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Por las noches, en Ors, paseaba por las calles y contemplaba la apestosa agua que, salvo por las escasas luces de la ciudad y el parpadeo de las balizas que rodeaban las zonas prohibidas, se veía negra y en calma. Yo también dormía, y también aguardaba, sentada y despierta, en la planta baja de la casa, por si alguien me necesitaba, aunque en aquellos días, eso no solía pasar. También terminaba las tareas diurnas que no se habían completado y velaba a la teniente Awn mientras dormía.

Por las mañanas, llevaba agua para el baño de la teniente y la vestía, aunque ponerse la vestimenta local requería un esfuerzo mucho menor que el uniforme; además, hacía ya dos años que había dejado de utilizar cosméticos, porque con el calor no duraban mucho.

Después, la teniente rezaba a sus iconos. La diosa Amaat, con sus cuatro brazos y una Emanación en cada mano, estaba en un pequeño altar en la planta inferior, pero las otras (Toren, a quien rezaban todas las oficiales de la Justicia de Toren, y unas cuantas deidades propias de la familia de la teniente) estaban cerca de donde dormía, en la planta superior, y a ellas dedicaba las oraciones matutinas. «La flor de la justicia es la paz», era el principio de la oración que las soldados radchaais recitaban al despertarse durante toda su vida militar. «La flor de la corrección es la belleza en pensamiento y acción». El resto de mis oficiales, que permanecían en la Justicia de Toren, seguían un horario distinto. Su hora de levantarse raramente coincidía con la de la teniente, así que esta casi siempre rezaba sola, mientras que las otras oficiales, cuando rezaban, lo hacían en coro y sin ella. «La flor del beneficio es Amaat entera y al completo. Yo soy la espada de la justicia…». La oración era una antífona, pero contaba, solo, con cuatro versos. A veces, todavía la oigo, cuando estoy despierta, como una voz distante situada en algún lugar a mi espalda.

Todas las mañanas, en todos los templos oficiales del espacio radchaai, una sacerdotisa que además se encarga del registro de los nacimientos y las muertes y de los contratos de todo tipo, presenta los augurios del día. A veces, las ciudadanas, individualmente o en familia, realizan sus propias predicciones, porque no es obligatorio asistir a la interpretación oficial de los augurios, aunque constituye una excusa tan buena como cualquier otra para ser vistas en público, charlar con las amigas y las vecinas, y enterarse de los cotilleos.

En Ors todavía no tenían un templo oficial. Los que había estaban dedicados principalmente a Amaat, por lo que cualquier otra deidad ocupaba un lugar secundario en el templo. De momento, la suma sacerdotisa de Ikkt no había encontrado la manera de degradar a su diosa en su propio templo o de asociar Ikkt con Amaat tan estrechamente como para incorporar los ritos radchaais a los de su diosa, así que los rezos a Amaat se realizaban en la casa de la teniente Awn. Todas las mañanas, las portadoras de flores del templo provisional retiraban las flores marchitas que rodeaban la figura de Amaat y las reemplazaban por flores frescas. Solían ser unas pequeñas flores silvestres de tres pétalos y color rosa intenso; crecían en la tierra que se amontonaba en las esquinas de los edificios y en las grietas de las paredes exteriores, y podían considerarse malas hierbas, pero a las niñas les encantaban; pero también llevaban unos pequeños lirios blancos con el cáliz azul que habían empezado a florecer en el lago, sobre todo cerca de las zonas prohibidas delimitadas por las balizas.

Después, la teniente Awn extendía la tela sobre la que iba a realizar la predicción y lanzaba las monedas adivinatorias, que eran un puñado de pesados discos metálicos. Estos, como los iconos, eran pertenencias personales de la teniente Awn, regalos que le hicieron sus progenitoras cuando pasó las aptitudes y le asignaron un puesto.

Algunas veces solo la teniente Awn y las ayudantes del día acudían al ritual matutino, aunque, por lo general, también asistía más gente, como la médico de la ciudad, unas cuantas radchaais a las que les habían otorgado propiedades en la zona y otras niñas orsianas obstinadas en no asistir al colegio o a las que no les importaba llegar tarde a clase con tal de disfrutar del brillo y del tintineo que producían los discos al caer. A veces, incluso la suma sacerdotisa de Ikkt asistía al ritual, porque su diosa, como Amaat, no exigía que sus seguidoras solo la adoraran a ella.

Cuando las monedas adivinatorias caían sobre la tela o, como temían algunas de las asistentes, rodaban fuera de ella a algún lugar que dificultaba la interpretación, la sacerdotisa oficiante debía identificar el patrón, asociarlo al correspondiente pasaje de las escrituras y recitárselo a las personas presentes. La teniente Awn no siempre era capaz de hacerlo y, en ese caso, ella lanzaba las monedas, yo observaba el patrón y luego le transmitía las palabras adecuadas. Al fin y al cabo, la nave Justicia de Toren tenía casi dos mil años y había presenciado casi todas las configuraciones posibles.

Cuando el ritual concluía, la teniente desayunaba; normalmente, una rebanada de pan elaborado con algún tipo de cereal local y un té de los de verdad. Después, se sentaba en la esterilla, encima de la tarima, y atendía a los ruegos y quejas del día.

—Jen Shinnan la ha invitado a cenar esta noche —le comuniqué por la mañana.

Yo también desayuné; además, limpié las armas, patrullé las calles y saludé a quienes se dirigían a mí.

Jen Shinnan vivía en la Ciudad Alta y, antes de la anexión, era la persona más rica de Ors y una de las más influyentes, ya que por delante solo estaba la suma sacerdotisa de Ikkt. A la teniente Awn, no le caía bien.

—Supongo que no tengo ninguna buena excusa para rechazar la invitación.

—Ninguna que yo sepa —le contesté.

Monté guardia en la calle, en el perímetro de la casa. Una orsiana se acercó, me vio y caminó más despacio. Se detuvo a unos ocho metros de distancia y fingió mirar a otro lado, por encima de mí.

