11

Después de pasar una noche llena de sueños confusos, Ricarda se sentó junto a la ventana de su habitación a contemplar el sol, que poco a poco iba asomando entre las nubes y bañaba de luz las copas de los árboles. En los bosques lejanos, la niebla quedaba suspendida en el aire formando bolas de algodón rosa pálido.

¿Cómo había llamado el tal Jack a Nueva Zelanda? ¿El país de la nube blanca? A Ricarda le pareció muy apropiada esa denominación.

Sus pensamientos derivaron hacia el hombre que la había ayudado el día anterior. Qué distinto era del tal doctor Berfelde de Berlín. Sus padres jamás habrían considerado al señor Manzoni como un candidato para casarse. Ya solo por la apariencia, pues tenía algo de salvaje, no les habría gustado. No es que Ricarda lo considerara incivilizado, pero todas las fibras de su cuerpo irradiaban una fuerza animal que era tremendamente atractiva. Además, parecía aceptarla como mujer. Probablemente, otro hombre no habría encajado tan bien un no a la propuesta de llevarla en coche a la pensión, sino que le habría insistido tanto que, finalmente, ella habría tenido que ceder para quitárselo de encima. Jack en cambio le había preguntado dos veces y había respetado su respuesta, y eso le había gustado mucho. Esperaba volver a encontrárselo un día.

Sin embargo, ese día tenía planeado hacer otras cosas. Con el dinero que había cambiado la tarde anterior aguantaría una temporada y podría vivir en casa de Molly. Pero no tenía intención de tumbarse a la bartola. Quería empezar a trabajar lo antes posible, pues la necesitaban. Era imposible que el doctor Doherty estuviera en condiciones de atender a todos los pacientes de la ciudad y alrededores.

Tal y como se había portado con ella, al doctor Doherty no le gustaría la idea, pero Ricarda no tenía previsto amilanarse. Tarde o temprano acabaría aceptándola y quizá incluso dándose cuenta de que era mejor que hubiera dos médicos en Tauranga.

De buen humor, se aseó y se vistió. Su vestido verde quizá fuera un poco demasiado elegante para comenzar el día, pero Ricarda quería causarle buena impresión al alcalde. Más valía que la tomara por rica que por una pordiosera. Además, tenía que lavar los trajes y un montón de ropa interior que había llevado durante el viaje. Eso lo despacharía más adelante.

Una vez que se recogió el pelo, bajó por la escalera. Toda la casa estaba impregnada de un aroma irresistible. El olor a café se mezclaba con el de las galletas, la miel y la leche. Realmente, Molly mimaba a sus huéspedes. A Ricarda casi le dio pena porque con lo nerviosa que estaba, apenas podría probar bocado. Pero por lo menos se tomaría un café para estimular la circulación.

Todas las mesas estaban vacías. O bien era la primera o la última que bajaba a desayunar. Había averiguado que, aparte de ella, había dos hombres que vivían donde Molly. Uno era un investigador que durante el día exploraba los bosques que rodeaban Tauranga y, por la noche, pasaba a máquina sus averiguaciones. El otro era más joven; según Molly, se trataba del hijo de un aristócrata que estaba aburrido y buscaba un poco de entretenimiento.

Ricarda ya se había cruzado con él una vez en el pasillo, pero no habían llegado a relacionarse.

—¡Buenos días, querida! —le dijo Molly—. ¿Qué tal ha pasado la noche después del ajetreo de ayer?

—Muy bien, muchas gracias —contestó Ricarda, ocupando de nuevo la mesa junto a la ventana.

—Menudo alboroto se armó ayer. Me hubiera encantado saber qué tal le fue a la señorita Cooper, pero el investigador insistió en enseñarme su más reciente descubrimiento: un curioso animalito al que todavía nadie le ha puesto nombre. Tengo que reconocer que su historia me habría gustado más.

—Yo que usted no estaría tan segura —murmuró Ricarda, extendiendo sobre su regazo la servilleta cuidadosamente doblada—. Hubo malos modos, y creo que no me he ganado al doctor Doherty precisamente como amigo.

—En cualquier caso, usted ha salvado la vida de una mujer.

—Eso es lo que le habría gustado hacer al doctor Doherty.

—¡Pero si no estaba!

—Así es. Dígame, ¿es cierto que solo hay un médico en el hospital? —preguntó Ricarda.

—Que yo sepa, sí. ¿Quiere solicitar allí una plaza?

Ricarda negó con la cabeza.

—No, en realidad no. Pero me resulta chocante que una clínica se las pueda arreglar con un solo médico. ¿Quién atiende a los pacientes cuando Doherty está operando? ¿Y si ocurre un accidente y hay que tratar a muchos a la vez?

