11

La explicación de por qué necesitaba el arma y quería matar a Anaander Mianaai me llevó mucho tiempo. La respuesta no era sencilla o, para ser más exacta, la respuesta sencilla solo conseguiría despertar más preguntas en Strigan, de modo que le conté la historia desde el principio y dejé que ella dedujera la respuesta sencilla a partir de la más larga y compleja. Terminé mi relato ya avanzada la noche. Seivarden estaba dormida y respiraba regularmente, y a Strigan se le notaba que estaba exhausta.

Durante tres minutos, no se oyó ningún ruido salvo la respiración acelerada de Seivarden, que debía de estar transitando a un estado más cercano a la vigilia o tenía una pesadilla.

—Ahora sé quién eres de verdad —anunció finalmente Strigan con voz cansina—. O quién crees que eres.

Su afirmación no requería ninguna respuesta por mi parte. A aquellas alturas, y a pesar de lo que yo acababa de contarle, se habría formado una opinión propia sobre mí.

—¿No te preocupa…? ¿Nunca te ha preocupado que seáis esclavas?

—¿Quién?

—Las naves. Las naves de combate. ¡Sois tan poderosas! Y vais armadas. Vuestros oficiales están a vuestra merced en todo momento. ¿Qué os impide matarlos y liberaros? Nunca he entendido cómo puede el Radch mantener esclavizadas a las naves.

—Si piensa en ello comprenderá que ya tiene la respuesta a su pregunta —contesté yo.

Ella volvió a guardar silencio mientras reflexionaba. Yo permanecí inmóvil y esperé el resultado de mi lanzamiento.

—Tú estabas en Garsedd —dijo Strigan al cabo de un rato.

—Sí.

—Y…, ¿y tú participaste?

—¿En la destrucción de los garseddais?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Sí. Todo el mundo que estaba allí participó.

Ella hizo una mueca que yo interpreté como de repugnancia.

—Así que nadie se negó —comentó.

—Yo no he dicho eso.

De hecho, mi capitana rehusó cumplir la orden y murió. Su sustituta tenía reparos, lo sé porque no podía ocultarlo a su nave, pero no los expresó e hizo lo que se le ordenaba.

—Resulta fácil afirmar que, si uno hubiera estado allí se habría negado a cumplir las órdenes, que habría preferido morir a participar en la matanza, pero en la realidad, cuando llega el momento de decidir, todo se ve diferente —alegué yo.

Ella entornó los ojos, algo que yo interpreté como una señal de disconformidad, pero lo que yo había dicho era cierto. Entonces su expresión cambió; quizá se estaba acordando de la pequeña colección de objetos que había dejado en su vivienda, en la estación Dras Annia.

—¿Tú hablas su idioma?

—Dos de ellos.

Las garseddais hablaban más de una docena de lenguas.

—Y conoces sus canciones, claro —dijo con cierta sorna en la voz.

—No tuve la oportunidad de aprender tantas como me habría gustado.

—Y, si hubieras podido elegir, ¿tú te habrías negado?

—La pregunta no tiene sentido. Esa opción no se me ofreció.

—Lo siento pero discrepo —replicó ella con cierto enojo contenido en la voz—. Tú siempre has tenido esa opción.

—Garsedd fue un punto de inflexión. —No era una respuesta directa a su acusación, pero en aquel momento no se me ocurrió ninguna respuesta directa que ella pudiera comprender—. Fue la primera vez que muchos oficiales radchaais terminaron una anexión sin la certeza de que lo que habían hecho estaba bien. ¿Todavía cree usted que Mianaai controla a los radchaais gracias a los lavados de cerebro y las amenazas de ejecución? Esas prácticas existen, sí, están ahí, pero la mayoría de los radchaais, como las personas de muchos de los lugares en los que he estado, hacen lo que se supone que deben hacer porque creen que está bien. A nadie le gusta matar gente.

Strigan resopló con sarcasmo.

—¿A nadie?

