17

Una semana después del desagradable suceso con la señora Simmons, la consulta de Ricarda se empezó a llenar de pacientes. Mujeres de todas las clases sociales y de todas las edades acudían en busca de su consejo. Unas padecían las molestias propias de la menopausia, otras tenían dificultades para quedarse embarazadas, y otras tenían problemas de tensión.

Algunas de esas molestias ya las había diagnosticado el doctor Doherty como de origen nervioso o inventadas, un comportamiento con respecto a las enfermas que Ricarda conocía muy bien por sus colegas suizos. Ella, en cambio, se tomaba en serio a cada una de las pacientes. Las examinaba, las trataba, les prescribía medicamentos o, simplemente, las escuchaba con paciencia cuando era necesario.

Por suerte, una enfermedad tan grave como la de Maggie Simmons no se le había vuelto a presentar.

Para entonces, el señor Spencer ya le había proporcionado la plata coloidal. La suma que había pedido por ella era desorbitada, pero como Ricarda ya había obtenido los primeros ingresos, pagó ella el medicamento y decidió no cobrárselo entero a los Simmons para asegurarse de que no interrumpieran el tratamiento por razones económicas.

Las horas en la consulta pasaban volando, y Ricarda no sacaba tiempo para nada.

Es un milagro que haya conseguido enviar las invitaciones para mi recepción, le pasó por la cabeza durante una breve pausa. Pero enseguida llegó la siguiente paciente.

Mientras Ricarda examinaba a la señora Brisby, que padecía fuertes hemorragias durante la menstruación, de repente se abrió la puerta de par en par. Ricarda alzó la vista y, cuando iba a reprender a quien había entrado de forma tan impetuosa, reconoció al que se había abierto paso tan descaradamente en su consulta: ¡Borden! Por la cara con la que se asomó habría asustado hasta a un dogo furioso.

—¡Qué se ha creído usted otra vez, maldita sea! —gruñó.

—Señor Borden, ¡qué amable ha sido por venir a verme! —respondió Ricarda en un tono exageradamente amable.

La paciente que tenía delante miró asustada al dueño del burdel, que resoplaba de rabia mientras ocupaba casi todo el marco de la puerta.

—Quizá no se haya dado cuenta, pero estoy con una paciente. Si quiere que le atienda, habrá de tener paciencia. Tome asiento en la sala de espera.

—¡Le voy a arrancar la piel de sus costillas descarnadas a tiras! —siguió vociferando—. Ha difundido por toda la ciudad que mis chicas tienen purgaciones. ¡Llevo días sin recibir ningún cliente!

—Yo no difundo nada, señor Borden.

Disimuladamente, Ricarda echó una ojeada a la mesa del instrumental que tenía a su lado. Como hacía poco había abierto una caja de analgésicos en polvo, aún seguía allí el escalpelo que había utilizado. Si Borden tenía la desfachatez de agredirla, ella sabría cómo defenderse.

—Me he limitado a diagnosticar esa enfermedad a una paciente que, por lo que sé, no trabaja para usted. Y hemos comprobado que la había contagiado su marido. Quizá haya caído él en la cuenta de dónde contrajo la enfermedad. A mí no me lo ha desvelado, pero a la vista está que ha sacado la conclusión correcta. De todos modos, si quiere ir sobre seguro, envíeme a sus damas, que las examinaré con mucho gusto.

El propietario del lupanar miró a Ricarda echando chispas por los ojos. De repente, esta sintió alivio de que no la hubiera encontrado sola. De lo contrario, capaz sería de haber intentado estrangularla. No se le escapó cómo miraba a su paciente; parecía estar calculando si declararía contra él o no.

—¡Se arrepentirá, se lo juro! —amenazó finalmente—. Maldecirá el día en que se enemistó conmigo… señorita… doctora.

Escupió el título como si fuera un bocado indigesto y se giró. Del portazo que dio al salir, temblaron peligrosamente los cuadros que colgaban de la pared.

Después de tratar con igual brutalidad la puerta de la calle, Ricarda lo vio pasar por la ventana.

Durante un momento se hizo un silencio sepulcral en la consulta, y tampoco se oía una mosca en la sala de espera.

