Capítulo
31
–Bonsoir, une baguette, s’il vous plaît… Merci.
Sara estrenó las pocas palabras que sabía de francés para comprar una baguette. El olor de la masa recién horneada se colaba desde la panadería hacia calle. Aspiró con fuerza el aroma, le parecía tan… francés.
París la tenía deslumbrada; con sus cafecitos pintorescos y cientos de parejas que caminaban sonrientes en medio de los jardines primaverales, la ciudad definitivamente tenía bien ganado el título de capital del amor. Aún así, pese a la belleza que la rodeaba no era feliz. El recuerdo de Daniel la acompañaba a cada instante haciendo que todavía le fuera difícil respirar de la tristeza. Durante el día, al salir a turistear con sus colegas, lograba ahuyentar un poco el dolor, pero durante la noche, en la soledad de su apartamento, cualquier esfuerzo por apartar a Daniel de su mente fracasaba por completo.
Afortunadamente, todo lo demás había resultado bien. Su trabajo había gustado en la universidad, así que le habían ofrecido quedarse el siguiente semestre. Sus colegas eran encantadores y había encontrado un gran amigo en Pierre. Gracias a él también había encontrado un apartamento que pertenecía a Sophie, una de sus primas.
Su nuevo hogar quedaba en el barrio latino, uno de los sectores más hermosos de la ciudad. Sus angostas calles adoquinadas florecían de comercios, restaurantes y edificios históricos y durante los fines de semana se instalaban mercados al aire libre de frutas y artesanías en el que se paseaban turistas y parisinos.
Sara subió los tres pisos de su edificio, entró a su apartamento y cerró la puerta. El lugar era pequeño y encantador. Tenía solo dos ambientes y un minúsculo balcón donde le gustaba sentarse al regresar a casa para ver pasar la gente.
Se preparó un bocadillo y se sentó a leer su mail. Su familia le había escrito y también Fran, contándole que hacía tiempo que no tenía noticias de Daniel que ya estaba en Australia. Sara prefería no saber nada de ese tema. Cada vez que alguno de sus compañeros de casa le escribía, no dejaba de repetir el nombre de él y para ella era como si estuvieran permanentemente echando limón sobre la herida abierta.
Se conectó a su cuenta de Skype y le encantó encontrar a Fran. La llamó de inmediato.
–¡Sara! ¡Qué bien verte! –el rostro de Fran le sonrió a través de la videocámara–. ¿Cómo estás?
–Bien, cansada, echando de menos. ¿Cómo están todos por allá?
–Nosotros en la casa todos bien. Ahora, si en realidad me estás preguntando por Daniel…
–No, no lo hago –la cortó.
–Ya, porque nosotros casi no hemos tenido noticias de él. Lo último que supe hace tiempo fue que andaba en Sydney.
A Sara se le formó un nudo en la garganta.
–En realidad no tengo ganas de hablar de Daniel.
Fran le dio una mirada llena de compasión.
–Bueno, si quieres cambiar de tema, entonces dame tu opinión sobre estos vestidos –acercó dos a la cámara, uno negro y otro rojo–. ¿Cuál prefieres?
–Depende para qué ocasión.
–Armando me pidió que lo acompañara a uno de sus eventos de trabajo y quiero lucir bien. Él está… no sé… raro.
–¿Raro?
–Sí, raro. No sé cómo explicarlo. Desde que te fuiste no lo he visto liarse con nadie y cada vez que hemos salido, se ha devuelto a casa conmigo… Es extraño, ¿no?
–A lo mejor se cansó de los líos superficiales de una noche; tal vez esté madurando, igual ya se está acercando a los treinta.
Fran ladeó la cabeza.
–Hum, no sé. No estoy segura de que tipos tan mujeriegos como él cambien de un día para otro.
–Si lo piensas bien, el último mes antes de venirme, tampoco lo vimos con nadie.
–En fin, ya veremos –Fran se encogió de hombros–. ¿Entonces qué vestido prefieres?