—¿Algo más? —me preguntó la teniente Awn.

—La jueza del distrito ratifica la política oficial respecto a las reservas de pesca del lago de Ors…

La teniente suspiró.

—Sí, claro que la ratifica.

—¿Puedo ayudarla, ciudadana? —le pregunté a la persona que seguía titubeando en la calle.

Todavía no había anunciado a sus vecinas el nacimiento inminente de su primera nieta, así que fingí que yo tampoco lo sabía y utilicé el simple tratamiento de cortesía indicado para las personas de sexo masculino.

—Me gustaría que la jueza se instalara aquí e intentara sobrevivir con pan duro y esas desagradables hortalizas encurtidas que nos mandan. Entonces veríamos cómo le sentaría que le prohibieran pescar justo donde están los peces.

La orsiana de la calle se sobresaltó y, durante unos segundos, tuve la impresión de que iba a dar media vuelta y a marcharse, pero cambió de idea.

—Buenos días, radchaai —me saludó en voz baja, y se acercó más—. Y lo mismo le deseo a la teniente Awn.

Las orsianas, cuando les interesa, son muy directas, pero otras veces se muestran extrañamente reticentes, lo que resulta frustrante.

—Sé que hay una razón para la prohibición y que la jueza tiene razón —me confesó la teniente—, pero aun así… —Volvió a suspirar—. ¿Alguna otra cosa?

—Denz Ay está aquí y desea hablar con usted.

Mientras hablaba invité a Denz Ay a entrar en la casa.

—¿Sobre qué?

—No ha querido comentármelo.

La teniente realizó un gesto de comprensión y yo conduje a Denz Ay al otro lado de la pantalla divisoria. Ella hizo una reverencia y se sentó en la estera que había delante de la teniente Awn.

—Buenos días, ciudadana —le saludó la teniente.

Yo traduje sus palabras.

—Buenos días, teniente.

Denz Ay fue evolucionando de forma lenta y cuidadosamente progresiva con sus preguntas. Empezó con un comentario acerca del calor que hacía y lo despejado que estaba el cielo, pasó a preguntas sobre la salud de la teniente, luego a cotilleos locales sin importancia y, finalmente, abordó la razón de su visita.

—Yo… Yo tengo una amiga, teniente. —Se interrumpió.

—¿Ah, sí?

—Ayer por la tarde, mi amiga estaba pescando. —Volvió a detenerse.

La teniente esperó tres segundos y, al ver que Denz Ay no continuaba, le preguntó:

—¿Pescó mucho su amiga?

Cuando las orsianas no están de humor, por muchas preguntas directas que se les formulen o por mucho que se les suplique que sean concretas, es inútil.

—N… no mucho —contestó Denz Ay. Durante un segundo, su cara reflejó enojo—. La mejor pesca, como usted ya sabe, está cerca de las zonas de cría y esas están todas prohibidas.

—Lo sé —corroboró la teniente—. Y estoy convencida de que su amiga nunca pescaría ilegalmente.

—¡No, no, por supuesto que no! —protestó Denz Ay—. Claro que… No quiero causarle problemas a mi amiga…, pero puede que, a veces, escarbe el fondo en busca de tubérculos…, cerca de las zonas prohibidas.

La verdad es que no quedaban plantas que produjeran tubérculos comestibles cerca de las zonas prohibidas. Se habían extraído todas meses atrás, si no antes. Por otro lado, las recolectoras furtivas eran muy cuidadosas en el interior de las zonas prohibidas porque, si el número de plantas decrecía notablemente o alguna especie se extinguía, nos veríamos obligadas a averiguar quién las había recolectado y a vigilar la zona más estrictamente. La teniente Awn lo sabía. Todo el mundo en la Ciudad Baja lo sabía.

La teniente esperó a que Denz Ay continuara con el resto de la historia. La tendencia de las orsianas a abordar las cuestiones tangencialmente la irritaba, pero consiguió que casi no se le notara.

—He oído decir que esos tubérculos son muy sabrosos —comentó.

—¡Oh, sí! —confirmó Denz Ay—. ¡Y cuando saben mejor es recién extraídos del lodo!

La teniente Awn contuvo una mueca de asco.

—Pero también se pueden cortar y cocinar a la plancha… —Denz Ay se interrumpió y lanzó una mirada significativa a la teniente—. Quizá mi amiga pueda conseguirle algunos.

Percibí el descontento de la teniente con las raciones de comida que le asignaban y su momentáneo deseo de responder, «¡Sí, por favor!», pero se contuvo y dijo:

—Gracias, pero no es necesario. ¿Decía usted…?

—¿Qué decía?

—Su… amiga. —Mientras hablaba, la teniente Awn me formulaba preguntas por medio de leves movimientos de los dedos—. Su amiga desenterraba tubérculos cerca de una zona prohibida. ¿Y…?

Le enseñé a la teniente el lugar más probable en el que aquella persona había excavado. Yo patrullaba por toda Ors. Veía atracar y desatracar las barcas, veía adónde se dirigían incluso de noche, cuando las pescadoras apagaban las luces y creían que no las veía.

—Y encontraron algo —terminó Denz Ay.

«¿Ha desaparecido alguien?», me preguntó la teniente Awn en silencio y alarmada. Yo le respondí negativamente.

—¿Y qué encontraron? —le preguntó la teniente a Denz Ay en voz alta.

—Armas —contestó Denz Ay en voz tan baja que la teniente casi no la oyó—. Una docena de armas de las de antes.

Denz Ay se refería a antes de la anexión. A todas las soldados de Shis’urna les habían requisado las armas. Nadie en el planeta debería tener armas de las que no tuviéramos noticia. La información era tan sorprendente que, durante dos segundos, la teniente Awn no reaccionó. A continuación, se sintió intrigada, alarmada y confundida. «¿Por qué me cuenta esto?», me preguntó en silencio.

