionado mucha de la música que más me gustaba cuando tenía más de una voz. Elegí una de aquellas canciones. Seivarden no la conocería, porque la anexión de Valskaay había ocurrido antes y después de su época.

—Me dijo que las emociones nublaban la percepción —siguió contando Seivarden mientras levantaba la cara de las manos—. Me dijo que la percepción más clara procedía de la razón pura y que los sentimientos la distorsionaban.

—Eso no es cierto.

Yo había tenido el instrumento a mi disposición durante una semana y pocas cosas más que hacer, de modo que conseguí tocar dos voces al mismo tiempo.

—Al principio, me pareció que tenía razón. ¡Fue maravilloso! Todo el sufrimiento desapareció. Pero luego el efecto empezó a desvanecerse y todo volvió a ser como antes. Pero peor. Al cabo de un tiempo, tuve la sensación de que no sentir no era bueno. No sé. No puedo describirlo, pero descubrí que, si tomaba más kef, esa sensación también desaparecía.

—Y la bajada resultaba cada vez más insoportable. —Había oído la historia unas cuantas veces durante los últimos veinte años.

—¡Oh, por la gracia de Amaat! ¡Quiero morirme! —gimió Seivarden.

—¿Por qué no lo haces?

Toqué otra canción: «Mi corazón es un pez. Escondido entre las algas. En el verde, en el verde…». Me miró como si fuera una roca que acabara de hablar.

—Perdiste tu nave —seguí yo—. Estuviste congelada durante mil años y, cuando te despertaste, descubriste que el Radch había cambiado. Se han acabado las invasiones, se ha firmado un tratado humillante con las presgeres y tu casa ha perdido posición social y económica. Nadie te conoce ni te recuerda, y a nadie le preocupa si estás viva o muerta. No estabas acostumbrada a nada de eso y no esperabas que tu vida acabara así, ¿no es cierto? —Transcurrieron tres segundos antes de que asimilara mis palabras.

—Tú sabes quién soy.

—¡Claro que lo sé! Tú me lo contaste —le mentí yo.

Parpadeó. Tenía los ojos llorosos y supuse que intentaba recordar si me lo había contado o no, pero sus recuerdos eran, por supuesto, incompletos.

—Será mejor que te acuestes —le aconsejé, y posé los dedos en las cuerdas para silenciarlas.

—Quiero irme —protestó ella sin moverse. Todavía estaba sentada en el banco, con los codos apoyados en las rodillas y en actitud abatida—. ¿Por qué no puedo irme?

—Tengo negocios aquí —le contesté.

Hizo una mueca de mofa con la boca. Tenía razón, por supuesto, porque esperar allí resultaba ridículo. Después de tantos años y de tanta planificación y esfuerzos, había fracasado. De momento.

—Vuelve a la cama.

La cama era el camastro que yo había montado con cojines y mantas junto al banco en el que ella estaba sentada. Me miró, todavía con una expresión burlona y despectiva en la cara, se deslizó hasta el camastro y se tapó con una manta. Yo estaba convencida de que le costaría dormirse. Intentaría pensar en cómo podía irse de allí, en cómo podía reducirme o convencerme para que hiciera lo que ella quería. Pero, como es lógico, ningún plan que elaborara le serviría de nada hasta que supiera qué quería hacer realmente, pero eso no se lo dije.

Al cabo de una hora, sus músculos se relajaron y su respiración se volvió más lenta. Si todavía fuera mi teniente, habría sabido con certeza en qué momento se había dormido, en qué fase del sueño estaba y si estaba o no soñando. Pero ahora solo podía percibir los signos externos.

Me senté en el suelo con cautela, me recliné en otro banco y me tapé las piernas con una manta. Como había hecho todas las veces que había dormido en aquel lugar, me desabroché el abrigo interior, apoyé una mano en el arma, me puse cómoda y cerré los ojos.

Dos horas más tarde me despertó un leve sonido. Me quedé quieta, sin separar la mano del arma. El sonido se repitió; esta vez ligeramente más fuerte. La segunda puerta se cerró. Abrí los ojos apenas una rendija. Seivarden estaba demasiado quieta en su camastro y deduje que también había oído el ruido.

A través de las pestañas, vi a una persona vestida con ropa de exterior. Debía de medir casi dos metros de altura. Parecía delgada, quitando el volumen de los dos abrigos, y tenía la piel de un color gris hierro. Cuando se echó para atrás la capucha, vi que el cabello era de ese mismo tono de gris. Sin duda, no se trataba de una nilterana.

