23

A los dos días, el cielo se encapotó y empezó a llover a cántaros. En la casa de la granja repicaban los goterones y pronto se formaron grandes charcos en el patio. Pero eso no impedía que Jack fuera muy temprano a la dehesa. Aún le preocupaba el ataque sufrido por Hooper. Además, desde la fiesta de Año Nuevo tenía la extraña sensación de que algo se estaba tramando. De ahí que hubiera decidido cuidar de sus intereses.

¡Oh, no, otra vez un animal muerto!, se dijo al ver a sus hombres reunidos en torno a algo.

Cuando se acercó, vio a un joven maorí entre ellos. Era uno de los hijos pequeños del ariki. Lo había visto por última vez en la fiesta de Año Nuevo. En la maño sostenía un paquetito alargado envuelto en un trozo de tela manchado.

Kerrigan se volvió en cuanto divisó a su jefe.

—¡Señor Manzoni! Ahora mismo me disponía a ir a su casa.

—¿Qué pasa, Tom?

—Este chico asegura haber encontrado algo que podría interesarle. A nosotros no nos lo ha querido enseñar, exige hablar con usted.

Menos mal que los hombres no le han hecho nada al muchacho, pensó Jack. Claro que esta vez estaba presente Tom.

Jack le hizo un gesto al chico para que se acercara.

Después de lanzar miradas de desconfianza a los hombres, el maorí se acercó a Tom.

—Esto encontrado debajo de arbusto.

Dicho lo cual, le entregó el paquetito, que pesaba más de lo esperado.

Intrigado, Jack abrió el paño y vio la hoja manchada de sangre de un cuchillo Bowie.

De repente se sintió como si tuviera un torbellino en las tripas.

—¿Quién te ha enviado? —logró decir sin aliento y con un nudo en la garganta.

—Moana dice yo traigo a ti. Yo encontrado junto con hermanos.

—¿Puedes enseñarme el lugar en el que lo has encontrado?

El chico asintió.

—¡Kerrigan, acompáñenos!

El capataz hizo un gesto de asentimiento y se unió a ellos.

Durante todo el camino no abrieron la boca. Jack no se desprendió del cuchillo, que había envuelto de nuevo en el paño.

Atravesaron la cerca de los pastos y se internaron un trecho en el bosque. A simple vista, nada llamaba la atención. Había unas cuantas ramas rotas y unos helechos aplastados, como si hubiera dormido allí un animal.

Rápidamente, el chico corrió hacia allí y señaló debajo de la fronda.

—Aquí estaba.

—Y aquí hay huellas de cascos de caballos —dijo de repente Kerrigan, mientras señalaba el suelo.

Jack se dio la vuelta y echó un vistazo. Los únicos caballos que había en muchos kilómetros a la redonda eran los de su granja. También Bessett o uno de sus hombres podrían haber venido cabalgando.

—Es posible, en efecto, que el hombre que atacó a Hooper no fuera maorí —reflexionó Kerrigan en voz alta.

Jack desenvolvió el cuchillo y se quedó un rato observándolo. Al principio, sus pensamientos divagaron sin un objetivo concreto, hasta que de pronto su instinto lo guio en una dirección determinada.

—Efectivamente —le respondió—. Venga, Tom, tenemos que aclarar algunas cuestiones.

¿Es que hoy no se va a despejar el cielo?, se preguntaba Ricarda suspirando, asomada a la ventana.

Las nubes grises se apelotonaban cada vez más. En el pabellón reinaba tal oscuridad que Ricarda tuvo que encender las lámparas de petróleo para poder ver en condiciones.

Como los pacientes no iban a ir con ese tiempo y tampoco podía dedicarse a buscar plantas nuevas, Ricarda se propuso anotar los conocimientos adquiridos hasta la fecha.

Pero primero fue a ver cómo seguía Nick Hooper. Gracias a su constitución fuerte, se había recuperado bien de la pérdida de sangre, y también hacía progresos la curación de la herida.

