14

Aunque Ricarda no era muy amiga de bailes y recepciones, le hacía cierta ilusión la invitación de Mary. Confiaba en volver a ver a Jack Manzoni en la recepción. Hasta el momento, a Mary no se le había escapado ni una sola palabra acerca de él, pero Ricarda no dudaba de que el criador de ovejas pertenecería al círculo de conocidos de los Cantrell.

Indecisa, se quedó delante de su armario ropero casi vacío, lamentando no haberse traído más cosas de Berlín. Él ya la había visto con el vestido verde y el traje blanco y negro. Además, este último no era nada apropiado para un baile. Ponerse el vestido de viaje de color gris plateado ni se lo planteaba, y tampoco quería aparecer allí con una falda y una blusa. Este atuendo seguramente fuera el más adecuado para trabajar en la consulta, pero no para presentarse ante la sociedad de Tauranga. De ahí que se decidiera por el vestido de seda azul. Por un momento estuvo sopesando si ponerse el abrigo por encima, pero en Tauranga hacía buen tiempo hasta por la noche.

Después de mirarse una vez más al espejo para ver qué tal había quedado, Ricarda abandonó la pensión y se dirigió a pie hacia la calle Willow. Al ver los numerosos carruajes que ya estaban aparcados, de pronto se sintió como la Cenicienta, colándose en el baile con sus zapatitos de oro.

Las miradas de algunos invitados que en ese momento se apeaban de sus coches la siguieron, pero Ricarda no se dejó intimidar. Subió la escalera y atravesó la puerta, que estaba abierta.

Allí la saludó el mayordomo de Mary, que al parecer se había quedado con su cara.

—Bienvenida, señorita doctora.

—Muchas gracias.

Ricarda le dio a entender que no tenía nada que entregarle para que lo colgara, se aflojó un poco la pañoleta que llevaba por los hombros y avanzó para permitir que entraran los siguientes invitados.

—¡Ricarda!

Mary la recibió con los brazos abiertos, como si fueran viejas amigas. La pulsera que llevaba en la muñeca derecha brillaba como la superficie de un lago bajo la luz del sol. Antes de que Ricarda se diera cuenta, Mary la abrazó y la llevó del brazo. Su elegante vestido de seda hacía frufrú al andar.

¡Qué vestido tan precioso lleva!, pensó Ricarda casi con envidia, y una vez más se sintió como la Cenicienta. Seguro que le ha costado una fortuna. Pero está visto que los Cantrell pueden permitirse esos lujos.

Al llegar al salón, le vino el olor del humo de los puros y de los diversos perfumes y afeites. A Ricarda le llamó la atención que casi todos los invitados fueran hombres; la mayoría tenía las sienes plateadas o el pelo completamente gris. Las pocas damas que había vestían con mucha elegancia. Aunque en realidad solo se trataba de una pequeña recepción, algunas de ellas llevaban joyas carísimas. Probablemente en Tauranga no hubiera muchas ocasiones de lucirlas.

—Señores —dijo Mary de modo que todos la oyeran—, tengo el gusto de presentarles a la nueva doctora de Tauranga, Ricarda Bensdorf.

Al instante se hizo el silencio. Al cabo de un rato, se oyó un murmullo de voces. Algunos de los presentes la examinaron descaradamente de pies a cabeza.

Para sus adentros, Ricarda se protegió contra las preguntas que le iban a hacer. Sin duda serían las mismas de siempre. Afortunadamente, Mary no se alejó de su lado.

Pasado un rato, la mayoría de los invitados reanudó la conversación. Sin embargo, algunos hombres no apartaban la vista de ella.

Seguro que me miran por razones distintas de las que desearía, pensó Ricarda, conteniendo un suspiro.

Pasado un tiempo, un hombre alto y de buen aspecto salió de entre la multitud. Su abundante pelo lo llevaba peinado hacia atrás y por el bolsillo de la levita asomaba un pañuelo de seda adornado con puntillas. Su sonrisa era la de un hombre acostumbrado a dominar todas las situaciones de la vida.

—¡Querido! —exclamó Mary—. ¿Vienes para ver si le sonsacamos algo a la doctora Bensdorf? Ricarda, este es John, mi marido.

