Capítulo 13

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«Lo quieres, lo coges, pagas el precio». “Prove it All Night” —Bruce Springsteen.

 

 

EL DÍA en que Mikhail y su madre fueron hacia San Francisco para embarcar en el crucero fue casi surrealista en su dolor. Mikhail no podía creer que hubiese podido subir al barco (demonios, ni siquiera creía que se hubiese metido en el coche) si no hubiese sido por los amigos de Shane.

Andrew había ido a su casa, había encandilado a su madre y les había ayudado a los dos a hacer las maletas. Benny había enviado con él algo de cenar, así que no quedó nada más que hacer excepto comer y limpiar, y hasta en eso había ayudado Andrew. Jeff le había puesto un teléfono móvil nuevo en la mano con un contrato que incluía mensajes desde los rincones más distantes de la tierra y con el que incluso podía hablar sin gastar una fortuna. Iba completo con los números de teléfono, incluyendo el de Andrew, Benny, Jeff y Jon.

Y, por supuesto, el de Shane.

Así que cuando Mikhail subió al barco y se despidió de la amiga de su madre que les había llevado hasta allí, sonriendo y riendo por su madre y lanzando una flor para tener buena suerte, tenía el aparato perfecto con el cual joder su vida.

No pudo evitarlo. Dejó a su madre en la cubierta, envuelta en mantas, sorbiendo su bebida de frutas y viéndose tan feliz como perpleja. Entonces bajó al camarote para comprobar sus mensajes y ver si su gran y estúpido hombre, el que le había hecho tan feliz y que tan poco había pedido a cambio, iba a vivir o a morir.

El mensaje de Benny, «La fiebre ha bajado. Va bien», hizo que cayera de rodillas y aullara contra la mullida almohada de la pequeña cama gemela que había junto a la de su madre. Y fue entonces cuando perdió la cabeza.

A duras penas recordaba haber marcado el número de Shane, pero lo que siguió fue uno de los sermones más enfadados y tremendos que recordaba haber lanzado al mundo. Estaba seguro de que la mayor parte fue en ruso y que en las partes en inglés estaba demasiado histérico para que le entendieran; recordaba haber maldecido mucho, y recordaba haber gritado «¡Piérdete!» más de una vez. No pudo evitarlo. Toda esa preocupación..., oh, oh, Dios, toda esa preocupación. Le había temblado todo el cuerpo por ella. Le había dicho a su madre que Shane estaría bien y después había vivido con esa preocupación agónica de que no fuera así, y la tensión entre la verdad y la mentira le había dejado tembloroso y trastornado.

Se había recompuesto por su madre; tenía que hacerlo. Hasta que no la metió en la cama, con una vía intravenosa de líquidos que el médico del barco le había proporcionado, y estuvo solo escuchándola respirar en la oscuridad no le asaltó la enormidad que había hecho.

Oh, Dios.

¡Qué cosas le había dicho!

Al día siguiente fue incapaz de comer, y mientras sonreía por su madre y disfrutaba viéndola bajo el sol, el pensamiento de las cosas que había dicho (las que podía recordar) le perseguía. ¿Cómo podría Shane perdonarle?

Ylena se dio cuenta.

—Estás demasiado triste, lubime. Dijiste que se pondría bien.

Mikhail se encogió de hombros y le ajustó la manta. No estaban tan al sur y el viento podía ser bastante cortante si no tenía cuidado.

—Yo..., no llevo bien toda esta preocupación, Mutti. Me sorprendería mucho si quisiera verme cara a cara después de eso.

Ylena sacudió la mano, negándolo, y a continuación sus ojos se giraron inevitablemente hacia el sol y el cielo azul. Parecía sentir una enorme cantidad de paz allí fuera, con el turbante enrollado en la cabeza y los ojos protegidos de los rayos del sol. Mikhail se dio cuenta que no tenía que protegerla de sus propios problemas, su corazón ya estaba empezando a alejarse un poco del mundo y a flotar en la gloria que su iglesia le había prometido.

Mikhail solo estaba interesado en lo que él consideraba su cielo, y su propia estupidez probablemente lo había alejado de su alcance.

Cuando recibió el mensaje de Jon ya había empezado a preguntarse cuándo le enviaría Shane un mensaje diciéndole que no quería volver a verle nunca más.

De Jon: «Está despierto y preguntando por ti».

Oh, Dios. ¿Cómo explicarlo? «Le dejé un mensaje terrible en el teléfono. Estaba enloquecido. No me querrá después de como se me fue la cabeza».

De Jon: «¿Qué cojones? En serio; ¿tan malo era?».

