Capítulo 7

 

 

Daniel se comportó igual que siempre durante los siguientes días y Sara se dijo que tal vez el extraño incidente del bar había estado solamente en su imaginación, así que no volvió a pensar en el asunto.  Lo que sí no pudo olvidar fueron las palabras de Fran. Sospechaba que su amiga estaba en lo cierto, que tal vez no amaba a Antonio lo suficiente. Si tenía esa duda, era claro que no podía celebrar su matrimonio en la fecha que él exigía.

Cuando llamó a Antonio para decirle que no estaba lista para casarse, él reaccionó tan mal como esperaba. Pese a que no terminó su relación con ella, se enojó y volvió a cortarle el teléfono. Con lo mal que estaban las cosas entre ambos, ni en sus más alocadas suposiciones se le habría pasado por la cabeza a Sara que Antonio hablaba en serio cuando le dijo que tal vez podría conseguir días libres para ir a Dublín.

Deprimida luego de la discusión con él, decidió quedarse en casa, pese a que era viernes en la noche. Se puso su pijama, pantuflas, se envolvió en un enorme albornoz y bajó al salón con su DVD de la película, “Tienes que ser tú”, que siempre la animaba cuando se sentía triste. Colin y Daniel se encontraban viendo televisión, así que se acomodó en uno de los sillones para ponerla en el reproductor apenas se fueran.

Daniel le echó una mirada preocupada.

–¿Estás bien?

–Sí, solo un poco cansada –dijo sin ninguna gana de hablar del asunto.

Él miró su indumentaria y su expresión abatida y no comentó nada más.

–Daniel, ¿puedes ayudarme con unos acordes? –dijo Colin de pronto–. Estoy atascado en una canción y tiene que salirme bien, porque la vamos a presentar en el festival de bandas emergentes.

Él asintió y mientras Colin fue a buscar las guitarras, Daniel le explicó a Sara que ese festival era la mejor oportunidad para saltar a la fama y que por eso era que Colin estaba tan nervioso.

–Compuse la melodía para la primera guitarra –dijo Colin ya de vuelta– y estoy trabajando en un solo con la segunda, pero no sé cómo se escucha porque no he podido juntarme a  ensayarlo con los demás, así que necesito que lo toques.

Le enseñó los acordes y cantó para que Daniel se familiarizara con la música. Él captó en poco tiempo la melodía y luego Colin comenzó a componer. Al cabo de un rato, había logrado una melodía fantástica. Tocó una última vez junto a Daniel antes de subir a su cuarto, dejándolos solos.

–No cantaste –comentó Sara que había disfrutado del ensayo acurrucada en uno de los sillones.

El rostro de Daniel reflejó incomodidad.

–No canto frente a otros.

–¿Por qué? ¿No te gusta tu voz?

–No, no es eso, es solo que nunca he podido cantar frente a otros; me pone terriblemente nervioso –confesó–. Nunca me ha gustado exponerme frente a los demás.

–Pero acabas de tocar frente a nosotros… y maravillosamente, debo decir. ´

Él sonrió con modestia.

–Gracias, pero tocar no es lo mismo. En cambio, para mí cantar es… más íntimo– su voz grave resonó en el salón–. No es algo para hacer frente a cualquier persona. 

–¿Cómo aprendiste a tocar?

–Mi padre me enseñó. Falleció cuando yo tenía diecisiete años.

El corazón de Sara se encogió de pena por él.

–Lo siento. ¿Cómo era él?

Daniel respiró hondo.

–Era un buen hombre, aunque no tanto de abrazos, ni de palabras de afecto; él era más bien de gestos… Creo que su forma de hacernos saber que le importábamos era cuando nos preguntaba “¿qué tal tu día?”. Y realmente escuchaba. Ponía atención y movía su cabeza para hacerte saber que estaba ahí, que te estaba viendo, de verdad.

Sara se conmovió profundamente.

–Lo siento mucho.

–Pasó hace mucho tiempo y no suelo hablarlo con nadie… En fin –dijo en un tono más animado–. ¿Vienes hoy con nosotros al bar? Somos solamente Armando y yo, porque Fran sigue donde Stephen y Colin tiene que componer.

–No, hoy voy a hacer noche de cine –le mostró el DVD–. No tengo muchas ganas de salir.

–Es decir, que mi impresión fue correcta, en verdad estás triste –la miró directamente– ¿Puedo ayudarte en algo?

–No –negó débilmente– pero gracias.

En ese momento, Armando asomó su cabeza por la puerta del salón.

–Daniel, ¿estás listo? Ya me voy –miró la vestimenta de Sara con expresión burlona–. ¿No vienes, abuelita?