–El negro, aunque las dos sabemos que tú eres la experta.
–Muy cierto –sonrió.
Se oyó el sonido de la puerta de Fran.
–Fran, ¿ya estás lista? –preguntó la voz de Armando.
–Casi. Entra, estoy hablando con Sara.
–¡No estás lista para nada! –la retó él.
–Estaba esperando que desocuparas el baño principal. Tengo mi maquillaje ahí.
–Ya está desocupado. Entra que nos vamos en diez minutos –se acercó a la videocámara y saludó con la mano a Sara.
–¡Armandito! –le sonrió Sara–. ¿Cómo estás?
–Estaba mejor hace un minuto cuando pensé que la hermosa mujer que me acompañará esta noche ya estaba lista.
–¡Ya voy! –protestó Fran y luego le lanzó un beso a su amiga–. Hablamos después.
Armando la vio salir y después miró a Sara.
–¿Qué tal te trata París?
–No me puedo quejar. La ciudad es bellísima y las personas que he conocido han sido muy amables conmigo.
–¿Y extrañas a Daniel?
Ella suspiró.
–Ya sabes que no me gusta a hablar de eso.
–A mí me escribió el otro día desde Australia. Fueron unas pocas líneas, pero yo creo que lo está pasando mal.
–En serio que prefiero no hablar de eso; en cambio, me gustaría darte las gracias porque parece que estás cuidando muy bien a Fran.
Él agrandó los ojos.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque parecía contenta y me contó que cuando salen te devuelves con ella. Creo que eso le gusta.
Armando se puso repentinamente serio.
–¿Piensas que ella ya superó lo de Stephen?
–La verdad no lo sé, pero cada vez que hablo con Fran, la veo mejor, ¿por qué lo mencionas?
Él se rascó la cabeza.
–Pues, te voy a contar algo solo a ti… El caso es que el último tiempo Fran y yo nos hemos acercado más, de una forma distinta…
–Ya –dijo Sara poniéndose alerta.
–Y bueno, he pensado que tal vez ella y yo… le he dado vueltas al asunto y cada vez estoy más convencido…
Sara lo miró alarmada.
–¿Qué estás tratando de decirme?
–Que me gusta Fran –dijo con seriedad.
–¡Armando! Ella no es una más del montón.
–¡Lo sé! ¿Por qué crees que dije me gusta? No estoy pensando en ella como un polvo más. Fran es diferente, es especial –su voz adquirió un matiz de cariño al hablar–. Sé que la conozco desde hace tiempo y que hasta ahora solo hemos sido amigos, pero tal vez es por eso que gradualmente, sin siquiera darme cuenta… El asunto es que yo…
Sara se quedó estática del asombro.
–En verdad te gusta –lo miró atónita.
–Sí –suspiró–. ¿Crees que ella pueda sentir lo mismo por mí?
Sara meditó su respuesta. Fran no había mencionado a Armando como un interés romántico desde la noche del karaoke y sus sentimientos por él habían sido hacía muchísimo tiempo.
–La verdad no estoy segura, Armando. Lo único que sé es que Fran jamás se fijará en ti si piensa que sigues siendo el mismo mujeriego de antes.
–Lo sé, ¿pero piensas que tengo una oportunidad con ella?
Sara le sonrió.
–Armando, eres un hombre extraordinario; de buen corazón, guapo y exitoso… Podrías tener una oportunidad con cualquier mujer si dejas de acostarte con todo lo que se mueve.
Él rompió a reír.
–Nadie puede decir que las latinas no son honestas. Por favor, no le cuentas nada de esto a Fran, ¿de acuerdo?
–No te preocupes, si me pides que no le diga nada a ella, no se lo diré.
–¿Decir nada a quién? –interrumpió la voz de Fran que venía entrando nuevamente.
–A una chica de mi trabajo que no deja de acosarme –improvisó Armando–. Por eso necesito que en la fiesta de hoy, te quedes muy cerquita de mí, Fran, para alejar a todas las malas mujeres que me persiguen. Necesito que dejes muy claro que no estoy disponible; me puedes dar besitos y todo –dijo guiñando un ojo frente a la cámara.
