21

A la mañana siguiente, Jack se levantó muy temprano.

En toda la noche no había dejado de pensar en su rebaño de ovejas y en el percance con el muchacho maorí. Había repasado mentalmente todo el episodio hasta la conversación con Moana. Pero no había averiguado nada nuevo.

Ahora esperaba que un café le aclarara un poco las ideas.

Después de lavarse, afeitarse y vestirse, entró en la cocina. Puso la cafetera en el fogón y se permitió contemplar el paisaje desde la ventana.

La niebla quedaba suspendida sobre los árboles. Las nubes parecían enormes pájaros posados en las copas. Un ruido le puso alerta. Vio a Ricarda accionando la bomba y llenando de agua la bañera de zinc. Luego se quitó el camisón por la cabeza y se metió en la bañera como Dios la trajo al mundo. Evidentemente, no se sabía observada.

En realidad, la decencia le exigía retirarse o darse la vuelta, pero el cuerpo de Jack no le obedecía. No podía apartar los ojos de su esbelto talle ni de las curvas de su trasero, que le recordaba a uno de los frutos que crecían por la comarca de manera silvestre. La boca se le secó de deseo y su corazón se aceleró. Sin querer, Jack se apoyó en el fogón. Anhelaba sentir la piel de Ricarda, acariciarla y decirle que quería amarla hasta que ella se sintiera feliz y dichosa.

Ahora Ricarda llenó un cubo de agua y se lo echó por encima. Las gotas brillaban en su largo cabello y perlaban sus firmes pechos. Luego se volvió a poner el camisón. Como no se había llevado una toalla, la tela se le ajustaba al cuerpo mojado y resaltaba su grácil silueta.

Fascinado por aquella visión, Jack suspiró. Su deseo de poseer a esa mujer, de abrazarla y hacerla feliz, era superior a sus fuerzas. Cuando el café empezó a borbotear y a exhalar su reconfortante aroma, salió de su encantamiento, apartó la vista con mala conciencia y se retiró de la ventana.

Poco después oyó la puerta de la casa y, pasados unos minutos, apareció Ricarda completamente vestida en la cocina. Se había trenzado el pelo y recogido la trenza en un moño.

—Buenos días, Jack —le saludó alegremente.

Jack respondió a su saludo con una sonrisa.

—Buenos días, Ricarda. Espero que haya pasado buena noche.

—No me puedo quejar. Al fin y al cabo, gracias a usted tengo una preocupación menos.

Jack sirvió el café en dos tazas y cortó el pan.

Ricarda lo observaba fascinada.

—No es muy corriente ver a un hombre trajinando en la cocina.

—¿Qué va a hacer si no un soltero?

—Tal vez contratar a una cocinera.

—Con el ama de llaves me basta. No necesito demasiada servidumbre.

—Entonces es usted una excepción entre los hombres.

—¡Eso espero!

Jack puso la panera en medio de la mesa y trajo mantequilla, fruta y jalea. Además, cortó dos gruesas lonchas de un salchichón que colgaba junto al horno.

Cuando Ricarda había visto por primera vez que sus hábitos a la hora del desayuno se parecían más a los suyos que a los de los ingleses y neozelandeses, se había alegrado muchísimo. Jack le había explicado que su padre italiano nunca había hecho buenas migas con las comidas inglesas. De ahí que en casa de sus padres nunca hubiera gachas de avena.

—¿Necesita ayuda en la consulta? —le preguntó Jack, cuando se sentaron a la mesa el uno frente al otro.

La médica sopló el humo por el borde de su taza de café y negó con la cabeza.

—Durante toda mi juventud he tenido criadas a mi disposición. Estaba muy acostumbrada, pero durante mi época estudiantil me di cuenta de la liberación que supone no tener siempre personal de servicio a tu alrededor.

—Yo más bien pensaba en una enfermera —le dijo Manzoni con una sonrisa.