Nos observó a mí y a Seivarden durante siete segundos y se acercó silenciosamente a mí. Se inclinó y tiró de mi bolsa con una mano. En la otra sostenía un arma con la que me apuntaba a pesar de que no parecía haberse dado cuenta de que yo estaba despierta. Intentó abrir la cerradura de la bolsa sin éxito durante unos segundos. Luego sacó una herramienta del bolsillo y la utilizó para abrirla. Lo consiguió algo más deprisa de lo que yo esperaba. Seguía apuntándome con el arma y, de vez en cuando, lanzaba una mirada a Seivarden, que seguía inmóvil. Vació la bolsa.

Mudas de ropa. Munición, pero ningún arma, lo que debió de indicarle o le hizo sospechar que yo tenía un arma. Tres paquetes de raciones concentradas de comida envueltos en papel de aluminio. Utensilios para comer y una botella de agua. Le intrigó un disco de oro de cinco centímetros de diámetro y uno y medio de grosor. Lo examinó con el ceño fruncido y lo dejó a un lado. Abrió una caja en cuyo interior encontró dinero. Cuando se dio cuenta de cuánto había, resopló y me miró. Yo no me moví. No sé qué esperaba encontrar, pero, fuera lo que fuera, parecía que no lo había encontrado.

Tomó el disco que le intrigaba y se sentó en un banco desde el que tenía una visión directa tanto de mí como de Seivarden. Le dio la vuelta al disco y encontró el sensor que lo accionaba. Los laterales del disco se desplegaron y se abrieron como una flor. El disco proyectó un icono que consistía en la imagen de una persona prácticamente desnuda, salvo por unos pantalones cortos y unas flores diminutas elaboradas con joyas y esmalte. La imagen sonreía con serenidad. Tenía cuatro brazos; uno estaba cubierto con una coraza cilíndrica, en una mano sostenía una pelota, en otra sostenía un cuchillo y en la cuarta, una cabeza cortada de la que goteaba sangre salpicada de joyas hasta sus pies desnudos. La cabeza esbozaba la misma sonrisa de calma angelical que la imagen.

Strigan, porque tenía que tratarse de Strigan, frunció el ceño. El icono le había sorprendido y había despertado su curiosidad todavía más. Abrí los ojos y ella asió el arma con más firmeza. Ahora que tenía los ojos bien abiertos y podía volver la cabeza hacia ella, escudriñé atentamente el arma. Alargó la mano en la que sostenía el icono y arqueó una ceja grisácea.

—¿Es familia tuya? —me preguntó en radchaai.

—No exactamente —respondí en su idioma con expresión neutra y amable.

Tras un largo silencio, dijo:

—Cuando llegaste, creí saber lo que eras. —Afortunadamente, había cambiado al idioma que yo había utilizado—. Creí saber a qué habías venido, pero ahora tengo mis dudas. —Lanzó una ojeada a Seivarden, a quien parecía que nuestra charla no había despertado—. Creo que sé quién es él, pero ¿quién eres tú? ¿Qué eres tú? Y no me digas que Breq del Gerentate. Tú eres tan radchaai como él.

Realizó un leve gesto en dirección a Seivarden con el codo.

—He venido para comprar una cosa —le expliqué, dispuesta a dejar de mirar fijamente el arma con la que me apuntaba—. Él es un imprevisto.

Como no estábamos hablando en radchaai, tenía que tener en cuenta el género, ya que en el idioma de Strigan se diferenciaba. Al mismo tiempo, la sociedad en la que vivía creía que el sexo de las personas no tenía importancia. Los hombres y las mujeres se vestían, hablaban y actuaban indistintamente. Aun así, ninguna de las personas que había conocido en aquella sociedad había titubeado nunca ni se había equivocado al referirse al sexo de una de sus congéneres, pero todas se sentían ofendidas cuando yo titubeaba o me equivocaba. No había conseguido pillarle el truco. Había estado en el apartamento de Strigan y había visto sus pertenencias, pero, aun así, no estaba segura de qué género utilizar al hablar de ella.

—¿Un imprevisto? —preguntó Strigan con incredulidad.

No podía culparla. Yo tampoco me habría creído, pero era la verdad. Strigan no dijo nada más. Probablemente era consciente de que, si yo era lo que ella temía que era, hablar demasiado constituía una locura.

—Una coincidencia —puntualicé.