–No, gracias. Hoy me quedo en casa viendo una película.

–Ok… Daniel, te espero afuera –dijo saliendo.

Daniel se acercó a Sara y miró su rostro como si le preocupara; sin embargo, luego asintió brevemente y también se fue.

Al quedarse sola, Sara se sintió aún más triste, pensando que todos tenían planes esa noche excepto ella. ¿De qué servía estar en una de las más animadas ciudades del mundo si se estaba demasiado deprimida como para disfrutarla?

Dio un suspiro y se levantó a poner la película para alejar la autocompasión.  Se acomodaba desganadamente otra vez en el sofá, cuando Daniel entró de vuelta al salón.

–¿Hay espacio para uno más? –él le sonrió con algo parecido a la ternura–. ¿Qué? –dijo al ver que Sara agrandaba los ojos–. ¿Es que acaso no puede un tipo mirar una película?

–Daniel –ella se cruzó de brazos recelosamente–. Es una comedia. Romántica –enfatizó–. Dudo mucho que sea de tu estilo.

Los ojos masculinos brillaron con diversión

–¿Y cuál sería mi estilo?

–Ya sabes, esas películas donde el protagonista derriba a golpes a cien hombres sin siquiera transpirar y dice cosas como “no sabes con quién te metiste” –dijo con voz de matón.

Daniel se largó a reír.

–Eso es bastante estereotipado, ¿no? ¿Así es como me ves? ¿Como un macho peleador? –él subió los brazos haciendo como que sacaba músculo. 

–No, no he dicho que seas un hombre tipo macho.

Daniel dio un respingo con cara de estar ofendido.

–¿Ah no, entonces no lo soy?

–No, no quise decir eso… –balbuceó–. Tienes el cuerpo de un macho, un tremendo cuerpo, mejor dicho y a mí me gusta estar contigo.

–¿Te gusta estar conmigo por mi cuerpo? –sus labios se curvaron en una sonrisa burlona.

–No, claro que no. Armando también tiene tremendo cuerpo –vio que el humor se esfumaba de la expresión de Daniel, por lo que se apresuró a explicarse– quiero decir… estar contigo es distinto. Contigo puedo hablar… no es que con Armando no pueda hablar, es solo que… no sé, me siento conectada contigo de una forma diferente –se sorprendió al decirlo en voz alta porque se dio cuenta por primera vez que era cierto– es decir, estar contigo es especial, porque tú eres especial…

Sara paró de hablar y se fijó en Daniel que la observaba intensamente, ya sin ningún rastro de diversión. Era una mirada penetrante en la que palpitaba una emoción que ella no supo descifrar, pero que hizo estremecer su corazón. Una mezcla de nerviosismo y algo más que no identificó, le impidió seguir sosteniendo su mirada y bajó la vista hacia su regazo.

–¿Entonces, vemos la película? –murmuró ella sin atreverse a mirarlo.

Sin esperar respuesta, echó a andar el DVD y trató de ignorar el hecho de que Daniel seguía contemplándola en silencio. Todo estaba tan quieto que Sara fue más consciente que nunca de lo cerca que estaban sus cuerpos, tan cerca que percibía la loción de Daniel.

–Es una buena película –dijo temerosa de ese silencio que se alargaba–. Espero que te guste, de todos modos, es una mejor alternativa a salir si estabas cansado.

–No.

–¿No? ¿No qué?

–No, Sara, no estaba cansado –su tono se suavizó y salió como una caricia–. Fue por ti… me quedé por ti.

Sara agrandó los ojos invadida de una mezcla de dulzura y sorpresa.

Daniel entonces se apresuró a agregar:

–Me quedé por ti; estabas triste y pensé que te vendría bien un poco de compañía.

–Gracias –contestó aún turbada.

–Cuando quieras –respondió él en tono de que no tenía importancia, volviendo su atención a la película que comenzaba.

Sara le echó una mirada de reojo y después también se concentró en la película. Como siempre, a los pocos minutos estaba fascinada por la historia. Cuando terminó y salieron los créditos, se giró hacia Daniel con entusiasmo.

–¿Y qué te pareció?

Daniel ladeó la cabeza como sopesando su respuesta.

–Está bastante bien; es decir, no va camino a los premios Óscar, pero sirve para pasar el rato. Además, me gustó porque muestra varias partes de Irlanda que conozco.

–¿En serio? ¿Cuáles?

–El lago donde realizan el matrimonio, por ejemplo.

–¡Ese lugar es precioso! –suspiró–. Sería como un sueño ir allí.