—Desgraciadamente, de momento no me la puedo permitir. —Ricarda cogió una rebanada de pan y una loncha de salchichón—. Pero algún día seguro que busco alguna persona capacitada.

Jack se la quedó mirando tanto tiempo que por poco se olvida de la taza de café que sostenía en la mano.

—¿Qué le parece una clasecita de piano? —propuso de repente.

—¿Ahora mismo? —preguntó Ricarda sorprendida.

Naturalmente, se acordaba de su promesa. Pero en su opinión, las clases de piano debían darse más bien por la tarde.

—Después de desayunar. Todavía es muy temprano. Mis hombres no van a la dehesa hasta dentro de media hora. Podríamos intentarlo.

Ricarda sonrió.

—Si es capaz de soportar mi tecleo tan de mañana…

Jack dio un trago largo de café y sonrió.

—No se preocupe. Tengo nervios de acero.

Después del desayuno, Jack condujo a Ricarda al salón.

En la finca iba despertando paulatinamente la vida. El relevo de los hombres que habían pasado la noche junto al rebaño se disponía a hacer su turno de guardia. Dentro del salón quedaban aislados de todo eso.

La luz de la mañana se reflejaba en la superficie esmaltada del piano. Ricarda nunca había visto un instrumento más cuidado. Ni siquiera el piano de cola de su padre estaba tan bien pulido.

—Primero tendré que soltarme un poco —dijo al sentarse en el taburete.

Hace años que no toco, pensó. La pasión por la medicina ha relegado mi amor por la música. Pero ahora tengo otra vez la oportunidad de ensayar y recuperar la destreza.

A veces, en la época de Zúrich, cuando se enfadaba por algo, le entraban muchas ganas de tocar a Beethoven o a Brahms. Pero allí le faltaba el instrumento y no tenía ocasión de hacerlo.

Pese al tiempo que había estado sin ensayar, notó un cosquilleo esperanzador en la punta de los dedos. Quizá Mozart sea lo más apropiado, pensó, mientras relajaba las manos y levantaba la tapa.

Empezó a tocar unos cuantos acordes sencillos, pero el resultado fue un sonido horroroso. El instrumento estaba desafinado.

—¿Hay en Tauranga algún afinador de pianos? —preguntó riéndose, y pulsó la nota sol, que sonaba especialmente mal—. Este piano es precioso, pero necesita ser afinado urgentemente. Seguro que hace mucho que no lo toca nadie, ¿me equivoco?

Un gesto de aflicción ensombreció por un momento el rostro de Jack.

—Hace muchos años, sí. Tenía tantas ganas de volver a escuchar su sonido…

—Pues lo escuchará. —Ricarda le sonrió con dulzura. ¿Lo tocaría su prometida para él?, se preguntó. Una oleada de afecto se apoderó de ella, y dijo con ternura—: Pero antes hay que traer a un afinador de pianos. De lo contrario, nos arriesgaríamos a que Mozart o Beethoven se revolvieran en su tumba.

Jack soltó una carcajada.

—¡Me encanta su sentido del humor! Hoy mismo haré venir al afinador.

Poco después de que Jack se hubiese marchado esa mañana, entró un carruaje en la finca. En ese momento, Ricarda estaba en su futura consulta, limpiando los utensilios que Jack había rescatado del edificio carbonizado. El cochero saltó del pescante, abrió la portezuela y ayudó a salir a Mary Cantrell.

Contenta de volver a ver a su amiga y protectora, Ricarda se secó rápidamente las manos, se alisó la ropa y salió del pabellón.

Al oír sus pasos, Mary se dio la vuelta.

—¡Ricarda! —exclamó con alegría, y salió a su encuentro con las manos extendidas—. ¡Cómo me alegro de verla tan recuperada!

—Bienvenida a la granja del señor Manzoni —respondió Ricarda, mientras se abrazaban.

