7
A pesar de su agotamiento, Ricarda apenas había dormido. La idea de ir a Nueva Zelanda y ejercer allí su profesión la había mantenido despierta, y aún seguía rondándole por la cabeza como una hoja otoñal mecida por el viento.
De repente, llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —contestó Ricarda, que contaba con que fuera su padre o su madre que, en vista de su comportamiento social, quisieran leerle la cartilla.
Pero fue Rosa la que entró en la habitación con una bandeja de plata en las manos. No traía el desayuno, sino una carta.
A Ricarda le dio un vuelco el corazón. El sobre se parecía al que ella había entregado semanas antes en el hospital. Al instante, saltó de la cama sin ponerse siquiera la bata y cogió el sobre de la bandeja. Del nerviosismo, hasta se olvidó de dar las gracias, de lo que solo se acordó cuando Rosa ya había cerrado la puerta tras ella.
Ricarda fue corriendo al escritorio y cogió el abrecartas. Le temblaban tanto las manos que más bien hizo trizas el sobre en lugar de darle un corte limpio. Enseguida vio sus propios documentos de la solicitud, acompañados de una nota.
Estimada señorita doctora Bensdorf:
Hemos recibido su solicitud para ocupar un puesto de doctora en nuestro hospital. Por desgracia, tenemos que comunicarle que, pese a sus notables méritos, no podemos tomarla en consideración. La carrera que usted ha estudiado en Zúrich/Suiza no está reconocida en Prusia.
Sintiéndolo mucho, solo me queda desearle lo mejor para su futuro. Atentamente,
Doctor Carl Jakob Gerhardt,
Director de la Charité de Berlín
Ricarda se quedó un rato mirando fijamente la carta hasta que le empezaron a escocer los ojos. Luego, se desplomó en la cama. El rayo de esperanza se extinguió de repente, como una vela apagada por una ráfaga de viento. En la cabeza se le arremolinaban delirantes suposiciones.
¿Habría influido su padre en esa carta? ¿Habría obligado al director a que la rechazara, para que se olvidara de sus «pamplinas»? ¿Y si el horrible doctor Berfelde había apoyado incluso a su padre? ¿Y si la noche anterior habían convencido entre los dos al doctor Gerhardt para que le diera un escarmiento?
Ricarda suspiró. Desde luego, no era descartable. Después de haberse quedado un rato con la vista clavada en la hoja, se levantó, se vistió y bajó. Sabía que no tenía ningún sentido echarle la culpa a su padre y enseñarles la carta a él y a su madre, pero su obstinación la llevó a hacerlo. La alegría que viera en sus caras agudizaría aún más su ira y su indignación.
Encontró a sus padres desayunando en el comedor. Ricarda se fijó en que no le habían puesto sus cubiertos. Al parecer, ya no contaban con que apareciera a las horas de comer.
Ricarda carraspeó, pero ni su padre ni su madre reaccionaron.
—Padre, madre —dijo Ricarda.
Por fin levantaron los dos la vista y se volvieron hacia ella.
Su padre tenía la mirada ausente.
—¿Vienes a disculparte por tu conducta de ayer? —preguntó a bocajarro.
Como si no supieras por qué estoy aquí, pensó Ricarda antes de decir:
—He venido a comunicaros que mi solicitud ha sido rechazada.
Y, diciendo esto, puso la nota encima de la mesa, delante de su padre.
Sin inmutarse, este se llevó la taza de café a los labios. O no le sorprendía de verdad, o se había propuesto dar de lado a su hija.
—¿No es un motivo de alegría para vosotros? —preguntó Ricarda en tono desafiante—. No voy a trabajar en la Charité. Así que podéis seguir haciendo tranquilamente de alcahueta y buscarme a cualquier hombre.
Ricarda no esperó una respuesta, sino que dio media vuelta y salió del comedor llevándose casi por delante a Rosa, que esperaba junto a la puerta. Murmurando una disculpa, corrió escaleras arriba. Cuando llegó a su habitación, se tumbó en la cama y rompió a llorar.