–Es aún mejor en vivo y en directo. También conozco los acantilados del final. Se llaman “The Cliffs of Moher”, son uno de los sitios más turísticos de Irlanda.

–Me encantaría ir allá, ¿están muy lejos de Dublín?

–Un poco. Entre tres y cuatro horas manejando. Es un buen paseo si te toca un día soleado, el paisaje es asombroso. Es un lugar donde a mí el tiempo se me pasa volando, bueno, siempre me ocurre igual cuando estoy en la naturaleza. Me gusta especialmente ir a remar.

–A mí también me encanta remar, pero después me quedan las manos destrozadas.

Daniel cogió la mano de Sara y deslizó el pulgar por su dorso en una lenta caricia que le quitó la respiración.

–Eso es porque tienes manos muy delicadas –dijo acariciando su piel–. Pero si un día vas a remar conmigo, puedes estar tranquila de que me aseguraré de que tus manos estén bien protegidas… Mi padre siempre decía que los gestos valen más que las palabras y que hay que cuidar a quienes nos importan. ¿No crees que él tenía razón? –preguntó bajando la voz.

–Sí… creo que sí –dijo sorprendida, sintiendo que su pulso se aceleraba.

–Por ejemplo, si me importaras tú –habló en tono bajo y ronco, acariciando lánguidamente su mano– trataría de conocer tus gustos y tus opiniones, ¿no sería eso importante?

–Su… supongo.

La mano grande y cálida de Daniel cubrió la suya.

–Querría cuidarte siempre; me quedaría a tu lado cuando estuvieras triste… Eso y más haría… si me importaras tú –su voz se convirtió en un susurro.

El corazón de Sara comenzó a palpitar frenéticamente y ella enmudeció sin saber qué decir. Por suerte la sonora llegada de Armando la salvó de tener que contestar. Daniel le soltó la mano de golpe, justo antes de que él entrara.

–¡Dios, qué mala noche! –se quejó Armando mientras se dejaba caer en otro de los sillones.

–Pensé que llegabas más tarde –comentó Daniel algo cortante.

–Sí esa era la idea, pero me topé con una mujer que no entiende las indirectas. Preferí venirme.

Sara, aún sin entender qué había ocurrido recién, aprovechó la ocasión para desviar la atención hacia Armando y le lanzó al italiano una sutil mirada de reproche.

–Armando, si ella fue tan tonta como para liarse contigo y tú tan cobarde como para no explicarle de frente que no te interesa, ambos se merecen lo que les pasa. Se llama karma.

–Vamos, Sara, no seas dura, esa mujer acaba de arruinar mi noche.

–Es difícil tenerte lástima con lo mujeriego que eres –siguió ella sin una gota de compasión–.  ¿No has pensado que podrías salir con mujeres que no estuvieran tan desesperadas como para encapricharse con un tipo que no les da ni la hora?

–Armando tuvo novia estable un tiempo –intervino Daniel–. Incluso vivió con ella.

Sara agrandó los ojos.

–¿En serio? –miró a Armando–. Jamás lo habría imaginado. No pareces el tipo de relaciones estables, más bien pareces la clase de hombre que podría romper fácilmente el corazón de una mujer.

El rostro de Armando adquirió una expresión seria.

–Pues si de verdad quieres saberlo, te diré que pasó todo lo contrario. Aunque sería quedarse corto decir que ella rompió mi corazón. Más bien lo pulverizó en miles de pedacitos y después les prendió fuego. Daniel es testigo de que es cierto, ¿o no, Daniel?

–Es verdad.

Sara miró al italiano, entrecerrando los ojos.

–¿Por eso después no has querido tener nada serio con nadie?

–Tal vez –Armando se encogió de hombros–. De todas formas desde entonces lo he pasado bastante bien, aunque algunas veces igual me aburro con las mujeres que dicen a todo que sí.

–¡Sí, claro! –dijo Sara entornando los ojos– ¡cómo no!

–Pues sí, aunque no lo creas –respondió él muy tranquilo–. Así como a las mujeres no les gusta sentir que pueden manejar a un hombre como un títere, a nosotros tampoco nos gusta una mujer débil que diga que sí a todos nuestros caprichos. Nos gustan las mujeres fuertes que nos desafíen, que nos pongan límites y que si estamos equivocados nos digan que no. Nos gusta que nos conquisten y nos hagan reír. Queremos una compañera, Sara, no una muñeca de trapo.

Su respuesta la dejó asombrada. 

–Creo que es lo más inteligente que has dicho desde que te conozco.

–Ya lo ves; no soy solo un cuerpo escultural –Armando sonrió lascivamente–. También tengo cerebro.