Fran exhaló ruidosamente.
–Alguien tiene que hacer el trabajo sucio y hoy me toca a mí. Supongo que no me moriré por un par de besos… ¿No estabas tan apurado por irte? Ya estoy lista.
Armando sonrió.
–Tal vez sí te mueras con mis besos –miró a Sara con complicidad–. Nos vemos, guapa. Disfruta París.
Sara cerró el computador con una sonrisa pensando que era inevitable que esos dos acabaran juntos.
El buen ánimo le duró poco porque casi de inmediato se acordó de Daniel. No había tenido una palabra de él desde su despedida.
Aunque fuera una enamorada sin esperanzas, todavía tenía París. Decidida a aprovechar la ciudad, al día siguiente fue al Museo del Louvre con unas colegas y luego se reunió con Pierre en una heladería. Después se fueron caminando a paso lento hacia el departamento de Sara.
–Es una suerte que te hayan ofrecido quedarte el siguiente semestre –dijo Pierre–. ¿Has decidido ya que vas a hacer durante las vacaciones de agosto?
–Creo que voy a recorrer Italia; aún no he decidido bien el itinerario.
–Italia está muy bien. Yo fui hace un par de años con mis primos… Por cierto, ¿te conté que a Sophie le ofrecieron alargar su estadía? Me preguntó si te interesaría seguir subarrendando su apartamento durante el semestre.
–¿Bromeas? ¡Por supuesto! Dile que sí de inmediato... ¿Tú cómo vas a pasar tus vacaciones?
–Ayudaré en la empresa de mis padres, así que a lo sumo me tomaré un fin de semana para ir a visitar amigos en Dublín… –la miró de reojo– y hablando de Dublín, ¿qué tal sigues con lo de tu compañero de casa?
Sara suspiró. Le había contado a Pierre todo lo ocurrido.
–Igual de mal que siempre. No muy diferente de la última vez que hablamos del tema… –se detuvo frente a su edificio y dijo–. ¿Te gustaría subir un rato? Aún es temprano; podemos ver una película y más tarde puedo preparar algo para comer.
–Esa sería una oferta de lo más tentadora si no supiera lo mal que cocinas –respondió él con una sonrisa divertida.
Durante la segunda noche que se había quedado en casa de Pierre, ella había tratado de prepararle una cena de agradecimiento por su hospitalidad, pero no calculó bien el tiempo y el estofado se había achicharrado, llenando de humo todo el apartamento.
–No fue mi culpa, nunca antes había cocinado en una cocina eléctrica –se defendió Sara.
–De acuerdo, te concedo el beneficio de la duda, subamos entonces.
Aún conversando subieron la escalera, pero unos peldaños antes de llegar a su departamento, Sara se quedó muda de la impresión: sentado cabizbajamente al lado de su puerta, estaba Daniel junto a su mochila.
–¡Daniel! –Sara pronunció su nombre sin creer lo que veían sus ojos–. ¿Qué estás haciendo aquí?
Él se acercó con decisión a ella, ignorando completamente a Pierre.
–Necesito hablar contigo.
Ella lo observó con el corazón encogido, Daniel había perdido peso y lucía apagado.
–Sara, ¿estás bien? –intervino Pierre–. ¿Quieres que me quede?
–Sí, estoy bien. Creo que lo mejor será dejar la película para otro día.
Pierre asintió y se despidió de ella con dos besos en la mejilla.
–Voy a estar en mi casa por si me necesitas, Sara –dijo lanzando una mirada de advertencia al recién llegado.
Cuando se quedó sola con Daniel, ella aún estaba estupefacta.
–¿Qué haces aquí, Daniel?
Él la miró con ojos tristes.
–¿Es que ni siquiera me vas a dejar a entrar? Lo que tengo que decirte puede tardar un rato.
–Sí, sí, claro… pasa –abrió la puerta con manos temblorosas y lo hizo pasar–. ¿Quieres algo para beber?