Molly se encogió de hombros.

—Hasta ahora no se ha dado el caso. Ha de saber que la población de Tauranga no llega a dos mil almas. Casi nadie quiere que lo ingresen en el hospital porque cuesta dinero. Prefieren las visitas a domicilio. Doherty cobra buenos honorarios, pero eso al menos se lo puede permitir cualquiera que tenga unos ingresos normales. Además, muchos de los que están gravemente enfermos prefieren morir en casa. Mi George, que en gloria esté, tampoco fue al hospital; sabía que de todas maneras no lo podían ayudar. Ha de saber que aquí la gente es muy robusta. Si se establece aquí, tendrá que contar con eso.

—No me extraña que el hospital esté tan vacío —observó Ricarda.

—Seguro que ha habido pacientes en el hospital, pero para eso tiene Doherty a sus enfermeras. Una de ellas se ufana de haber aprendido con Florence Nightingale.

A Ricarda le extrañó un poco que a su patrona le dijera algo ese nombre. Pero seguramente habría oído hablar de esa famosa enfermera durante su estancia en Londres.

Molly le sirvió café y colocó encima de la mesa un cestillo lleno de bollos con pasas. A Ricarda le recordaron a los panecillos que hacía Ella, y le entró un poco de nostalgia. Pero para ahuyentarla, pensó otra vez en sus padres y en el novio que le habían buscado.

—Las uvas con las que hacen las pasas se cultivan aquí, en la isla —le explicó Molly, con orgullo—. Unos cuantos emigrantes franceses montaron en Auckland una explotación vitivinícola. Los otros granjeros se siguen riendo de ellos, pero tanto el vino como las pasas están buenísimos. Y, sobre todo, sale más barato que importarlos de Europa. Una vez al año voy a Auckland para abastecerme de todo lo que necesito. Si le hace falta un buen trago, no tiene más que decírmelo. Ese vino no solo sabe bien, sino que te puedes agarrar una buena borrachera con él.

Me lo podría haber ofrecido ayer por la noche, pensó Ricarda. No me habría venido nada mal achisparme un poco. Pero ahora necesitaba tener la cabeza despejada.

—Y ese tal Jack Manzoni… ¿es también granjero? —preguntó, mientras cortaba uno de los bollos.

—¿El hombre que le ofreció ayer su coche? —le contestó Molly con otra pregunta.

—Sí, a ese me refiero.

A los bollos los acompañó ahora un tazón con una especie de papilla y un tarro de miel.

—Gachas —explicó la patrona ante la mirada interrogativa de Ricarda—. Lo mejor que existe por esta comarca.

A Ricarda nunca le había parecido nada del otro mundo la papilla de avena, ni siquiera a bordo del barco, donde la ponían con frecuencia para desayunar. También miró con recelo el puré grisáceo que le ofreció Molly.

—Vaya, vaya, así que ese hombre la ha impresionado —dijo Molly con una sonrisa picarona.

Ricarda notó que la sangre le subía a las mejillas.

—No, si solo lo preguntaba por…

—Vamos, vamos, niña, que a mí no se me engaña tan fácilmente. En la ciudad no hay una sola mujer que no esté loquita por Jack Manzoni. Pero créame, es un hueso duro de roer. En otro tiempo, se prometió con una inglesa hermosa como una flor. Por desgracia, murió antes de la boda, y su padre se empeñó en enterrarla en Inglaterra, en el panteón familiar. De manera que al pobre hombre ni siquiera le ha quedado una tumba donde llorarla. —Molly se interrumpió como si quisiera darle a Ricarda la oportunidad de digerir lo que había dicho—. Después tuvo algunos amoríos, pero ninguna mujer ha conseguido retenerlo a su lado —continuó finalmente—. Es un solterón empedernido y una mujer ha de aportar algo más que una cara bonita para que a él le interese a largo plazo.

Ricarda tenía las mejillas incandescentes, lo que no escapó a Molly.

—Cría ovejas y posee una de las granjas más grandes de la ciudad. Algunos le tildan de amigo de los salvajes, porque tiene relación con los maoríes. Tiene enemigos en la ciudad, pero solo se atreven a hablar de él, como mucho, a sus espaldas. Al parecer, su padre era lanzador de cuchillos en un circo antes de montar la granja. De él habrá aprendido Manzoni a manejar el arma. Como se puede imaginar, nadie que aprecie su vida se arriesga a discutir con Manzoni. De lo contrario, poco habría que contar de él.