—¿Qué tal se encuentra, señor Hooper? —preguntó Ricarda, al acercarse a la cama de su paciente.

El pastor le sonrió.

—Mucho mejor, doctora. Sobre todo ahora que ha venido usted.

Llevaba unos cuantos días echándole piropos siempre que podía, cosa que a Ricarda le resultaba desagradable. Sin hacer caso deliberadamente de sus cumplidos, le dijo:

—Entonces déjeme que vea la herida.

Le quitó la venda.

—Por las noches todavía me da un poco la lata —le explicó el hombre, mientras ella le empapaba cuidadosamente la herida con una disolución de fenol—. Pero va mejor, creo yo.

Ricarda asintió y continuó con su trabajo en silencio. Hasta entonces nunca se había dado cuenta de que el pastor la miraba con lascivia. De pronto percibió sus miradas como pinchazos de aguja.

¿Se estará haciendo ilusiones conmigo? Si es así, tengo que desengañarle, pensó, pero sin que se le notara.

Le puso un vendaje nuevo.

—¿Qué tal le van las cosas, doctora? —preguntó de repente Hooper—. ¿Tiene el propósito de casarse y tener hijos?

Ricarda se detuvo y lo miró sorprendida.

—No sé si eso es de su incumbencia.

Hooper sonrió desvergonzadamente.

—No se ponga así, doctora. Anime un poco a sus pacientes.

Ricarda respiró hondo.

—No sé si realmente le animaría saber mi opinión sobre el tema.

—Entonces ¿significa eso que no quiere casarse nunca? ¿Va a estar siempre trabajando y ocupándose de usted sola?

—¿Por qué no?

—Pues, por ejemplo, por cómo la mira el señor Manzoni. Y usted a él. Creo que en lo más profundo de su corazón desea tener un marido que se ocupe de usted.

—Y yo creo que usted no debería preocuparse por eso —le contestó ella de forma cortante, mientras aseguraba el paño de la venda con un imperdible.

¿Qué se habrá creído este? ¿Qué le importará a quién miro o dejo de mirar y si me voy a casar o no?

Afortunadamente, un ruido de cascos atronador le brindó el pretexto para deshacerse de su desagradable paciente. Ricarda corrió hacia la ventana y miró en dirección al patio.

Jack Manzoni y Tom Kerrigan refrenaron sus caballos y saltaron de la silla. Mientras se dirigían al alojamiento de la cuadrilla, iban chapoteando con las botas en el barrizal y los charcos.

¿Habrá pasado algo?, se preguntó Ricarda, que sintió cierto malestar.

Cuando se abrió la puerta, Hooper se apoyó sobre los codos. A Ricarda le habría encantado abalanzarse sobre Jack, pero no quería dar más pábulo a las suposiciones del pastor.

Los dos hombres entraron hasta el fondo, sin mirar siquiera a Ricarda.

—¿Qué ha pasado? —preguntó esta, pero Jack se dirigió enseguida al paciente.

—Señor Hooper, tengo que hacerle varias preguntas.

—¡Adelante, señor Manzoni! —respondió Hooper de buen humor.

Jack a duras penas podía contener su ira. Un acusado sigue siendo inocente hasta que se demuestre lo contrario, le pasó por la cabeza, pero le costaba trabajo seguir creyendo en la inocencia de ese hombre.

—En primer lugar, quiero saber si está seguro de que fue agredido por un maorí.

—Claro que estoy seguro, señor —respondió el pastor con la voz firme.

A continuación, Jack pidió a Kerrigan que le diera el cuchillo envuelto. Después de quitarle el paño, se lo enseñó al hombre.

—¿Ha visto alguna vez esta arma?

Hooper tragó saliva.

—No, desde luego que no.

—Entonces ¿no es el arma con la que usted fue herido?

El pastor guardó silencio. De golpe y porrazo, le había desaparecido el buen humor.

—Este cuchillo ha sido hallado cerca de la dehesa —continuó Manzoni—. Usted fue atacado cuando iba a caballo, ¿no es cierto?