Mientras fuera la gente hacía las compras navideñas en coches de punto, Ricarda miraba por la ventana con los sentidos embotados. Rosa le trajo las comidas como a una enferma, pero Ricarda solo probaba los dulces, que la consolaban un poco, como cuando iba al kindergarten. Por lo demás, se limitaba a dejar pasar las horas. Desde el rechazo de la solicitud no había vuelto a trabajar. Sobre los libros de medicina se había depositado una fina capa de polvo.
Una llamada a la puerta la sacó de su ensimismamiento. ¿Habrían mandado a la criada a que limpiara otra vez el polvo? Pues ya se podía ir por donde había venido.
—¡He dicho que no quiten el polvo de mi habitación, Rosa! —dijo cuando se abrió la puerta, sin volverse.
—Ricarda, hija mía.
Ricarda se volvió sorprendida. Su madre llevaba un vestido marrón de corte austero que recordaba el atuendo de una institutriz. Dado que su madre se vestía siempre con arreglo a la ocasión, Ricarda se preparó para escuchar un sermón. Suspirando, se volvió de nuevo hacia la ventana. No quería discutir, pero quizá no pudiera evitarlo.
—El doctor Berfelde nos va a hacer una visita el primer día de Navidad —empezó su madre, con la misma dulzura con la que había recibido a su hija en noviembre.
Ricarda solo contestó asintiendo con la cabeza. En el silencio de los días pasados había madurado en ella una decisión. Ahora le parecía como si las palabras de su madre pusieran en funcionamiento el mecanismo de relojería al que tan cuidadosamente había dado cuerda. Con cada giro de las ruedecillas desaparecía su autocompasión.
—Confiamos en que aparezcas y te comportes con arreglo a lo que se puede esperar de una dama de tu rango.
Sigue, sigue, pensó Ricarda. Sigue hablando, mamá. Para que no me olvide de que me queréis destrozar.
—Tenemos la intención de anunciar en breve tu compromiso matrimonial con el doctor Berfelde. Durante la Navidad tendréis ocasión de conoceros. Puedes estar agradecida de que, después de todos los deslices que te has permitido, esté dispuesto a ofrecerte un futuro como digna esposa de un médico y, por consiguiente, a continuar como es debido nuestra tradición familiar.
Agradecida es lo que estaba Ricarda en ese momento. Pero no por la benevolencia del doctor Berfelde. Agradecía las palabras de su madre, que le proporcionaban el valor necesario para aprovechar la única posibilidad que le quedaba. Una posibilidad que ya conocía desde el baile en la Charité; pero entonces aún seguía aferrada a la solicitud.
—No os deshonraré, mamá —dijo sin mirarla, y a eso ya no tenía nada que añadir Susanne Bensdorf.
En silencio, esperó otro rato más con la esperanza de tener una conversación con su hija, pero al ver que Ricarda guardaba silencio, se marchó.
Ricarda no reaccionó al cerrarse la puerta. Sus pensamientos ya estaban en otra parte. Abandonaría Berlín. Se iría de Prusia y de Alemania. No le quedaba otra opción.
Con la excusa de ir a hacer recados de Navidad, salió de casa por la tarde y se dirigió a la Oficina de Emigración.
Su madre, con la que se había cruzado en las escaleras, se había alegrado de que su hija hubiera recuperado el ánimo.
Ricarda le había seguido la corriente, aunque eso iba en contra de su naturaleza. En la oficina también se vio obligada a fingir. Como allí conocían el apellido del padre, en un santiamén cambió su nombre por el de Carla Jensen e hizo como que era una maestra que tenía idea de emigrar a Nueva Zelanda.
Aunque la miraron un poco extrañados, pues su vestimenta no se correspondía con la de una maestra, le dieron cumplida información e incluso le proporcionaron el horario de los barcos que zarpaban desde Hamburgo y Bremen. Como el siguiente barco para Nueva Zelanda no salía hasta dentro de dos semanas, decidió sacar un pasaje para Inglaterra, donde quería subir a bordo de un barco de emigrantes.
