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El resto del día Ricarda lo pasó en su habitación. El paseo le había sentado bien y le habría gustado prolongarlo un poco más. Pero había aparecido un mozo recadero avisando a su padre para que fuera a casa del consejero privado Hohenfels. Una vez más le aquejaba el asma, lo que no era nada raro con el tiempo que hacía. Ricarda estuvo a punto de sugerir si podría acompañarlo, pero a lo mejor le daba un infarto al consejero privado. Conservador como era, no permitiría que se acercara a su lecho de enfermo una doctora.
Ricarda se puso a deshacer la bolsa. Todos los vestidos que había limpiado y doblado cuidadosamente antes del viaje aún conservaban el olor de la universidad y de la sala de disección de cadáveres. A otros podría resultarles desagradable, pero a Ricarda le traía a la memoria una época llena de aventuras. Por más que su madre se empeñara, insistiría en que no volvieran a lavar sus cosas.
Cuando terminó de desplegar la ropa por la cama, colgó de la pared el diploma que había obtenido al final de sus estudios. Había encargado que se lo enmarcaran justo al día siguiente de la celebración de fin de carrera, para que no se estropeara en la bolsa de viaje. Ricarda acarició amorosamente el cristal con el dedo.
Cuando la noche se cernió sobre la villa, Ricarda se miró al espejo con el corazón palpitante.
Se había cambiado la ropa de viaje por uno de sus mejores vestidos, guardado en casa durante la época estudiantil. Era de un tafetán azul que crepitaba misteriosamente cuando la joven se movía. El corpiño llevaba bordados a juego unos delicados zarcillos, y la hilera de botones iba adornada por una estrecha puntilla blanca que proporcionaba a Ricarda un aire fresco y juvenil. En realidad, es un poco exagerado para una cena sencilla, pensó.
Pero había escogido ese vestido deliberadamente, pues esa misma noche quería ponerles a sus padres al corriente de su propósito.
Desde luego podría haber esperado un poco y pasar unos días en paz con ellos, pero Ricarda ardía en deseos de hacer por fin realidad el sueño de su vida. Aunque temía encontrarse, en el peor de los casos, con poca comprensión por su parte, sin embargo debía intentarlo. Ya había cumplido veinticuatro años, y el tiempo no se detendría por ella. Después de comprobar otra vez cómo le sentaba el vestido y el peinado, salió al pasillo.
Le vino un olor delicioso del piso inferior y se le hizo la boca agua. ¡Qué bien!, pensó. Para celebrar este día, mi madre ha debido de decirle a la cocinera que prepare un asado.
Durante su época estudiantil, Ricarda no había disfrutado a menudo de su manjar predilecto. La patrona de la pensión solo acogía a estudiantes que no aportaban demasiado. De modo que casi siempre había potaje con manteca de cerdo o pollo; los huéspedes de su fonda solo podían disfrutar de un asado algunos días de fiesta. Y ese asado no estaba ni la mitad de bueno que el que preparaba, como por ensalmo, la cocinera Ella.
Ricarda bajó por las escaleras. Se detuvo ante la puerta que daba al comedor, sobrecogida por la visión que se le ofrecía.
La mesa, puesta como de fiesta, estaba decorada con un ramo de rosas de color rosa unidas entre sí por hilos con perlas ensartadas. Había tres cubiertos.
Como sabía que sus padres reclamaban para sí los dos extremos de la mesa, se sentó en el centro de uno de los laterales. En el plato de borde dorado había una servilleta de damasco recogida por un aro con adornos de rosas. Después de rozarlo, su mirada se dirigió al cuadro que había encima de la chimenea, en la que crepitaba la lumbre.
El cuadro representaba a Johann Bensdorf, su bisabuelo, que, desde la silla del escritorio en la que aparecía sentado, miraba directamente al observador. Llevaba una peluca de las que solían usarse en el siglo XVIII, pero que hoy solo se encontraban en las salas de audiencia. Después de tantos años aún seguía destacando el azul de la levita sobre el fondo oscuro.
Es un azul muy parecido al que llevo puesto, pensó Ricarda. ¿Qué diría si supiera que su bisnieta había seguido sus pasos?
Un instante después, percibió una voz femenina. Acto seguido, sus padres cruzaron la puerta de hojas batientes.
—¿Ya estás aquí, Ricarda? —se extrañó su padre, y acompañó a su madre a la mesa.
Obedeciendo las normas de urbanidad, le retiró la silla a su mujer para que pudiera sentarse, antes de ocupar él su sitio.
—Sí, no quería haceros esperar. Además, en Zúrich cenaba siempre muy temprano.
El padre sonrió e hizo un gesto a la doncella, que acababa de aparecer discretamente por la puerta, para que se acercara.
—Rosa, ya puede traer el primer plato.
—Enseguida, señor Bensdorf.
Tras una reverencia, Rosa salió del comedor.
Durante un rato largo reinó un embarazoso silencio. Sin saber qué hacer, Ricarda miró primero a su madre y luego a su padre. ¿Qué significaría ese silencio? Normalmente, su padre se ponía a hablar animadamente sobre su trabajo. Algo tramaban sus padres…
—Bueno, creo que deberíamos brindar, hija mía. ¡Por tu regreso!