De todos modos, Ricarda se recuperó enseguida del susto.

—Bueno, señora Brisby, puede volver a vestirse. Si durante los próximos días tuviera más hemorragias, venga otra vez a verme.

La mujer asintió con la cabeza y se levantó.

Ricarda se inclinó sobre la ficha —una de entre las treinta y cinco que ya tenía para entonces— y anotó el diagnóstico. Al hacerlo le dio la impresión de que la paciente la miraba tan embobada como si la hubiera alcanzado un rayo. A decir verdad, ella también se sentía así. Pero no permitiría que Borden le infundiera miedo.

Por la noche, Preston Doherty fue al Hotel Tauranga para tomarse, como todos los miércoles, alguna que otra copita de whisky. Hasta entonces lo hacía sencillamente por no abandonar una bonita costumbre, pero ese día tenía la sensación de que necesitaba urgentemente beber alcohol.

La consulta de Ricarda Bensdorf le preocupaba cada vez más. En realidad, eran sobre todo mujeres las que iban allí en busca de consejo, pero todas ellas estaban sumamente satisfechas con el tratamiento. Incluso se contaba que no había temido enfrentarse con el marido de una paciente, lo que le había reportado más admiradoras todavía.

Muchos de sus pacientes los debía sobre todo al asunto de Bessett. Y eso que al fin y al cabo había sido él, Doherty, quien había tratado al enfermo de infarto en su hospital, pero la tal Bensdorf le había salvado la vida. Consumido de rabia, Doherty se atizó el tercer whisky. Quería quitarse aquello de la cabeza como fuera. Llevaba muchos años siendo el médico de la ciudad y, pese a los servicios que había prestado a la población, los Cantrell ni siquiera lo habían invitado a la recepción en la que se había producido el incidente. ¡Aquello era vergonzoso!

También se había cruzado con esa mujer en la farmacia de Spencer. ¡Y con qué altanería lo había tratado!

No podía consentir una cosa así. Tenía que hacer algo para reafirmar su posición. Pero ¿qué? ¿Intentar hablar con el alcalde? Seguro que él también había oído hablar de la proeza de la alemana y, aunque solo fuera por eso, no contemplaría la posibilidad de prohibirle ejercer su profesión. Otra posibilidad sería quizá destruir su reputación… Pero para eso la doctora tendría que cometer un error.

Cuando Doherty miró a un lado, reconoció a Borden, el dueño del burdel, que en ese momento entraba por la puerta. Saltaba a la vista que se había puesto morado de su propio whisky y quería aclararse la garganta con otro de mejor calidad. Fue derecho hacia la mesa de Doherty. ¿Querría pagarle los honorarios por Emma Cooper? El doctor se lo quedó mirando expectante.

—¿Le importa que me siente con usted? —preguntó Borden con cortesía.

—¡De ningún modo! Por favor, tome asiento.

En la calle nunca se habría mostrado en compañía del dueño del burdel, pero aquí era otra cosa. Como había una pequeña posibilidad de que Borden quisiera saldar deudas, soportaría su presencia.

—Creo que dentro de poco tendrá problemas —comentó Borden, después de haberle dado un trago al whisky que había pedido—. Hay otro doctor en la ciudad.

—Una doctora —lo corrigió Doherty, y alzó la copa—. No me cuenta nada nuevo.

—Esa mujerzuela no sirve más que para darnos disgustos. A usted y a mí.

Doherty no sabía adónde quería ir a parar ese hombre. Que la tal Bensdorf no le facilitaba las cosas a él, lo sabía. Pero ¿qué tenía que ver el dueño del lupanar con ella? Era cierto que la médico había tratado a una de sus chicas. ¿Se lo habría cargado a él en la cuenta? En realidad, eso a Borden no le debería suponer ningún problema, pues tampoco pagaba nunca a su propio médico.

—¿Qué tiene usted que ver con ella, Borden? —preguntó, después de pimplarse su copa.

—Ha soliviantado tanto a la gente que me he quedado sin clientes.

—Y ¿eso por qué?