Dado que el DS Anneliese zarpaba en tan solo dos días de Hamburgo, decidió iniciar el viaje desde allí e inmediatamente compró los billetes de ferrocarril. A la mañana siguiente, muy temprano, cogería el primer tren que iba a la antigua ciudad hanseática.
Sin embargo, antes tenía que sacar parte del dinero que aún conservaba en su cuenta bancaria. Para que Ricarda pudiera mantenerse durante la carrera, su padre se había encargado de que tuviera un estado de la cuenta solvente. Como ella se había moderado en los gastos, con lo ahorrado le llegaría para las primeras semanas en el extranjero. Probablemente, su padre, al darse cuenta de su desaparición, intentaría bloquearle la cuenta, pero eso ya no le afectaría. No sabía nada de la banca neozelandesa, pero estaba segura de que allí también habría entidades bancarias. Y en un país de ideas avanzadas como ese, seguro que una mujer podía abrir una cuenta propia.
Un coche de punto la llevó al edificio del banco. Con el pretexto de una adquisición de cierta envergadura, Ricarda sacó la mitad de su saldo. Con tres mil marcos del Reich seguro que le llegaba para instalarse en Nueva Zelanda. Sacar la suma total habría despertado sospechas y habría llevado a los empleados del banco a ponerlo en conocimiento de su padre, que era el titular principal de la cuenta.
A continuación, el mismo coche llevó a Ricarda cerca de su casa; desde allí hizo el resto del camino a pie. Llevaba el bolso con los ahorros tan apretado al cuerpo, que realmente parecía que escondía un regalo. Nadie sospechaba que era un regalo que se hacía a sí misma.
No obstante, notaba los latidos del corazón en el cuello cuando subió a su habitación. Solo se cruzó con Rosa, que le hizo una reverencia. Esta vez no tenía ningún recado de su madre. En el salón reinaba el silencio.
De todos modos su padre no llegaría hasta la noche. Ricarda esperaba que no se enterara por casualidad de lo que había hecho. Aunque el empleado del banco no le había puesto ninguna pega, cabía la posibilidad de que su padre se hubiera pasado también por allí y hubiera hablado con el mismo empleado. En cualquier caso, se prohibió a sí misma dejarse paralizar por ese temor.
Tiró el abrigo y los guantes encima de la colcha de la cama y, sin más rodeos, fue al armario. Por el camino había decidido coserse el dinero a la ropa. En el océano Índico seguro que todavía quedaban piratas y, si abordaban el barco por sorpresa, no podrían encontrar su dinero. Calculó que si se ponía inmediatamente con la tarea, podría terminar para la hora de la cena. Naturalmente, debía tener cuidado de que no entrara nadie en su habitación; pero la Navidad era una buena excusa para tener secretos.
Decidió llevarse tres vestidos: uno azul, uno verde y el de color crema que se había puesto para el baile. Este último debía servir para recordarle siempre la humillante conversación que había escuchado ese día. Asimismo, sacó el vestido de viaje de color gris plateado y el de cuadros blancos y negros. Como pensaba llevar puesto el de color gris plata durante la travesía, cosió la mayor parte del dinero en su dobladillo. Otra suma la metió dentro del forro interior de la maleta, y otra cantidad la cosió al dobladillo del vestido azul. En el monedero guardó dinero suelto para poder pagar el pasaje del barco y las menudencias que surgieran.
Durante la cena reinó el silencio habitual. Su padre se esforzaba por no levantar la vista del plato, mientras que su madre parecía un poco más relajada. Pero probablemente no trataría a su hija con naturalidad hasta que esta luciera una alianza matrimonial en el dedo.
—¿Has estado haciendo compras de Navidad? —quiso saber, para introducir por lo menos un poco de conversación.
—Sí, unas pocas.
—Pues has tardado bastante.
—Se me había metido una cosa en la cabeza que no podía encontrar en ninguna parte.
—Deberías haberme preguntado a mí. Yo conozco algunas tiendas que no son conocidas entre los círculos modestos.
Ricarda se lo creyó al momento. Tampoco se le escapó la indirecta que encerraban las palabras de su madre. Susanne Bensdorf estaba firmemente convencida de que su hija llevaba demasiado tiempo relacionándose con los «círculos modestos».