–No, gracias.
Daniel se sentó en el sofá y Sara se instaló en el sillón frente a él con el corazón pendiendo de un hilo. Él se pasó la mano por el pelo como si también estuviera nervioso. Durante un largo rato, ninguno de los dos dijo nada.
–¿Cómo supiste que vivía aquí? –preguntó Sara al fin.
–Fran –contestó por toda respuesta.
–Ya.
Daniel se aproximó y se hincó frente a ella, tomó aire profundamente.
–Sara, estoy aquí porque quiero decirte que es un error que estés con Pierre. No deberías estar con él, él no te ama. Si lo hiciera, hace un momento me hubiera roto la cara de un puñetazo en vez de haberse largado, dejándote sola conmigo. Sara, él no está enamorado de ti.
–Sé muy bien que Pierre no me ama –lo cortó–. ¿Eso es lo que viniste a decirme?
Daniel la miró estupefacto.
–Y si lo sabes, ¿por qué estás con él?
–No estoy con él. Nunca hemos estado juntos, solo somos amigos, ¿de dónde sacaste eso?
–Pero yo los vi a ambos ese día… y pensé… –titubeó–. ¿En serio no estás con él?
–¡No!
–¿Y nunca has estado con él?
Sara exhaló agotada de repetir siempre lo mismo.
–Daniel, te fuiste sin más y hoy apareces sin dar explicaciones, de verdad que no tienes ningún derecho a interrogarme. Ahora tú contéstame, ¿por qué estás aquí? Pensé que estabas en Australia.
–Estuve en Australia. Me fui y pasé dos semanas engañándome a mí mismo, tratando de vivir lo que siempre había creído que era mi sueño, pero era mentira, Sara. Mi verdadero sueño eres tú; mi sueño es estar en cualquier lugar del mundo contigo –tomó su mano y la retuvo entre las suyas– por favor dime que todavía tengo una oportunidad.
Lágrimas de incredulidad empañaron los ojos de Sara.
–Te ofrecí irme contigo y no quisiste. Me has rechazado una y otra vez, primero dices algo y luego cambias de opinión. No me voy a permitir ilusionarme para que de nuevo me rompas el corazón.
El rostro de Daniel reflejó la angustia que esa respuesta le provocaba.
–Sara, sé que tienes razón al dudar de mí. Fui un completo imbécil y no tengo derecho a que me perdones, pero te suplico que lo hagas; tienes que hacerlo, tienes que perdonarme porque yo estoy perdido sin ti –confesó con la voz a punto de quebrársele.
–¿Entonces por qué me exigiste que no viniera a París? ¿Por qué no te comunicaste conmigo en estas tres semanas?
–Porque tenías razón acerca de mí: soy un estúpido celoso. Tenía miedo de que me dejaras por Pierre, sin embargo, aún así fui a buscarte al aeropuerto, pero entonces te vi con él, se estaban abrazando y yo me morí… me morí, Sara.
Ella lo observó sin parpadear.
–¿Fuiste al aeropuerto?
–Sí, tenía que rogarte que me perdonaras. Necesitaba decirte que tú eras lo más importante, pero al verlos juntos creí que lo querías a él y por eso me fui, pero nunca quise irme –sus ojos se humedecieron y besó largamente su mano–. Mi Sara, por favor, no dejes que un malentendido arruine esto para nosotros.
Ella retiró su mano con tristeza.
–No fue un malentendido, Daniel. Fuiste tú que nunca confiaste en mí. Ni siquiera entiendo porque viniste si seguías creyendo que yo estaba con Pierre.
Una lágrima rodó por la mejilla izquierda de Daniel y su sufrimiento le traspasó el corazón. Ella jamás lo había visto así.
–Porque te amo –confesó Daniel– vine aquí porque te amo. Porque me destrozaba la idea de imaginarte con otro, pero me destrozaba todavía más sentir que nunca iba a volver a verte, a tocarte, a besarte, a hacerte el amor… Por favor, Sara, jamás me perdonaré a mí mismo si tú no me das otra oportunidad –dijo antes de enterrar la cabeza en su regazo.