Ricarda comparó las palabras de Molly con su propia experiencia. Tímido desde luego no era Manzoni, pero tampoco avasallador. Parecía tener humor, una cualidad que ella valoraba mucho. Y ya solo su aspecto haría que, en su presencia, hasta las damas de los salones berlineses tiraran un pañuelo tras otro al suelo.

—Muchas gracias. Qué cantidad de cosas me ha contado —dijo Ricarda mientras, por cortesía, daba buena cuenta de las gachas de Molly, que tampoco estaban tan malas.

Después de desayunar, Ricarda decidió aplazar un poco la visita al alcalde. No buscaría el centro administrativo, en la calle Willow, hasta que se hubiera enterado de cómo le iba a su primera paciente neozelandesa. Con la esperanza de que Doherty pasara la mañana haciendo visitas a domicilio, fue paseando en dirección al hospital.

Mientras la ciudad despertaba poco a poco a la vida, Ricarda disfrutaba del paseo al aire libre. El sol ya pegaba con fuerza, y del puerto llegaba un intenso olor a salitre. En los árboles del jardín del hospital trinaban y gorjeaban los pájaros. Al atravesar la puerta, Ricarda se sentía un poco rara. En recepción no había nadie. Por la casa retumbaban las voces y el tintineo de los orinales de cama. Probablemente las enfermeras estuvieran atendiendo a los pacientes.

Como Ricarda no sabía qué habitación le habían asignado a la señorita Cooper, esperó pacientemente a que apareciera alguna enfermera. Después de la discusión del día anterior, no tenía ganas de llevarse otro disgusto. Algunos pequeños cuadros salpicaban las austeras paredes blancas de la sala de espera. En general, podía decirse que el hospital poseía el encanto de un sanatorio privado. Ricarda imaginó que Doherty habría heredado esta villa de alguna viuda rica sin hijos como agradecimiento por su asistencia facultativa, y que con anterioridad se habrían celebrado recepciones en ella. Antes de que pudiera seguir urdiendo esta idea apareció la enfermera con acento francés.

¡Vaya, precisamente Cancerbero!, pensó Ricarda, esforzándose por sonreír con amabilidad.

—¿Qué desea? —preguntó la enfermera con frialdad.

—Me gustaría ver a la paciente de las costillas rotas. Ya sabe, la joven a la que ingresé ayer.

La enfermera arrugó la nariz.

—Lo siento, pero a la señorita Cooper la han venido a recoger esta mañana.

—¿A recoger? —dijo Ricarda arqueando las cejas.

¿Habría dado Doherty instrucciones al personal para deshacerse de ella con este pretexto? ¿O realmente alguien había sido tan desconsiderado como para montar a la chica en un coche y someterla a su traqueteo, pese a las costillas rotas y el pulmón lacerado?

—¿Me puede decir adónde la han llevado?

—Lo siento, pero el señor doctor nos ha ordenado que no demos ninguna clase de información a los desconocidos.

Sobre todo a mí, pensó Ricarda, y le entraron ganas de coger a la mujer por el delantal y darle unas cuantas sacudidas. Pero el dominio de sí misma que había adquirido durante años de soportar burlas, hizo que se contuviera.

—En fin, está bien —respondió en tono distendido, pues sabía que de nada serviría montar un escándalo—. Muchas gracias.

Dicho esto, dio media vuelta y se fue. Ya se enteraría de dónde se encontraba la señorita Cooper.

Aunque Cancerbero aún tuvo el descaro de desearle sarcásticamente un buen día, Ricarda se limitó a encogerse de hombros y a salir del edificio con la cabeza erguida.

La calle Willow estaba tan poblada como la carretera de Cameron, de la que venía Ricarda en ese momento. Encontró el centro administrativo a la primera, tal y como le había asegurado Molly.

Ya solo por las dimensiones de la construcción de madera, de dos pisos y pintada de blanco, se deducía que era un edificio administrativo. Varias chimeneas, a su vez blancas como la nieve, apuntaban hacia el cielo de la mañana, y de algunas hasta salía humo pese al buen tiempo. El ayuntamiento se alzaba sobre un terraplén, lo que le otorgaba la misma majestuosidad que el alero, sostenido por columnas, que remataba la entrada.

Un grupo de personas se había congregado delante de la escalinata que conducía a la puerta de entrada. Ricarda se acordó de la manifestación de sufragistas de la Königsplatz berlinesa, pese a que aquí no había mujeres con pancartas, sino solo hombres. Tenían la piel clara y el pelo oscuro muy rizado, y sus caras parecían completamente pintadas. Los hombres sostenían en la mano bastones adornados con plumas e iban vestidos de una manera un tanto singular. Llevaban faldas de corteza de eucalipto y chaquetas abiertas de tal modo que dejaban a la vista el pecho desnudo, asimismo pintado o tatuado. Ricarda supo enseguida que eran maoríes.

