24
A la mañana siguiente habían desaparecido las nubes cargadas de lluvia. El sol bañaba el bosque de un rojo intenso. El canto de los pájaros colmaba de alegría el aire húmedo y cálido.
Ricarda se había puesto la ropa más cómoda que tenía y había metido en la maleta solo lo imprescindible para la excursión, incluidas unas cuantas cosas de su maletín de médico que llevaba envueltas en el cilindro de lona de un instrumento. Quería ir preparada para posibles caídas u otros accidentes.
Cuando salió del pabellón, el mozo de cuadra de Jack sacó los caballos al patio. Ricarda se sorprendió al ver lo cargado que iba el animal. ¿Habré cogido pocas cosas?, pensó.
Se dirigió con la maleta a la casa principal en el momento en que Jack Manzoni salía al porche.
—¿Está preparada, Ricarda? —dijo, saludándola con la mano.
En el porche estaba servido el desayuno. El humo del café salía de las tazas formando espirales.
En el interior de la casa se oía cómo trasteaba el ama de llaves. Para entonces Ricarda ya conocía a Margaret, a quien consideraba amable y discreta. Era tan agradable y reservada, que a Ricarda le recordaba a la cocinera de sus padres.
—Sí, ya estoy lista. Solo me asombra que vayamos cargados con todos los enseres de su casa —bromeó Ricarda.
—No se preocupe, he dejado algo al cuidado de Margaret —respondió Jack riéndose, y dio un sorbo de café—. Solo son esteras para dormir, mantas, una tienda de campaña, las provisiones junto con alguna olla y un machete por si nos quedamos atascados en algún sitio. También llevo una escopeta con munición.
—Ajá.
—Durante nuestra ausencia, Margaret se quedará viviendo aquí para cuidar de todo —le explicó Jack, mientras terminaban de desayunar—. Le he dicho que le eche también un vistazo a su consulta. No vaya a ser que se instale allí algún sátiro.
—Muy atento por su parte, Jack.
Ricarda apuró el café y lo siguió hacia los caballos.
—Espero que sepa montar.
Jack cogió las riendas del caballo negro destinado a ella, que tenía un lucero en forma de puñal en la testuz.
—No especialmente bien. Mi madre siempre me ha inculcado que montar es impropio de señoritas.
—Pues ahora tendrá ocasión de practicar —dijo Jack, llevándole el animal—. Siento no tener una silla femenina, pero es que a mi madre tampoco le hacía demasiada gracia montar. De todos modos, creo que una mujer va más cómoda en una silla de hombre.
Mi madre se desmayaría si me viera en esta silla, pensó Ricarda.
—En realidad, nunca he entendido por qué las mujeres tienen que sentarse en sillas de señora —le secundó Ricarda.
Y Jack contestó de inmediato:
—Para no tentar a los hombres enseñando las piernas.
—En una silla femenina también se pueden levantar las faldas —objetó Ricarda, mientras contemplaba su caballo.
Tenía cara de bonachón y sus ojos parecían leales y vivarachos.
—¿Necesita ayuda o quiere subir sola?
—Lo voy a intentar sola.
Ricarda puso el pie izquierdo en el estribo y se encaramó a la silla. La cosa fue mejor de lo esperado.
—¡A la vista está que no se le ha olvidado!
—Espere a que el caballo se ponga en movimiento.
Aunque Ricarda no había montado un caballo ella sola desde niña, no se encontraba rara allí arriba. De pronto le sobrevino una oleada de alegría y emoción. Recordó la fiesta de Año Nuevo y el paseo que había dado con Jack por el bosque. La perspectiva de una aventura similar, esta vez sin ceremonias, y sobre todo sin observadores, le aceleró los latidos del corazón.
—Para montar lo principal es agarrarse fuerte y adaptarse a los movimientos del caballo —le explicó Jack, disipando sus pensamientos.
—Si me caigo, espero que me ayude a levantarme.
—Lo haré, pero no creo que sea necesario.