—Ha habido ciertos rumores, teniente —añadió Denz Ay—. Quizás hayan llegado a sus oídos.

—Siempre hay rumores —reconoció la teniente. Su respuesta constituía un formulismo, de modo que la expresó en el dialecto local y no tuve que traducirla—. ¿Cómo si no va a pasar el tiempo la gente?

Denz Ay asintió con un gesto confirmando el lugar común. La teniente perdió la paciencia y abordó el tema directamente:

—Quizá las dejaron allí antes de la anexión.

—El mes pasado no estaban —negó Denz Ay realizando un gesto negativo con la mano izquierda.

«¿Alguien ha encontrado un alijo de armas anterior a la anexión y lo ha escondido allí?», me preguntó la teniente en silencio. Y añadió en voz alta:

—¿Hay algo en los rumores que explique la aparición de una docena de armas en una zona prohibida del lago?

—Esas armas no son eficaces contra ustedes.

Denz Ay se refería a nuestra armadura. La armadura radchaai es, en esencia, un escudo de fuerza impenetrable. Yo podía activar la mía cuando lo deseara solo con pensarlo. El mecanismo que la activaba estaba implantado en todos mis segmentos. La teniente Awn también tenía una, aunque la suya era externa. No nos volvía totalmente invulnerables, por eso a veces en los combates nos poníamos debajo de ella partes articuladas de armaduras confeccionadas con materiales sólidos pero ligeros; con ellas nos cubríamos la cabeza, las extremidades y el torso, pero incluso sin esas piezas, unas cuantas armas no podían causarnos mucho daño.

—¿Entonces, cuál sería el objetivo de esas armas? —preguntó la teniente Awn.

Denz Ay reflexionó con el ceño fruncido, se mordió el labio y respondió.

—Las tanminds son más parecidas a las radchaais que nosotras.

—Ciudadana —dijo la teniente poniendo un marcado y deliberado énfasis en esa palabra, que originariamente era lo que significaba el nombre radchaai—, si quisiéramos matar a alguien, ya lo habríamos hecho. —En realidad, ya lo habíamos hecho—. No necesitaríamos esconder alijos de armas para hacerlo.

—Por eso he acudido a usted —replicó Denz Ay enfáticamente, como si estuviera explicando algo de una forma muy simple, para una niña—. Cuando ustedes matan a una persona, explican la razón y lo hacen sin buscar excusas. Así es como son las radchaais. Pero en la Ciudad Alta, antes de que ustedes llegaran, cuando disparaban a una orsiana, siempre buscaban una excusa —le explicó a la teniente, que parecía atónita y horrorizada—. Si querían matar a alguien, no decían: «Nos causas problemas y queremos que desaparezcas» y le disparaban, sino que decían: «Solo estamos defendiéndonos», y cuando la persona estaba muerta, registraban el cadáver o su casa y encontraban armas o mensajes incriminatorios.

Lo que Denz Ay quería decir estaba claro: los mensajes no eran auténticos.

—¿Entonces en qué nos parecemos?

—Sus diosas y las de ustedes son las mismas. —No lo eran, al menos explícitamente, pero las radchaais fomentaban esta idea falsa, en la Ciudad Alta y en todas partes—. Ustedes viven en el espacio y van completamente tapadas con ropa. Ustedes son ricas y las tanminds también. Si alguien de la Ciudad Alta —sospeché que se refería a alguien en concreto— alega que una orsiana la ha amenazado, la mayoría de las radchaais la creerán a ella y no a la orsiana, de quien pensarán que miente para proteger a sus congéneres.

Esta era la razón de que hubiera acudido a la teniente Awn, para que, pasara lo que pasara y en el caso de que se produjera una acusación, las autoridades radchaais tuvieran la certeza de que ni ella ni, por extensión, todas las demás ciudadanas de la Ciudad Baja, habían tenido nada que ver con el alijo de armas.

—Esas distinciones —declaró la teniente—: orsianas, tanminds, mohas… ya no significan nada. Eso forma parte del pasado. Aquí todas somos radchaais.

—Lo que usted diga, teniente —repuso Denz Ay con un tono de voz bajo y casi inexpresivo.

La teniente Awn llevaba en Ors el tiempo suficiente para saber cuándo alguien, a pesar de no estar de acuerdo con algo, no lo manifestaba, de modo que intentó otro enfoque.

—Nadie va a matar a nadie.

—Por supuesto que no, teniente —confirmó Denz Ay, aunque utilizó el mismo tono de voz de antes.

Era lo bastante mayor para saber, sin necesidad de intermediarias, que nosotras habíamos matado a gente en otros tiempos. No se la podía culpar por temer que volviéramos a hacerlo en el futuro.

Cuando Denz Ay se marchó, la teniente Awn se quedó reflexionando. Nadie la interrumpió; el día fue tranquilo. En el interior del templo iluminado con luz verde, la suma sacerdotisa se volvió hacia mí y dijo:

—Antes había dos coros. Cada uno de ellos constaba de cien voces. Te habría gustado.

Yo había visto grabaciones. A veces, las niñas me llevaban canciones que eran reflejos lejanos de aquella música que hacía más de quinientos años que había desaparecido.

—Ya no somos lo que éramos —confesó la suma sacerdotisa—. A la larga, todo desaparece.

Asentí.

—Esta noche toma una barca —me ordenó la teniente Awn cuando, finalmente, se movió—. Busca algo que indique la procedencia de las armas. Decidiré qué hacer cuando tenga una idea más clara de lo que ocurre.

—Sí, teniente —le respondí.