—Esto es un paraíso —dijo Mary tras echar una breve ojeada en derredor—. Siempre me había preguntado cómo viviría el soltero más codiciado de Tauranga. Por desgracia, hasta ahora nunca habíamos tenido oportunidad de hacerle una visita.

—Pues ya puede decirle a su esposo que merece la pena recuperar el tiempo perdido.

—Parece que la estancia aquí le sienta bien —indicó Mary, examinando a Ricarda con la mirada.

—Yo diría incluso que muy bien. El señor Manzoni ha sido muy amable al acogerme en su casa. Pero venga, mujer, sentémonos en el porche.

Después de que Mary tomara asiento, Ricarda se apresuró a ir a la cocina y recalentó para Mary el café que había quedado del desayuno.

—Y ¿qué planes tiene con respecto a la consulta? —preguntó Mary, mientras se llevaba la taza a los labios.

—El señor Manzoni me ha cedido amablemente ese pabellón que está detrás de su casa.

Mary arqueó las cejas en un gesto de asombro.

—¿De verdad? Jack Manzoni es realmente un ángel con forma humana. Su ángel de la guarda, podría decirse.

Ricarda notó que se ruborizaba. Mary tiene razón, pensó. Sus desvelos por mí parecen no tener límite…

—Realmente lo es. Y estoy segura de que este sitio estará bien para mi consulta. Al menos, provisionalmente.

Ricarda cogió su taza de café y dio un sorbo para disimular su rubor.

Mary se dio cuenta y cambió de tema.

—Si le parece bien, a mí también me gustaría ofrecerle mi ayuda por segunda vez.

—¿Por segunda vez? —preguntó Ricarda sonriente—. Me ha ayudado ya un montón de veces.

—¿De verdad? —Mary hizo una pausa teatral antes de continuar—. Puede ser. No soporto que echen por tierra mis esfuerzos. Aunque solo sea por eso, quisiera seguir apoyándola. ¡Solo faltaría que esa gente se saliera con la suya utilizando sus métodos ilícitos! Dígame sencillamente lo que necesita.

Ricarda no sabía qué decir. Nunca se lo podré pagar, le pasó por la cabeza. Pero evidentemente Mary ni siquiera quería que se lo pagara. Y tampoco aceptaría el rechazo de su oferta.

—¿No le gustaría ver antes las habitaciones?

—¡Con muchísimo placer! Pero aunque en un futuro quiera ejercer la profesión en un chamizo, no desistiré de mi intención.

Al poco rato, Ricarda la llevó al interior del pabellón.

—La madre de Jack se hubiera alegrado de que este edificio esté al servicio de la medicina —observó Mary pensativa—. Desgraciadamente yo no la conocí, pero en la ciudad solo se dicen cosas buenas de esa mujer.

—Entonces confiemos en que esta empresa tenga mejor estrella que mi primera consulta.

—Segurísimo. Ahora que Doherty está solo en la ciudad, se ocupará de sus pacientes en lugar de forjar intrigas contra usted.

—¿Cree que fue él quien me mandó a los matones?

Ricarda estaba escandalizada. Pese a las diferencias que había tenido con su colega, no creía que Doherty pudiera recurrir a semejantes métodos. Esa manera de proceder tan brutal era más propia de gente que hubiera contratado Borden.

Mary sopesó bien sus palabras.

—No creo que tuviera agallas para hacer eso. Pero últimamente se le ve mucho con Borden. Está examinando a sus prostitutas para ver si tienen enfermedades venéreas.

Y a mí me llegó a amenazar por ese motivo, se extrañó Ricarda. ¿Le habrá obligado alguien a hacerlo?

—¿Por fin ha accedido?

Mary asintió con la cabeza.

—Desde entonces algunas de las chicas han dejado de trabajar. ¿Sería arriesgado afirmar que en este caso una mano ha lavado la otra? De todas maneras, las sospechas recaen sobre él.

—Pero no hay pruebas —respondió Ricarda pensativa.