—En realidad, solo quería saludar a la dama, pero la verdad es que también siento curiosidad —respondió, inclinándose con cortesía.

Ricarda estrechó sonriente la mano de su anfitrión.

—Es un verdadero placer conocerlo, señor.

—Lo mismo digo —dijo él amagando un beso en la mano, antes de dirigirse a su mujer—: ¿Te importa que te la secuestre un momento?

—En modo alguno. Acabo de ver que la señora Caffier viene de camino. Como sabes, le encanta ser recibida de una manera especial.

Dicho lo cual, Mary se retiró.

—Así que usted es la dama de la que mi querida Mary habla maravillas —comentó Cantrell, después de mirar a su mujer casi con nostalgia.

Seguramente, en ese momento habría preferido estar solo con Mary antes que tener que ocuparse de los invitados. Pero lo cierto es que no se le notaba.

—Y usted es el hombre que se ha encargado de que por fin pueda ejercer mi profesión, de lo que nunca le estaré lo suficientemente agradecida.

—Ha sido un placer para mí ayudarla. Sé lo despacio que muelen los molinos de nuestra Administración. Algunos inmigrantes tienen que esperar infinidad de tiempo para obtener los papeles, si no han nacido en países miembros de la Commonwealth. Los ingleses pueden entrar y salir como si estuvieran haciendo una excursión a Londres o a las Tierras Altas. En cambio, todas las demás nacionalidades tienen que esperar. En su caso, habría sido una dolorosa pérdida de tiempo. El tiempo que necesitará para poner su consulta.

Ricarda hizo un gesto de asentimiento. Aún no había dejado de preguntarse cuál sería el precio que tenía que pagar a cambio, pero el señor Cantrell hablaba con tal naturalidad que, en realidad, resultaba inconcebible que esperara una contraprestación por su ayuda.

—¿Cuándo la piensa abrir? —peguntó John Cantrell con la mirada franca y cara de interés.

—Creo que dentro de dos semanas. A partir de entonces dejaré la puerta abierta para los casos de urgencia. Por desgracia, no le puedo decir con exactitud cuánto tardarán los albañiles.

—¿A quién ha contratado? —preguntó el que estaba al lado del señor Cantrell, que había oído la conversación—. Espero que no sea al granuja de Conway.

—No, es gente de la misión. Uno de ellos por casualidad es carpintero. Tanto él como sus hijos ya se han puesto a trabajar.

Obviamente, no era eso lo que quería escuchar el invitado, que no se había presentado. Pensativo, adelantó el labio inferior y siguió andando.

—No se lo tome a mal —dijo Cantrell riéndose—. Es que Rob Miller tiene una empresa de construcción y no le gusta que se contrate a la competencia. En su caso ha hecho exactamente lo que tenía que hacer. Seguro que las Maxwell se han alegrado mucho de conocerla.

—Eso espero. Doña Euphemia ha estado amabilísima. Me ha contado cosas sobre la historia de la misión y la obra de su difunto marido.

Ricarda tenía que reconocer que el encuentro con Euphemia Maxwell figuraba entre los más agradables que había tenido en Tauranga. Ella y su hija vivían en la antigua casa de la misión, que había sido fundada en el año 1832 por el reverendo Brown.

—Ah, sí, el bueno del reverendo. Maxwell era un hombre verdaderamente dotado con la gracia de Dios. Contribuyó considerablemente a convertir unas cuantas cabañas modestas en lo que hoy es la misión.

Ricarda observó un momento a su anfitrión. No parecía mayor de treinta y ocho o treinta y nueve años.

—¿Conoció personalmente al reverendo Maxwell?

—¡Ya lo creo que lo conocí! —respondió Cantrell, haciendo señas a una criada que llevaba una bandeja ofreciendo bebidas entre los invitados.

Al verla de cerca, Ricarda notó que se trataba de una maorí. Su piel era del color de las avellanas y tenía el pelo muy negro.

La sirvienta sonrió con timidez cuando Ricarda le dio las gracias y cogió una copa de vino espumoso.

—Tiene que probar sin falta el regalo de esta tierra —dijo Cantrell, cogiendo también una copa.

—¿Es de los viticultores franceses de Auckland? —preguntó Ricarda.