—No a muchas personas —rectifiqué yo—. No a tantas como para llenar las naves de combate del Radch. Pero, al final, después de la sangre y el dolor, todas esas almas ignorantes que sin nosotros habrían sufrido en la oscuridad son ciudadanos felices. ¡Si se lo pregunta, se lo confirmarán! Le dirán que el día que Anaander Mianaai llevó la civilización a sus vidas fue un día afortunado.

—¿Sus padres estarían de acuerdo? ¿O sus abuelos?

Yo hice un gesto a medio camino entre «no es mi problema» y «no es relevante».

—Le sorprendió verme tratar con amabilidad a una niña, pero no debería haberle sorprendido. ¿Acaso cree que los radchaais no tienen hijos o que no los quieren? ¿Acaso cree que no reaccionan ante los niños como hacen la mayoría de los seres humanos?

—¡Vaya, qué virtuosos!

—La virtud no es un valor simple y aislado.

El bien necesita del mal y no siempre están claramente separados los dos lados de esa moneda.

—Las virtudes pueden utilizarse para cualquier fin que a uno le resulte beneficioso. En cualquier caso, existen e influyen en nuestras acciones, en nuestras elecciones.

Strigan resopló otra vez.

—Haces que sienta nostalgia de las conversaciones filosóficas que mantenía en mi juventud cuando estaba borracho. Pero ahora no estamos hablando de temas abstractos, sino de la vida y la muerte.

Se me escurría entre las manos la posibilidad de conseguir lo que buscaba al ir allí.

—Aquella fue la primera vez que las fuerzas del Radch sembraron muerte a una escala inimaginable sin que se produjera una renovación posterior. Acabaron, irreversiblemente, con cualquier posibilidad de que el bien surgiera a partir de lo que habían hecho. Aquello nos afectó a todos los que estábamos allí.

—¿Incluso a las naves?

—A todos.

Esperé la siguiente pregunta o su típico comentario sarcástico: «No me das lástima», pero ella, simplemente, se quedó callada mientras me miraba.

—De hecho, los primeros intentos de establecer contactos diplomáticos con los presgeres empezaron poco después. Y tengo la certeza casi absoluta de que también fue entonces cuando surgió el movimiento para reemplazar a los auxiliares por soldados humanos.

Dije «casi absoluta» porque la mayoría de los trabajos preliminares debieron de realizarse en privado, entre bastidores.

—¿Por qué razón se implicarían los presgeres con los garseddais? —preguntó Strigan.

Sin duda percibió mi reacción a su pregunta, la cual era casi como admitir que tenía el arma. Tenía que saber qué me indicaría su pregunta; tenía que saberlo incluso antes de haberla formulado. Si no hubiera visto y examinado de cerca el arma, no me habría preguntado lo que me preguntó. Las presgeres habían fabricado aquellas armas y, fuera quien fuese quien dio el primer paso, las garseddais se habían aliado con las alienígenas. Esta información nos la dieron las representantes garseddais que capturamos. Pero yo mantuve una expresión neutra.

—¿Quién sabe por qué los presgeres actúan como actúan? Anaander Mianaai se formuló la misma pregunta: «¿Por qué se han entrometido los presgeres?». No fue porque quisieran algo que los garseddais tuvieran, porque podrían haberlo tomado sin más. —De todos modos, yo sabía que las presgeres les habían cobrado a las garseddais por las armas. Y mucho—. Quizá los presgeres habían decidido destruir el Radch, destruirlo de verdad, y podían hacerlo porque contaban con ese tipo de armas.

—¿Estás insinuando que los presgeres utilizaron a los garseddais para obligar a Anaander Mianaai a negociar? —me preguntó Strigan, horrorizada y con incredulidad.

—Lo que me extraña es la reacción de Mianaai, sus motivos. No conozco ni comprendo a los presgeres, pero me imagino que si quisieran algo, sería evidente y nada sutil. Creo que lo único que pretendían era lanzar una recomendación a Mianaai; eso si es cierto que lo que ocurrió estaba relacionado con ellos.

—¿Todo aquello era una simple recomendación?

—Son alienígenas. ¿Quién los entiende?