Jack se montó en el suyo y comprobó el ronzal del caballo de carga, que iba atado a la silla de su corcel.
—¡Vámonos!
Dicho lo cual, espoleó a su caballo.
Ricarda iba embelesada cabalgando por el bosque. Cada dos por tres percibía el movimiento de un animal con el rabillo del ojo, pero en cuanto se volvía a mirarlo, ya había desaparecido. Por doquier se oían susurros y murmullos.
La ruta que había tomado Jack era bastante intransitable, de modo que Ricarda tenía que agarrarse bien fuerte. En varias ocasiones, las ramas bajas de los árboles le rozaban la cara y llenaban su piel de rocío. En las pantorrillas le daban latigazos los helechos altos, pero eso tampoco la molestaba. Todas las impresiones aguzaban sus sentidos y hasta su propio cuerpo lo sentía con una intensidad inusitada. Se sentía libre y feliz.
Ya desde que salieron de la granja de Jack la naturaleza era impresionante, pero aquí la vegetación era un poco distinta. Ricarda creía que esta parte del paisaje no había sido hollada ni una sola vez por los maoríes. Había tanta maleza que, al cabo de un rato, Jack tuvo que echar mano de su machete para abrir una vereda por aquella vegetación casi impenetrable.
Una vez, Ricarda creyó haber visto ardillas en las copas de los árboles, pero al mirar con más atención, la ardilla resultó ser un kaka, un pariente de los keas, tantas veces admirados por Ricarda. Su plumaje gris estaba salpicado de brillantes plumas rojas.
En su camino se cruzaron otros pájaros, como los kakapos y los kiwis. Cuando hacían un descanso, Ricarda aprovechaba para dibujarlos. En su bloc de dibujo no solo plasmaba animales con mano diestra, sino que también guardaba hierbas entre sus hojas.
En una ocasión, Jack le trajo un insecto de forma extraña con seis patas. Se asemejaba a una langosta gigante, solo que este poseía un cuerpo más gordo, a rayas. Y aguijón y largas antenas.
—Es un weta —le explicó él—. Más exactamente un weta de los árboles. Una hembra. Lo que quizá le parezca un aguijón es un caño para poner los huevos.
—Lástima que no nos podamos llevar alguno —dijo Ricarda, mientras cogía el bicho, que parecía un escarabajo enorme.
—Afortunadamente no nos podemos llevar ninguno —respondió Jack—. ¿Qué le parecería si a esta hembrita le diera por poner huevos? No sabría qué hacer con tantos wetas.
—¿De dónde viene el nombre?
—De los maoríes. No soy biólogo, pero los blancos calificarían al animal de espantajo. Weta viene de la palabra maorí «wtapunga», que significa algo así como «el dios de las cosas feas».
—¡Pues no es tan feo! —concluyó Ricarda, contemplando un rato al curioso insecto, hasta que pegó un salto y se le fue de la mano.
Cuando empezó a oscurecer, Jack buscó un sitio en el que poder montar la tienda. Ricarda ya sabía por su excursión al poblado maorí que a esa hora muchos animales nocturnos salían de caza. No obstante, los ruidos en la oscuridad le resultaban inquietantes.
—¿Cree realmente que este es el sitio apropiado? —preguntó, mientras paseaba la mirada por el suelo, cubierto de hojas y ramitas.
—Creo que sí —contestó Jack—. Si le dan aprensión los animales, cerraré la tienda tan herméticamente que no nos llevaremos sorpresas desagradables. De las serpientes no tenga miedo, en Nueva Zelanda no existen. Si acaso, a lo mejor entra algún weta o un murciélago en la tienda de campaña.
Por muy graciosos que le parecieran a Ricarda los murciélagos cuando correteaban por el suelo, no le apetecía despertarse y encontrarse con uno cara a cara. Pero se lo guardó, pues al fin y al cabo había ido para probar cosas nuevas. Como sabía por experiencia, una investigadora también tenía que soportar inclemencias.