Le habría encantado observar con detenimiento a los indígenas, pero hasta en este extremo del mundo estaba mal visto mirar fijamente a la gente. Aparte de eso, ¿qué pensarían los propios maoríes al respecto? Seguro que la curiosidad de los transeúntes les causaba malestar, y Ricarda, que aún recordaba la descripción de Molly, no quería molestarlos bajo ningún concepto.

Pero ya que no podía mirarlos fijamente, al menos quería escuchar su lengua sonora y llena de vocales. Ricarda no tenía la menor idea de lo que hablaban. Mientras subía lentamente por la escalera que daba al centro administrativo, le vino a la memoria que Molly había llamado a la verdura «hua whenua». Cómo me gustaría aprender ese idioma, pensó.

Nada más llegar, la puerta se entreabrió.

—¿Desea entrar, señorita? —le preguntó un hombre joven, que retrocedió para dejarla pasar.

¿Habrá estado mirando a los maoríes por la ventana y me habrá visto entre ellos?, se preguntó Ricarda.

—Sí, gracias. Quisiera ver al alcalde —respondió, sintiéndose incómoda porque, al fin y al cabo, los nativos habían llegado antes que ella.

—¡Pase usted! —dijo el chico, y se apresuró a cerrar la puerta tras ella.

—¿Qué quieren esos hombres de ahí fuera?

—Son salvajes, señorita. Maoríes. Una vez más, quieren hablar con el alcalde. Casi siempre vienen para quejarse de algo.

—¿Es que tienen motivo para hacerlo?

A Ricarda no le gustó el tono despectivo del joven. A fin de cuentas, los maoríes llevaban viviendo en ese país mucho más tiempo que los blancos. ¿Qué derecho tenían, pues, los inmigrantes a mirarlos por encima del hombro? De todos modos, se guardó mucho de manifestar esta opinión.

El muchacho dejó su pregunta sin respuesta.

—Venga por aquí, señorita —dijo solamente, y la llevó por un pasillo.

Por fin, se detuvieron ante una alta puerta batiente.

—¿A quién debo anunciar al señor Clarke?

Ricarda mencionó su nombre y añadió que era alemana. El motivo de su visita se lo calló, pues no quería correr el riesgo de que se la quitaran inmediatamente de en medio.

El joven llamó a la puerta con los nudillos y se metió en el despacho del alcalde. Ricarda oyó voces y, al poco rato, se abrió la puerta.

—El señor Clarke la espera, señorita Bensdorf.

Dicho lo cual, el joven desapareció. Ricarda supuso que regresaría a la ventana del vestíbulo para tener cuidado de que no entrara ningún maorí en el edificio.

Charles Augustus Clarke era un hombre de mediana edad que conservaba una abundante mata de pelo oscuro, pese a que ya tenía entradas. Vestía un impecable traje gris y poseía los modales del típico caballero inglés.

—Señorita Bensdorf —saludó, levantándose detrás de su escritorio y lanzando a su vestido una mirada de sorpresa.

—Señor Clarke. —Ricarda fue derecha hacia él y le estrechó la mano—. Muchas gracias por haberme recibido.

—Encantado de conocerla.

Al darle la mano, amagó un beso antes de pedirle a Ricarda que se sentara. La silla crujió un poco, y eso que Ricarda era un peso ligero. Llevaba toda la mañana muy decidida, pero ahora se puso nerviosa. ¿Conseguiría convencer al alcalde de sus dotes? ¿Le daría permiso para abrir una consulta en Tauranga? Quizá pudiera servirle de ayuda lo que le había dicho Molly: que la gente prefería ser atendida en casa antes que ir al hospital. Además, quería dedicarse a la ginecología, especialidad en la que al menos aventajaba un poco a Doherty, aunque solo fuera por su pertenencia al sexo femenino.

—¿Y bien? ¿Qué la trae por aquí, señorita Bensdorf? —preguntó Clarke en tono jovial, después de volver a tomar asiento—. No ocurre con frecuencia que pueda saludar a una visita tan encantadora.

Ricarda sonrió como si se sintiera adulada, pero solo porque podría serle de utilidad granjearse las simpatías de su interlocutor. En el fondo, le repateaban esos remilgos. Conseguir un favor con zalamerías y sonrisas forzadas no era su estilo. Pero de la decisión del alcalde dependía su futuro, y no quería ponerlo en juego por ser arisca.