Dicho esto, Heinrich Bensdorf se levantó, fue al aparador en el que había una botella de champán puesta a enfriar, y sirvió una copa a cada uno. Luego brindó con Ricarda.
—Por haber terminado tus estudios con tanto éxito y por tu feliz regreso.
Ricarda sonrió agradecida. Hacía muchísimo que no tomaba champán. Como no toleraba bien el alcohol y esa noche quería tener la cabeza despejada, dio un trago y dejó la copa a un lado.
Pese a la estimulante bebida, de nuevo se hizo el silencio.
Después de carraspear, Ricarda preguntó:
—Oye, papá, ¿qué tal en casa del señor consejero privado?
Al instante, el padre se relajó.
—Mejor de lo que esperaba tras ese aviso tan urgente. Como es natural, mi deber profesional de guardar secreto me impide informar acerca de sus dolencias. Pero creo que todavía aguantará varios inviernos.
—Me alegro de oírlo —respondió Ricarda, y antes de que se instalara de nuevo el silencio, añadió—: ¿Has vuelto a hablar con el doctor Koch?
—Claro que sí. Pero desde que se inauguró su instituto no nos vemos tan a menudo, porque Robert ha desarrollado un nuevo procedimiento de desinfección. Y ahora lo está ensayando. Aparte de eso, lleva semanas hablando de hacer un viaje. El trabajo no le va a permitir hacerlo, pero lo conozco y seguro que se aferrará a la idea.
Antes de que Ricarda pudiera preguntar adónde pensaba viajar, les trajeron el primer plato: sopa de calabaza con nuez moscada y mantequilla. A Ricarda le encantaba esa sopa.
—¿Qué planes tienes a corto plazo? —preguntó Heinrich Bensdorf.
Ricarda respiró hondo. Había llegado el momento de dar a conocer su decisión.
—Quisiera solicitar trabajo en la Charité. Para un período de asistencia médica. Ya he pasado uno en Zúrich, pero en una clínica ginecológica, que no ofrece ni mucho menos las posibilidades que brinda la Charité.
A su madre se le resbaló la cuchara de la mano. Tintineando, fue a parar al borde del plato, no sin antes salpicarle un poco de sopa en el vestido. Susanne Bensdorf carraspeó, colocó la cuchara en su sitio y cogió la servilleta para limpiarse. Aunque mantenía la cabeza agachada, se notaba que sus mejillas se habían quedado sin sangre.
Ricarda no tuvo que mirar hacia un lado para saber que la doncella, que esperaba el permiso para recoger la mesa, también estaba cabizbaja. Miró a su padre en busca de ayuda. Anhelaba una chispa de comprensión, aunque fuese con una de esas sonrisas que solía esbozar cuando no era capaz de quitarle a su hija una idea de la cabeza. Pero esta vez puso una cara muy seria.
—¿Qué pasa? —preguntó Ricarda, dejando también la cuchara a un lado.
¡Tendrías que haberlo sabido!, le pasó por la cabeza. Pero ya no podía echarse atrás. Lo que tenía que decir, lo había dicho. Ahora debía acarrear con las consecuencias.
—¿No os parece bien que quiera trabajar?
Miró de nuevo a su madre, que aún tenía la cabeza agachada mientras se frotaba el vestido con la servilleta. Seguro que la mancha no se le iba a quitar con eso, pero así al menos no tenía que mirar a su hija a los ojos.
Entonces Heinrich Bensdorf tomó la palabra:
—Te hemos dado una carrera para que no desperdicies tu inteligencia… —empezó, y Ricarda le conocía lo bastante bien como para completar la frase.
—…pero no contabais con que además quisiera ejercer la profesión, ¿no es así? —le interrumpió, antes de que su padre pudiera continuar.
Eso era una falta de respeto, pero de todos modos Ricarda ya lo había echado todo a perder.
—Contábamos con que terminaras la carrera y luego te casaras.
—¿Casarme?
Ricarda resopló indignada y tiró la servilleta junto al plato. Se le había quitado el apetito; tenía la impresión de haberse tragado una piedra.
—Sí, vas a casarte —insistió él—. Tu madre y yo hemos decidido que es lo mejor para ti.
Ricarda se quedó pasmada.
—¿Pretendéis que viva amargada como ama de casa? —contestó, sin poder contenerse—. Tú, que me has animado a que estudie la carrera, ¿quieres que mi única tarea en el futuro sea la de preparar recepciones? ¿Pretendes que pase horas aburriéndome en un salón de té e identificándome con el empapelado de la pared, mientras mi marido puede hacer cuanto le venga en gana?
Sabía que esa indirecta afectaría a su madre, pero le daba igual. Seguramente esa proposición partía de ella, que habría conseguido poner a su marido de su parte.
—¿Qué manera es esa de hablar a tu padre?
—¡Hablo con él con alguien que ha traicionado a su hija!
—¡Ricarda! —Su padre dio un manotazo en la mesa que provocó un leve tintineo de los platos y los vasos—. ¡No te consiento ese descaro ni esas insolencias, hayas estudiado o no! ¡Sigues siendo mi hija y harás lo que yo considere apropiado para ti!