Sara puso los ojos en blanco.

–Y por supuesto, tenías que arruinar el momento… –reprimió un bostezo y se paró del sillón–. Es tarde y estoy cansada. Buenas noches a los dos, me voy a la cama.

–¿Quieres compañía? –le preguntó Armando guiñándole un ojo.

Daniel lo fulminó con la mirada.

–Déjala tranquila, hombre.

Sara entornó los ojos nuevamente y salió del salón. En cuanto ella se fue, Armando miró fijamente a Daniel mientras una sonrisa de reconocimiento se expandía por su cara.

–¿Qué? –le espetó Daniel molesto–. ¿Por qué me miras así?

–Sara te gusta –declaró con total convicción.

Daniel parpadeó  antes de decir muy serio:

–No seas idiota.

–Te gusta, no lo niegues. Sara te llamó la atención desde ese día en el bar y siempre estás todo atento con ella… Sin ir más lejos, hoy te quedaste haciéndole compañía.

–Eso no significa nada. Hoy no tenía ganas de salir, no hay nada más que eso.

–No te creo. Pienso que te gusta, pero que no has intentado nada con ella por esa absurda regla de no enrollarse con los compañeros de casa… ¿Sabes qué? A nadie más que a ti le importa esa estúpida norma. Si Sara te gusta, adelante.

–Ya te dije que no es así. Estás delirando.

Armando sacudió la cabeza. 

–Te conozco, Daniel, no me mientas. No puedo creer que no confíes en mí que soy tu mejor amigo –dijo en un tono de ligero reproche.

–Y yo no puedo creer la forma en que estás insistiendo en todo el asunto. Bien sabes que no me interesa involucrarme con nadie por el momento. Solo estoy pensando en mi viaje a Australia.

–Australia, Australia… ese viaje es en lo único que piensas –lo miró muy serio–. ¿No se te ha pasado por la cabeza que tal vez podrías estar perdiéndote algo importante? Sara es diferente a las demás chicas, por si no lo has notado.

–No sé a qué te refieres con eso –dijo Daniel tratando de no sonar muy interesado.

–Es muy guapa, es amable y está tan chiflada por viajar como tú... Honestamente, creo que es perfecta para ti.

–Ya, ¿y por qué te interesa tanto a ti mi vida amorosa?

–Porque eres mi mejor amigo –declaró Armando con sencillez–. Sabes que estoy agradecido por todo lo hiciste por mí cuando estuve mal. Eres un buen tipo, Daniel. Solo quiero que seas feliz, eso es todo.

–Pues soy muy feliz así. Así que no tienes nada de qué preocuparte. Sara no me interesa en absoluto –dijo desviando la mirada.

Armando meneó la cabeza como si no le creyera.

–Será como tú dices. Lo último que voy a decirte es que si te gustara ella… –alzó un dedo deteniendo a tiempo la réplica de Daniel– dije si te gustara, deberías ser claro con respecto a lo que sientes. Si no eres directo, puedes entrar para siempre en la zona de amigos.

–¿La zona de amigos?

–Sí, la zona de amigos. El espacio en que las mujeres te clasifican como “un encanto”, “un tipo amable”… un ser asexuado, pues. Si empiezan a verte como un amigo y te dejan en la zona, las probabilidades de salir de ahí son pocas.

Daniel permaneció en silencio con el ceño fruncido y Armando se encaminó hacia la puerta.

–Una cosa más –dijo apoyándose en el marco de la puerta–. Sara es muy guapa; esa chica no va a permanecer sola mucho tiempo. Tú dices que no te interesa y te vas a quedar de brazos cruzados, pero si tú no haces nada, alguien más lo hará… Piénsalo –fue lo último que dijo antes irse.

En la mente de Daniel resonó la advertencia de su amigo. Se había acercado a Sara para averiguar si la atracción inicial había sido mutua, pero cada momento a su lado había hecho surgir un sentimiento que ya no podía ignorar, tanto así que esa misma noche casi se había dejado llevar cuando acarició su mano. Por suerte no había hecho nada más. No quería ir más lejos, porque Sara era su compañera de casa, porque ella se iba a ir en un par de meses, por su propio viaje a Australia y sobre todo, porque ella no le había dado ningún indicio que él pudiera interpretar como una señal clara de que se sentía igual que él. Había mucho en juego y no iba a lanzarse sin estar seguro de que era correspondido. Se prometió a sí mismo actuar únicamente si recibía un indicio claro. Nunca creyó que ese momento llegaría en menos de una semana.

Lo que amo de Dublín
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