Guardó silencio durante cinco segundos y, después, comentó:

—Nada de lo que hagas podrá provocar un cambio significativo.

—Probablemente, tenga usted razón.

—Probablemente.

—Si todos los que… —Busqué las palabras correctas—. Si todos los que se oponían a la destrucción de los garseddais se hubieran negado a cumplir las órdenes, ¿qué habría ocurrido?

Strigan frunció el ceño.

—¿Cuántos se negaron?

—Cuatro.

—Cuatro entre…

—Cuatro entre miles.

En aquella época, cada una de las justicias contaba con cientos de oficiales además de las capitanas, y allí estábamos docenas de nosotras. Además de las misericordias y las espadas, que contaban con una tripulación más reducida.

—Fueron varias las causas de que nadie más tomara la drástica decisión de no obedecer las órdenes. Entre ellas estaba la lealtad, el hábito prolongado de la obediencia, un deseo de venganza y, sí, también aquellas cuatro muertes —admití yo.

—Por otro lado, aunque todos los humanos que estaban allí se hubieran rebelado, tú y las que sois como tú erais tantas que no os habría supuesto ningún problema reducirlos.

Yo no dije nada y esperé a que se produjera el cambio de expresión en su cara indicativo de que se había arrepentido de lo que acababa de decir. Cuando percibí ese cambio, dije:

—Creo que si los humanos se hubieran rebelado, todo podría haber acabado de forma diferente.

—¡Pero tú no eres una de las que se rebeló! —exclamó con una vehemencia inesperada mientras se inclinaba hacia delante.

Seivarden se despertó sobresaltada y miró a Strigan con una expresión somnolienta de preocupación.

—Nadie más tiene dudas —afirmó Strigan—. Nadie te seguirá. Y aunque hubiera alguien dispuesto a seguirte, no seríais suficientes. Si, de alguna manera, consigues estar cara a cara con Mianaai, con uno de sus cuerpos, estarás sola e indefensa. ¡Morirás antes de conseguir nada! —Soltó un suspiro de impaciencia—. Quédate con tu dinero. —Señaló mi bolsa, que estaba apoyada en el banco en el que yo me sentaba—. Compra algo de terreno o una vivienda en una estación. ¡Qué demonios, cómprate una estación entera! Y vive la vida que te negaron. No te sacrifiques por nada.

—¿A cuál de mis yos le está hablando? —le pregunté—. ¿Cuál de las vidas que me fueron negadas pretende que viva? ¿Quiere que le mande informes mensuales para asegurarme de que aprueba lo que elija?

Mis palabras la hicieron callar durante veinte segundos.

—Breq —dijo Seivarden como si estuviera comprobando cómo sonaba el nombre en su boca—, quiero irme.

—Pronto —le contesté—. Ten paciencia.

Para mi sorpresa, no protestó; se limitó a reclinarse en un banco, dobló las rodillas y se rodeó las piernas con los brazos.

Strigan la estudió un instante y luego se volvió hacia mí.

—Tengo que pensar —anunció.

Asentí con un gesto. Ella se levantó, entró en su dormitorio y cerró la puerta.

—¿Qué problema tiene? —preguntó Seivarden sin ironía, aunque con cierto desdén en la voz.

No le contesté, solo la miré de forma inexpresiva. Las mantas le habían dejado en la mejilla una marca que iba desvaneciéndose poco a poco, y llevaba la ropa arrugada y desarreglada, tanto el abrigo, que estaba desabrochado, como la camisa y los pantalones nilteranos. Durante los últimos días había comido con regularidad y no había tomado kef, por lo que su piel había adquirido un color un poco más saludable, pero todavía se la veía delgada y cansada.

—¿Por qué pierdes el tiempo con ella? —me preguntó sin que le molestara mi escrutinio, como si algo hubiera cambiado y, de repente, ella y yo fuéramos camaradas, compañeras. ¡Pero no iguales, eso nunca!

—Tengo que ocuparme de un asunto. —Darle más explicaciones sería inútil, insensato o las dos cosas a la vez—. ¿Tienes problemas para dormir?