—Sí, lo es —admitió Hooper.

—¿Y no vio el arma?

—Hombre… —Hooper se rascó la cabeza—. Pensándolo bien… sí podría ser ese cuchillo.

—¿Lo vio en manos de un maorí?

Mientras el pastor asentía con la cabeza, a Ricarda no se le escapó el nerviosismo con el que tiraba de la colcha. De pronto aquello le dio mala espina.

—Hemos hecho averiguaciones acerca del arma —continuó Manzoni—. Según el señor Wesson, este cuchillo se lo vendió a un blanco. Parto de la base de que fue el dueño de este cuchillo el que le agredió.

Hooper tragó saliva. Unas gotas de sudor perlaron su frente. Le entró un tic en los ojos.

—Un par de días antes del ataque, usted estuvo en la ciudad para recoger a una familiar —constató Kerrigan, mientras Jack no le quitaba el ojo de encima al hombre—. Quizá aprovechó el tiempo para ir de compras.

Hooper soltó un bufido de rabia.

—¿Acaso cree que me he herido a mí mismo con el cuchillo?

—¿Quizá para desacreditar a los maoríes? —preguntó a su vez Manzoni, y dio enseguida la respuesta—: Sí, eso es exactamente lo que creo. Con todo el odio que siente hacia esas personas, no sería nada descabellado.

Hooper apretó la mandíbula mientras Jack bajaba el cuchillo.

—Y, quién sabe, a lo mejor fue también usted quien mató a mi perro y a las ovejas. Exactamente por la misma razón…

Inesperadamente, el hombre se levantó y agarró a Ricarda. Al mismo tiempo, le acercó al cuello la hoja de un cuchillo que debía de llevar debajo de la camisa.

—¡Atrás! ¡De lo contrario, le rajo el cuello!

Jack ya había sacado el revólver, pero ahora lo dejó caer.

—¡No hagas ninguna tontería, Nick! —intentó persuadirle Kerrigan—. Así lo único que conseguirás es hundirte más en el fango.

—¡Voy a matar a la mujer! —dijo el pastor soltando un gallo—. ¡Dejadme pasar!

Ricarda notó la mirada asustada de Jack. Tenía tanto miedo que el corazón le palpitaba a toda velocidad, pues no albergaba ninguna duda de que Hooper cumpliría su amenaza. Inevitablemente, le vino a la memoria el día en que fue asaltada en la consulta. Pero al mismo tiempo, el pánico desencadenó en ella una oleada de pensamientos que daban vueltas como un tiovivo. No puedo confiar en que alguien me rescate, pensaba. ¡Y este malnacido no me va a matar!

Aunque tenía la hoja del cuchillo peligrosamente cerca del cuello, no tocaba la piel, de modo que había un pequeño margen de movimiento. Ricarda se mantuvo muy quieta y concentrada. Luego, bruscamente, echó la cabeza a un lado y mordió con todas sus fuerzas a Hooper en la muñeca.

—¡Maldita fulana! —gritó este y, al intentar defenderse, la apartó de su lado.

Manzoni no lo dudó un momento. Se abalanzó sobre Hooper y lo arrojó al suelo. El pastor intentó apuñalar a Jack. La hoja le atravesó la chaqueta y le rozó la piel, pero estaba tan furioso que ni se enteró. Le propinó un puñetazo a Hooper en la barbilla y aprovechó su aturdimiento para quitarle el cuchillo. Al instante, se acercó a ellos Kerrigan y sujetó las manos de Hooper, que juraba y blasfemaba desesperado.

—Ricarda, traiga algo con lo que lo podamos atar —dijo Tom.

Al instante, Ricarda cogió la venda usada que había tirado junto a la cama.

Después de maniatar a Hooper, Jack lo puso de pie. En la venda nueva se le había formado una mancha roja. Debido al forcejeo, la herida de la pierna se le había vuelto a abrir.

