20
Habían pasado tres semanas. Ricarda se prohibió lamentarse por lo perdido, pese a que a veces la atormentaban profundas dudas. No podía renunciar al sueño de su vida.
Moana la visitaba cada dos días, hasta que le desaparecieron los dolores y se le curaron del todo las heridas. Ricarda intentó varias veces sonsacarle el secreto de su maravilloso remedio, pero Moana guardaba tenazmente silencio y decía que solo transmitiría sus conocimientos curativos a su hija.
Para entonces ya había ido a la granja un agente de la Policía. Se trataba de un hombre joven al que el uniforme todavía le quedaba grande. Probablemente esperaban de él que creciera lo bastante como para que le sentara bien. Pareció un poco intimidado cuando entró en la habitación de Ricarda, ya que esta todavía mantenía las piernas quemadas por encima de la colcha. Ricarda le contó los pormenores desde el momento en que los hombres habían irrumpido en su consulta hasta que fue salvada del fuego.
—Uno de esos hombres debería tener un corte atravesándole la cara —le explicó—. Seguramente hayan tenido que darle puntos en la herida. De no ser así, tendrá una cicatriz bien visible.
Para sus adentros, Ricarda deseó que la herida se le hubiera gangrenado, aunque se arrepintió enseguida de ese horrible pensamiento. Pero es que nunca le había hecho nadie algo tan espantoso como esos hombres.
El policía levantó meticulosamente acta de todo antes de despedirse. No quería hacer pronósticos de cuándo meterían entre rejas a esos tipos. Ricarda no se hacía demasiadas ilusiones. Suponía que los malhechores habrían huido de la ciudad mucho tiempo atrás.
La buena de Molly también le había ido a hacer una visita. Jack había traído en su coche a la patrona junto con una caja de los objetos personales de casa de Ricarda. La tarde se les había pasado volando gracias a los últimos chismes que traía Molly de Tauranga.
Sin embargo, a quien más le gustaba recibir a Ricarda en su cama de enferma era a Jack. Siempre lo esperaba con impaciencia. Cada mañana, Jack le llevaba el desayuno a la cama; al mediodía, le preparaba siempre una sopa reconfortante, y cuando volvía por la noche de cumplir sus obligaciones, se sentaba a cenar con ella y le contaba las novedades. De todos modos, todavía no le había dicho nada de la agresión a Borden. A cambio, se atrevía a hacer pequeños avances en el conocimiento del pasado de Ricarda.
—Cuando estaba delirando, mencionaba a sus padres —le dijo un día, después de abrir la ventana para que Ricarda pudiera ver el jardín asilvestrado, que a la luz de la tarde resultaba muy romántico—. Y otras cosas más.
Ricarda notó que se ponía roja. Luego sonrió incómoda.
—En realidad, querría olvidarlo.
—Uno nunca debe olvidar sus orígenes, por más que a veces los recuerdos no sean siempre agradables.
Ricarda intuía adónde quería ir a parar. Deseaba saber qué la había impulsado a marcharse de su casa. Y tenía todo el derecho a saberlo. Habían hablado de tantas cosas… Sin embargo, Ricarda evitaba siempre contarle cosas de sus padres y de las razones que la habían llevado a Tauranga. Aún seguía sin querer admitir lo bien que le sentaría desahogarse con Jack.
Él la seguía mirando a la espera de una respuesta.
—No hace falta que me lo cuente si no quiere —dijo finalmente.
Qué embustero eres, mi querido Jack, pensó Ricarda, y sonrió.
—Mis padres querían casarme… con un hombre mucho mayor que yo y al que hasta entonces ni siquiera conocía. Esperaban que de ese modo se me desvaneciera el sueño de trabajar como médico. Paradójicamente, fue mi padre el que me animó a que estudiara medicina. Después de examinarme en Suiza, volví a casa y lo encontré completamente cambiado. Me explicó que me había dejado estudiar para que me desfogara. Pero que ya era hora de que obedeciera y me adaptara al papel tradicional de una mujer. Sin embargo, yo no quería abandonar los esfuerzos que me había costado hacer un examen tan bueno y la perspectiva de una vida plena como doctora por un sufrimiento eterno. Y todo eso solo para que mis padres quedaran bien ante la sociedad berlinesa. Allí tener una hija progresista es lo peor que le puede pasar a uno.