Al menos en aquella ocasión me alegré de que no estuviéramos hablando en radchaai, porque en ese idioma la palabra coincidencia implicaba que era algo relevante.

—Cuando lo encontré, estaba inconsciente. Si lo hubiera dejado donde estaba, habría muerto. —Por la mirada que me lanzó, tampoco se creyó mi explicación—. ¿Qué hace usted aquí? —le pregunté.

Ella soltó una risa breve y amarga, pero no pude deducir si se reía porque yo había utilizado el género equivocado o por alguna otra razón.

—Creo que soy yo quien debería preguntártelo. —Al menos no me había corregido la gramática.

—He venido para hablar con usted. Para comprar algo. Seivarden se encontraba mal y usted no estaba, pero, por supuesto, le pagaré lo que hemos comido. —Por alguna razón, lo que dije pareció hacerle gracia.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó.

—No ha venido nadie conmigo —aclaré contestando a su pregunta no formulada—. Salvo él, claro.

Señalé a Seivarden con la cabeza. Mi mano seguía apoyada en el arma y, seguramente, Strigan sabía por qué mantenía la mano tan quieta debajo del abrigo. Seivarden seguía fingiendo que estaba dormida. Strigan sacudió la cabeza ligeramente con incredulidad.

—Habría jurado que eras un soldado cadáver. —Se refería a una auxiliar—. Cuando llegaste, no tenía ninguna duda de que lo eras.

Lo que significaba que había permanecido escondida cerca y que había estado vigilando la zona mientras esperaba que nos fuéramos. Debía de confiar mucho en su escondrijo, porque si yo hubiera sido lo que ella temía, quedarse por allí habría constituido una auténtica locura, ya que yo la habría encontrado.

—Pero cuando viste que no había nadie en la casa, lloraste. Y él…

Se encogió de hombros mientras miraba a Seivarden, que seguía tumbada, inmóvil y desmadejada en el camastro.

—Incorpórate, ciudadana —le dije a Seivarden en radchaai—. No engañas a nadie.

—¡Que te den! —exclamó ella, y se cubrió la cabeza con la manta.

Enseguida la apartó de nuevo, se levantó medio tambaleándose, entró en el lavabo y cerró la puerta.

Yo volví a centrar la atención en Strigan.

—El asunto del aerodeslizador de alquiler… ¿fue cosa suya?

Ella encogió los hombros con expresión de arrepentimiento.

—Él me informó de que un par de radchaais se dirigían hacia aquí. O te subestimó terriblemente o eres incluso más temible de lo que yo creía.

La segunda opción haría de mí una persona extremadamente peligrosa.

—Estoy acostumbrada a que me subestimen. Pero usted no le contó a ella… a él por qué creía que yo venía.

La mano con la que sostenía el arma no flaqueó.

—¿A qué has venido?

—Usted ya lo sabe. —Se produjo un cambio instintivo en su expresión que ella reprimió de inmediato. Yo continué—: No he venido a matarla. Matarla haría fracasar mi objetivo.

Ella arqueó una ceja y ladeó levemente la cabeza.

—¿Ah, sí?

Los amagos y las evasivas me frustraban.

—Quiero el arma.

—¿Qué arma?

Strigan no era tan estúpida como para admitir que aquel objeto existía y que sabía a qué arma me refería, pero su fingida ignorancia no me convenció. Ella lo sabía. Si tenía lo que yo creía que tenía, aquello que yo había apostado la vida a que estaba en su poder, no hacía falta ser más concreta. Ella lo sabía. Si iba a dármelo o no, era otra cuestión.

—Le pagaré por ella.

—No sé de qué me hablas.

—Los garseddais lo hacían todo en múltiplos de cinco. Cinco acciones correctas, cinco pecados capitales, cinco zonas multiplicadas por cinco regiones. Veinticinco representantes rindiéndose a la Lord del Radch.

Durante tres segundos, Strigan se quedó completamente quieta. Incluso su respiración pareció detenerse. Luego habló:

—¿Así que Garsedd? ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Yo nunca lo habría adivinado si usted se hubiera quedado donde estaba.

—Garsedd existió hace mil años y estaba muy pero que muy lejos de aquí.

—Veinticinco representantes rendidos ante la Lord del Radch —repetí yo—. Pero solo se recuperaron o localizaron veinticuatro armas.

Ella parpadeó y cogió aire.

—¿Quién eres?