Algo sutil en su expresión me indicó que se retraía, se cerraba. Ya no era su compañera. Permaneció sentada y en silencio durante diez segundos y creí que aquella noche ya no me diría nada más, pero respiró hondo y soltó el aire.

—Sí. Yo… necesito moverme. Voy a salir.

Algo había cambiado definitivamente, aunque yo no sabía qué era o qué lo había provocado.

—Es de noche —le advertí—. Y hace mucho frío. Ponte el abrigo y los guantes y no te alejes mucho.

Ella asintió y, lo que fue todavía más sorprendente, se puso el abrigo y los guantes y cruzó las dos puertas sin pronunciar una sola palabra de amargura o lanzarme una mirada de resentimiento.

¿Pero a mí qué me importaba lo que hiciera? Podía alejarse sin rumbo y morir congelada o no. Arreglé las mantas y me tumbé a dormir sin esperar a ver si Seivarden regresaba sana y salva o no.

Cuando me desperté, Seivarden estaba durmiendo en su camastro. No había tirado el abrigo al suelo, sino que lo había colgado junto a los otros al lado de la puerta. Me levanté, abrí el armario de la cocina y vi que lo había llenado con comida. Había traído más pan y en la mesa había un cuenco con un bloque de leche a medio derretir y, al lado, otro que contenía un pedazo de manteca de bovino.

La puerta del dormitorio de Strigan se abrió con un ruido seco y yo me volví hacia allí.

—Él quiere algo —me advirtió Strigan en voz baja. Seivarden no se movió—. Tiene un interés encubierto. Yo de ti no me fiaría de él.

—Me pregunto qué le pasa. —Metí un pedazo de pan en un cuenco con agua y lo dejé a un lado para que se reblandeciera—; pero no, no me fío de ella.

Strigan se divertía.

—De él —corregí yo.

—Probablemente está pendiente de todo ese dinero que llevas encima —sugirió Strigan—. Le daría para comprar un montón de kef.

—En ese caso, no tiene nada que hacer, porque es todo para pagarle a usted.

Salvo la cantidad que reservaba para pagar mi pasaje en el ascensor espacial y un poco más para emergencias, lo que, en mi caso, seguramente también incluiría el pasaje de Seivarden.

—¿Qué les ocurre a los adictos en el Radch?

—En el Radch no hay adictos.

Strigan arqueó primero una ceja y, luego, la otra con incredulidad.

—Al menos en las estaciones no —rectifiqué yo—. No es posible dedicarse mucho a eso con la IA de la estación observando todo el tiempo. En un planeta es diferente, porque son demasiado grandes para mantener a todo el mundo vigilado permanentemente; e incluso en ellos, cuando se llega al extremo de que la persona no funciona, la reeducan y, por lo general, la mandan a otro lugar.

—Para no avergonzarla.

—Para ofrecerle un nuevo comienzo, un nuevo entorno, un puesto nuevo.

Aunque, si alguien llegaba a un lugar muy lejano para ocupar un puesto que le podrían haber asignado a cualquier otra persona de la localidad, todo el mundo sabría por qué estaba allí. De todos modos, nadie cometería la torpeza de comentarlo de forma que ella lo oyera.

—¿Se pregunta por qué los radchaais no tienen la libertad de acabar con su vida o la de sus conciudadanos?

—Yo no lo habría expresado de esa manera.

—¡No, claro que no!

Strigan se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Para querer un favor y, además, un favor absolutamente descomunal y peligroso, no paras de atacarme.

«Las cosas son como son», le indiqué con un gesto.

—Y, por lo que he visto, tratar con él te da rabia. —Ladeó la cabeza en dirección a Seivarden—. Aunque, en mi opinión, es comprensible.

A mis labios acudió la frase no sabe cuánto me alegro de que lo apruebe, pero no la pronuncié. Al fin y al cabo, esperaba obtener de ella un favor absolutamente descomunal y peligroso, así que en vez de esa frase dije:

—Con todo el dinero que le pagaría podría comprarse un terreno, una vivienda en una estación o, ¡qué demonios!, una estación entera.