Después de dar un trago, tuvo que admitir que el entusiasmo de Molly y del señor Cantrell estaba más que justificado.

—¿Ya lo conoce?

—A la patrona de mi pensión le encanta esa explotación. Pero también me ha dicho que al viticultor lo toman por loco.

—Las personas con buenas ideas suelen ser consideradas locas, hasta que la gente que juzga precipitadamente reconoce el valor de esas ideas. Apuesto a que dentro de algunos decenios Nueva Zelanda será una región vinícola de renombre.

Si usted contribuye a ello, desde luego, pensó Ricarda.

—Personalmente, aprecio mucho no tener que esperar semanas a una remesa de vino o de champán, porque además siempre se corre el riesgo de que se estropee en los barcos.

Dio un trago cerrando los ojos para saborearlo.

—Oh, sí, este vino es realmente exquisito. Pero volviendo al reverendo Maxwell, lo conocimos cuando vinimos a Tauranga. Afortunadamente, antes de llegar ya habíamos comprado esta casa, pero tengo que reconocer que me habría gustado quedarme una temporada en The Elms. Realmente, es uno de los lugares más hermosos de toda la Isla Norte.

Antes de que Ricarda pudiera decir algo, apareció otro hombre a su lado. Era bastante corpulento y le caían gotas de sudor por la frente.

—Me temo que voy a robarle un momento a su interlocutor, señorita —dijo, cogiendo a Cantrell por el brazo como si fuera propiedad suya.

El anfitrión reaccionó con su habitual cordialidad.

—Perdóneme, doctora Bensdorf; enseguida estoy con usted.

Asintiendo con la cabeza, Ricarda siguió con la mirada a los dos hombres, que se retiraron a un rincón de la habitación para hablar sin ser molestados. Se sintió un poco perdida. De vez en cuando capturaba alguna mirada de curiosidad, pero nadie parecía tener la necesidad de conversar con ella. A decir verdad, tampoco le importaba demasiado. Se acercó a la ventana para que le diera un poco el aire y se sentó en una chaise longue.

Mientras observaba el ambiente de la recepción, fue comprendiendo poco a poco en qué se fundaba el poder de los Cantrell en esa ciudad. Ese matrimonio se tomaba en serio los problemas y los deseos de la gente y sabía cómo abordarlos. Su amabilidad, pero probablemente también la riqueza, les abría muchas puertas. Ayudaban en lo que podían y, a cambio, recibían la ayuda de los demás. Ricarda habría apostado que casi nadie sabría decir nada desfavorable de sus anfitriones.

—Bueno, ¿qué tal se lo está pasando? —le preguntó Mary, que se acercó a ella y se sentó a su lado—. Espero que no la hayan acribillado a preguntas.

Ricarda negó con la cabeza.

—No, de momento ni siquiera se han atrevido a acercarse. Me temo que una mujer con carrera les inspira cierto respeto.

—¡Deles tiempo! —le pidió Mary sonriendo—. Por lo menos, nadie la ha tomado por loca; tampoco le han dicho que estudiar una carrera no sea propio de una mujer.

—Creo que mientras estemos en su casa, nadie se atreverá.

Mary adelantó el labio inferior.

—Yo no estaría tan segura. Sobre todo nada más llegar aquí, tuve que escuchar más de una crítica. Que no era decente montar en una silla de hombre, por ejemplo. Y continuamente me preguntaban que por qué no tenía hijos, pues en su opinión lo esencial en la vida de una mujer es traer niños al mundo.

—Y usted ¿cómo reaccionaba?

—Con una sonrisa. Es la mejor manera de ignorar una pregunta impertinente.

Ricarda dudaba de que en ella surtiera el mismo efecto. Al fin y al cabo, no tenía un marido influyente que le guardara las espaldas.

Mary le puso la mano en el brazo.

—Ya lo verá, Ricarda; cuando la gente se haya dado cuenta del beneficio que supone usted para nuestra ciudad, dejarán de hacer esas preguntas tan irritantes. Estamos en el umbral de un nuevo siglo, y estoy convencida de que traerá consigo cambios revolucionarios. La humanidad escalará el siguiente peldaño de su evolución y llegará un día en que las mujeres estarán equiparadas con los hombres. Las señoras tienen que darse cuenta primero de que gran parte de su opresión se debe a ellas mismas. Usted, Ricarda, se ha apartado de los modelos de conducta que le han inculcado, y por eso será una de las mujeres que puedan decir de sí mismas que ha tomado la iniciativa. Téngalo siempre presente cuando se tropiece con dificultades o padezca acoso, querida.