Jack la observó un largo rato.
—Me alegro de que tomara otro camino y emigrara, Ricarda. Me espanta imaginarla al lado de un hombre que la hubiera hecho desgraciada. ¡Y qué desperdicio de talento habría supuesto!
—Muy amable por su parte —dijo ella, y según lo estaba diciendo se censuró por no habérsele ocurrido una respuesta mejor—. A veces me pregunto si mi padre me permitió estudiar una carrera solo para que no le molestara con mi temperamento —añadió—. Después de todo lo que ha pasado, me resulta difícil creer que cambiara tanto de la noche a la mañana. Probablemente siempre fue así.
Jack le cogió la mano, y Ricarda no tuvo ni la voluntad ni la fuerza necesarias para retirarla.
—No lo juzgue tan severamente. Tuviera su padre el motivo que tuviera, el caso es que ha obsequiado al mundo con una buena doctora. Cada una de las decisiones de su padre le ha llevado a usted a tomar el camino que ha tomado. Aunque aquí las cosas tampoco sean fáciles, ha encontrado su destino.
No sé, pero me parece demasiado optimista, pensó Ricarda, y se apoderó de ella una extraña inquietud.
Sin darse cuenta, alisó nerviosamente la colcha.
—Tengo que hacerle una proposición —dijo Jack inesperadamente.
—¿Ah, sí? Me muero de ganas de conocerla.
—Me gustaría dejarle un pabellón de mi granja para que abra una nueva consulta.
Ricarda se sorprendió muchísimo.
—¿Lo dice en serio?
—¿Tengo pinta de hacer promesas vanas? —preguntó Manzoni—. Mi gente y yo nos ocuparemos de que corra la voz por Tauranga. Estoy seguro de que las mujeres a las que ya ha tratado seguirán queriendo que las asista. Mi finca tampoco está tan lejos de la ciudad.
Ricarda estaba tan abrumada por la generosa oferta que al principio se quedó sin habla.
—Es imposible, Jack —balbuceó finalmente—. Aún sigo en deuda con usted, y casi todo lo que tenía ha sido pasto de las llamas. De ahí que no me pueda permitir abrir una nueva consulta. Aparte de eso, tendré que resarcir al propietario de la casa por los daños ocasionados.
—A no ser que atrapen a los tipos que la asaltaron —respondió Manzoni—. Y le prometo que no dejaré tranquilos a los policías hasta que averigüen algo.
—No obstante, quisiera pagarle por el alquiler del pabellón.
Jack se la quedó mirando. Le habría encantado dejarle el alojamiento gratis. Con que ella estuviera a su lado, ya se sentía suficientemente recompensado. Pero como para entonces ya conocía bastante bien a Ricarda, sabía que no le gustaba nada estar en deuda con nadie. De modo que preguntó:
—¿Sabe tocar el piano?
Una vez más, Ricarda se quedó sorprendida.
—¿Por qué lo pregunta?
—¿Sabe o no sabe?
Ricarda recordó con desgana las clases de piano que le había impuesto su madre. Pero su profesora de música siempre se había mostrado satisfecha con ella. Aunque llevaba mucho tiempo sin tocarlo, seguro que no se le había olvidado. ¿Acaso Manzoni quería que le amenizara la velada?
—Sí, sé tocarlo —respondió—. Pero no espere de mí sesiones magistrales. Llevo mucho tiempo sin practicar.
—En mi casa podrá recuperar la práctica. Y podría darme clases. En el salón hay un piano antiguo, pero no sé qué hacer con él. Mi abuela y mi madre lo tocaban. La familia de mi abuela por parte de madre era una familia de músicos, y ese piano ha ido pasando de generación en generación.
—Y ahora ¿quiere continuar la tradición?
—Sí. Por desgracia, de muchacho no sentía el menor interés por el piano, cosa que hoy lamento porque ¡adoro la música! Cuando te pasas todo el día oyendo el zumbido de los insectos, los distintos trinos de los pájaros en los árboles y el balido de las ovejas, sientes la necesidad de escuchar algo armonioso que no proceda de la naturaleza, sino de un instrumento. No quiero decir que los sonidos naturales no me gusten, pero oír de vez en cuando una pieza de piano te despeja la mente. ¿Sabe a lo que me refiero?