—¿Ha pasado alguna vez la noche al raso? —preguntó Jack, mientras impermeabilizaba la tienda con mantas—. En una tienda de campaña, quiero decir.
—No, hasta ahora nunca.
—Entonces será una experiencia completamente nueva para usted.
—¿Y si me da miedo? —preguntó Ricarda, pero su sonrisa delató que no lo decía muy en serio.
—Entonces podrá apoyarse en mi robusto hombro y suplicarme ayuda.
Jack sonrió y la miró expectante.
De repente a Ricarda le entró mucho calor.
Pero entonces él se retiró y se acercó a su caballo en busca de las provisiones.
La cena, que tomaron bajo el resplandor de dos lámparas de petróleo, consistió en pan, carne enlatada y queso, así como algunos frutos que Jack había ido cogiendo por el camino.
—No es que sea precisamente un banquete —dijo Jack como disculpándose—. Pero así no tendremos que acostarnos con rugidos de estómago.
—Tampoco esperaba una cena de restaurante, señor Manzoni —respondió Ricarda, cogiendo un bocado—. En mi época estudiantil me acostumbré a contentarme con lo que había. Créame, tampoco Zúrich era Jauja.
Cuando por fin se saciaron y contemplaron en silencio la belleza de la noche, de Ricarda se apoderó una profunda paz que hasta entonces nunca había sentido. La respiración de Jack y su proximidad le dieron una sensación de recogimiento que deseaba fuera eterna.
—Creo que deberíamos echarnos a dormir —dijo al fin Jack—. Si mañana salimos temprano, llegaremos a las cataratas de Wairere antes de que anochezca.
Pese al dominio de su voz, Ricarda percibió que en él se habían despertado unos sentimientos que no se atrevía a manifestar. Quizá por miedo a que ella lo rechazara.
Por mí que no se contenga, pensó. Al mismo tiempo se preguntó qué hubiera dicho su madre de ese pensamiento y del hecho de estar a solas con un hombre en plena naturaleza salvaje. Probablemente se habría escandalizado muchísimo.
Una vez más, Ricarda se alegró de haberse librado de las ataduras de una educación tan conservadora.
Ricarda tuvo que admitir que pasar la noche en una tienda de campaña era una experiencia nueva. Cuando, al cabo de un rato, Jack empezó a respirar con regularidad, ella permaneció con los ojos abiertos mirando hacia el toldo. La luna, que se desplazaba por el bosque, arrojaba unas sombras grotescas sobre la lona. Los ruidos que la rodeaban parecían ir en aumento. Finalmente, oyó un arañazo en el toldo que la hizo estremecer.
¿No decía que podía apoyarme en su hombro?
Se quedó fascinada contemplando el rostro de Jack y dibujando mentalmente sus rasgos. Le parecía conmovedor que pudiera dormir tan tranquilo, como si no estuvieran en plena selva y como si la tela de la tienda de campaña fueran firmes paredes.
Le entró un deseo vehemente de acurrucarse junto a él, y como estaba segura de que dormía profundamente, se acercó un poco. Si se despierta y se extraña, siempre puedo hacerme la dormida.
Cuando su cuerpo sintió el cuerpo de Jack, en su interior brotó fuego. Un fuego tan ardiente que disipaba las inquietantes sombras que la atemorizaban. Ricarda notó que se tranquilizaba mientras le venía el olor del hombre que tenía a su lado. Los latidos de su corazón no le dejaban oír los ruidos de la noche, y aunque todavía no tenía ni pizca de sueño, al fin se sintió segura; era como si Jack, pese a estar dormido, tuviera el poder de protegerla.
A la mañana siguiente, Ricarda se levantó muy temprano. Asomó la cabeza por la tienda y miró hacia la techumbre de árboles que los cobijaba y de la que colgaba un velo de niebla. Aún había poca luz, pero enseguida subió el sol y despertó al bosque. Mientras los cazadores nocturnos volvían a sus madrigueras, las criaturas del día concluían su sueño y llenaban el aire de numerosos y extraños sonidos.