—Claro que no —suspiró Mary—. Y bien que lo lamento. Si saliera a relucir que Borden y Doherty están detrás del atentado, tendríamos al fin un pretexto para cerrar esa deshonra de burdel. Y a Doherty se le caería el pelo por haberle infligido daños a usted.

Se hizo un breve silencio durante el cual solo se oía el murmullo de los árboles.

Luego Mary añadió:

—Pero bueno, en realidad íbamos a hablar de lo que necesita para volver a empezar.

Ricarda admiró la capacidad de su amiga para dejar de lado un tema. Ella aún seguía angustiada por la horrible sospecha.

—Lo que mejor me vendría sería un poco de propaganda, que corriera la voz —dijo finalmente—, para que mis pacientes se enteren de que he vuelto a abrir aquí la consulta.

—Descuide, se enterarán.

—Gracias, Mary, muy amable por su parte.

—Pero yo me refería también a si necesita cosas materiales.

Ricarda negó con la cabeza.

—De entrada, no. La mayor parte de mi instrumental está intacto, y de la camilla se va a ocupar Jack.

Mary parecía un poco decepcionada.

—Pues hágame saber si algún día le hace falta algo.

—Se lo prometo.

Dicho lo cual, Ricarda abrió la puerta del pabellón de par en par.

Mary se adentró unos pasos y miró en derredor.

—Es realmente precioso. Estoy convencida de que a las mujeres no les importará venir aquí. Si yo fuera usted, me quedaría en este lugar.

—Si el señor Manzoni me lo permite, con mucho gusto.

Mary sonrió para sus adentros.

Después de que Jack encontrara todo en calma en la dehesa, cabalgó hacia el poblado de los maoríes para interesarse por el muchacho apaleado.

Encontró a Moana rodeada de algunas mujeres en la kainga. La alegre cháchara que sostenían enmudeció en cuanto lo vieron. Las mujeres lo miraron con cara de pocos amigos. Solo Moana le salió al encuentro.

Haere mai, Moana. Quería saber qué tal se encuentra Ripaka.

—Él enfermo por lesiones. Heridas inflamadas, pero yo hago rongoa.

Eso no suena bien, pensó Jack. Como el chico tenga gangrena, ni siquiera Moana podrá salvarle.

—¿Tú vienes conmigo y hablar? —le preguntó, a lo que él contestó afirmativamente.

Ariki muy enojado por pegar Ripaka —le confesó en cuanto se alejaron un poco de los demás—. Quiere castigo a hombre. Yo ya dicho: Kiritopa se encarga de castigo.

Jack tuvo que contenerse para no cerrar los ojos y suspirar. Estos mendrugos…, pensó. Por su agresión está todo en juego. Al fin y al cabo, la paz en nuestra comarca depende de la benevolencia del jefe de la tribu.

—Y ¿qué dicen los guerreros al respecto?

—Ellos todavía pacíficos, aunque dicen castigar hombres blancos.

Si ocurre otro percance similar o si muere un maorí inocente, algunos se olvidarán del acuerdo de paz, se dijo Manzoni.

—Moana, por favor, vuelve a decirle al ariki que siento mucho el incidente y que castigaré al culpable —le rogó—. Nunca más volverá a ocurrir una cosa así.

Moana le puso la mano en el pecho.

—Yo sé que tú buen hombre. Ariki también sabe. Él no guerra contra ti. Pero vigila a tus hombres. No todos buen corazón como tú.

Jack ya lo sabía. Para entonces se preguntaba de quién podía seguir fiándose.

Inquieto, salió del poblado a caballo confiando en que los guerreros fueran lo bastante sensatos como para no hacerles nada a sus hombres.

No había sido sencillo abandonar la granja de Manzoni sin despertar sospechas. Hooper le había dicho a Kerrigan que ese día llegaba a Tauranga una familiar suya y que quería ir a recibirla. Al principio el capataz no se había mostrado demasiado entusiasmado por que uno de sus hombres quisiera cogerse el día libre sin haberlo anunciado con más antelación, pero cuando Nick le prometió que a cambio haría el turno de noche, le concedió el permiso.