Jen Shinnan vivía en la Ciudad Alta, al otro lado del canal Templo de Proa. La mayoría de las orsianas que vivían allí eran criadas. Las casas de aquella zona se habían construido conforme a unos planos ligeramente diferentes a los de la Ciudad Baja. Tenían tejados a cuatro aguas y la parte central de cada planta estaba cerrada con paredes, aunque, en las noches templadas, las ventanas y las puertas se dejaban abiertas. La Ciudad Alta se había levantado sobre viejas ruinas y, por tanto, era mucho más reciente que la Ciudad Baja. La construcción se había realizado durante los últimos cincuenta años, más o menos, y se había hecho un uso mucho más exhaustivo de los sistemas de control del clima. Muchas residentes vestían pantalones, camisas e incluso chaquetas. Las radchaais que vivían allí solían utilizar ropa convencional y la teniente Awn, cuando iba allí de visita, se ponía el uniforme sin que le resultara muy incómodo.

De todos modos, la teniente Awn nunca se sentía cómoda cuando visitaba a Jen Shinnan. No le caía bien y aunque, por supuesto, ninguna de las dos lo había insinuado siquiera, a Jen Shinnan tampoco le caía muy bien la teniente Awn. Aquella invitación solo respondía a una necesidad social, ya que la teniente Awn era una representante local de la autoridad radchaai. Aquella noche, las comensales eran inusualmente pocas, solo Jen Shinnan, una prima suya, la teniente Awn y la teniente Skaaiat. Esta última era la comandante de Justicia de Ente Issa Siete; administraba el territorio situado entre Ors y Kould Ves, que estaba formado, principalmente, por terreno agrícola y era donde Jen Shinnan y su prima tenían sus propiedades. La teniente Skaaiat y sus tropas nos ayudaban durante la temporada de peregrinación, así que era casi tan conocida en Ors como la teniente Awn.

—Me han confiscado toda la cosecha.

Quien había hablado era la prima de Jen Shinnan, que poseía varios huertos de tamarindos no lejos de la Ciudad Alta. Dio unos golpecitos de énfasis en su plato con su utensilio de mesa.

—¡Toda la cosecha! —repitió.

En el centro de la mesa había múltiples fuentes y cuencos llenos de huevos, pescado (no del lago pantanoso, sino del mar que había más allá), pollo con especias, pan, hortalizas estofadas y media docena de salsas de distintos tipos.

—¿Acaso no le han pagado, ciudadana? —le preguntó la teniente Awn hablando despacio y con cuidado, como hacía siempre que le preocupaba que se le notara el acento.

Tanto Jen Shinnan como su prima hablaban radchaai, así que no era necesario que actuara de intérprete ni que me preocupara por el sexo, la condición social ni ninguno de los otros aspectos que se reflejaban en los idiomas tanmind y orsiano.

—¡Bueno, sí, pero seguro que habría obtenido más beneficio si la hubiera vendido yo misma en Kould Ves!

En otra época, a una propietaria como ella la habríamos matado al principio para que a la protegida de alguien se le adjudicara su plantación. La verdad es que más de unas cuantas shis’urnas habían muerto en las etapas iniciales de la anexión simplemente porque estaban en medio; y en medio podía significar un montón de cosas. La teniente Awn le respondió:

—Sin duda comprende, ciudadana, que la distribución de alimentos constituye un problema que todavía no hemos acabado de resolver y todas tenemos que sufrir algunas privaciones hasta que lo consigamos.

Cuando estaba incómoda, sus frases se volvían formales hasta el extremo y, a veces, peligrosamente enrevesadas.

Jen Shinnan señaló una fuente confeccionada con frágil cristal de color rosa pálido.

—¿Otro huevo relleno, teniente Awn?

La teniente Awn levantó una mano enguantada.

—Son deliciosos, pero no, gracias, ciudadana.

La prima había tomado una dirección y, a pesar del diplomático intento de Jen Shinnan para desviarla de aquella ruta, se resistió a abandonarla.

—No se puede decir que la fruta sea una necesidad. ¡Y, encima, los tamarindos! Tampoco se puede decir que la gente se esté muriendo de hambre.

—¡Desde luego que no! —exclamó la teniente Skaaiat con ímpetu.

Esbozó una luminosa sonrisa en dirección a la teniente Awn. La teniente Skaaiat tenía la piel oscura, los ojos de color ámbar y, a diferencia de la teniente Awn, era de origen aristocrático. Una de sus Issa Siete estaba a mi lado, junto a la puerta del comedor, tan erguida y quieta como yo.

A la teniente Awn le gustaba mucho la teniente Skaaiat y, aunque agradeció su comentario, no consiguió sonreír.

—No, este año nadie se muere de hambre —declaró la teniente Awn.

—Tu negocio funciona mejor que el mío, prima —intervino Jen Shinnan en un tono apaciguador.

Ella también poseía explotaciones agrícolas cerca de la Ciudad Alta, pero, además, era la propietaria de los dragadores que permanecían, quietos y silenciosos, en el lago pantanoso.

—Pero supongo que no puedo lamentarme mucho, porque las labores de dragado me acarreaban muchos problemas y muy poco dinero.

La teniente Awn abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla. La teniente Skaaiat se dio cuenta y, utilizando con naturalidad las vocales abiertas típicas del hablar refinado, dijo:

—¿Cuánto falta? ¿Otros tres años para que acaben las prohibiciones de pesca, teniente?

—Así es —contestó la teniente Awn.

—¡Es ridículo! —exclamó Jen Shinnan—. Bienintencionado, pero ridículo. Ya vieron cómo estaban las cosas cuando llegaron. Nada más levantar la prohibición, las orsianas acabarán con toda la pesca. Puede que fueran un gran pueblo en el pasado, pero ya no son como sus antepasadas. No tienen ambición, no les interesa nada aparte de los beneficios que puedan obtener a corto plazo. Si se les enseña quién manda, pueden ser muy obedientes, como estoy convencida de que ya debe de haber comprobado, teniente Awn, pero en su estado natural son, con pocas excepciones, holgazanas y supersticiosas. Aunque supongo que esto es lo que se consigue al vivir en el inframundo. —Sonrió por su propio chiste y su prima se rio abiertamente.