Por la noche, los helechos y las hojas del suelo se habían cubierto de rocío. ¿Qué se notará pisándolo?, se preguntó Ricarda, y salió descalza de la tienda.
Al principio, la fría humedad le resultó desagradable, pero pronto se acostumbró a ella y comprobó que le despejaba los sentidos. Mientras el aire le refrescaba los pulmones, estiró los brazos y, en medio de todos aquellos trinos y murmullos, se sintió como una reina de las hadas rodeada de súbditos que la saludaban.
No había dónde lavarse, pero como de todos modos se dirigían a unas cataratas, Ricarda decidió lavarse como un gato con parte del agua que llevaba. Más tarde rellenaría su cantimplora.
Se dirigió hacia los caballos, que giraron la cabeza resoplando en cuanto la husmearon.
—Tranquilos, que no os voy a hacer nada —les dijo suavemente a los animales, acariciándoles las crines.
Luego abrió una de las alforjas. Después de volverse hacia la tienda, se desabrochó la blusa. El agua que cogió de la cantimplora grande le resultó muy fría, pero la despejó por completo.
—Buenos días, Ricarda. ¿Ha dormido bien?
La voz de Jack la asustó. Rápidamente se cerró la blusa.
—¡Santo cielo, señor Manzoni! ¡Qué susto me ha dado!
—Lo siento, no era mi intención —contestó él con una sonrisa maliciosa—. Cuando he visto que ya no estaba a mi lado, he salido a ver si la habían secuestrado.
—¿Quién iba a secuestrarme aquí? —dijo Ricarda en tono de guasa, y tapó la cantimplora.
—Tal vez los espíritus de los ancestros maoríes. Dicen que tienen debilidad por las mujeres hermosas.
—Hasta ahora no he visto ningún espíritu ancestral —respondió Ricarda, mientras se sujetaba el pelo en la nuca—. Pero quizá se escondan en la niebla.
—Es muy posible. Yo en su lugar tendría cuidado.
—Supongo que acudiría en mi ayuda en caso de apuro, ¿no?
Ricarda iba a entrar otra vez en la tienda de campaña.
—¡Por supuesto! —contestó Jack, con los botines de ella en la mano. Al dárselos, Ricarda dijo:
—Gracias, es muy…
Y enmudeció cuando los dedos de Jack rozaron su mano. Durante un momento se miraron a los ojos y el deseo de besarle se volvió casi insoportable. ¿Por qué no lo haces y ya está?, se preguntó Ricarda.
Pero entonces él retrocedió y apartó la mirada con timidez.
—Voy a encender una fogata para hacer café —dijo, y echándose los tirantes por encima de los hombros, fue dando zancadas hacia los caballos.
Ricarda abrazó los botines y, para sus adentros, se propuso tener más valor cuando se presentara la siguiente oportunidad.
Después del desayuno levantaron el campamento y continuaron el viaje. Estuvieron cabalgando las siguientes horas hasta que, por la tarde, se oyó una especie de trueno a lo lejos. Ricarda miró preocupada al cielo, que se había encapotado de nuevo y parecía estar al alcance de la mano.
—Es que estamos muy cerca de las cataratas —explicó Jack, señalando hacia el oeste—. Llegaremos antes de la puesta de sol.
En efecto, el ruido se volvió ensordecedor y, al poco rato, aparecieron ante ellos las cataratas de Wairere. Desde unas rocas altísimas, las masas de agua caían directamente a una poza de la que salía una segunda cascada más pequeña que, a su vez, se precipitaba por unas piedras negras.
Ricarda se preguntó cuántos litros de agua caerían de golpe. Una niebla húmeda les llenaba la piel de pequeñas gotitas. Cuando salió el sol por detrás de una nube, apareció el arcoíris. Ricarda se habría quedado horas contemplando aquel prodigio de la naturaleza. Al cesar el ruido, se le aclararon los pensamientos.