Para disimular sus intenciones, Hooper pasó primero por Tauranga y después se dirigió a la finca de Ingram Bessett. En realidad, no debería presentarse allí, y menos a plena luz del día. Pero a Nick no se le ocurrió otra cosa mejor.

Refrenó su caballo y, al rato, subió al porche. Cuando tocó el timbre, le abrió la puerta un hombre vestido de frac. Parece un pingüino, guaseó Hooper para sus adentros.

—¿Qué desea? —preguntó el sirviente, después de examinar con una mirada de desdén al hombre que tenía enfrente.

—Quiero hablar con el señor Bessett.

A juzgar por el gesto de desagrado, era evidente que el mayordomo se preguntaba a qué venía semejante descaro, pero respondió con cortesía:

—Un momento. Voy a ver si el señor Bessett está disponible. ¿A quién debo anunciar?

—Me llamo… Miller —mintió Hooper con arreglo a lo pactado con Bessett.

—Espere aquí, por favor.

El mayordomo cerró la puerta delante de las narices del visitante.

Hooper miró a su alrededor. El jardín de Bessett era una verdadera maravilla. De la cuadra le llegó un suave relincho.

Quizá algún día yo también pueda permitirme una casa con jardín y unos bonitos caballos, pensó Hooper. Y luego me casaré y me pegaré la gran vida.

Al rato se abrió la puerta.

El rostro de Bessett se ensombreció al reconocer al visitante.

—¿Qué quiere? —le preguntó, mientras le hacía un gesto al mayordomo para que se retirara.

—Venía para ver si había trabajo —bromeó Nick, pero la cara del noble le dejó claro que no estaba para bromas.

—¡Vaya al grano! —le exigió Bessett con un susurro, después de cerrar la puerta tras él.

—Hemos cogido a un maorí y le hemos propinado una buena paliza. Ahora muchos de los hombres de Manzoni creen que ellos son los culpables.

—¡Esas sí que son buenas noticias! —A Bessett se le iluminó ligeramente la cara.

—De todos modos, Manzoni no está convencido. Ha creído al granuja del maorí y nos ha amenazado con castigarnos.

—Típico de Manzoni. Debe redoblar sus esfuerzos.

—Y ¿cómo quiere que lo haga? Ya no nos dejan ponerles las manos encima a esos bastardos. Aunque, bien mirado, tampoco son…

—¡Cuidado con lo que dice! —le increpó Bessett, mirando con desconfianza a su alrededor. Quién sabe si habrá alguien escuchando, se le pasó por la cabeza—. No es asunto mío cómo lo haga, sino suyo. ¡Haga el favor de idear algo!

Dicho esto, Bessett volvió a meterse en la casa.

El afinador de pianos, Gregory Nolan, era un hombre de edad avanzada con una espesa mata de pelo blanco como la nieve y el oído de un tísico.

Poco después de que Mary Cantrell abandonara la granja, había llegado su cabriolé. Con una amabilidad chapada a la antigua se había presentado a Ricarda, y esta le había acompañado al interior de la casa.

Ahora observaba fascinada cómo afinaba el piano sin apenas utilizar el afinador, que solo había usado para dar la primera nota.

—Con los pianos pasa como con las mujeres —murmuró mientras trabajaba—. Si no se les presta atención, se ponen de mal temple. Toque el piano tan a menudo como le sea posible, señorita.

Ella le dio la razón y contempló cómo el afinador cerraba los ojos mientras ponía las manos en el teclado. Para gran sorpresa suya, oyó que tocaba una melodía de Schumann.

Al momento, Ricarda se sintió trasladada a su infancia. Por aquel entonces, su madre también se sentaba de tarde en tarde al piano, y sus melodías favoritas eran las de Schumann.