Ricarda asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Le daré clases —prometió—. Pero no espere prodigios por mi parte.
Manzoni sonrió con picardía.
—¿Cómo que no? Claro que los espero. Quizá no con la música, pero sí en otros terrenos. Entonces ¿trato hecho?
Jack le apretó la mano.
Solo entonces se dio cuenta Ricarda de que aún seguían cogidos de la mano. Qué raro, pensó. Me resulta tan natural… De repente sintió que le ardía el corazón.
—De acuerdo. Ya tengo ganas de empezar.
Manzoni le guiñó el ojo como para animarla.
—En cuanto se sienta con fuerzas, iremos a ver su nueva clínica. Ya verá cómo de aquí a unas semanas tiene otra vez la consulta llena de pacientes.
A la mañana siguiente, Ricarda comprobó que ya se sentía con fuerzas. Había pasado toda la noche dándole vueltas a la generosa oferta de Jack. ¡Tenía verdaderas ganas de volver a ejercer la medicina! Aunque las cicatrices todavía le molestaban, era un dolor soportable. Quería volver a valerse por sí misma.
Como oyó que Jack andaba por la casa, se levantó rápidamente de la cama. Las piernas aún le temblaban un poco, pero eso no la arredraba. También le costaba un poco andar porque le palpitaban las cicatrices. Pero se había propuesto un objetivo y hacia él se dirigía. Se puso la falda de color gris plata y una blusa blanca. De manera completamente inconsciente se colgó el estetoscopio del cuello como correspondía a su profesión. Durante las semanas que había durado la enfermedad lo había tenido siempre encima de la mesilla de noche, como una especie de talismán.
Ricarda encontró a Jack junto a la mesa de la cocina, donde estaba leyendo el periódico. Al verla entrar, alzó la vista y, al instante, se le puso una cara de felicidad desbordante.
—¿Ya se ha levantado?
—Sí, he pensado que ya iba siendo hora.
—Desde luego, siempre se ha dicho que los médicos son los peores pacientes.
—No tengo lesiones internas, Jack. Créame, me siento lo suficientemente bien como para estar levantada.
Jack la miró fijamente y cuando se dio cuenta de que llevaba colgado el estetoscopio, sonrió.
—Supongo que se muere de ganas de ver su nueva consulta.
—Sí, me encantaría.
—Está bien. —Dobló el Tauranga News y se levantó—. Vayamos, pues. No está muy lejos de la casa principal. Se va a quedar pasmada.
Al recorrer la finca, Ricarda contempló por primera vez los altos árboles que formaban la puerta de entrada. Ninguno de los árboles de Berlín o Zúrich alcanzaba esa altura.
—¿Qué clase de árboles tan imponentes son estos? —preguntó.
—Se llaman kauris. Con los ejemplares especialmente grandes hacen los maoríes sus barcas.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—No lo sé. Cuando mi padre adquirió estas tierras ya se alzaban al cielo. No tuvo el valor de talarlos, de modo que se convirtieron en la puerta de entrada a la finca.
—¡Qué bonitos son! Están entrelazados como una pareja de enamorados. No hay puerta más bonita para este lugar.
Manzoni se sintió conmovido.
—Nunca lo había contemplado desde ese punto de vista, pero sí, es cierto.
—¿Tiene un nombre su granja?
—Mis padres nunca se pusieron de acuerdo. Mi padre quería ponerle un nombre italiano que a mi madre no le parecía adecuado. Pero la verdad es que tampoco les importaba demasiado ese tipo de cosas.
Tomaron una senda que atravesaba la hierba como una vena de color pardo.
—De aquí a que abra la consulta, procuraré que la hierba esté más corta.
—¿Va a empuñar la guadaña? —bromeó Ricarda.
Jack negó con la cabeza, y Ricarda al principio se lo tomó como una broma cuando él contestó:
—Dejaré que pasten aquí unas cuantas de mis ovejas.
Sus miradas se cruzaron, y a Jack no se le escapó el brillo picarón de los ojos de Ricarda.