—Le estoy realmente agradecida, señor alcalde, por emplear su valioso tiempo conmigo. Lo que quiero pedirle es un tanto inusual.

—¿Ha venido a este país para buscar marido? —preguntó Clarke riéndose—. Si es así, no tiene por qué preocuparse. Hombres solteros los hay aquí a montones. Podría presentarle a algunos ilustres caballeros de mi club.

De pronto, Ricarda se sintió como paralizada. Era como si la decepción le afectara a todo el cuerpo. Estaba claro que también él pertenecía a esa clase de hombres que creían que la existencia de una mujer solo tenía sentido al lado de un hombre. Era verdad que muchas mujeres procedentes de Europa embarcaban hacia Nueva Zelanda porque les habían prometido que allí encontrarían un esposo, ¡pero no se podía dar por hecho que todas las mujeres tuvieran la misma intención! Ricarda estaba furiosa.

—No he venido a Tauranga en busca de un hombre —respondió con toda la suavidad que le fue posible—. Estoy aquí porque quiero abrir una consulta médica.

Al instante, a Clarke le cambió la cara. Si al principio la miraba como a una niña ingenua a la que podía impresionar con su masculinidad, ahora la contemplaba como si hubiera perdido la razón.

—¿Qué dice que quiere hacer?

—Abrir una consulta especializada en mujeres. Soy médico. He obtenido mi título en Zúrich. —Por un momento, se hizo la distraída—: Oh, ¿acaso he olvidado mencionarle al joven de ahí fuera mi título completo?

El alcalde se recostó en la silla y la taladró con la mirada. De repente, parecía haber adoptado una actitud reservada.

Más vale así, pensó Ricarda. Al menos, me tomará en serio. No había nada peor que un hombre que se riera de las aspiraciones de una mujer. Antes prefería el rechazo o el distanciamiento.

—Permítame que le informe de que la ciudad ya tiene un médico —dijo él al cabo de un rato.

—Pero no una mujer que se dedique especialmente a las dolencias femeninas —respondió ella con resolución.

—¿Y por qué iba a necesitar nuestra ciudad a alguien así?

—Pues porque aproximadamente la mitad de la población es femenina. Aparte de eso, un solo médico para Tauranga y alrededores me parece muy poco. Por lo que sé, el doctor Doherty atiende también en el hospital local. Podría descargarle un poco y quitarle parte de sus obligaciones. La parte que quizá no le parezca demasiado importante, ya que a un hombre le resulta difícil explorar las partes íntimas de las damas. Conozco el cuerpo de la mujer e imagino que la población femenina encontraría más agradable dejarse reconocer por alguien de su mismo sexo.

Ricarda era consciente de que con esas palabras ponía en entredicho si Doherty era capaz de llevar a cabo su trabajo. Y si se ocupaba lo suficiente de todos los enfermos. De repente se le ocurrió pensar que quizá Clarke y Doherty eran viejos amigos del club.

Una vez más, el alcalde tardó en contestar; por cómo fruncía el ceño se notaba que estaba pensándose la respuesta.

—El doctor Doherty es un ciudadano muy respetado en la ciudad y hasta hoy nadie se ha quejado de él —dijo por fin—. Es una persona que se sacrifica por los ciudadanos, y ahora viene usted, una extranjera que acaba de llegar y que, como supongo, no tiene ni visado ni certificado alguno de ciudadanía, y quiere disputarle el puesto, ¿no es así?

—Yo no quiero disputarle el puesto, señor Clarke. Quiero ayudar a las personas de esta ciudad —respondió Ricarda, esforzándose al máximo por hablar en un tono amable—. Es imposible que el doctor Doherty pueda él solo con la creciente afluencia de inmigrantes. No me importa ocuparme exclusivamente de esa gente, especialmente de sus mujeres, de manera que él pueda concentrarse por completo en los habitantes firmemente arraigados en Tauranga.

El gesto de Clarke permaneció inmutable.

Ricarda se sintió como si intentara derribar un muro.

—Le prometo que no perjudicaré a nadie y que algún día usted mismo reconocerá que fue una buena decisión haberme concedido el permiso —añadió.

Ahora podría haber adoptado de nuevo el papel de mujer encantadora, pero esa farsa ya no se la tragaría el alcalde.

—Dígale a mi secretario que le dé un formulario de la oficina de inmigración —dijo el alcalde sorprendentemente deprisa—. Cuando lo haya enviado y reciba una contestación afirmativa, la recibiré de nuevo. Mientras tanto, habrá de tener paciencia.

Se levantó y fue a paso rápido hacia la puerta.