—¡De esto se arrepentirá! —le increpó Hooper, pero Jack no le hizo caso.

—Más bien creo que es usted quien tiene algo de lo que arrepentirse. Por este ataque irá derecho a la trena. ¡A saber la de cosas más que se le pueden imputar!

Hooper miró lleno de odio a su jefe. Pero se ahorró las palabras. Jack lo condujo fuera, donde ya los esperaba Kerrigan con los caballos. Los ojos del capataz echaban chispas de rabia y de decepción.

—¿No puedo al menos ponerme los pantalones? —preguntó Hooper, cuando Kerrigan iba a ayudarle a subirse a la silla de montar.

—Ya te los pondrás en el trullo —contestó el capataz, arreándole un empujón.

Mientras Jack volvía a la vivienda de la cuadrilla para recoger las cosas de Hooper, Kerrigan no dejó de apuntar a este con el revólver.

Ricarda todavía tenía el miedo metido en el cuerpo.

De todos modos, al preguntarle Jack si se encontraba bien, contestó afirmativamente.

—Qué mujer más endiabladamente valiente es usted —le dijo a continuación—. No todas se hubieran atrevido a morder a un hombre que le pone un cuchillo al cuello.

—Todavía me tiemblan las rodillas.

—¿Puedo dejarla sola?

—Desde luego que sí —contestó Ricarda, irguiéndose—. No creo que hoy me amenace nadie más.

Jack se despidió con una sonrisa de admiración.

A las dos horas, Jack regresó sin el capataz. Kerrigan había ido derecho a la dehesa para contar a sus hombres lo ocurrido.

Después de poner a Hooper en manos de los agentes de la Policía, Jack había sentido un gran alivio. Al fin quedaban los maoríes libres de toda sospecha.

No sabía si Moana había enviado a los chicos a que buscaran pruebas en contra de Hooper, o si realmente había sido un hallazgo fortuito. Pero en ese momento eso era secundario.

Después de apearse del caballo, se dirigió hacia el pabellón. Aunque el cielo se había aclarado un poco, en las ventanas se veía el tenue resplandor de una lámpara de petróleo.

Cuando entró, Ricarda levantó la vista de sus dibujos. Su sonrisa caldeó el corazón de Jack.

—¡Hombre, ya de vuelta! ¿Ha ido todo bien?

Jack asintió mientras se quitaba el sombrero.

—Pues ya está. Los policías han encerrado a Hooper en una celda, donde permanecerá hasta que se esclarezca el caso.

—¿Por qué sabía que el cuchillo era suyo?

—No lo sabía, solo lo sospechaba. —Jack se rio pícaramente—. Como Bessett aparece de vez en cuando por nuestros pastos, al principio creía que podría haber sido uno de sus hombres. Pero luego esa historia me pareció demasiado inverosímil.

—También lo es la versión de que Hooper se haya herido a sí mismo.

—En efecto, pero un hombre que odia es capaz de hacer cualquier cosa. Hooper notaba que yo me fiaba de los maoríes. Entonces se propuso despertar mi desconfianza. Cosa que, por cierto, ha estado a punto de conseguir.

—¿Cómo dio con el arma?

—Nos la trajo un muchacho maorí, que me enseñó dónde la había encontrado. Estoy seguro de que antes había ido a enseñarle su hallazgo a Moana.

—Entonces son los maoríes los que han resuelto el caso.

—Podría decirse que sí. Y yo tendré que pedirles toda clase de disculpas.

Después de estas palabras, Jack y Ricarda se miraron un momento en silencio.

—Siento mucho que se haya visto envuelta en esto —dijo él después, mirándose tímidamente la punta de las botas.

—Si no me ha pasado nada…

—Pero las cosas podrían haber salido de otra manera. Y yo no… —Jack se atascó—, no habría podido soportar que a usted le hubiera pasado algo.

—Es muy amable por su parte.