—Alguien escapó. Alguien huyó del sistema antes de que los radchaais llegaran. Quizá temía que las armas no funcionaran como les habían prometido. Quizá sabía que, aunque las utilizaran, sería inútil.

—Al contrario, ¿no? ¿No fue eso lo que intentaron? Pero nadie desafía a Anaander Mianaai y sigue con vida —señaló con amargura.

Yo no dije nada.

Strigan siguió sosteniendo el arma con firmeza. Aun así, si yo decidía atacarla, corría peligro, y pensé que ella lo sospechaba.

—No sé por qué crees que tengo el arma de la que hablas. ¿Por qué habría de tenerla?

—Usted coleccionaba antigüedades, curiosidades. Ya tenía una pequeña colección de objetos garseddais que, de alguna manera, habían llegado hasta la estación Dras Annia. Y podían llegar más. Un día usted desapareció y se encargó de que nadie la siguiera.

—Es una base poco consistente para una presunción tan importante.

—¿A qué se debe todo esto entonces? —Señalé con cautela a mi alrededor con la mano libre mientras mantenía la otra sujetando el arma—. Usted tenía un cómodo puesto en Dras Annia, pacientes, mucho dinero, relaciones y buena reputación, y ahora vive en medio de la nada helada y ofrece primeros auxilios a pastores de vacas.

—Una crisis personal —contestó ella pronunciando las palabras con cuidado y deliberadamente.

—Por supuesto. No consiguió reunir el valor para destruirla o entregársela a alguien que quizá no tuviera el sentido común de darse cuenta del peligro que representaba. Cuando se dio cuenta de lo que tenía, supo que si alguna vez las autoridades Radch imaginaban, siquiera, que la tenía, le seguirían el rastro y la matarían a usted y a cualquiera que pudiera haber visto el arma.

El Radch quería que todas las personas recordaran lo que les había sucedido a las garseddais, pero también querían que nadie supiera cómo habían conseguido hacer lo que habían hecho, lo que nadie había conseguido hacer durante mil años antes y otros mil años después: destruir una nave radchaai. Casi nadie que estuviera vivo lo recordaba, pero yo sí, y cualquier nave que hubiera estado allí y todavía existiera también. Y, por supuesto, Anaander Mianaai lo sabía. Y también Seivarden, que había presenciado lo que la Lord del Radch quería que nadie creyera que era posible: la existencia de aquella armadura y aquella arma invisibles y la de aquellas balas que traspasaron fácilmente las armaduras radchaais y el escudo térmico de la nave de Seivarden.

—Quiero el arma —le dije a Strigan—. Y le pagaré por ella.

—Si, supongamos, ese objeto estuviera en mi poder, y he dicho supongamos, es probable que no hubiera cantidad suficiente de dinero para conseguirlo.

—Es probable.

—Tú eres radchaai. Y eres militar.

—Lo era —corregí yo. Ella realizó un gesto de burla y yo añadí—: Si todavía lo fuera, no estaría aquí. O usted ya me habría proporcionado la información que yo quiero y estaría muerta.

—Sal de aquí —ordenó Strigan con voz serena pero vehemente—. Y llévate al imprevisto contigo.

—No me iré hasta que consiga lo que he venido a buscar. —No tenía sentido que lo hiciera—. Tendrá que dármela o matarme con ella.

Lo que era tanto como admitir que todavía tenía mi armadura y que era, precisamente, lo que ella temía, una agente radchaai que había ido a matarla y a llevarse el arma.

A pesar del miedo que yo debía de causarle, no pudo evitar sentir curiosidad.

—¿Por qué la quieres con tanto afán?

—La quiero para matar a Anaander Mianaai —le contesté.

—¡¿Qué?!

El arma que sostenía en la mano tembló y se desplazó ligeramente a un lado, pero volvió a asirla con firmeza. Se inclinó hacia delante unos tres milímetros y ladeó la cabeza como si creyera que no me había oído bien.

—Quiero matar a Anaander Mianaai —repetí.

—Anaander Mianaai tiene miles de cuerpos y está en muchos sitios a la vez —me informó ella con amargura—. Es imposible matarlo. Y, mucho menos, con una sola arma.

—De todos modos, quiero intentarlo.

—Desvarías; aunque ¿es eso posible? ¿A los radchaais no os hacen un lavado de cerebro?

Se trataba de un error común.

—Solo los criminales y las personas que no funcionan bien son reeducados. A nadie le importa lo que alguien piense siempre que haga lo que tiene que hacer.