Por un momento estuvo a punto de caer en la melancolía que le provocaba ese recuerdo. Las lágrimas afloraron a sus ojos y se le hizo un nudo en la garganta.

Pero luego el afinador se interrumpió abruptamente.

—Si a partir de ahora lo toca con regularidad, no volverá a necesitar mis servicios hasta dentro de un tiempo.

Dicho lo cual, cerró la tapa y se despidió sin reclamar honorarios.

Al atardecer, Ricarda se sentó un rato largo delante del pabellón. El aire soplaba cálido y estaba lleno de murmullos polifónicos. Ricarda dirigió la mirada a las estrellas. En estas latitudes eran completamente diferentes; hasta el halo de la Vía Láctea parecía distinto.

El ruido de unos cascos la sacó de su ensimismamiento. Al poco rato apareció Jack.

—Qué buena noche hace, ¿verdad?

Ricarda asintió.

—Es la primera vez desde hace tiempo que me detengo a contemplar las estrellas.

—¿Se ha dado cuenta de que aquí están boca abajo?

—Sí, eso me ha parecido.

—Los maoríes tienen unos nombres muy curiosos para las constelaciones. Así, a Sagitario la llaman Marere-o-tonga, y al cinturón de Orión, Tautoru.

—Me temo que no sería capaz de reconocer ni una ni otra —confesó Ricarda un poco avergonzada.

—Si quiere, se las enseño en otro momento.

—Me encantaría.

—Le he traído una cosa de la ciudad —dijo él tras una breve pausa.

Ricarda arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.

—¡Pero si ya ha venido el afinador de pianos!

—No me refería a eso. Si entra conmigo, se lo daré.

En el salón, sobre la mesa de madera barnizada que había junto al piano, Ricarda vio un maletín de médico de piel marrón completamente nuevo.

—Está recién llegado de Wellington. He pensado en comprárselo antes de que se lo lleve su colega.

Ricarda pasó suavemente los dedos por el cierre.

—¡Es precioso!

—Ábralo —la animó Jack.

Entonces Ricarda se llevó otra sorpresa más. Dentro del maletín había unos cuantos instrumentos nuevísimos.

—¡Pero no hacía falta que se molestara!

—Yo creo que sí hacía falta —insistió Jack riéndose—. Un maletín de médico no es un maletín de médico si no contiene el instrumental necesario.

Ricarda se dio por vencida y se arrojó al cuello de Jack.

—Desde luego, merece la pena hacer buenas acciones —observó este en broma, mientras se resistía tímidamente a su abrazo.

—No habrá comprado el maletín para que lo abrace, ¿no?

—¿Por qué otra razón, si no?

—Por alguna decente, claro.

Jack no respondió, sino que se limitó a mirarla con ternura.

Ricarda notó cómo se le aceleraban los latidos del corazón y se apropiaba de ella una euforia inenarrable. Ahora mismo no me importaría nada que me besara, se confesó.

Un fuerte grito interrumpió este momento mágico.

—¡Señor Manzoni!

Era la voz de Tom Kerrigan, acompañada del relincho de los caballos.

Alarmado, Manzoni salió precipitadamente del salón. Ricarda lo siguió.

El capataz no venía solo. Desplomado a lomos de otro caballo, cuyas riendas había atado Kerrigan a su silla, iba Nick Hooper.

—¡Santo cielo! —se le escapó a Ricarda.

Con la luz que salía de la casa no distinguía bien qué clase de lesión tenía. Pero vio con claridad que una de las perneras de su pantalón estaba empapada de sangre.

—Hooper ha pillado a uno mientras hacía la guardia —informó Kerrigan—. Cuando llegó a casa, apenas podía sostenerse en la silla. Le he puesto un vendaje provisional, pero seguramente sea mejor que le eche un vistazo la señorita doctora.

Ricarda se acercó al herido. En el pantalón ensangrentado descubrió un corte largo. La herida de debajo debía de ser profunda.

—¡Llévenlo a la consulta! Probablemente tenga que coserle la herida.