Un agradable calor recorrió el cuerpo de Ricarda y le sacó los colores de la cara. Hooper tiene razón, pensó. Hay algo entre nosotros y, al parecer, salta a la vista. Si tuviéramos el valor de reconocerlo…

—¿Qué le pasará ahora a Hooper? —preguntó finalmente, pues el silencio la incomodaba.

—Primero será acusado de daños materiales y de detención ilegal —respondió Jack, contento de que ella hubiera abordado un tema en el que se sentía más seguro—. No vendría mal que usted hiciera una declaración, Ricarda. Podría aprovechar el viaje a la ciudad para hacer acopio de provisiones.

—Pero el hombre no me ha hecho nada. Más bien es usted el damnificado, por el ganado muerto.

—Pero tenía intención de hacerle algo. Se lo he contado al policía; de lo contrario, habría dejado a Hooper en libertad.

Ricarda no las tenía todas consigo. A lo mejor Hooper tiene amigos que se quieren vengar de mí, reflexionó. A decir verdad, ya empiezo a estar harta de tanto percance. Por otra parte…

—Bueno, si hay que hacer la declaración, la haré —dijo, sin embargo, finalmente.

A Jack se le puso una cara radiante de alegría.

—¡Estupendo! Ricarda, ayer por la noche se me ocurrió una idea.

—¡Oigámosla!

—Estaba pensando que es posible que le apetezca conocer su nueva patria un poco más de cerca, ¿no? Además, después del susto que se ha llevado, podría venirle bien un poco de distracción.

Ricarda asintió con la cabeza.

—En tal caso, le sugeriría hacer una excursión a las cataratas de Wairere. Podríamos salir mañana temprano. Estoy seguro de que le gustará verlas.

El único pensamiento que se le cruzó a Ricarda por la cabeza fue: Allí lo tendré para mí sola.

De la emoción le entraron escalofríos. Las mejillas empezaron a arderle, pues temía que Jack se diera cuenta de lo que estaba pensando.

—¿Qué le parece mi sugerencia?

—No imagino nada más bonito. ¿Cuánto tiempo estaremos fuera?

—Dos o tres días. Depende de lo que tardemos en llegar. Hasta las cataratas hay un buen trecho. Pero no se las puede perder. Cuando su consulta vuelva a ser un bullir de gente, seguramente no pueda escaparse con tanta facilidad. El médico que cuidaba de mis padres venía a visitarnos incluso en domingo o festivo, cuando estaban muy enfermos.

—¿No sería Doherty?

Jack negó con la cabeza.

—Se llamaba Fraser. Fue quien le traspasó la consulta a Doherty. De esto hace ya unos diez años. Por aquel entonces, Doherty ya estaba en la ciudad, pero tenía pocos pacientes por culpa del médico más antiguo.

—Ahora entiendo por qué se enfrenta a mí de forma tan vehemente. Recuerda bien sus penurias. De todas maneras, ahora es él quien posee la villa y el mayor número de pacientes.

—Desde que Ingram Bessett volvió a la vida gracias a su intervención, Doherty sabe lo que puede esperar de usted. Quizá tema volver a hundirse.

—Pero Tauranga se está expandiendo, y no creo que el flujo migratorio cese de la noche a la mañana —le contradijo Ricarda—. Al contrario, si no cambia la situación en Europa, habrá aún más gente que se establezca aquí. Llegará un día en que Tauranga se extienda más allá de la lengua de tierra.

—Entonces en algún momento mi granja se encontrará en el centro de la ciudad —respondió Jack con una sonrisa de satisfacción, pero no parecía creérselo—. No sé si me gustaría demasiado. Si la ciudad se extiende, a los maoríes les quedará menos sitio. Y llegará un día en que solo sean una atracción para los viajeros. Eso es lo que me temo.

Ricarda se acordó de las alegres conversaciones y de los cánticos de los maoríes y se mostró de acuerdo.

En ese momento llegó un carruaje al patio de la granja. Un hombre se bajó y se dirigió hacia ellos.