Mientras Ricarda seguía pensando en estas palabras, Mary se levantó de un salto para saludar a un invitado que llegaba con retraso.

—¡Jack, qué alegría que por fin haya podido venir!

Volando hacia él con los brazos abiertos, cogió las manos del hombre para saludarlo.

En ese momento, Ricarda se sintió como si le corriera fuego líquido por las venas. De pronto, se le aceleró el pulso y le tembló todo el cuerpo. Con las rodillas aún temblorosas se levantó.

—Tengo que presentarle sin falta a la dama por la que en realidad se está celebrando esta fiesta. —Mary condujo a Manzoni hacia la ventana—. Es la doctora Ricarda Bensdorf, nuestra nueva médico de Tauranga.

—Muchas gracias, pero ya tenemos el gusto de conocernos —la interrumpió Jack, antes de que Mary continuara con la ceremonia de la presentación—. Yo fui el que acompañó a la señorita Bensdorf cuando llevó a la chica al hospital.

No hacía falta que dijera más para que Mary se diera por enterada.

—Bueno, si es así —dijo esta, guiñándole un ojo a Ricarda con gesto de complicidad—, entonces los dejo solos un ratito y me ocuparé de que sirvan el bufé.

Jack hizo una pequeña reverencia a Ricarda.

—Vaya, vaya, así que es usted la nueva doctora de Tauranga.

—Por ahora no, dentro de poco. Tengo una casa en la que puedo instalar la consulta y, por si fuera poco, también tengo el permiso del alcalde.

—Por no hablar del certificado de ciudadanía, ¿no?

—Sí, la señora Cantrell y su marido me han ayudado mucho.

—Es muy propio de ellos —comentó Jack. Al pasar un criado con una bandeja llena de copas, cogió una—. Mary y John son los buenos samaritanos de la ciudad. Si uno de ellos se presentara a las elecciones para la alcaldía, seguramente se llevaría todos los votos.

—¿Uno de ellos? ¿Es que ya ha habido alguna vez una alcaldesa en Tauranga?

—Hasta ahora no, pero eso puede cambiar. Desde el año pasado las mujeres de este país pueden votar, y además Tauranga va a tener una doctora. Créame, no tardaremos mucho en ver cómo una mujer asume el poder sobre la ciudad. Ya tenemos una jefa de Estado.

—En mi opinión, la reina es la gran excepción entre las mujeres. Por lo que sé, nadie le disputaría el puesto.

—Si acaso, pretendientes a la Corona y ministros ávidos de poder, pero por lo que respecta a eso, la vieja y buena reina Victoria es muy tenaz. Ya dirigía el destino de Inglaterra cuando yo aún llevaba pañales.

Ricarda lo miró fijamente.

—Usted parece no tener nada en contra de que las mujeres compitan cada vez más con las aptitudes de los hombres.

—Efectivamente, no tengo nada en contra. Procedo de una casa en la que, desde muy pronto, se sabía que una mujer lista beneficia más que daña a la humanidad. Mi madre era pianista y se sentía muy orgullosa de su profesión. Además, he conocido a algunas damas que en su terreno eran mejores de lo que pueda ser un hombre.

Se la quedó mirando. ¿Habrá notado que cada vez estoy más sonrojada?, se preguntó Ricarda, que notaba cómo le ardía la cara. Solo cabía esperar que lo atribuyera al champán…

Cuando el silencio amenazaba con volverse desagradable, Jack la sacó de su embarazo diciendo:

—La semana que viene iré a Hamilton para llevar una remesa de lana. Si quiere que le traiga algo…

Al ver que Ricarda ponía cara de asombro, añadió rápidamente:

—Cosas para su consulta, naturalmente. Dígame qué utensilios necesita.

La lista de Ricarda era larga y la oferta seductora, pero si Manzoni se proponía regalarle los instrumentos, lo rechazaría, pues no quería depender de nadie, por muy simpático que fuera.