—Uno de mis huéspedes ha cogido purgaciones con mis chicas. Al menos, de eso le ha convencido la tal Bensdorf. Y ahora toda la ciudad está al corriente.

Doherty todavía no había oído nada. Tal vez debería mezclarse más a menudo con la gente. De todas maneras, le extrañaba que un hombre hubiera buscado la ayuda de la alemana.

—¿Fue el paciente donde la Bensdorf?

—No, su mujer. Pero parece ser que esa tal señorita doctora fue a verlo a su casa y le previno contra mi establecimiento.

Una cosa sí le reconocía a su colega femenina: tenía valor. Yo no habría ido en busca del esposo de una paciente para advertirle y exhortarle a que no volviera al burdel, pensó, admirando en el fondo a Ricarda.

—Me dan ganas de arrastrar a esa tipeja miserable por toda la ciudad atada a un caballo —vociferó Borden, sin tener en cuenta la presencia del camarero—. Pero por desgracia esos tiempos han pasado.

Se bebió el último lingotazo de whisky y respiró hondo. Doherty guardó silencio. Si a la tal Bensdorf no se le ponía freno, pronto tendría la consulta más grande. Al parecer, los ciudadanos habían olvidado que el sitio al que pertenece una mujer son los fogones. Fuera como fuera, esa alemana tenía que largarse de allí. El médico sonrió, pues había encontrado a alguien que quizá despachara el asunto por él…

—Señor Borden, ¿qué le parece si examino yo a sus chicas? —propuso—. Sin coste alguno, se entiende. Si efectivamente padecen esa enfermedad, yo las curaré. Y usted se encarga de la doctora.

Borden arqueó las cejas. Doherty era un hombre honorable. Habría apostado cien pavos a que nunca llegaría a oír semejante proposición por parte del doctor.

—Y ¿cómo habría que hacerlo? —preguntó—. Desde luego, tengo hombres que se encargarían de una cosa así. La podrían hacer desaparecer en el bosque. Pero antes tiene que decirme…

—No me malinterprete, Borden. Quiero que abandone la ciudad, pero viva. Asústela un poco. Quítele las ganas de seguir aquí. Más no quiero.

Borden esbozó una amplia sonrisa. Descaradamente amplia.

Doherty se avergonzó un poco de haberse conchabado con él. Pero ¿qué otra opción le quedaba?

—¿Mis chicas pueden ir a su consulta sin que me cueste nada?

—Yo iré a su casa. Métalas a todas en una habitación y las reconoceré. A cambio, espero que Ricarda Bensdorf… —bajó la voz al notar que el camarero los observaba— haga las maletas dentro de un mes y se vaya a otra parte. Por mí, como si se va a Auckland o a Wellington. Donde sea, pero lejos de Tauranga.

Jack Manzoni descubrió la carta nada más entrar. Tenía un suave color lavanda y, a todas luces, no procedía de la Wool Company. Enseguida le resultó familiar la letra, firme y delicada, pues la conocía por la lista de la compra que le había dado Ricarda Bensdorf para cubrir las necesidades de la consulta.

¿Qué querrá?, se preguntó Jack, mientras su corazón empezaba a latir más aprisa. El sobre no estaba perfumado; al contrario, olía un poco a fenol.

Le entraron ganas de rasgarlo inmediatamente, pero reprimió el impulso y se llevó la carta al despacho. Allí apartó los libros del escritorio y la dejó encima de la mesa. Mientras cogía con cuidado el abrecartas plateado, observaba el sobre como si fuera el rostro de Ricarda. Por fin, lo rasgó con la navajita. El papel de la carta era del mismo color que el sobre.

En ella, Ricarda le comunicaba que se proponía dar una recepción para inaugurar la consulta. El 27 de abril a las ocho de la tarde. Y que estaba invitado. La noticia le alegró y le decepcionó en igual medida.

¿Qué esperabas?, se preguntó, obligándose a recobrar el juicio. ¿Qué te enviara una carta de amor?

Ricarda decía que esperaba una respuesta antes del 20 de abril. Jack acarició con suavidad el papel y sonrió. En fin, al menos recibo una buena noticia. Después de la tensión de estos días me vendrá bien estar en compañía de gente agradable.