Sara tenía tantas ganas de creerle, de amarlo, de borrar cada rastro de dolor con sus caricias, pero a la vez tenía miedo de volver a sufrir.
–Daniel, te olvidas de todas las veces que fui yo quien te pedía una oportunidad, pero tú siempre me rechazaste.
Sus ojos azules estaban anegados cuando la miró.
–Lo hice porque siempre tuviste razón, yo era un maldito cobarde. Las malas experiencias con otras mujeres me habían hecho desconfiar… Nunca te lo conté, pero Inga estaba conmigo cuando me engañó con Armando.
Sara agrandó los ojos.
–¿Por eso te peleaste con él?
–No, Armando no sabía que estábamos juntos. Nadie lo sabía porque ella me había pedido mantenerlo en secreto. ¿Entiendes ahora por qué me dolió tanto saber lo de tu novio?
–Ex novio. Yo había terminado con Antonio cuando te busqué.
–Lo sé ahora. Te conozco y me doy cuenta de que eres una mujer maravillosa, pero en ese entonces tenía temor a quedar como un tonto otra vez, por eso me alejé... Traté de olvidarte, traté de alejarme de ti, pero no funcionó porque ya te amaba con todo mi ser. Después vino lo de Pierre y no te imaginas el infierno que viví: la desilusión, los celos, el miedo a que yo no te importara… Fue una tortura, Sara, nunca me había enamorado antes, no supe qué hacer.
–Podrías haber confiado en mí –replicó dolida–. Traté mil veces de explicarte, de demostrarte lo importante que eras para mí, pero nunca me dejabas, al primer malentendido, salías corriendo.
–Tenía miedo a sufrir; si lo había pasado mal con Inga, que francamente apenas me importaba, no quería ni imaginar lo terrible que iba a ser si tú me mentías, porque a ti te amaba. Por eso preferí encerrarme en mí mismo, pero no te imaginas cómo me arrepiento.
Era la segunda vez que le decía que la amaba. ¡Cómo deseaba creerle!
–¿Cómo sé que puedo confiar en ti? ¿Cómo sé que otra vez no cambiarás de opinión y volverás a dejarme sola?
Daniel la miró directamente y ella vio su profundo amor en sus ojos llenos de lágrimas.
–Porque soy tuyo. ¿Es que acaso el hecho de que haya abandonado todo para venir, lo que siempre fue mi sueño, sin saber siquiera si me ibas a aceptar, no te dice nada? ¿No es prueba suficiente de que te amo tanto que duele?
La emoción le cerró la garganta y no pudo responder. Daniel aprovechó la ocasión para tomar su mano y darle un largo beso.
–Sara, estas tres semanas lejos de ti las he sufrido como años. Me di cuenta de que no puedo estar sin ti y de que mi vida es tuya, porque mi corazón es tuyo, porque yo te pertenezco por completo… Quiero hacerte feliz y te prometo que si me aceptas, jamás haré de nuevo la tontería de pedirte que renuncies a tus sueños –dijo y ella supo que se refería a París– solo lo hice porque los celos me estaban matando.
–Siempre te dije que tú eras el único que me importaba; incluso te ofrecí seguirte a Australia.
–Pero no me pediste que viniera contigo a París –respondió él en tono triste.
Sara agrandó los ojos.
–¿Eso querías que hiciera? Nunca creí que esa era una opción disponible; jamás pensé que habrías renunciado a Australia por mí.
–Pero lo habría hecho –él acarició sus dedos con suavidad–. Habría hecho cualquier cosa que me pidieras.
–Yo creí… es decir, siempre fue tu sueño –titubeó–. Yo no te lo pedí porque pensé que Australia te haría feliz y yo quería que lo fueras.
–Lo sé –la contempló con ternura–. Me lo dijiste. Tenías razón; yo debí haber hecho lo mismo por ti. Debí haber tenido en cuenta lo que para ti era importante. Lo sé ahora y no sabes cómo me tortura no haberme dado cuenta antes. Por favor perdóname.