—Me temo que una gran parte de mis recursos económicos irán a parar a montar la consulta y decorar la casa. Al principio estoy obligada a limitarme a lo imprescindible.

—Bien, pues dígame qué es lo imprescindible. Si no me equivoco, no ha rechazado la ayuda de la señora Cantrell, de modo que no puede prohibirme que la respalde.

Ricarda, devorada por la timidez, trasladó el peso de una pierna a otra. ¿Por qué la desconcertaría tanto ese hombre?

—En fin, no sé si puedo exigirle tanto. Además, ¿quién le dice a usted que en Hamilton se puede comprar lo que necesito?

Jack se rio abiertamente.

—Al fin y al cabo, no es usted el único doctor de Nueva Zelanda. Dudo que sus colegas manden traer los instrumentos desde ultramar.

Ricarda seguía debatiéndose en un mar de dudas.

Pero Jack no se dejaba intimidar.

—Piénselo tranquilamente y anote lo que considere más urgente. Me puede dar la lista cuando la vaya a ver a la consulta. Por cierto, ahora que caigo en la cuenta, todavía no me ha dicho dónde está.

—En la calle Spring. Es la casa de un tal señor McNealy.

Manzoni estaba al tanto de la historia de esa casa.

—Ah, entonces el viejo Angus por fin se ha desprendido de ella.

—Bueno, no del todo; solo la he alquilado. Pero espero poderla comprar más adelante. Aparte de algunas obras que habrá que hacer, es muy bonita.

—Cuando lleve un tiempo viviendo allí, tarde o temprano se la venderá.

De repente, a Jack se le congeló la sonrisa. Cuando Ricarda miró hacia un lado, vio al hombre que acababa de desaparecer con el señor Cantrell.

—Vaya, si esta es una de las sorpresas anunciadas por la señora Cantrell, desde luego lo ha conseguido —murmuró Jack, sin apartar la vista del hombre, como si en cualquier momento fuera a sacar un arma.

—¿A qué se refiere? —preguntó Ricarda.

Aparte del descaro que ese hombre exhalaba por todos los poros, no encontraba en él nada sorprendente.

—Ese hombre es Ingram Bessett —explicó Jack—. Debería guardar bien ese nombre en la memoria, ya que Bessett aspira a lo más alto en esta ciudad.

—¿A qué? Hasta ahora no había oído nunca ese nombre.

—¡Oh, ya se enterará! Puede estar segura. Es uno de los granjeros más ricos de Tauranga y procede de una estirpe de rancio abolengo.

—Y usted no lo soporta.

—Se queda corta. ¿Recuerda el ruido que hace un pizarrín sin punta en la pizarra?

Ricarda asintió con la cabeza.

—Pues cuando lo veo, me da tanta dentera como si alguien estuviera provocando ese ruido. Se me pone carne de gallina y me dan ganas de poner a ese hombre de patitas en la calle.

—¿Qué le ha hecho el señor Bessett para que le tenga tanta inquina?

—¿Aparte de ser un canalla? —preguntó él, sin perderlo de vista.

—Sí, aparte de eso.

—En fin, nuestra enemistad se basa en muchas razones. Los Bessett se han tomado siempre unas libertades con las que los demás no pueden ni soñar. Pero aquí no estamos en Inglaterra. Ese hombre solo actúa por el interés personal. Si por él fuera, desterraría a los maoríes a alguna zona pobre, lejos de las colonias de los inmigrantes. Yo soy amigo de los maoríes y creo que tenemos mucho que aprender de ese pueblo. Trasladarlos a otro lugar atenta contra todos los derechos del hombre. Y luego, naturalmente, también está la competencia en el terreno de la cría de caballos y ovejas. Yo no tengo ni mucho menos tantas ovejas como Bessett, pero mis negocios van bien. Y si hubiera aquí carreras de caballos, mis animales ganarían por mucho a los suyos. Mi padre era un criador excepcional, y a Bessett le encantaría apropiarse de mis conocimientos para enriquecerse aún más. Con esto ya hemos llegado a la segunda razón: su codicia desmedida…

—Eh, creo que le han pitado los oídos porque viene hacia nosotros.