—¿Qué tal si subimos hasta allí? —preguntó de repente Jack—. Podríamos sentarnos en una de las rocas y dejar las piernas colgando dentro del agua.
—¿No será peligroso? —dijo Ricarda, alzando indecisa la vista hacia aquellos brillantes y redondeados pedruscos.
—No, si tomamos precauciones. No hace falta que nos pongamos justo debajo del salto de agua. —Jack le tendió la mano—. ¡Venga conmigo, es una experiencia única!
Solo de pensar en tanta altura, a Ricarda le entró vértigo y se le encogió el estómago. Pero acabó venciendo su espíritu de aventura. Quedarse rezagada al pie de la montaña era cosa de mujeres que no se atrevían a romper las ataduras. ¡Tienes que superar el miedo, Ricarda!, se amonestó.
Se agarró a la mano de Jack y dejó que la ayudara a subir a las rocas. La superficie de estas era tan lisa, que Ricarda amenazaba con resbalarse. Pero la mano de Jack la sujetaba con fuerza y tiraba de ella.
Piedra a piedra, llegaron por fin a una roca que se encontraba muy cerca de la cascada de abajo. Desde allí no se veía la catarata más grande, pero la pequeña parecía enorme. El agua vertía sobre unos pedruscos negros y formaba espuma al discurrir por el canto de una roca.
Aquí se sentía por todo el cuerpo el rugido de las masas de agua al caer. A Ricarda le vibraba el estómago. Por último, Jack señaló una piedra plana muy próxima que parecía una isla de paz en medio de aquel estruendo.
Subieron hacia ella, se sentaron y se quitaron las botas. Jack se remangó las perneras de los pantalones y Ricarda se subió un poco la falda. Cuando metió las piernas en el agua, estaba tan helada que pegó un grito del susto. ¡Qué placer hallaría el viejo Kneipp en estos remojones!, pensó.
—Qué delicia, ¿verdad? —dijo Jack, riéndose y sin poder apartar la mirada de Ricarda.
—Sí, Jack.
Aunque por la altura aún sentía cierto malestar, la subida había merecido la pena. La vista era realmente espectacular.
—Esta es una de las cataratas más bonitas que conozco —le contó él—. Pero creo que en la Isla Sur también hay algunas cascadas imponentes.
—¿Ha estado alguna vez allí?
—Una vez, para vender corderos. Los criadores de ovejas de la Isla Sur tienen unas superficies de pasto mucho mejores que las nuestras. Algunos hombres han alcanzado allí el rango de barones ovejeros. El único que habría merecido esa denominación entre nosotros es Bessett.
—Pero su granja también parece que marcha muy bien.
—No me puedo quejar. No me cambiaría por Bessett por nada del mundo. Tiene que dar fiestas y está todo el día de recepción en recepción. Prefiero la paz de mi finca y la compañía de una mujer interesante.
Ricarda se alegró del cumplido, pero todo lo que se le ocurría contestar le parecía tan ridículo que prefirió guardar silencio y clavar la vista en el agua relumbrante, bañada ahora por la luz roja del sol poniente. Si el paraíso no está aquí, ¿dónde si no?, se preguntó.
—Deberíamos bajar y montar la tienda un poco apartada de las cataratas —propuso Jack—. Por la noche se acercan muchos animales hasta aquí; tal vez hagamos algún descubrimiento que otro.
Ricarda se alegró ante esa perspectiva, aun en el caso de que no pegara ojo, como la primera noche.
El descenso resultó más difícil que el ascenso, ya que a la luz del anochecer se distinguía peor el suelo. Cuando ya habían recorrido la mitad del camino, Ricarda dio un paso en falso y perdió el equilibrio. Con un fuerte grito, se venció hacia atrás y a punto estuvo de caer a las cataratas. Pero Jack reaccionó a la velocidad del rayo. La agarró del brazo y tiró de ella. Temblando del susto, Ricarda se acurrucó en él. El corazón se le salía por la boca, tenía las rodillas blandas como la mantequilla y respiraba entrecortadamente. Ni siquiera notó que tenía la mitad de la falda empapada.