Las naciones shis’urnas que vivían en el espacio dividían el universo en tres sectores. El del medio era el entorno natural de los seres humanos: estaciones espaciales, naves, hábitats artificiales… Más allá de esta zona, hacia el exterior, estaba el sector negro: el cielo, el hogar de Dios y de todo lo que era sagrado. Por último, sometido a la fuerza de gravedad del planeta Shis’urna o, en realidad, de cualquier planeta, estaba el inframundo, el hogar de los muertos, del que la humanidad había tenido que escapar para liberarse por completo de su demoníaca influencia. Eso demuestra que la concepción radchaai de que el universo es Dios se parece al concepto tanmind del Negro y quizá también explica por qué a las radchaais les resultaba un poco raro que alguien que creía que los hábitats con gravedad eran el hogar de los muertos llamara supersticiosas a otras personas por adorar a una diosa con forma de lagarto.

La teniente Awn consiguió esbozar una sonrisa educada y la teniente Skaaiat dijo:

—Sin embargo, ustedes también viven aquí.

—Yo no confundo los conceptos filosóficos abstractos con la realidad —replicó Jen Shinnan.

Pero eso también sonaba raro a oídos de las radchaais que sabían lo que significaba para una tanmind de una estación espacial descender al inframundo y regresar.

—En serio, tengo una teoría —añadió Jen Shinnan.

La teniente Awn, que había oído varias teorías tanminds acerca de las orsianas, consiguió poner una expresión neutra e incluso casi curiosa y comentó con un tono de voz indefinido:

—¿Ah, sí?

—¡Explíquenosla! —pidió la teniente Skaaiat.

La prima, que acababa de tomar un bocado de pollo con especias, realizó un gesto de ánimo con su utensilio de mesa.

—Es por su forma de vivir, así, totalmente expuestas, sin nada más que un tejado —explicó Jen Shinnan—. No tienen ningún tipo de privacidad, ninguna noción de sí mismas como individuos reales, ya me entienden, ninguna percepción de algún tipo de identidad diferenciada.

—Por no hablar de la propiedad privada —añadió Jen Taa, que ya había tragado el pollo—. Se creen que pueden entrar en cualquier lugar y llevarse lo que deseen sin más ni más.

En realidad, había normas, aunque no explícitas, sobre el derecho a entrar en una casa ajena sin invitación y el robo apenas constituía un problema en la Ciudad Baja. Solo se producían robos ocasionalmente, durante la temporada de peregrinación, pero aparte de esa época, casi nunca.

Jen Shinnan realizó un gesto de asentimiento.

—Además, aquí nunca nadie se ha muerto de hambre, teniente. Nadie tiene que trabajar. Ellas se limitan a pescar en el lago o a desplumar a las visitantes durante la temporada de peregrinación. No tienen la posibilidad de desarrollar ninguna ambición ni el deseo de mejorar en ningún aspecto. Y no desarrollan, ni pueden desarrollar, ningún tipo de sofisticación, ningún tipo de…

El tono de su voz fue apagándose mientras buscaba la palabra correcta.

—¿Interioridad? —sugirió la teniente Skaaiat, que disfrutaba de aquel juego mucho más que la teniente Awn.

—¡Exacto! —confirmó Jen Shinnan—; sí, interioridad.

—Entonces, su teoría consiste en que en realidad las orsianas no son personas —interpeló la teniente Awn con un tono de voz peligrosamente uniforme.

—Bueno, yo diría que no son individuos. —Jen Shinnan pareció percibir, aunque por encima, que había dicho algo que había hecho enojar a la teniente Awn, pero no estaba del todo segura—. Al menos, no como tales.

—Y, claro —intervino Jen Taa ajena a lo que ocurría—, ven lo que nosotras tenemos y no comprenden que hay que trabajar para disfrutar de este tipo de vida. Sienten envidia y resentimiento y nos culpan por no permitirles disfrutar de lo que tenemos cuando, de hecho, solo con que trabajaran…

—Donan todo el dinero que llega a sus manos para la reconstrucción de ese templo medio derruido y después se quejan de que son pobres —explicó Jen Shinnan—. Acaban con los recursos pesqueros de los pantanos y luego nos culpan a nosotras; y también las culparán a ustedes, teniente, cuando levanten la prohibición sobre las zonas de pesca.

—¿El hecho de que ustedes dragaran el lodo sin ningún tipo de control para venderlo como fertilizante no tuvo nada que ver con la escasez de peces? —preguntó la teniente Awn con voz tensa.

De hecho, el fertilizante había sido un subproducto del negocio principal, que consistía en vender el lodo a las tanminds que vivían en las estaciones espaciales con fines religiosos.

—¿La escasez de peces se debía a las prácticas de pesca irresponsables de las orsianas?

—Bueno, claro que el dragado produjo algún efecto —intervino Jen Taa—, pero si ellas hubieran gestionado adecuadamente sus recursos…

—Exacto —corroboró Jen Shinnan—. Ustedes me culpan de haber arruinado los recursos pesqueros, pero yo le di trabajo a aquella gente. Les ofrecí oportunidades para mejorar su vida.

La teniente Skaaiat debió de percibir que la teniente Awn estaba llegando a un punto peligroso.

—Mantener la seguridad en un planeta es muy distinto a mantenerla en una estación —afirmó la teniente Skaaiat con voz animada—. En un planeta siempre se produce algún que otro… desliz. Hay cosas que pasan desapercibidas.

—Sí, pero nos tienen a todas controladas y siempre saben dónde estamos —protestó Jen Shinnan.

—Así es —confirmó la teniente Skaaiat—, pero no siempre estamos vigilando. Supongo que se podría fabricar una IA lo bastante grande para que vigilara un planeta entero, pero no creo que nadie lo haya intentado. Sin embargo, una estación…

Vi que la teniente Awn se dio cuenta de que la teniente Skaaiat había activado la trampa en la que Jen Shinnan había caído momentos antes e intervino:

—En una estación la IA lo ve todo.