—Una muy pequeña —replicó ella mientras hacía una mueca divertida con la boca.

—Además, ya no tendría el arma. Incluso haberla visto es peligroso, pero tenerla es todavía peor.

—Y tú la pondrás directamente a la vista de la Lord del Radch, que podrá seguir el rastro de su procedencia hasta mí —explicó con voz seria.

Se enderezó y dejó caer los brazos a los lados.

—Ese peligro siempre existirá —corroboré yo.

Ni siquiera intentaría convencerla de que, cuando cayera en manos de Mianaai, ella no podría conseguir toda la información que quisiera de mí sin importar lo que yo quisiera revelar o no.

—Ese peligro ha existido desde el momento que usted la vio y seguirá existiendo mientras viva, tanto si me la da como si no.

Strigan suspiró.

—Tienes razón. Desafortunadamente. Y, si he de decirte la verdad, ansío volver a casa.

Esta idea era de una insensatez difícil de creer, pero no era mi problema. Mi problema consistía en conseguir el arma. No dije nada. Y Strigan tampoco. Entonces se puso el abrigo y los guantes y cruzó las dos puertas. Yo me senté para desayunar esforzándome en no intentar adivinar adónde había ido o si yo tenía alguna razón para albergar esperanzas.

Strigan regresó quince minutos más tarde con una caja negra, ancha y plana. La dejó en la mesa. Parecía un bloque sólido, pero quitó una tapa negra y gruesa y dejó al descubierto otra superficie negra. Se quedó esperando de pie, con la tapa en las manos, y me miró. Alargué el brazo y toqué un punto de la negra superficie con la punta de un dedo. Un color marrón se extendió desde aquel punto hasta adquirir la forma de un arma que era del mismo color que mi piel. Aparté el dedo y el color negro volvió a cubrir la superficie. Alargué los brazos, saqué la superficie negra y la superficie de debajo por fin empezó a parecer una caja de verdad con objetos en su interior, aunque fuera una caja de un negro inquietante que absorbía la luz. Estaba llena de balas.

Strigan alargó el brazo y tocó la superficie de la capa que yo todavía sostenía en la mano. Un color gris se extendió desde sus dedos y adoptó la forma de una banda gruesa enrollada al lado del arma.

—No estoy seguro de qué es esto. ¿Tú lo sabes?

—Es una armadura.

Las oficiales y las tropas humanas utilizaban armaduras externas en lugar de las que se implantaban en el cuerpo, como la mía. Sin embargo, mil años atrás, todo el mundo las llevaba implantadas.

—La caja nunca ha activado una alarma ni ha aparecido en ningún escáner por el que yo haya pasado.

Eso era lo que yo quería, poder entrar en cualquier estación radchaai sin que nadie supiera que iba armada, poder estar en presencia de Anaander Mianaai y llevar un arma sin que nadie se diera cuenta. La mayoría de las Anaander no necesitaban una armadura, por lo que poder atravesar una con el arma constituía un extra.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ocultarse? —me preguntó Strigan.

—No lo sé.

Volví a colocar la capa que sostenía y la tapa.

—¿Cuántos de esos cabrones crees que podrás matar?

Aparté la mirada de la caja, del arma, del insólito objetivo de casi veinte años de esfuerzos; un objetivo que ahora tenía delante de mí, sólido y real, al alcance de la mano. Hubiera querido decir: «A tantos como pueda alcanzar antes de que me derriben». Pero, para ser realista, solo esperaba poder reunirme con uno, un único cuerpo entre miles de ellos. Claro que, siendo realista, nunca había creído que pudiera encontrar el arma.

—Eso depende —contesté.

—Si vas a realizar un acto tan descabellado y desesperado como ese deberías hacerlo bien.

Hice un gesto de asentimiento.

—Pienso solicitar una audiencia.

—¿Te la concederán?

—Probablemente. Cualquier ciudadano puede pedir una audiencia y suelen concederlas, aunque yo no me presentaré como ciudadano…

Strigan se rio burlona.