Jack asintió con la cabeza. Seguramente, más que sus palabras, la culpa la tenía su mirada. Pero en el fondo su intención era que Bessett lo viera. Llevaba tiempo con ganas de cantarle las cuarenta fuera de las reuniones.

—Hombre, señor Manzoni, no esperaba verlo por aquí —saludó Bessett.

Ricarda no se dignó a mirarlo; tenía la vista clavada en Manzoni. Al ver a los dos hombres, le vino a la cabeza la comparación con dos perros de caza que en cualquier momento podían abalanzarse el uno sobre el otro.

Jack sonrió amargamente.

—A mí me pasa exactamente lo mismo. Creí que tendría cosas más importantes que hacer que venir a una fiesta.

Bessett hizo una mueca de desaprobación.

—Lo que usted llama una fiesta, yo lo llamo un encuentro encaminado a cultivar contactos importantes.

—¡Ah! ¿Ya está captando votos para las elecciones a la alcaldía? —se burló Jack—. Pues ya puede poner todo su empeño. El señor Clarke es muy popular entre la mayoría de los habitantes de Tauranga.

A Ricarda no le sorprendió oír eso. Sin embargo, ante ella su anfitrión no le había dado a entender que estuviera buscando votos.

—Ya lo verá, Manzoni —respondió Bessett con arrogancia—. Aunque no consiga su voto, en ciertas cuestiones hay muchos que piensan como yo.

—¿Ah, sí? —replicó Jack encogiéndose de hombros, aunque se le notaba tenso—. ¿Cree de verdad que a todos les parece bien que abuse de su criada y la deje embarazada? ¿Qué pasa, Bessett? ¿Es que ya ha echado a la maorí o es que su esposa ha decidido criar al niño?

Bessett abrió y cerró varias veces la boca sin lograr proferir palabra alguna. La cara se le puso como un tomate y las venas de las sienes se le hincharon como si le fuera a estallar la cabeza de un momento a otro.

—¡Usted es…! —logró decir al fin.

Pero antes de poder seguir hablando, sintió que se asfixiaba, se agarró el pecho entre gemidos y se desplomó inerte a los pies de Manzoni.

La gente que lo rodeaba lanzó un grito y retrocedió.

Ricarda dejó su copa y se agachó junto a Bessett. Al verlo le recordó al enfermo del barco al que no había podido ayudar.

—¡Le ha dado un infarto! —gritó, aflojando a toda prisa la corbata de Bessett y tomándole el pulso, muy irregular—. ¡Necesito un café muy cargado!

Sin preocuparse por los allí presentes, rasgó la camisa de Bessett y acercó el oído a su pecho para localizarle los soplos cardíacos.

—Vaya unas horas de tomar café —murmuró alguien al fondo.

—¡Deprisa, necesita café! La cafeína dilata los vasos sanguíneos, porque un infarto es el estrechamiento de los mismos —dijo Ricarda.

Confiando en los conocimientos de la joven médica, Mary Cantrell encargó un café fuerte y se abrió paso hacia ella.

—Enseguida traerá James lo que ha pedido —explicó.

—Gracias. Confiemos en que aguante hasta entonces. —Luego Ricarda se dirigió al paciente—. ¿Puede oírme, señor Bessett?

Pese a tener los ojos medio abiertos, no contestó. Ricarda le acarició la mejilla y le tomó de nuevo el pulso. Esta vez ya no lo sentía.

Por un momento se apoderó de ella el pánico. Esto era mucho más grave que su examen final. Aquí no se trataba de sacar una nota, sino de una vida humana. Ricarda notó que le temblaban las manos, pero al mismo tiempo su cabeza trabajaba al máximo rendimiento, revelándole la única posibilidad de salvar a ese hombre.

Un tal doctor H. R. Silvester había encontrado hacía años un método de resucitación que ahora se disponía a aplicar. Cogió los brazos de Bessett y los movió hacia delante y hacia atrás. De vez en cuando, apretaba su boca contra la del paciente para proporcionarle aliento, antes de volver a cogerlo otra vez por los brazos. Tenía que volver a poner en marcha urgentemente su corazón.