—Gracias… gracias, Jack —balbució—. Debería haberme puesto otro calzado.
—El calzado que lleva es el apropiado, pero en estas rocas tan escurridizas es fácil resbalarse si no se está acostumbrado a andar por ellas. Continúe, que yo la sujeto.
Gracias al apoyo de Jack, el resto de la bajada transcurrió sin incidentes.
—Debería cambiarse —sugirió Jack, mientras apilaba leña para una hoguera y observaba que Ricarda, castañeteándole los dientes, intentaba escurrir su falda mojada—. Las noches van siendo cada vez más frías y no quiero que coja una pulmonía.
—Pero no me he traído ropa de repuesto.
—Yo sí.
Jack se acercó a su caballo, rebuscó en las alforjas y sacó ropa seca.
—Espero que no le importe ponerse unos pantalones.
Ricarda cogió agradecida el hatillo.
—¡Claro que no!
Se metió con el pantalón detrás de uno de los enormes árboles kauri que rodeaban su lugar de descanso. Rápidamente cambió la falda por los pantalones de Jack y la colgó a secar de una rama cercana al fuego, que para entonces ya chisporroteaba.
Una vez que se pusieron cómodos, Jack la miró sonriente.
—Espero que le estén bien.
—Muy bien. Podría acostumbrarme a ellos —admitió, mientras él le pasaba pan y jamón de las provisiones para el viaje.
—¿Qué le parece si mañana continuamos un trecho hacia el interior? ¿O prefiere que volvamos a la costa?
—¡Sería maravilloso!
Vayamos adonde vayamos, pensó Ricarda, no me imagino nada mejor que seguir cabalgando al lado de Jack por esta naturaleza tan prodigiosa. Lo miró con cara de alegría. Qué a gusto estoy viajando con un hombre maravilloso, como Adán y Eva en el Paraíso. De nuevo sintió una oleada de deseo. Cuánto le apetecía apoyarse en él y, sencillamente, percibir su calor y su olor.
Como notó que ya no podía controlar su deseo, intentó distraerse.
—Hábleme de las estrellas —le pidió—. ¿Cómo las llaman los maoríes?
A Jack le extrañó la pregunta. Después de dudarlo un poco, respondió:
—Al Cinturón de Orión, por ejemplo, los maoríes lo llaman «Tautoru». A la Canícula de Sirio la llaman «Takura» y a la Cruz del Sur…
De repente, se le puso la voz ronca y enmudeció.
Se miraron el uno al otro. El fragor de la cascada apenas se oía. Ricarda no percibía nada salvo la mirada penetrante de Jack. Una mirada que la embelesaba. Un agradable escalofrío le recorrió la espalda. Le ardía el pecho. Había llegado el momento. El recuerdo de las miradas, los roces furtivos y esa sonrisa, así como la proximidad que sentían en ese momento, se habían convertido en un imán que los atraía irremediablemente. Pasara lo que pasara, no había vuelta atrás, y Ricarda se sintió colmada de felicidad antes de que hubiera pasado algo.
Primero, suavemente, con cierta vacilación, juntaron sus labios. Luego se abrazaron y los besos se volvieron más apasionados.
—¡No sabes cuánto tiempo hace que anhelaba este momento, querida! —confesó él—. Todas las noches imaginaba cómo sería el besarte, el tenerte muy cerca. Pero no quería avasallarte, y continuamente me atormentaban las dudas de si tú sentías lo mismo que yo.
Si supieras cuánto te deseo… pensó Ricarda.