—¿Y qué harás para que no se den cuenta de que eres radchaai?

—Me presentaré en un palacio de provincias sin guantes o con los guantes equivocados, diré que soy de un sistema extranjero y hablaré con acento. No hará falta nada más.

Strigan parpadeó varias veces y frunció el ceño.

—No puede ser tan sencillo.

—Se lo aseguro. Como no ciudadana, mis posibilidades de conseguir una audiencia dependerán de las razones que alegue al solicitarla. —Todavía no había planificado a fondo ese detalle. Dependería de lo que encontrara cuando llegara—. Algunas cosas no pueden planificarse con demasiada antelación.

—¿Y qué vas a hacer con…?

Agitó una mano hacia la dormida Seivarden.

Había evitado formularme esa pregunta. Desde que la encontré, me había ido planteando qué hacer con Seivarden a medida que surgían las situaciones.

—Míralo —me pidió Strigan—. Podría prescindir del kef para siempre, pero no creo que lo haga.

—¿Por qué no?

—Para empezar, porque no me ha pedido ayuda.

Ahora fui yo quien, escéptica, arqueó una ceja.

—¿Si se la pidiera, lo ayudaría?

—Haría lo que pudiera. Claro que, si mi ayuda hubiera de servirle a largo plazo, tendría que enfrentarse a los problemas que lo llevaron a tomar kef por primera vez, y no percibo ninguna señal de que esté haciéndolo.

Para mis adentros, yo opinaba lo mismo, pero no dije nada.

—Podría haber pedido ayuda en cualquier momento —continuó Strigan—. Lleva vagando por ahí… ¿cuánto?, al menos cinco años. Si lo hubiera querido, cualquier médico podría haberlo ayudado. Pero eso habría exigido que admitiera tener un problema, ¿no? Y no creo que eso vaya a suceder a corto plazo.

—Sería mejor si ell…, él regresara al Radch.

Las médicos del Radch podrían resolver todos sus problemas. Y no les importaría si Seivarden les había pedido o no ayuda o si la deseaba o no.

—Para regresar al Radch tendría que admitir que tiene un problema —apuntó Strigan.

Indiqué con un gesto que no era de mi incumbencia y dije:

—Por mí puede ir adonde quiera.

—Pero tú lo alimentas y seguro que le pagarás el pasaje del ascensor espacial y, después, el del transporte al sistema al que decidas ir. Se quedará contigo siempre que le reporte algún beneficio, siempre que le proporciones comida y cobijo. Y te robará cualquier cosa que pueda hacer que consiga otra dosis de kef.

Seivarden no era tan fuerte ni tenía la mente tan clara como la había tenido.

—No creo que eso le resulte fácil.

—No —admitió Strigan—, pero pondrá todo su empeño en conseguirlo.

—Lo sé.

Strigan sacudió la cabeza, como si quisiera aclarar las ideas.

—No sé por qué te prevengo contra él, si, total, no me harás caso.

—Estoy escuchando.

Pero ella, evidentemente, no me creyó.

—Lo sé, no es de mi incumbencia. Tú, limítate a… —empezó señalando la caja negra—; limítate a matar a tantos Mianaai como puedas; y no lo pongas sobre mi pista.

—¿Se irá de aquí? —le pregunté.

Por supuesto que se iría. No tenía por qué contestar una pregunta tan estúpida y no se molestó en hacerlo. Regresó a su dormitorio sin decir nada más y cerró la puerta.

Yo abrí mi bolsa, saqué el dinero, lo dejé encima de la mesa y metí la caja negra en su lugar. La toqué tal y como había que hacerlo para que desapareciera y pareció que en la bolsa no hubiera nada más que camisas dobladas y unos cuantos paquetes de comida deshidratada. Después, me acerqué a Seivarden y le propiné un puntapié con la bota.

—Despiértate.

Ella se sobresaltó, se sentó de golpe y se reclinó en el banco más cercano mientras respiraba con agitación.

—Despiértate —repetí—. Nos vamos.