Eso solo significa que tengo que abandonar el despacho, pensó Ricarda. Y suspiró. Que en ese país las mujeres tuvieran derecho al voto no significaba ni mucho menos que se les reconocieran además otros derechos. Se levantó, se alisó el vestido y lo siguió.

Clarke abrió una de las hojas batientes de la puerta.

—Buenas tardes, señorita Bensdorf.

Ricarda devolvió el saludo al alcalde y la puerta se cerró tras ella.

Finalmente, salió a la calle con los documentos en la mano. Le bullía la cabeza. Seguro que la oficina de inmigración tardaba varias semanas en estimar la petición. Eso suponía quedarse ese tiempo de brazos cruzados y atormentada por la incertidumbre. ¿Qué pasaría si rechazaban la solicitud? De repente le entró el miedo. Además, aunque le concedieran la ciudadanía, tendría que sostener otra vez la misma conversación. Clarke comentaría en su club sus —para él— estúpidas pretensiones, lo que llegaría a oídos de Doherty, quien, a continuación, haría valer sus derechos. Como él ya estaba establecido en la ciudad, el alcalde admitiría sus objeciones y entonces a ella ya solo le quedaría marcharse de Tauranga. Y seguro que en cualquier otra parte le pasaría lo mismo.

Con lo furiosa que estaba no se dio cuenta de que para entonces los maoríes ya se habían marchado. Bajó a toda prisa las escaleras mientras miraba los formularios echando chispas por los ojos.

—¡Oiga, señorita, déjeme decirle una cosa!

Cuando Ricarda se volvió hacia la voz desconocida, vio la cara de una mujer que tendría unos treinta y cinco años. Llevaba un vestido rosa lleno de lazos y puntillas con un sombrero a juego por el que le asomaba el pelo rizado. En esa calle sin asfaltar resultaba tan fuera de lugar como los guerreros maoríes.

—De manera que es usted la dama de la que habla toda la ciudad.

La desconocida observó a Ricarda con curiosidad.

Ricarda tardó un rato en recuperarse de la sorpresa. ¿Habrían difundido tan aprisa la historia los curiosos que el día anterior se habían congregado delante de la pensión? ¿Incluso en los círculos de la alta sociedad, a los que pertenecía esa mujer, a juzgar por su vestimenta?

—¿Con quién tengo el gusto de hablar? —preguntó finalmente.

—Me llamo Mary Cantrell. Probablemente mi nombre no le diga nada, pero las dos tenemos más cosas en común de lo que imagina.

Ricarda contuvo su curiosidad. No quería ser descortés.

—Yo me llamo Ricarda Bensdorf; he llegado hace poco de Alemania.

—Mucho gusto en conocerla. —La mujer inclinó la cabeza y añadió—: Dicen que es usted médica.

—En efecto.

La ceja de Mary Cantrell se levantó describiendo una curva perfecta sobre el ojo.

—¿Les está ya permitido a las mujeres alemanas hacer una carrera o ha estudiado usted en el extranjero?

—En Zúrich.

—¿Y en Alemania no le han dado trabajo?

Evidentemente, estaba muy enterada de todo lo relativo a los derechos de la mujer en Alemania.

—Así es. Me rechazaron una solicitud.

—Y ahora supongo que querrá abrir aquí una consulta.

Ricarda no sabía si sentirse indignada o aliviada por la franqueza de esa mujer.

—Pues sí, eso es lo que quiero.

—Imagino que por esa razón viene de ver al alcalde, ¿no? —Antes de que Ricarda pudiera contestar, añadió precipitadamente—: No me tome por una entrometida, por favor, señorita Bensdorf. Solo siento curiosidad y estoy deseosa de ofrecerle ayuda.

—¿Por qué razón?

—Digámoslo así: soy lo que en América llamarían una sufragista.

—Así se las llama también en Alemania.

—Como es natural, se preguntará cómo puede ser que esté casada con un concejal y, al mismo tiempo, luche por los derechos de las mujeres.

Ricarda no se hacía esa pregunta.

—He oído que a las neozelandesas les está permitido votar.

—Es cierto. No obstante, aquí la mujer sigue padeciendo muchas limitaciones. Y no solo eso. —Mary Cantrell extendió el brazo señalando a su alrededor—. Esta ciudad, por muy progresista que parezca, sigue siendo un lugar atrasado en el que los hombres poseen privilegios y alzan la cresta —continuó—. Las mujeres que se presenten en público sin acompañante han de estar preparadas para que los hombres las silben indecorosamente y les digan procacidades. De las ciudadanas que quieren montar su propio negocio se carcajean, y si no se dejan intimidar, les ponen toda clase de trabas. Me temo que tiene usted una dura lucha por delante.