Kerrigan saltó del caballo. Entre él y Manzoni ayudaron a Hooper a bajar del suyo.

—Hooper, ¿puede oírme? —le preguntó el granjero.

Pero el herido no soltó más que un gemido. Posiblemente estuviera a punto de desmayarse.

—¡Aprisa, vengan!

Ricarda había ido a buscar una lámpara de petróleo con la que fue guiando a los hombres por el camino.

Como la camilla todavía no estaba reparada, colocaron a Hooper en el suelo. Ricarda había desplegado rápidamente una sábana y ahora encendió varias lámparas más. Entonces vio que el herido lucía una palidez cadavérica.

—Ha perdido mucha sangre. Tráigame, por favor, todas las vendas que haya en casa, Jack. Y usted, señor Kerrigan, haga el favor de sostener esta lámpara para que pueda ver bien la herida.

Tras estas palabras, cogió unas tijeras y destapó con cuidado la herida de Hooper.

Horrorizada, comprobó que la herida era aún mayor de lo que había supuesto. Ojalá no haya perdido demasiada sangre, se dijo. Pero luego se tranquilizó por completo.

—Ha sido uno de ellos —gimió Hooper—. Uno de los negros.

Jack, que ya había regresado, se abstuvo de reprenderle por la expresión utilizada.

—¿Cómo ha ocurrido? —se limitó a preguntar.

—Salió de repente de un arbusto y me dio un golpe. Creí que me dejaba seco.

—Y ¿qué hizo usted?

—Sacar el revólver, claro. Quería matarle de un tiro, pero para entonces ya había desaparecido.

Aquello no parecía propio de un guerrero maorí. Para ellos, por regla general, retirarse era una deshonra. Y más aún si se trataba de defender a un miembro de la tribu o a un amigo.

—Me temo que debe aplazar el interrogatorio —se inmiscuyó Ricarda, indicándole a Jack que se apartara—. Si quiere le doy un poco de éter —dijo, dirigiéndose al paciente.

Hooper negó con la cabeza.

—¡Lo soportaré, doctora!

—Como quiera —respondió Ricarda—. Señor Kerrigan, alúmbreme, por favor.

Cuando el capataz acercó la lámpara, Ricarda desinfectó la herida con una disolución de fenol, le aplastó los bordes de la herida y, hábilmente, le hizo una costura bien derecha.

Después de que terminara la operación, los hombres llevaron a Hooper a la vivienda de la cuadrilla. Su paciente había aguantado el tratamiento con valentía, sin reclamar ni una sola vez whisky o éter, y se había dormido de puro agotamiento. Aún tardaría un rato en restablecerse de la pérdida de sangre. Ricarda dejó al cargo de uno de sus compañeros el cuidado del enfermo, insistiéndole en que la llamara inmediatamente si notaba algo fuera de lo normal. Luego regresó con Jack al pabellón.

Jack se sentó en una piedra, delante del edificio, y miró hacia las estrellas.

—Es admirable la tranquilidad con que lo ha atendido, Ricarda —dijo, cuando ella se le acercó estirando las piernas, que se le habían dormido por estar de rodillas junto al paciente.

—Bah, no ha sido nada. Nick es un muchacho fuerte. Estoy segura de que lo superará.

Jack asintió.

—Tengo que hacer algo. Conozco a Moana desde hace mucho tiempo y me fío de ella. Pero es posible que algunos guerreros me guarden rencor en secreto.

—No creo que esa agresión vaya dirigida contra usted —le contradijo Ricarda—. Más bien pienso que los hombres que apalearon al joven maorí han suscitado el odio de los maoríes. ¿No sería por casualidad Hooper uno de ellos?

Jack dio un trago de una petaca que hasta entonces Ricarda no había visto.

—Pues sí, era uno de ellos.

—¿Lo ve?