—¿No me cree? —le preguntó.
—Suena un poco raro.
—Pero es una buena tradición inglesa. No me diga que en Alemania no se hace eso. Allí también se crían ovejas, ¿o no?
—En el campo es posible que las ovejas coman la hierba de los huertos. Pero en la ciudad se tienen jardineros.
Jack se detuvo e hizo un ampuloso movimiento con la mano.
—Ya hemos llegado.
En medio de un campo de altramuces de color lila y rosa se alzaba una construcción octogonal con numerosas ventanas altas. El tejado recordaba el de una pagoda china. Eso hacía que el edificio pareciera un poco desubicado en ese entorno.
Ricarda se quedó entusiasmada, le pareció precioso.
—Este pabellón fue la ilusión de mi madre durante toda su vida —le explicó Jack—. Mi padre lo mandó construir para organizar en él bailes, tal y como deseaba mi madre. Es lo suficientemente grande como para que algunos enfermos puedan pasar aquí la noche y sean atendidos como en un hospital.
Ricarda contempló el edificio fascinada.
—¿Le gusta? —preguntó Jack al cabo de un rato.
De pronto, Ricarda se dio cuenta de lo cerca que lo tenía en ese momento. Tan cerca que notaba su proximidad, y habría bastado un pequeño movimiento para rozarse. Súbitamente se le aceleró el corazón y empezó a picarle la piel. Llevaba mucho tiempo sin sentirse tan viva como en ese momento.
—Es maravilloso —respondió.
Entonces Jack la cogió de la mano y tiró de ella, quizá con un poco de brusquedad para su actual estado, pero a Ricarda no le importó.
—¡Vamos a verlo por dentro!
Una vez que Jack arrancó unos cuantos matojos que bloqueaban la puerta, entraron en el edificio. Aunque no estaba amueblado, tenía un parqué con un dibujo muy bonito. Las paredes estaban revestidas de madera discretamente tallada. ¡Una sala perfecta para dar bailes y recepciones! Seguro que un marco tan bonito no perjudica a los enfermos, pensó Ricarda. ¡Al contrario!
—¿Se imagina cómo quedará esto?
De nuevo él estaba pegado a su espalda. Sus manos describieron un círculo, y Ricarda admiró sus finos dedos.
Cuando se disponía a contestarle, se oyó el ruido de unos cascos.
Manzoni se giró y se asomó a la puerta. Uno de sus hombres se acercaba apresuradamente.
—¡Señor Manzoni! —gritó, tiró con fuerza de las riendas de su caballo y saltó de la silla—. ¡Tenemos jaleo!
—¿Qué pasa, Neville?
—Nuestros chicos han atrapado a uno de esos salvajes, que estaba merodeando por los alrededores. Más vale que venga.
—De acuerdo.
El hombre se subió otra vez al caballo.
Jack se volvió hacia Ricarda.
—Lo siento, pero tengo que irme. ¿No le importa quedarse sola?
—Claro que no. Además, quiero echar un vistazo.
Manzoni se despidió con un apretón de manos y regresó corriendo al edificio principal.
Los jinetes oyeron ya desde lejos el fuerte vocerío y los gritos de ánimo. Jack supo inmediatamente lo que pasaba: una pelea. Y probablemente la víctima fuera el maorí capturado.
¿Dónde estará Kerrigan?, se preguntó, mientras se acercaba hacia la multitud, que se había congregado junto al esquiladero. ¿Cómo habrá permitido una cosa así?
—¡Quietos! —gritó.
Nick Hooper, que en ese momento cogía impulso para dar un puñetazo, se detuvo. Los otros hombres se apartaron dejando que Jack pudiera ver a la víctima.
Se trataba de un joven maorí que tenía bastante mal aspecto. En la frente lucía una herida contusa y tenía un corte en la comisura de los labios. Le caía tanta sangre por los labios y la barbilla que casi le tapaba los tatuajes. Jack no sabía su nombre, pero lo había visto con frecuencia en el poblado de Moana.
Oh, no, pensó. ¿Habrá sido tan tonto como para arremeter contra mi rebaño, después de que yo hablara con Moana?