—Y, por tanto, las estaciones son mucho más fáciles de manejar —corroboró la teniente Skaaiat con satisfacción—. Casi no se necesita seguridad.

Eso no era cierto del todo, pero no era el momento de mencionarlo. Jen Taa dejó su utensilio de mesa y aventuró:

—Supongo que la IA no lo ve absolutamente todo. —Ninguna de las tenientes dijo nada—. ¿Incluso cuando están…?

—Todo —contestó la teniente Awn—. Se lo aseguro, ciudadana.

Se produjo un silencio que duró un par de segundos. A mi lado, la guardia Issa Siete de la teniente Skaaiat movió la boca; podía ser una reacción a un picor o algún tipo de espasmo muscular espontáneo, pero yo sospeché que era la manifestación exterior de que aquello le había resultado divertido. Las naves militares, igual que las estaciones, tenían una IA y las soldados radchaais vivían sin la menor privacidad.

La teniente Skaaiat rompió el silencio:

—Su sobrina, ciudadana, pasará las aptitudes este año, ¿no?

La prima respondió afirmativamente con un gesto. Mientras su explotación agrícola le proporcionara ingresos, ella no necesitaría que le asignaran ningún puesto, y su heredera tampoco, al menos tantas herederas como su explotación pudiera mantener. La sobrina, sin embargo, había perdido a sus progenitoras durante la anexión.

—¿Ustedes pasaron las aptitudes, tenientes? —preguntó Jen Shinnan.

Las dos respondieron afirmativamente. Las aptitudes constituían la única forma de acceder al cuerpo militar y a cualquier otro puesto gubernamental, aunque no abarcaban todos los puestos disponibles.

—Seguro que esas pruebas son adecuadas para ustedes —comentó Jen Shinnan—, pero me pregunto si también lo son para nosotras, las shis’urnas.

—¿Por qué lo dice? —preguntó la teniente Skaaiat mientras fruncía levemente el ceño con actitud divertida.

—¿Ha habido algún problema? —preguntó la teniente Awn, todavía tensa y enojada con Jen Shinnan.

—Bueno. —Jen Shinnan cogió una servilleta de tela suave y luminosamente blanqueada y se enjugó la boca—. Según dicen, el mes pasado en Kould Ves todas las candidatas a los puestos de la Administración pública eran de raza orsiana.

La teniente Awn, confusa, parpadeó repetidas veces, y la teniente Skaaiat sonrió.

—Lo que quiere decir —apuntó la teniente Skaaiat mirando a Jen Shinnan pero dirigiéndose, en realidad, a la teniente Awn— es que cree que las pruebas no son imparciales.

Jen Shinnan dobló la servilleta y la dejó sobre la mesa, al lado de su cuenco.

—¡Vamos, teniente, seamos sinceras! Había tan pocas orsianas en tales puestos antes de que ustedes llegaran por alguna razón. De vez en cuando, surge una excepción: la Divina es una persona sumamente respetable, no tengo la menor duda; pero ella es la excepción, así que cuando veo que han asignado puestos de la Administración pública a veinte orsianas y a ninguna tanmind, no puedo evitar pensar que la prueba es defectuosa o que… Bueno, no puedo evitar recordar que, cuando ustedes llegaron, las orsianas fueron las primeras en rendirse. No las culpo por tener este hecho en cuenta, por querer… recompensárselo, aunque constituye un error.

La teniente Awn no dijo nada, pero la teniente Skaaiat preguntó:

—Suponiendo que lo que usted dice sea cierto, ¿por qué constituiría un error?

—Porque, como ya he dicho, ellas no son adecuadas para puestos de autoridad. Hay excepciones, sí, pero… —Sacudió una de sus enguantadas manos—. Además, como la falta de imparcialidad en la asignación de puestos es tan obvia, la gente no confiará en las pruebas.

La teniente Skaaiat amplió su sonrisa en proporción al silencio y la indignación que irradiaba la teniente Awn.

—¿Su sobrina está nerviosa?

—Un poco —reconoció la prima.

—Es comprensible —comentó la teniente Skaaiat alargando las palabras—. Se trata de un acontecimiento trascendental en la vida de cualquier ciudadana. Pero no tiene nada que temer.

Jen Shinnan se rio sarcástica.

—¿Que no tiene nada que temer? Las orsianas tienen celos de nosotras, siempre los han tenido, y ahora no podemos formalizar ningún contrato legal sin tener que desplazarnos a Kould Ves o cruzar la Ciudad Baja hasta su casa, teniente.

Cualquier contrato con validez legal debía formalizarse en el templo de Amaat. Aunque, según una concesión reciente y extremadamente controvertida, si una de las partes era monoteísta exclusiva, el contrato podía cerrarse en los escalones de la entrada del templo.

—Además, durante la dichosa peregrinación, eso es prácticamente imposible. O perdemos un día entero para trasladarnos a Kould Ves o corremos peligro.

Jen Shinnan se desplazaba a Kould Ves con bastante frecuencia. A menudo, simplemente para visitar a alguna amiga o para ir de compras. Todas las tanminds de la Ciudad Alta lo hacían incluso antes de la anexión.

—¿Se ha producido algún incidente del que no tengamos noticia? —preguntó la teniente Awn tensa y enfadada, aunque con un tono de voz sumamente cortés.

—Bueno —contestó Jen Taa—. De hecho, teniente, tenía intención de comentárselo. Llevamos aquí unos cuantos días y mi sobrina ha tenido algunos problemillas en la Ciudad Baja. Le advertí que era mejor que no se acercara por allí, pero ya sabe usted cómo reaccionan las adolescentes cuando les dices que no hagan algo.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó la teniente Awn.