Ricarda se encogió de hombros.

—Eso ya lo he vivido en la universidad. Allí las estudiantes también teníamos que soportar lo nuestro tanto por parte de los profesores como de nuestros compañeros.

—Tenga cuidado, señorita. —La voz de Mary Cantrell tenía un tono casi amenazante—. La joven a la que usted atendió es una de las prostitutas del señor Borden. Su establecimiento está en la calle Harington. Seguro que no le gusta ni pizca que ella falte un tiempo.

—Pues que se lo diga al jinete que la atropelló a la pobre.

—Al parecer, a usted no le importa que sea prostituta.

Ricarda miró a su interlocutora directamente a los ojos.

—A mí no me importa lo que sea quien necesite mi ayuda. He prestado juramento como médico y pienso actuar con arreglo a ello, independientemente de la clase social, las ideas, la profesión o el color de la piel de mis pacientes.

—¡Un noble propósito! Pero déjeme que le diga que esa actitud es sumamente inusual y le puede acarrear muchos disgustos.

—Ya me he hecho un poco a la idea a través del doctor Doherty, pero como ha sido él quien la ha dado de alta antes de tiempo, no me puede echar en cara nada.

—De todas maneras, será él quien se lleve los laureles, me temo —murmuró Mary Cantrell.

—Tal vez, pero al fin y al cabo no se trata de quién conquista los laureles —dijo Ricarda enérgicamente—. Ante mi conciencia, me hago responsable de lo que he hecho. Puesto que ahora sé dónde encontrar a mi paciente, iré enseguida en su busca.

—¿Se atreverá a entrar en el burdel? —preguntó Mary alzando las cejas, entre divertida y extrañada.

—Y ¿por qué no? —respondió Ricarda, pese a ser consciente de que a su madre le entraría un ataque de histeria si se enterara.

Naturalmente, tampoco a ella le apetecía demasiado ir a esa casa, pero no permitiría que se le notara, aunque solo fuera por granjearse el respeto de los lugareños.

—¿Sabe que un burdel en estas latitudes también es un lugar al que no debe entrar una dama bajo ninguna circunstancia? —Mary le dio que pensar, aunque sin una intención real de apartarla de su idea.

—Por supuesto. Pero tengo que volver a ver a mi paciente para hacerme una idea sobre su estado de salud. Algo que, por lo visto, no le interesa al doctor Doherty.

Ricarda examinó si la cara de su interlocutora hacía algún movimiento que la delatara, pero esa señora parecía ser muy buena actriz.

—¡Pues que tenga mucha suerte! —La dama abrió su bolsito y sacó una tarjeta—. Si alguna vez necesita ayuda, no dude en dirigirse a mí —añadió—. Siempre defiendo los intereses de las mujeres y, en la medida de lo posible, me gusta ayudarlas.

Ricarda había oído que antes, cuando se iba de visita, era normal entregar esas tarjetas a los criados o dejarlas en el vestíbulo en una bandeja de plata, una costumbre que hasta su madre, tan conservadora y estrictamente educada, hacía tiempo que había abandonado. Ricarda contempló la tarjeta, en la que ponía con elegantes rasgos caligráficos «Mary Cantrell, calle Willow Eastside, 12, Tauranga», todo enmarcado por un adorno de rosas. En su fuero interno, se arrepintió de su desconfianza.

Cuando alzó la cabeza para darle las gracias, Mary ya se había dado la vuelta y en ese momento desaparecía entre la multitud.

Cuando Jack cabalgaba hacia la dehesa, le llamó la atención cómo berreaban las ovejas, cosa rara en ellas. Normalmente pastaban tan tranquilas, sin sentirse molestas por él ni por su cuadrilla. Pero esa mañana parecían husmear un peligro.

Eso a Jack le dio mala espina. Algo ha pasado, pensó, mientras guiaba su caballo hacia sus hombres, no muy alejados del esquiladero.

—Menos mal que ha venido, señor. Ha ocurrido un percance —dijo Kerrigan.

Después de apearse del caballo y estrechar la mano de su capataz, se dirigió a los demás.

Ante ellos, en el suelo, yacía un perro guardián. Tenía la piel ensangrentada y la lengua le asomaba retorcida por la boca. Una lanza había atravesado su cuerpo.

—Nos lo hemos encontrado esta mañana durante la ronda —informó Kerrigan—. Da toda la impresión de ser una lanza maorí.

Jack frunció el ceño y se arrodilló junto al animal.

Rex, fiel amigo, pensó, y acarició la suave piel del border collie. Luego examinó la lanza. Efectivamente, parecía estar hecha por los maoríes. Pero ¿qué motivo tenían sus vecinos para matar a uno de sus perros?