—¿Es que habéis perdido el juicio? —increpó a sus hombres, mientras el maorí se desplomaba en el suelo. Debió de defenderse con fuerza, a juzgar por cómo le temblaban las piernas. Naturalmente, no le había servido de nada—. Os tengo dicho que solo retengáis a los sospechosos, no que les deis una paliza.
Algunos hombres, conscientes de su culpa, agacharon la cabeza; el resto mantenía la mirada a su jefe.
—¿Dónde está Kerrigan? —siguió despotricando Jack, mientras en su pecho libraban una dura batalla la ira y la incredulidad.
Un acusado tenía que ser considerado inocente mientras no se demostrara su culpabilidad. ¿Qué pruebas había contra el maorí?
—Ha ido a la ciudad con Ewan y Joe —le explicó Neville, que había aparecido a su espalda y ahora bajaba la mirada, porque los demás lo consideraban un chivato.
—Y entonces habéis aprovechado para abalanzaros sobre este muchacho —dijo Jack mirando fijamente a los ojos de Hooper.
—Estaba merodeando alrededor de nuestro rebaño —se defendió el pastor—. ¿Teníamos que haber esperado a que le clavara la lanza a más animales?
—¿Le habéis pillado haciéndolo?
Los hombres se miraron en silencio. Jack sabía lo que eso significaba.
—No, señor, no lo hemos visto —respondió uno de los pastores—. Pero ¿qué otra intención podía tener merodeando por aquí?
—¿Le habéis encontrado algún arma?
—¡Eso sí!
Uno de los hombres le enseñó un objeto curvo de color verde. A simple vista parecía una garra enorme o un diente descomunal de una fiera. En la superficie lisa y brillante tenía unos delicados dibujos incisos, y en el extremo superior redondeado había un agujero. El extremo inferior terminaba en una punta afilada como un cuchillo.
—¡Dame eso! —exigió Jack.
Cuando el cuerpo del delito reposaba en la palma de su mano, cerró avergonzado los ojos. ¡Serán tontainas!, fue el único comentario que se le ocurrió para sus adentros.
—También tenía un cordón —añadió Nick Hooper, y de no ser por lo delicada que era la situación, se habría echado a reír.
—¿No se os ha ocurrido pensar que el chico a lo mejor iba a pescar?
—¿A pescar?
Se levantó un rumor. Algunos hombres miraron a Jack como si hubiera perdido la razón.
—Esto de aquí es un anzuelo de jade; de ningún modo es un cuchillo ni la punta de una lanza —explicó Jack sosteniendo el objeto en lo alto—. Desde luego, un pez corre peligro si se lo traga o lo muerde. Pero os aseguro que con esto no se puede degollar una oveja.
En la plaza del esquiladero se hizo un silencio embarazoso.
Ni siquiera Hooper sabía qué responder.
—Que hayáis contravenido mis instrucciones os acarreará consecuencias. En cuanto vuelva Kerrigan, hablaré con él. Quien hasta entonces tenga previsto dejar el trabajo, por mí puede marcharse.
La mirada de Jack se paseó por unos rostros compungidos. Nick Hooper tenía la vista clavada en la punta de sus botas. Ante una señal de su jefe, los hombres finalmente se retiraron.
Jack se acercó al maorí y le tendió la mano. Mientras discutía con su cuadrilla, el joven apenas se había movido, aunque no estaba claro si era por precaución o por agotamiento.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Manzoni.
—Ripaka.
—No tengas miedo, Ripaka. Te llevaré a casa.
El maorí lo miró asustado y tardó un rato en levantarse.
Moana les salió apresuradamente al encuentro al ver que el granjero y el muchacho ensangrentado entraban a caballo en el poblado.
Jack fue el primero en apearse del caballo, luego ayudó al herido a bajar.
Al momento, fueron rodeados por unos cuantos curiosos.
—¿Qué haber pasado? —preguntó la curandera, cogiendo con las dos manos la maltrecha cara del joven.
—Ripaka se ha acercado demasiado a mi rebaño —respondió Jack avergonzado—. Algunos de mis hombres han creído que iba a atacar a mis ovejas, pero ha sido un grave error. Castigaré a los responsables.
—Pakeha! —dijo alguien en tono despectivo, pero una mirada penetrante de Moana bastó para hacerle callar.