Ricarda se quedó mirándolo con cara de desconcierto. El hombre que estaba sentado a esa mesa, ¿era realmente su padre o un farsante al que su madre había contratado para conducir a su hija hacia donde ella quería?
Heinrich Bensdorf se quedó mirando a su hija con gesto inflexible. Ricarda tuvo claro que nada le haría desistir de su postura. Esta vez no. Quizá debiera haber dicho algo, pero no se le ocurrió nada. Solo podía pensar en que contaba con que su madre le exigiera casarse… pero no su padre.
Sin decir una palabra, se levantó y salió precipitadamente por la puerta.
Probablemente, en los próximos días la castigarían con el menosprecio, pero eso no la haría desviarse de su objetivo. Solo significaba que tendría que luchar con más fuerza.
Muy entrada la noche, Ricarda todavía seguía sentada en su escritorio escribiendo la solicitud de trabajo a la luz de una lámpara de petróleo. Por costumbre, llevaba puesto el corsé, pues le daba la sensación de que podría ofrecerle apoyo en su propósito. Normalmente, antes de acostarse, solo se ponía el canesú y las braguitas de encaje. Había dejado los zapatos junto a la cama y el vestido, colocado de cualquier manera, encima de la silla. No le había traído suerte.
Mientras la pluma raspaba la hoja de papel, Ricarda procuraba que no le quedaran borrones, lo que no resultaba muy fácil con el desgastado recado de escribir de su época estudiantil. Además, como todavía seguía furiosa, tenía que moderarse y no mojar con demasiada fuerza la pluma en el tintero.
Cuando terminó el párrafo concerniente a su formación, se recostó en el asiento y contempló su obra.
En realidad, no eran esos sus planes. Tras un par de días de recuperación, tenía pensado reunir con toda tranquilidad sus documentos y escribir la carta con buena letra.
Ahora se veía allí, agotada, con los ojos abrasados en llanto y los dedos manchados de tinta, como una colegiala en la celda de castigo. Se preguntaba para sus adentros si tendría que haber contado con que ahora sus padres solo quisieran casarla.
Probablemente sí. Es posible que se hubiera hecho demasiadas ilusiones. Su examen final no había cambiado en nada la postura de sus padres: una mujer necesita a un hombre a su lado, pues de lo contrario no vale nada. Ricarda suspiró. Con las manos temblorosas, volvió a acercar la pluma al papel. Ya era el tercer intento. En los anteriores se había equivocado y había arrugado las hojas antes de tirarlas al suelo.
Se comportaba igual que cuando era pequeña y estaba haciendo los deberes. Su madre seguro que se habría sentido horrorizada por las bolas de papel, pero desde la discusión del comedor nadie se había dejado ver. De modo que Ricarda no tenía por qué preocuparse. Lo único que lamentaba era no tener allí ningún retrato de sus padres para poder hacer ejercicios de puntería con las bolas. ¡Qué pueril!, se dijo enseguida. Más te vale terminar de una vez con la solicitud.
Curiosamente, de pronto le vino a la memoria su primer día en el aula de la facultad. Sus compañeros de clase no le quitaban el ojo de encima. El catedrático se esforzó por impartir su clase como si no pasara nada, pero el silencio que se había instalado entre el auditorio no era natural. Ricarda sabía que era por ella; notaba cómo a su espalda la taladraban con la mirada, y le parecía como si esas miradas fueran golpes violentos. Y durante semanas había tenido que soportar chismorreos y comentarios jocosos.
¿Qué sucedería cuando su solicitud fuera a parar a la mesa del director de la Charité? ¿Provocaría también extrañeza o incluso regocijo?
Hecha un mar de dudas, miró por la ventana a la que se arrimaba la oscuridad, solo interrumpida por la luz de las farolas de gas, cuyos cuerpos luminosos parecían flotar por encima de la calle como las perlas de un collar. Su rostro se reflejaba en el cristal de la ventana, iluminado por la lámpara del escritorio. ¿Aceptarían algún día los hombres que, tras su bella fachada, se escondía un buen discernimiento? ¿Aceptarían algún día que las mujeres no solo eran una máquina de dar a luz y un instrumento para satisfacer sus apetitos?
—¡Vaya por Dios! —gimió Ricarda, cuando le cayó un borrón de tinta en su tercer borrador, justo donde citaba los estudios realizados en Zúrich.
Tendría que empezar la carta otra vez. Llena de ira, tiró la pluma a la mesa, en cuyo tablero dejó una marca de tinta, y arrugó la hoja. ¿Acaso el destino no quería que terminara esa noche la carta? La solicitud tenía que abandonar la casa antes de que su padre pudiera presentarle a su futuro marido. Porque si ganaba su propio sueldo, ya no la podrían chantajear con la asignación paterna. Y, posiblemente, el candidato que eligiera su padre para casarse con ella emprendería la huida ante una «sufragista».
Esta perspectiva animó a Ricarda. Entonces cogió otra hoja, limpió con papel secante la punta de la pluma, que goteaba, y empezó de nuevo.