Los que la rodeaban la miraban como a una poseída que estuviera celebrando un ritual demoníaco, pero Ricarda no se inmutaba. Estaba concentrada en insuflarle aire al paciente inconsciente y en moverle los brazos como si fueran los cigoñales de un pozo. Tenía la frente perlada de sudor, mientras le resonaban en la cabeza las palabras del famoso doctor: que una resucitación, al cabo de cinco minutos, ya no tenía sentido. Ricarda no sabía cuánto tiempo llevaba intentándolo; pero sí que no iba a darse por vencida. Al ver que el método de Silvester tampoco funcionaba en los siguientes minutos, cerró el puño y le golpeó con todas sus fuerzas varias veces en el esternón.

—Pero bueno, ¿qué hace? ¿Es que quiere romperle las costillas? —dijo irritado uno de los invitados.

Y cuando se iba a lanzar sobre ella, Jack se lo impidió.

—¡Deje trabajar a la doctora! ¿O quiere responsabilizarse si muere?

De repente, Bessett empezó a toser y abrió los ojos de par en par. Ricarda comprobó el pulso en el cuello y vio que lo había recuperado. El corazón latía con poca fuerza, pero latía. ¡Bessett estaba vivo!

—Señor Bessett, ¿me oye? —le preguntó una y otra vez, hasta que asintió.

Un murmullo recorrió la sala.

Ricarda no perdió de vista a Bessett hasta que apareció el mayordomo con el café. Esa fuerte infusión reanimaría un poco al paciente, pero así y todo tenía que ponerse bajo control médico. De un médico que dispusiera del instrumental necesario y, si hacía falta, que lo recuperara del reino de los muertos.

—¿Sería alguien tan amable de llevar en su coche al señor Bessett al hospital del doctor Doherty? —preguntó a la concurrencia.

Le daba rabia no poder llevarlo a su propia consulta y vigilarlo en su cama. Pero en ese caso la vanidad sobraba. Al momento, cuatro hombres auparon a Bessett y lo sacaron del salón. Ricarda los siguió mientras pensaba si debía acompañar al enfermo al hospital. Optó por no hacerlo. El estado del paciente era en cierto modo estable y todo lo demás podría solucionarlo Doherty. Se quedó mirando el coche que lo transportaba hasta que, finalmente, regresó a la casa.

Después de este incidente, casi todos los invitados se despidieron a toda prisa. Jack, en cambio, se sentó al lado de Ricarda, que se había desplomado aliviada en la chaise longue.

—¿Cree que he cometido un error? —preguntó Ricarda en tono apagado, mientras miraba hacia donde había estado tumbado Bessett.

—¿Por haberlo salvado? No, creo que no. Odio a ese malnacido como a la peste, pero no le deseo la muerte.

—No, me refería a mi colega, haber dejado otra vez en sus manos a un paciente —le explicó Ricarda.

—No, no ha sido ningún error. Al dejar a Bessett en manos de Doherty ha demostrado tener una verdadera grandeza, Ricarda. Y sensatez. Todos los presentes han visto que no tenía los instrumentos necesarios para tratarlo.

Jack sonrió, alargó la mano hacia la frente de Ricarda y le apartó un rizo. Al hacerlo, sus dedos rozaron como por casualidad la piel de Ricarda.

Aunque el roce solo duró un instante, Ricarda sintió calor por todo el cuerpo.

Durante un rato se miraron en silencio, hasta que Jack dijo:

—Por desgracia, tengo que despedirme. Acuérdese de los instrumentos, señorita doctora. Le compraré todo lo que necesite.

Esta vez ella no protestó.

—Gracias, Jack. No me olvidaré.

—¿Quiere que la lleve donde Molly en mi coche?

Ricarda se limitó a decirle que no con la cabeza y se acordó de su primer encuentro, en el que ella también se había negado a que la llevara, solo que entonces era por otros motivos.

—No, creo que me voy a quedar otro ratito. Tal y como me tiemblan las piernas, dudo que fuera capaz de subir al coche.

Jack le tendió la mano con una sonrisa en los labios.

—En ese caso, buenas noches, doctora Bensdorf.

Ricarda le dio la mano y esta vez Jack aprovechó la ocasión para besársela. No era de buen tono que sus labios rozaran la piel de ella, pero a Ricarda no le importó nada ese desliz. Al contrario, cuando se marchó Jack se tocó ensimismada el dorso de la mano y sintió unas sensaciones que hasta entonces nunca había conocido.