Ella me miró con reserva.

—¿Cómo defines no funcionar bien?

Hice un gesto indefinido con la mano libre que quería decir «no es mi problema»; aunque quizá sí que era mi problema. Quizás esa cuestión sí que me afectaba ahora que, probablemente, afectaría a Seivarden.

—Voy a sacar la mano del abrigo y me echaré a dormir —anuncié.

Strigan no dijo nada, solo arqueó una ceja canosa.

—Si yo la he encontrado, seguro que Anaander Mianaai también puede hacerlo —le advertí. Estábamos hablando en el idioma de Strigan. ¿Qué género le habría asignado a la Lord del Radch?—. Posiblemente, él todavía no lo ha hecho porque está ocupado en otros asuntos y, por razones que usted debería tener claras, no quiere delegar esta misión en nadie.

—Entonces estoy a salvo.

Su voz sonó más convencida de lo que podía estarlo.

Seivarden salió ruidosamente del lavabo y volvió a tumbarse en el camastro. Las manos le temblaban y respiraba deprisa y superficialmente.

—Ahora voy a sacar la mano del abrigo —repetí.

A continuación, la saqué. Despacio. Vacía. Strigan suspiró y bajó el arma.

—Probablemente, tampoco yo podría haberte matado —dijo, porque estaba convencida de que yo era una soldado radchaai y, por tanto, tenía una armadura.

Claro que, si podía pillarme desprevenida o dispararme antes de que activara la armadura, podía matarme. Y, además, tenía aquella arma, aunque era probable que no la tuviera a mano.

—¿Me devuelve mi icono?

Frunció el ceño y entonces se acordó de que todavía lo tenía en la mano.

—¡Tu icono, claro!

—Me pertenece —le aclaré.

—Se parece mucho a ti —dijo volviendo a mirarlo—. ¿De dónde procede?

—De muy lejos.

Alargué el brazo y me lo entregó. Con la misma mano con la que lo cogí, rocé el accionador. Entonces la imagen se replegó y la base se cerró adoptando la forma de un disco de oro.

Strigan miró a Seivarden atentamente y frunció el ceño.

—Tu imprevisto padece ansiedad.

—Así es.

Strigan sacudió la cabeza con frustración o exasperación y entró en la enfermería. Cuando regresó, se dirigió a donde estaba sentada Seivarden, se inclinó y alargó el brazo hacia ella.

Seivarden se sobresaltó, se levantó, retrocedió bruscamente y agarró la muñeca de Strigan con la intención de rompérsela. Pero Seivarden ya no era lo que había sido. La vida disipada y, por lo que deduje, la malnutrición, habían hecho mella. Strigan dejó el brazo muerto y, con la otra mano, pegó una lámina en la frente de Seivarden.

—No siento lástima por ti —le dijo en radchaai—. Simplemente, soy médico.

Seivarden la miró con una inexplicable expresión de horror.

—Suéltame —le ordenó Strigan.

—Seivarden, suéltala y túmbate —le ordené yo con severidad.

Ella miró fijamente a Strigan durante un par de segundos más y luego nos obedeció.

—No pienso adoptarlo como paciente —me explicó Strigan mientras la respiración de Seivarden se volvía más lenta y sus músculos se relajaban—. Le he aplicado primeros auxilios solo porque no quiero que sufra un ataque de pánico y rompa todas mis cosas.

—Ahora me acostaré —anuncié yo—. Podemos seguir hablando por la mañana.

—Ya es por la mañana —replicó ella, pero no puso más objeciones.

No sería tan estúpida como para registrarme mientras dormía. Ya debía de saber lo peligroso que sería eso. Y tampoco me dispararía, aunque sería una forma simple y efectiva de librarse de mí. Dormida sería un blanco fácil para una bala, a menos que activara mi armadura antes de acostarme y durmiera con ella en activo; pero no era necesario. Strigan no me mataría, al menos hasta que obtuviera respuestas a sus muchas preguntas; incluso entonces, seguramente no lo haría. Yo era un enigma demasiado intrigante para ella.

Cuando me desperté, Strigan no estaba en la habitación principal, pero la puerta del dormitorio estaba cerrada y deduje que o dormía o quería estar sola. Seivarden estaba despierta y me miraba fijamente. Se la veía inquieta y se frotaba los brazos y los hombros. Una semana antes, yo había tenido que impedir que se rascara los brazos hasta dejárselos en carne viva. Había mejorado mucho.