Lágrimas de confusión, esperanza y dolor bañaron las mejillas de Sara.
–No sé qué decir; estoy asustada de creerte y volver a sufrir.
Daniel abarcó con ambas manos sus mejillas.
–Sara, vine aquí porque estoy dispuesto a todo por ti, porque quiero ser el hombre que te haga feliz… Sé que soy celoso y desconfiado, pero te juro que mejoraré, porque no quiero que mis defectos arruinen lo mejor que me ha pasado en la vida… Estoy dispuesto a aclarar los malentendidos, a subirme a mil escenarios por ti… Quiero ser quien que te cuide cuando estés enferma, quien cocine para ti y quien te sostenga al dormir después de hacer el amor. Y si me das otra oportunidad, te juro que me pasaré el resto de mis días esforzándome por ser el compañero que mereces.
Sara lo miró en silencio abrumada por la intensidad de sus palabras. Daniel apoyó su frente en la de ella.
–Por favor, Sara, eres lo que más amo en el mundo –susurró en su boca–. Déjame esforzarme por tu amor, ¿qué dices?
Ella le acarició las ásperas mejillas con amor infinito.
–No tienes que esforzarte por conseguir algo que siempre ha sido tuyo. Yo también te amo, Daniel.
Daniel renació con esas pocas palabras y gimió de emoción antes de reclamar los labios de Sara en un beso infinitamente añorado en tantas noches de soledad. La envolvió en sus brazos y la atrajo como un loco hacia sí para sentirla lo más cerca posible, sin creerse todavía que al fin estuviera de nuevo saboreando su piel. Recorrió su cuerpo moldeándola, para convencerse a sí mismo de que efectivamente era cierto.
–Mi Sara, te amo, ¡cómo te amo! –dijo descansando su frente en la de ella–. Nunca más estaré lejos de ti; soy tuyo.
Volvió a besarla sin control, necesitando de ella cada vez más y deslizó sus manos por debajo de su ropa para deleitarse en su piel. Su amor y su fuego envolvieron a Sara que comenzó a explorarlo también. Daniel suspiró emocionado de sentir que esa mujer magnífica fuera al fin suya. Su cuerpo se rindió a sus caricias y sus manos apretaron con fuerza las caderas Sara, en una sensual urgencia que apenas podía contener.
El suave jadeo que ella soltó en su boca lo llevó al límite e introdujo los dedos en el sujetador de Sara para que ella sintiera la misma desesperación que lo inflamaba a él. Movió sus pulgares en lánguidos círculos hasta hacerla estremecerse de necesidad, deleitándose en el hecho de que nadie más que él pudiera tocarla de esa manera.
–Daniel…
La suplicante ansia con que ella pronunció su nombre, fulminó el último intento de Daniel por ir despacio con la dueña de su corazón. Le bajó con prisa el vestido hasta la cintura y le quitó también la lencería para dejar la cremosa piel expuesta a que él la saboreara. Deslizó lujuriosamente la lengua por sus pechos y luego se detuvo en la cima, succionando con suavidad hasta que ella agonizó de placer.
–Daniel… por favor –rogó Sara desabotonando impacientemente su camisa– ya no puedo esperar más.
Él se puso de pie de inmediato y la levantó de los muslos. Sara envolvió sus piernas alrededor de su cintura y en medio de besos húmedos y entrecortados, él la llevó al dormitorio. Se deshizo de la ropa de ambos en un suspiro y se deslizó impaciente en su cálido interior.
Sus cuerpos entrelazados se mecieron en un ritmo exquisito que se repitió varias veces hasta la llegada del amanecer. Cuando ya extenuados, se abrazaron para dormir, él le apartó con ternura un mechón de la frente.
–Soy tuyo y tú eres mía –susurró en su sien–. No me dejes nunca, mi Sara.
–Jamás –prometió. Besó su pecho y se acurrucó entre sus brazos.