—Pero la cosa no es tan sencilla —respondió él—. De acuerdo, es posible que un guerrero quisiera vengarse de Ripaka. Pero ¿qué hay de los ataques anteriores?

—En tal caso, debe ponerse en contacto con la Policía —propuso Ricarda—. Los agentes tienen más posibilidades de averiguarlo. Además, así usted no despertará ningún rencor innecesario.

—¡Líbreme Dios de los agentes! —exclamó Jack con sarcasmo, como si ya hubiera tenido suficientes experiencias con la Policía local—. Cuando se trata de los maoríes, prefieren mantenerse al margen. Son de la opinión de que lo esclarezcamos nosotros solos. Además, ¿cuánto han avanzado los agentes en su caso?

Ricarda no podía afirmar que estuviera especialmente satisfecha con el estancamiento de las averiguaciones. Pero dado que la Policía solo contaba con su vaga descripción de los criminales, tampoco podía hacerle ningún reproche.

—¡Eso lo dice todo! —continuó Manzoni con obstinación, echando chispas por los ojos—. Los tipos que estuvieron a punto de matarla seguro que se han esfumado. O se han instalado tan ricamente en otra ciudad de la Isla Norte, sabiendo que no les va a pasar nada.

Siendo sincera consigo misma, compartía ese temor. Y a ella también le indignaba que esos malnacidos se hubieran escapado sin ser castigados. Pero, no obstante, seguía teniendo confianza en la ley.

—¿Quiere usted también? —le preguntó de repente Jack.

La petaca que le ofreció olía muchísimo a whisky.

—No, gracias.

Durante un rato reinó el silencio. Era como si Jack estuviera atrapando los pensamientos que hasta entonces habían estado revoloteando como hojas sueltas.

—Se llamaba Emily —dijo inesperadamente.

Ese repentino cambio de tema desconcertó a Ricarda, pero no le hizo ninguna pregunta. Probablemente le haya hecho efecto el whisky, se dijo.

—La conocí en Wellington, donde se alojaba en casa de unos parientes. Era bella y tierna como una orquídea. Me tendrían que haber avisado. No era una mujer para estas ásperas tierras.

¿Seré yo una mujer para estas ásperas tierras?, se preguntó Ricarda en silencio.

—Nos comprometimos, pero antes de la boda se puso enferma. El médico no sabía lo que le pasaba. Se fue debilitando más y más, le subió mucho la fiebre…

—Eso suena a leucemia.

—Según el doctor, no era leucemia. Moana cree que Emily estaba bajo la influencia de una maldición. Tal vez la maldición de su padre, que se oponía a nuestro enlace.

—Seguro que esa no era la causa —aclaró Ricarda con tacto.

—¿No cree en las maldiciones?

Ricarda negó con la cabeza, echándose a reír.

—Si las maldiciones funcionaran, a más de uno le habría salido una joroba en mi época estudiantil.

—Y ¿qué le parece si le digo que el robo de un objeto sagrado de los maoríes hace que recaiga sobre uno una maldición de tal calibre que incluso puede perjudicar a sus descendientes?

—Pues que es solo una historia destinada a impedir que la gente robe algo del templo, Jack.

—Pero ¿a que no se arriesgaría a hacerlo?

—No, porque normalmente no se roba. En ninguna parte, ni en los templos ni en ningún otro lado.

A Jack se le quitó la sonrisa mientras clavaba la vista en la petaca que tenía en la mano.

—Emily murió antes de que pudiéramos casarnos. Entonces tenía veintiún años. Su padre me echó a mí la culpa y se llevó el cadáver a Inglaterra. En venganza, me impidió que tuviera una tumba donde poder llorar su muerte.

Por eso no es capaz de olvidarla, pensó Ricarda, y sintió una profunda compasión por él. No hay dolor más acuciante que la pérdida de un ser querido.

Los dos se quedaron contemplando en silencio la oscuridad, hasta que Jack se levantó.

—Creo que por hoy ya hemos terminado. Buenas noches, Ricarda.