—¡Oh, ya sabe! —exclamó Jen Shinnan—. Palabras ofensivas, amenazas…, sin consecuencias, desde luego, y por supuesto nada comparado con cómo serán las cosas dentro de una o dos semanas, pero la niña se quedó muy impresionada.

La niña en cuestión había pasado las dos tardes anteriores contemplando el canal Templo de Proa y suspirando. Yo hablé con ella en una ocasión y ella volvió la cabeza a otro lado sin contestarme. Después de eso, la dejé tranquila. Nadie la había molestado.

—Ningún problema que yo haya percibido —le comuniqué a la teniente Awn.

—No la perderé de vista —aseguró la teniente Awn mientras acusaba recibo de mi información con un movimiento leve de los dedos.

—Gracias, teniente —dijo Jen Shinnan—. Sé que podemos contar con usted.

—Así que lo encuentras divertido.

La teniente Awn intentó relajar la mandíbula. Percibí la creciente tensión de sus músculos faciales y pensé que, si no se producía algún tipo de intervención, pronto sufriría dolor de cabeza. La teniente Skaaiat, que caminaba a su lado, se rio abiertamente.

—¡Es pura comedia! Perdóname, querida, pero cuanto más te enfadas, más formal hablas y más se equivoca Jen Shinnan contigo.

—No me lo creo. Seguro que se ha informado respecto a mí.

—Sigues enfadada y, lo que es peor, estás enfadada conmigo —le dijo la teniente Skaaiat mientras enlazaba su brazo con el de la teniente Awn—. Lo siento; y sí que se ha informado respecto a ti. Aunque de una forma muy indirecta, como si se interesara por ti sin más; con todo respeto, por supuesto.

—Y supongo que tú contestaste sus preguntas de una forma tan indirecta como ella formuló sus preguntas —aventuró la teniente Awn.

Yo caminaba detrás de ellas, al lado de la Issa Siete que había esperado conmigo en la entrada del comedor de Jen Shinnan. Al frente, al final de la calle y al otro lado del canal Templo de Proa, me vi a mí misma montando guardia en la plaza.

—No le dije nada que no fuera cierto —aclaró la teniente Skaaiat—. Le conté que las tenientes que están al mando de naves con tropas auxiliares suelen proceder de familias antiguas que disponen de una posición social elevada y montones de dinero y clientas. Puede que sus contactos en Kould Ves le hayan contado algo más, pero no mucho. Por un lado, como tú no encajas en ese patrón, tienen motivos para tener celos de ti; por el otro, estás al mando de auxiliares y no de vulgares tropas humanas. Las personas anticuadas como ellas reprueban tanto la utilización de tropas humanas como el hecho de que las descendientes de casas sin prestigio sean nombradas oficiales. Si bien aprueban que tengas auxiliares, desaprueban tus orígenes. Jen Shinnan tiene una imagen ambivalente de ti.

A pesar de que las casas junto a las que pasábamos estaban cerradas y las plantas inferiores a oscuras, la teniente habló en voz baja, de modo que solo pudiera oírla alguien que estuviera muy cerca de ella. La Ciudad Alta era muy diferente de la Ciudad Baja, donde incluso a altas horas de la noche la gente permanecía sentada prácticamente en la calle, y no solo las personas adultas, sino también las niñas pequeñas.

—Además —continuó la teniente Skaaiat—, Jen Shinnan tiene razón. No en esas ideas absurdas que ha comentado acerca de las orsianas, no, sino en sus sospechas acerca de las aptitudes. Como bien sabes, las pruebas son susceptibles de manipulación.

Al oír las palabras de la teniente Skaaiat, la teniente Awn sintió una franca e intensa indignación, pero no dijo nada y la teniente Skaaiat continuó:

—Durante siglos, solo las personas adineradas y con buenos contactos superaban las pruebas y podían acceder a determinados puestos como, por ejemplo, los de oficialas militares. Pero en los últimos, ¿qué, cincuenta, setenta y cinco años?, no ha sido así. ¿Acaso las casas inferiores de repente cuentan con candidatas aptas para los puestos de oficiales y antes no?

—No me gusta adónde te diriges con ese argumento —le recriminó la teniente Awn mientras intentaba soltarse del brazo de la teniente Skaaiat—. No me lo esperaba de ti.

—¡No, no! —protestó la teniente Skaaiat, y no permitió que la teniente Awn se soltara, sino que la acercó más a ella—. La pregunta es la correcta y la respuesta también. La respuesta es que no, desde luego. ¿Pero eso qué significa, que las pruebas estaban amañadas antes o que lo están ahora?

—¿Y tú qué opinas?

—Que estaban amañadas antes y lo están ahora. Pero nuestra amiga Jen Shinnan no se plantea qué es lo que ha cambiado. Lo único que se plantea es que, si quieres tener éxito, tienes que tener los contactos adecuados y sabe que las aptitudes forman parte del proceso. Por otro lado, no tiene vergüenza; ya la has oído insinuar que estábamos recompensando a las orsianas por haber colaborado, y a continuación da a entender que su gente podía ser incluso mejor colaboradora. Ya te habrás fijado en que ni ella ni su prima presentan a sus hijas a las pruebas de aptitud; solo envían a esa sobrina huérfana. A pesar de todo, les preocupa que las supere. Si le hubiéramos pedido un soborno para asegurar que las superaba, no habría dudado en pagárnoslo. De hecho, me sorprende que no nos lo ofreciera.

—¡No serías capaz! —protestó la teniente Awn—. No lo aceptarías. Además, no podrías cumplir con tu parte.

—No será necesario. La muchacha responderá bien a las pruebas y, probablemente, la enviarán a la capital regional para que se forme y ocupe un bonito puesto en la Administración. Si quieres saber mi opinión, a las orsianas las están, efectivamente, recompensando por haber colaborado, pero en este sistema son una minoría. Ahora que el inevitable y desagradable proceso de la anexión ha terminado, queremos que la gente empiece a darse cuenta de que ser radchaai la beneficia y castigar a casas locales por no haberse rendido con la suficiente rapidez no nos ayuda en nada.