—Quizá sea solo una gamberrada de chavales —observó Kerrigan, y uno de los trabajadores añadió:

—Pero también puede ser que no les guste que ampliemos la dehesa, señor.

Jack no lo descartaba. Aunque le había comentado al jefe de la tribu sus planes de ampliación, seguro que a algunos guerreros no les gustaba la idea. Su instinto, sin embargo, le decía otra cosa. No sabía decir con precisión qué era lo que le disgustaba del asunto, pero no se fiaba de las apariencias.

—También es probable que alguien intente ponernos en contra de los maoríes —reflexionó en voz alta, al ponerse otra vez de pie—. No hay que olvidar que soy de los pocos que abogué por aceptarlos.

—Pero entonces ¿de dónde ha sacado la lanza ese alguien? —preguntó Tom.

—Tal vez de un enfrentamiento con guerreros maoríes. Pero también es posible que alguien haya comprado el arma. Hablaré con Moana, quizá ella sepa si últimamente ha habido blancos comerciando en el poblado.

—Con su permiso, señor, quizá debiera preguntarle también si últimamente hay alguien que tenga algo contra nosotros —añadió Tom Kerrigan.

—Así lo haré —le prometió Jack, y luego extrajo la lanza del cuerpo del perro—. Enterrad al animal.

Mientras los demás se ponían a la faena, Jack le hizo un gesto a su capataz para que lo acompañara.

—Refuerce las guardias, Tom, y hágales recorrer el terreno, a corta distancia unos de otros. Que no pierdan de vista las lindes de la dehesa.

—Sí, señor.

—Esta lanza es una advertencia, pero tenga el propósito que tenga su dueño, no estoy dispuesto a resignarme.

De repente, oyeron cómo algo se deslizaba por la hierba. Un jinete con una chaqueta de terciopelo de color burdeos atravesó los matorrales y se detuvo junto a la cerca.

—Vaya, mira quién viene por allí —murmuró el texano, echando mano de su revólver.

—Tenga calma, Tom —le contestó Manzoni, meneando la cabeza—. Oigamos lo que quiere.

Al verlos, Bessett refrenó su caballo. No le pareció necesario apearse para hablar con los hombres a la altura de los ojos.

—¿Qué se le ha perdido por aquí, Bessett? —le preguntó Manzoni irritado.

—¡Menudo recibimiento a un huésped! —respondió el gran terrateniente—. Estaba dando un paseo, cuando de pronto se me ha ocurrido que podría pasarme a hacerle una visita.

Manzoni imaginaba cuál era el verdadero motivo de su visita.

—Lo siento, pero aquí fuera solo puedo ofrecerle hierba y avena. Si llego a saber que venía, le habría preparado una tarta.

—No sea tan mordaz, señor Manzoni. Esos no son modales entre personas cultivadas. —Bessett señaló la lanza que sostenía Jack en la mano—. ¿Ha pasado algo?

—Nada que a usted le incumba.

A no ser que seas el responsable, añadió Jack para sus adentros. De ti no me extrañaría nada.

Bessett hizo un gesto burlón con la boca.

—Por lo que veo, ha encerrado algunas de sus ovejas en un corral aislado.

—¿Qué tal si se dedica a sus asuntos?

—En fin, si amenaza con propagarse una epidemia o si el ganado tiene bichos, la cosa sí me incumbe, ¿no le parece? —replicó Bessett con socarronería—. Usted debería saberlo: una vez que hay un rebaño afectado, eso se propaga rápidamente a otros, lo que sería una calamidad para todos nosotros, ¿no cree?

—Aquí no tenemos ni epidemias ni bichos —replicó Jack—. El hecho de que tenga algunos animales aislados es por razones de cría.

—Vaya, vaya —dijo Bessett, que no se tragó esa mentira.

Probablemente haya visto cómo los animales se frotan contra los postes del aprisco, pensó Jack. Las hierbas de Moana sirven para algo, pero no obran milagros.

—Pues le aconsejo que examine muy detenidamente a los animales del redil, Manzoni. Sería una lástima que al vender su lana sufriera drásticas pérdidas.

Sin esperar una respuesta, Bessett espoleó su caballo y desapareció en la espesura.

—¡Maldito bastardo! —despotricó Kerrigan escupiendo—. Como le cuente a la Wool Company que tenemos garrapatas, examinarán nuestra lana con el doble o el triple de atención.

—O ni siquiera nos la comprarán —dijo Manzoni, mirando pensativo la lanza que aún sostenía en la mano—. Pero no vamos a permitir que se llegue hasta esos extremos.