—Venid a mi cabaña, me ocuparé de Ripaka —dijo esta, adelantándose.
La multitud congregada en la kainga se dispersó. No obstante, los hombres oyeron un cuchicheo a su espalda.
En su casa Moana eligió unas cuantas hierbas y, mientras le limpiaba la sangre a Ripaka, preguntó:
—¿Tan grave ser? ¿Hombres tan llenos de odio?
—Sí, lo están. O, mejor dicho, tienen miedo. Temen que vuestros guerreros los ataquen.
Moana reflexionó un rato antes de cambiar rápidamente con Ripaka unas cuantas palabras, de las cuales Jack solo entendió la mitad.
—Ripaka dice él solo quería pescar.
—Ya lo sé.
Jack sacó el cordón y el jade, de formas tan caprichosas. Al observarlo con detenimiento, distinguió unos pequeños símbolos tallados en el jade que obviamente pretendían propiciar una buena pesca.
—Mis hombres no sabían qué era esto y lo han tomado por un arma.
—O querían creer que ser un arma.
Y así tener un pretexto para darle una paliza, pensó Jack, coincidiendo con ella.
—¿Qué haber pasado desde que estuve con wahine?
—Han matado a unas cuantas ovejas. Animales preñados. Los hombres creen…
—¿Y si hay enemigo entre pakeha?
Jack sonrió con amargura.
—Sí, lo hay. Pero no puedo demostrar que ha sido él.
—Tú estar atento. Yo te doy amuleto; eso hace tus ojos y tus sentidos más alerta.
Más bien necesitaría una bola de cristal para poder saber con antelación cuándo se presentarán los próximos problemas, pensó Jack.
—Sé apreciar tu oferta, Moana, pero creo que no es necesario. Lo único que me hace falta es un poco de suerte.
—Pediré la ayuda de papa, para que él ayudar a ti.
Jack asintió agradecido y se despidió.
Al volver se encontró a Ricarda sentada al piano. Absorta en sus pensamientos, pasaba la mano por la madera barnizada.
—¿Le ha venido la inspiración? —le preguntó Jack.
Asustada, se levantó enseguida del taburete.
—¡Oh, ya está de vuelta! Solo estaba admirando este maravilloso instrumento.
—¿Y lo ha tocado también un poco?
—No me he atrevido.
—Debería haberlo hecho con toda tranquilidad. Siéntase como en su casa, Ricarda.
—Muy amable por su parte, Jack. Muchas gracias. ¿Ha podido arreglar las cosas en la dehesa?
—Ha habido un malentendido entre mis hombres y un muchacho maorí.
Tal y como ella lo miraba, estaba claro que no se conformaba con esa respuesta.
—Desde hace algún tiempo, están atacando una y otra vez a mi rebaño. Primero mataron de un lanzazo a un perro guardián y luego a tres ovejas. Mis hombres sospechan de los maoríes, pero yo me niego a creerlo. Hasta ahora he vivido en paz con ellos. Hace un rato los pastores han atrapado a un joven cerca de mi finca. Pero luego ha resultado que solo iba de pesca.
Lo que los hombres le habían hecho al chico prefirió ahorrárselo a Ricarda.
—¿Ya ha pensado cómo quiere amueblar la consulta?
—Un poco. Pero todavía tardaré un tiempo en poder abrirla. El pabellón se adapta perfectamente a mis necesidades, pero aún me falta amueblarlo.
Jack frunció el labio y luego dijo, como dándolo por descontado:
—Eso no es ningún problema. Me sobran unas cuantas sillas, y la camilla la puede arreglar un buen guarnicionero. Hasta he pensado ya en uno. Si hablo con él, seguro que le hace un buen precio.
—Es usted mi ángel de la guarda, ¿lo sabía?
Ricarda sonrió con tanta dulzura que a Jack le entraron ganas de abrazarla y besarla.
—Intento hacer lo que puedo.
Ricarda negó con la cabeza.
—No, no solo lo intenta, sino que lo hace. No sé si alguna vez podré devolverle tantos favores.
—No tiene por qué, Ricarda. —La miró fijamente a los ojos—. Solo quiero que sea feliz.