Caminaron en silencio durante un rato y se detuvieron junto al canal con los brazos todavía entrelazados.

—¿Te acompaño a casa? —preguntó la teniente Skaaiat.

La teniente Awn no contestó y miró a lo lejos por encima del agua. Todavía estaba enfadada. Las claraboyas verdes del tejado inclinado del templo estaban iluminadas y, a través de las puertas abiertas, la luz se proyectaba en la plaza y se reflejaba en el agua. Era época de vigilias. Esbozó una media sonrisa de disculpa y dijo:

—Te he disgustado. Deja que te compense.

—Está bien —contestó la teniente Awn, y exhaló un leve suspiro.

Nunca lograba resistirse a la teniente Skaaiat y la verdad es que no había ninguna razón real para que lo hiciera. Se volvieron y caminaron por la orilla del canal.

—¿Qué diferencia crees que hay entre las ciudadanas y las no ciudadanas? —preguntó la teniente Awn en voz tan baja que casi no rompió el silencio.

—Las primeras son civilizadas y las otras, no —contestó la teniente Skaaiat riéndose.

La broma solo tiene sentido en radchaai, porque, en ese idioma, la misma palabra significa «ciudadana» y «civilizada». Ser radchaai es ser civilizada.

—¿Entonces, cuando la Lord de Mianaai les concedió la ciudadanía a las shis’urnas, en ese mismo instante se volvieron civilizadas?

La frase era capicúa. Resulta difícil formular esa pregunta en idioma radchaai.

—O sea, que tus Issa pueden matar a la gente por no dirigirse a nosotras con el suficiente respeto, y no me digas que no sucedió porque sé que sucedió, y también cosas peores, pero no pasa nada porque esas personas no son radchaais, no son civilizadas, y cualquier medida está justificada en nombre de la civilización.

La teniente Awn había cambiado, momentáneamente, al escaso orsiano local que sabía, porque el idioma radchaai le impedía expresar lo que quería decir.

—Bueno, tienes que admitir que fue efectivo —contestó la teniente Skaaiat—. Ahora todo el mundo se dirige a nosotras respetuosamente.

La teniente Awn guardó silencio. Estaba seria.

—¿Qué te ha hecho pensar en esta cuestión? —le preguntó la teniente Skaaiat.

La teniente Awn le contó la conversación que había mantenido con la suma sacerdotisa el día anterior.

—Ya, bueno, pero en aquel momento tú no protestaste.

—¿Qué habría conseguido protestando?

—Absolutamente nada —respondió la teniente Skaaiat—. Pero eso no es motivo suficiente para que no lo hicieras. Además, aunque las auxiliares no maltraten a las personas, no acepten sobornos ni violen ni maten a la gente por despecho…, hace cien años, a las personas a las que las tropas humanas mataron las habrían mantenido en animación suspendida para utilizarlas más adelante como segmentos auxiliares. ¿Sabes cuántas tenemos todavía en reserva? Las bodegas de la Justicia de Toren seguirán llenas de auxiliares durante el próximo millón de años, si no más. Esas personas están realmente muertas, así que ¿qué diferencia hay? Y sé que no te gusta que lo diga, pero la verdad es que el lujo siempre existe a costa de alguien. Una de las múltiples ventajas de la civilización es que, en general, no hay que ver esa realidad si no se quiere. Se puede disfrutar de sus beneficios sin perturbar la propia conciencia.

—¿La tuya no se perturba?

La teniente Skaaiat se rio alegremente, como si estuvieran hablando de algo diferente por completo, de un divertido juego de mesa o de una bonita tienda de té.

—Cuando creces sabiendo que te mereces estar en lo más alto y que las casas inferiores existen para servir al glorioso destino de la tuya, das esas cosas por sentado. Naces dando por supuesto que el coste de tu vida lo pagan otras personas. Así son las cosas. Lo que ocurre durante una anexión es solo una diferencia cuantitativa, no cualitativa.

—A mí no me lo parece —contestó la teniente Awn seca y con amargura.

—No, claro que no —repuso la teniente Skaaiat con voz más amable.

Estoy convencida de que a la teniente Skaaiat, la teniente Awn le gustaba de verdad. Sé que a la teniente Awn sí que le gustaba la teniente Skaaiat a pesar de que, a veces, dijera cosas que la disgustaran, como había ocurrido aquella noche.

—Tu familia ha pagado parte de ese coste, por pequeño que haya sido —añadió la teniente Skaaiat—. Quizás esto sea la causa de que te resulte fácil simpatizar con quien esté pagando por ti. Y estoy convencida de que cuesta no pensar en lo que tus antepasadas tuvieron que sufrir cuando fueron anexionadas.

—Pero tus antepasadas nunca fueron anexionadas —comentó la teniente Awn, cortante.

—Bueno, probablemente algunas sí que lo fueron —admitió la teniente Skaaiat—, pero no figuran en la genealogía oficial. —Se detuvo y tiró de la teniente Awn para que se detuviera a su lado—. Awn, mi buena amiga, no te tortures con cosas que no puedes cambiar. Las cosas son como son. No tienes nada que reprocharte.

—Acabas de decir que todas tenemos algo que reprocharnos.

—Yo no he dicho eso —replicó la teniente Skaaiat con voz suave—, pero, en cualquier caso, tú lo interpretarás así, ¿no? Escúchame, la vida en este planeta será mejor porque nosotras estamos aquí. De hecho, ya lo es, y no solo para las personas de este planeta, sino también para las que fueron trasladadas a él. Incluso para Jen Shinnan, a pesar de que, ahora mismo, en lo único que piensa es en el resentimiento que siente por haber dejado de ser la autoridad principal en Ors. Pero, con el tiempo, lo comprenderá. Todas lo harán.

—¿Y las muertas?

—Las muertas están muertas. No tiene sentido preocuparse por ellas.