—Ardo en deseos de ti, Jack —susurró—. Llevo tanto tiempo anhelándote, pero no me atrevía… Creía que…
Un beso fogoso selló sus labios. Con cuidado, Jack la tumbó en el musgo blando. Cuando desabrochó el primer botón de la blusa y luego el corpiño, a Ricarda se le aceleró el corazón y le temblaban las piernas. Las puntas de los dedos de Jack recorrieron con suavidad el hoyuelo de su cuello, palparon cada milímetro de su piel, y con cada roce Ricarda sentía pequeñas explosiones de un placer tanto tiempo añorado que la llevaron casi hasta el éxtasis.
El musgo le acariciaba la espalda mientras Jack colmaba de dulces besos los pechos de Ricarda, que sentía brotar en ella un calor hasta entonces desconocido y una humedad entre los muslos. Temblando de deseo, Ricarda se quitó los pantalones y permitió que Jack se los acariciara. Así estuvieron un rato, besándose, sintiendo el uno el calor del otro. Luego fue ella quien lo ayudó a él a quitarse la ropa.
—¡Ámame! —le susurró ella al oído, acariciándole la espalda hasta llegar a sus firmes nalgas, y se le ofreció.
Cuando la penetró jadeando de deseo, Ricarda notó una leve molestia seguida de un ardor que la hizo olvidarse de cuanto la rodeaba. Abrazó con las piernas la cintura de Jack, mientras este empezaba a moverse lentamente.
Todo desapareció entonces con la dulce embriaguez que se apoderó del cuerpo de Ricarda, hasta que descargó su ilimitado placer en unas sensaciones solo comparables a los fuegos artificiales. Estoy flotando, pensaba. Estoy suspendida en el centelleante firmamento, soy una con él y con la tierra. Solo cuando percibió lejanamente el gemido de Jack, con el que también él alcanzó el clímax, fue capaz de volver poco a poco en sí. Ricarda cerró los ojos y abrazó a Jack con fuerza. Disfrutó de la carga de su peso cuando este se desplomó agotado sobre ella; sintió el olor de su piel, las palpitaciones de su corazón, que parecía latir para ella. Eso era la felicidad.
Extenuado, Jack se retiró de encima y se acurrucó a su lado. Lentamente, fueron regresando a ellos los ruidos del entorno: el canto del búho, el murmullo de las hojas y el bramido de las cataratas. Felices y dichosos, contemplaron las estrellas. La Cruz del Sur se hallaba sobre ellos, entre las copas de los árboles, como si quisiera protegerlos y guiarlos por buen camino.
—¿Cómo decías que se llamaba la Cruz del Sur en maorí? —preguntó ella con una sonrisa y mirándole profundamente a los ojos.
—«Mahutonga».
Ricarda repitió el nombre con cara de ensoñación.
—¿Sabes cómo llaman los maoríes a las estrellas? —preguntó Jack, mientras le acariciaba suavemente los pechos.
Ricarda negó con la cabeza.
—Hijas de la luz.
—Qué bonito nombre.
—Y la historia también es bonita —continuó, después de besarle la coronilla—. ¿Quieres oírla?
—Sí.
—En otro tiempo, Papa y Rangi, la tierra y el cielo, estaban unidos. Abrazados el uno al otro, no querían separarse. Pero sus hijos varones, entre ellos Tane, el padre primigenio de los maoríes, corrían peligro de asfixiarse; de modo que decidieron separarlos.
—¡Qué crueldad!
—Solo para Papa y Rangi. Para sus hijos eso significaba la vida. Rangi lloró la pérdida de su mujer; desde entonces, vemos sus lágrimas en forma de lluvia. Las lágrimas mojaron el cuerpo de la amada y la hicieron fértil. Tane colocó las estrellas en el cielo para que alumbraran a sus descendientes. El semidiós Maui pescó a Aotearoa, el país de la gran nube blanca, donde se establecieron los seres humanos.
—Qué bonita historia —contestó Ricarda, ensimismada—. Qué pena que nuestros mitos de la creación no sean tan imaginativos.
—En el fondo, tampoco hay tanta diferencia. —Jack miró de repente a Ricarda—. Kei te aroha au ki a koe —dijo finalmente con ternura.
—¿Qué significa eso? —preguntó Ricarda sorprendida.