La caja del dinero estaba donde Strigan la había dejado. Lo conté. No faltaba nada. Lo guardé y cerré el cerrojo de la bolsa mientras reflexionaba sobre cuál sería mi siguiente paso.

—Ciudadana, el desayuno —le indiqué a Seivarden con brusquedad y en tono autoritario.

—¿Qué?

Se quedó tan sorprendida que incluso dejó de moverse durante un instante. Yo torcí la boca levemente.

—¿Le pido a la doctora que compruebe cómo estás del oído?

El instrumento de cuerda estaba a mi lado, donde lo había dejado la noche anterior. Lo tomé y toqué una quinta.

—El desayuno —repetí.

—No soy tu sirvienta —protestó ella indignada.

Puse un tono de voz ligeramente más despectivo.

—¿Entonces, qué eres?

Se quedó paralizada. Su expresión reflejaba visiblemente la rabia que sentía. A continuación, de una forma todavía más patente, se debatió por dentro mientras intentaba encontrar la mejor forma de contestarme, pero, en aquel momento, le resultaba demasiado difícil responder a mi pregunta. Por lo visto, su confianza en su superioridad estaba demasiado magullada para pensar en ello y no fue capaz de encontrar una respuesta.

Me incliné sobre el instrumento y empecé a puntear una melodía. Supuse que Seivarden se sentaría donde estaba con actitud huraña hasta que el hambre la obligara a prepararse su propio desayuno; o hasta que con efecto retardado encontrara una respuesta. Me di cuenta de que yo medio esperaba que me contestara bruscamente para poder contraatacarla, pero quizá todavía estaba bajo los efectos de lo que Strigan le había aplicado por la noche, porque no lo hizo.

La puerta del dormitorio de Strigan se abrió y salió a la habitación principal. Se detuvo, cruzó los brazos y arqueó una ceja. Seivarden la ignoró. Ninguna de las tres dijo nada y, al cabo de cinco segundos, Strigan se volvió, se dirigió con pasos largos a la cocina y abrió un armario.

Estaba vacío, como yo ya sabía desde la tarde del día anterior.

—Habéis acabado con todo, Breq del Gerentate —comentó Strigan sin rencor, casi como si lo encontrara divertido.

No corríamos peligro de morirnos de hambre. En aquel lugar, incluso en verano, el exterior funcionaba como un enorme congelador y el edificio del almacén, que carecía de calefacción, estaba lleno de provisiones. Solo teníamos que ir a buscar lo necesario y descongelarlo.

—Seivarden, trae algo de comida del cobertizo —le ordené con el tono de voz desdeñoso que le había oído utilizar en otros tiempos.

Ella permaneció inmóvil pero, al final, parpadeó y reaccionó.

—¿Quién mierda te crees que eres?

—Vigila esa lengua, ciudadana —le reprendí—. Yo podría formularte la misma pregunta.

—Tú… Tú, miserable ignorante. —La repentina intensidad de su rabia provocó que estuviera a punto de echarse a llorar—. ¿Crees que eres mejor que yo? ¡Si ni siquiera puedes considerarte humana!

No lo dijo porque yo fuera una auxiliar. Estaba prácticamente segura de que todavía no se había dado cuenta. Lo dijo porque yo no era una radchaai y, quizá, porque podía tener implantes que eran habituales en algunos lugares fuera del espacio del Radch y eso, a los ojos radchaai, ponía en tela de juicio mi humanidad.

—A mí no me criaron para ser tu sirviente —añadió Seivarden.

Yo puedo moverme muy muy deprisa. Antes de darme cuenta de que quería moverme, me había puesto de pie y había llevado el brazo hacia atrás. Durante una brevísima fracción de segundo pude haberme controlado, pero ya no estaba para eso y lancé el puño contra la cara de Seivarden a tal velocidad que ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse.

Cayó de espaldas sobre el camastro mientras la sangre brotaba de su nariz y se quedó inmóvil.

—¿Está muerto? —preguntó Strigan con cierta curiosidad desde la cocina.

Yo hice un gesto ambiguo.

—La doctora es usted.

Se acercó a observar a Seivarden, que estaba inconsciente y sangraba.

—No está muerto —anunció—. Aunque me gustaría asegurarme de que el golpe no le ha producido lesiones mayores.

Yo me encogí de hombros con resignación.

—Sea lo que sea, será la voluntad de Amaat —afirmé.

Me puse el abrigo y salí a buscar comida.