Reprimiendo un enfado incipiente, Ricarda sonrió.
—Entonces ya no habría sido una sorpresa.
—En eso puede que tengas razón.
Ricarda notó la mirada escudriñadora de la madre, pero procuró disimular pese a que se sentía como un globo de aire caliente a punto de reventar. Esta era la última noche que iba a pasar en casa de sus padres —¿por cuánto tiempo?— y no podía estropearla, aunque solo fuera por los recuerdos. Ricarda tragó saliva. Un miedo paralizante se apoderó de ella y de pronto se quedó helada. ¿Volvería a ver algún día a sus padres? Se obligó a tomar las riendas. Su madre no debía notar bajo ningún concepto lo que pasaba por su cabeza. Así que se forzó a tranquilizarse y empezó a comer despacio; aunque respondía a su madre solo con monosílabos, temía que su voz la delatara.
Después de cenar, Ricarda le pidió a Rosa que le llevara el café a su habitación. Esto no era nada raro, pues de estudiante se lo solía pedir con frecuencia cuando quería quedarse a estudiar hasta tarde.
Esta vez, sin embargo, se sentó junto al secreter para escribir una carta de despedida. Permaneció un rato largo con la vista clavada en la hoja vacía, mientras veía pasar ante sus ojos los buenos momentos de su infancia y juventud. Les iba a dar un gran disgusto a sus padres y a causarles un profundo dolor. Ricarda suspiró. También ella los echaría de menos. Pero no le quedaba otra opción. Tampoco tenía por qué ser una despedida definitiva. Decidida, mojó la pluma en el tintero. Les escribió una carta breve en la que únicamente les decía que quería probar fortuna en Nueva Zelanda y que les agradecía todo lo que habían hecho por ella.
Metió la hoja de papel doblada en uno de los sobres más bonitos que encontró en el cajón. Luego, con el corazón acelerado, sacó la maleta de debajo de la cama.
Le ardían las mejillas y le temblaban las manos de la emoción mientras metía en la maleta ropa interior, libros, recado de escribir, papel, algunos cuadernos y su diploma. Encima del todo colocó el estuche que contenía el estetoscopio, que le había comprado su padre. Le recordaría al padre de antes, el que la animaba y aconsejaba siempre que no perdiera de vista su objetivo en la vida.
Aún había más cosas a las que Ricarda tenía cariño, pero decidió dejarlas. «Ligero de equipaje se anda mejor el camino»: este dicho lo había escuchado hacía años y se había adueñado de él.
Cuando ya tenía todo listo y se había puesto el vestido gris plateado, se tendió encima de la cama. El aire que la rodeaba parecía vibrar. El reloj de pie marcaba el paso del tiempo con los movimientos regulares del péndulo. El tictac acallaba su respiración y las palpitaciones de su corazón. La colcha se plegaba suavemente a su espalda. Aún estaba la habitación impregnada del olor a café. A las dos y cuarto se extinguieron los ruidos de la casa.
Ricarda interiorizó todas estas sensaciones mientras intentaba imaginarse su nueva patria. La luz dorada, los impresionantes paisajes y la libertad. ¿No serían estas expectativas demasiado bonitas para ser realidad?
Cuando las manecillas del reloj se acercaron a las cuatro, Ricarda se levantó. Se miró por última vez al espejo, se alisó el vestido y se puso los guantes y el abrigo. Renunció a cubrirse la cabeza; nunca le habían gustado los sombreros. Se había recogido el pelo en la nuca, lo que le proporcionaba un aire de severidad, pero tampoco tenía previsto conquistar el corazón de un hombre en el viaje.
Por fin, con la maleta en la mano, salió sigilosamente de la casa.
Aún faltaba mucho para que amaneciera, y la ciudad dormía un sueño profundo. Al llegar a la acera, Ricarda se volvió a mirar por última vez la casa. Le pareció que las ventanas eran como ojos muertos que la miraban sin lamentar su pérdida. Ricarda susurró con tristeza: «Adiós», antes de desaparecer en la oscuridad.