Jack sonrió.
—Así se dice en maorí cuando se ama a alguien.
—¿Me quieres, Jack?
—Sí, de todo corazón. En realidad, llevo amándote desde el momento en que por primera vez te sentaste junto a mí en el pescante. Solo que entonces aún no lo sabía, porque la sombra de Emily me acompañaba a todas partes. Pero tú la has disipado y, en cierto modo, le has proporcionado a ella la paz.
Ricarda guardó silencio, conmovida. Finalmente, también ella susurró:
—Kei te aroha au ki a koe.
Jack la rodeó con sus brazos y la besó apasionadamente.
Doherty sabía que la tormenta acabaría por llegar. Era una ley natural en esa comarca. Y una vez que empezara a llover, ya no cesaría hasta que dejara la tierra casi anegada.
En su alma también retumbaban los truenos. Había creído que el problema Bensdorf se resolvería con la marcha de esa mujerzuela. Pero se había equivocado.
Al principio creyó que solo era un rumor que hubiera abierto de nuevo una consulta. Pero luego el rumor se convirtió en certeza. Ricarda Bensdorf no se había dado por vencida. Había abierto otra consulta en la granja de Jack Manzoni. Y, según decían, a la gente no le importaba salir de la ciudad para reclamar sus servicios. Así pues, Doherty decidió ponerse en acción.
Se apartó de la ventana, se echó por encima la levita y cogió el maletín de médico. Después de dar unas cuantas instrucciones a las enfermeras, abandonó el hospital.
Llevaba ya un tiempo sin aparecer por el burdel. Incluso se le admiraba por que se ocupara de las chicas. Desde entonces los ingresos de Borden habían vuelto a incrementarse. Ese día, a última hora de la tarde, el local estaba lleno.
El camarero saludó al doctor inclinando un poco la cabeza.
Doherty, que siempre iba por la misma razón, se metió en la habitación del fondo sin que nadie se lo pidiera. Poco después apareció Borden.
—Doctor Doherty, ¿ya toca otra vez reconocimiento? —exclamó con jovialidad, mientras extendía los brazos como quien saluda a un viejo amigo.
—Tengo que hablar con usted —respondió escuetamente el médico.
Borden se acercó al aparador y llenó dos copas de whisky. Una se la pasó a Doherty y de la otra dio un buen trago.
—Bensdorf no se ha rendido —dijo el médico, dando vueltas una y otra vez a la copa—. Ha abierto una consulta nueva. En la finca de Jack Manzoni.
Borden se atragantó con el whisky.
—Qué cabezota es esa hija de perra —logró decir entre dos ataques de tos.
—Ni que lo diga. Ya solo es una cuestión de tiempo que instigue de nuevo a la gente contra usted.
Borden se obligó a tranquilizarse. Esa mujer ya no le interesaba. Pero Manzoni sí. El tío le había agredido en público, y eso no se lo perdonaba. Desgraciadamente, hasta entonces no había tenido ocasión de devolvérsela.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó el propietario del burdel—. Usted ya se está ocupando de la salud de mis chicas, doctor. ¿O debo poner en duda sus conocimientos?
—No, pero estoy seguro de que a estas alturas sospecha quién está detrás del asalto. No hace falta que vaya a la Policía para perjudicarle.
Borden apretó los labios. Su mirada se volvió siniestra. El doctor podía tener razón con sus suposiciones. No en vano, Manzoni le había agredido poco después del incendio. Por fin se le ocurrió una idea.
—Creo que tengo la solución al problema.
—¿Cuál es?
—Si es Manzoni el que protege a esa mujer y la mantiene en esta ciudad, nos encargaremos de que eso cambie.
Doherty abrió los ojos de par en par.
—¿No estará diciendo que quiere…?
—¿Yo? —Borden soltó una risotada—.Yo no quiero nada. Y más vale que no se preocupe del asunto, doctor. Todo redundará en nuestro provecho, se lo prometo.