—¿Lo ve? Ya empieza el jaleo —dijo Jack en voz baja—. Apuesto a que el caballero la busca a usted. Meta esta noche unas cuantas cosas en la maleta, que mañana partimos.

—De acuerdo.

Mientras Ricarda miraba intrigada al visitante, Jack se retiró a su casa.

—Me llamo Johnston —se presentó el hombre, que era bastante mayor y lucía una barba blanca—. Mi mujer quiere que la vea la doctora Bensdorf.

Ricarda sonrió amablemente.

—Yo soy la doctora Bensdorf. Tráigame a su mujer, que enseguida la atiendo.

Mientras Ricarda se ocupaba de su paciente, Jack sacó el caballo de la cuadra y se puso en camino hacia el poblado maorí.

Quería pedirle disculpas a Moana cuanto antes. Y, al mismo tiempo, darle las gracias. Sin su sabia intervención, él no habría sido capaz de desenmascarar los manejos de Hooper. ¿Qué se habrá creído ese sinvergüenza?, se preguntó Jack mientras cabalgaba por el bosque. ¿Tan acendrado será su odio a los maoríes? ¿O le habrá ayudado alguien? Entonces cayó en la cuenta de que Bessett se había enterado de lo de las garrapatas, pese a que él había ordenado a sus hombres que no dijeran nada a nadie.

¿Habría sobornado Bessett a Hooper? Cuanto más se acercaba a su meta, más le iban encajando las piezas del rompecabezas. Sería muy propio de Bessett meterme clandestinamente un espía. Un saboteador que no solo perjudique a mi granja, sino que además atice el odio a los maoríes.

Pruebas no tenía, naturalmente. Mientras Hooper no confesara que el noble tenía algo que ver con el asunto, Bessett quedaría a salvo. Y, en caso contrario, solo le correspondería pagar una indemnización por daños y perjuicios, cosa que, siendo tan poderoso, apenas le afectaría.

¡Pero los tipos como tú acaban siendo castigados, Bessett!, pensó Jack, mientras guiaba su corcel hacia la entrada del poblado.

Cuando Jack entró en la cabaña de Moana, se dio cuenta de que la curandera no estaba sola. Inclinada sobre Taiko, le acariciaba la tripa mientras tarareaba un conjuro. Faltaba poco para que naciera el niño.

Jack iba a retirarse discretamente, pero la curandera ya lo había visto.

—Tú quedas, kiritopa. Yo terminado con Taiko.

Moana sonrió a la joven para animarla y le dio unas cuantas hierbas. Taiko lanzó a Jack una mirada asustadiza y luego salió de la cabaña.

—Mani decirme que tú coger cuchillo —empezó Moana, mientras indicaba a Jack que tomara asiento.

—Y no solo eso. Ya sé también quién atacó a Hooper.

La curandera esbozó una sonrisa de complicidad.

—Fue él mismo. Y probablemente también podamos atribuirle la muerte de las ovejas y del perro.

—¿Tú ves? Papa y Rangi encargarse de que la verdad salga a la luz.

—Quiero pediros disculpas a ti y a tu pueblo por haber sido tan desconfiado.

Moana puso sus manos sobre las de Jack.

—Cuando verdad se oculta, hombre difícil confiar. Cuando verdad aparece, hombre sabe quiénes ser sus amigos.

Jack asintió. No obstante se avergonzaba de haber estado a punto de caer en la trampa de Hooper.

—Te prometo que nunca más dudaré de ti.

—Tú no hacer eso, kiritopa. Tú solo fiarte de tu corazón y no juzgar tan aprisa. —Moana retiró las manos—. ¿Qué ha pasado con hombre?

—Le hemos llevado a la Policía. Agredió a la doctora Bensdorf y quiso tomarla como rehén. Recibirá su justo castigo, de eso me encargo yo. Y no volverá a poner un pie en mis tierras.

La curandera parecía satisfecha.

—Entonces, ¿pronto te veremos de nuevo con wahine?

Jack sonrió.

Sí, pronto nos veréis.