«Oh, por favor. No me hagas pensar en ello»… «Le dije cosas horribles. Estaba tan enfadado. Me preocupé tanto. Me dolía tanto».

Señor. Jamás podría haberse imaginado sintiéndose tan desnudo delante de un completo extraño al cual no amaba. Pero Jon, Benny y toda la familia de Shane había sido tan amable. No podía negarse sin más a responder las súplicas de Shane de que hablara con él después de todo lo que ellos habían hecho por él. Se lo debía. Si bien no creía en hacer promesas, creía en pagar deudas, y les debía a todos ellos eso. Lo sabía.

«Mira. Me ocuparé de eso. Lo prometo. Estabas bajo estrés; todo el mundo tiene una entrada gratis al zoo cuando están bajo estrés. Jamás sabrá que tenía un mensaje».

Tonto como era, Mikhail sintió que había una esperanza. «¿Puedes hacerlo?».

«Te lo he prometido, ¿no?».

Una terrible esperanza se alzó en su cabeza. «¿Cómo le miraré a la cara después de eso?».

Y al parecer la paciencia de Jon se acabó. «¡Maldita sea, Mikhail, si no coges el teléfono y le llamas voy a coger un helicóptero e izaré tu culo delgaducho de ese barco!».

Muy a su pesar, Mikhail sonrió a través de su pánico. Shane tenía los mejores amigos. «Duras palabras para ser un chico hetero».

«Estoy jodidamente a la moda. Ahora dile que le enviarás un mensaje más tarde y que hablarás con él en Navidad. Solo habla de eso y tiene que dormir».

Fue un descanso. Un aplazamiento. Otra semana robada, o tres, o cinco, sabiendo que Shane seguía teniendo una buena opinión de él, sabiendo que seguía rodeado de ese suave brillo que emanaba de Shane Perkins y de toda esa seriedad y amabilidad que llevaba en su corazón.

«De acuerdo. Le llamaré en Navidad. Dile que se lo prometo».

Y fue como si lo liberaran de una prisión. No tenía que disfrutar de las maravillas del barco, del cielo azul o del claro horizonte solo. Podía enviarle mensajes a Shane, y Shane estaría allí, encantado, feliz de saber de él. Otro humano en el planeta a quien Mikhail le importaba. Mientras Ylena se alejaba más y más de él rodeada de un aura de felicidad y de (¡gracias a Dios!) un calor tal que parecía que los estaban asando, la cercanía de Shane se convirtió en la cuerda salvavidas de Mikhail.

Se convirtió en lo que le hacía real.

«Estoy en tierra; las carreteras son polvorientas y tengo un impulso terrible de comprar las muñecas baratas que venden mientras caminamos carretera adentro. Tengo que comprarte algo».

«Solo te necesito a ti».

«Aunque hables bien eso no te salvará de un adorno cutre». Mikhail bufó y distinguió un lugar con posibilidades; tenía cerámica pintada de colores brillantes y telas tejidas a mano. Entró y vio que había mujeres dentro, todas trabajando en algo. Algunas tejían, otras estaban con ruecas y en una pequeña zona a un lado algunas incluso estaban haciendo cerámica.

Aquello, pensó con felicidad, era una cooperativa. Le gustó. La mercancía era evidentemente de calidad, y las mujeres que las hacían parecían ser quienes las vendían. Estaba dando una vuelta por la tienda cuando un hombre miró por encima de su hombro el pesado poncho que estaba ojeando. Era muy caro, pero a Mikhail no le importó. Tenía dos regalos para Shane esperando en su apartamento: una bufanda que Ylena había hecho a ganchillo a petición de Mikhail, para remplazar aquella de la que no se podía separar, y un CD casero con las canciones que había puesto en la lista de música con el nombre de Shane. Quería algo más. Todo ese tiempo ahorrando hasta los centavos y finalmente quería despilfarrar algo de dinero en alguien.

—Eso es algo carito —dijo un hombre, sonriendo ligeramente, y Mikhail le miró de reojo. Era algunos años mayor que él, vestía bien con camisa de botones y pantalones caquis, cabello marrón, ojos azules y recién afeitado. Mikhail se encogió de hombros y miró otro poncho de un rojo terroso.

—Es una cooperativa. Esas mujeres sacan un salario y alimentan a sus familias y no trabajan por un sueldo de esclavo. Los corazones libres hacen mejores productos. —Había leído la señal, impresa en inglés. Lo creyó.

El hombre se encogió de hombros.

—Sí, pero hay un sitio más abajo en la calle que vende lo mismo por menos.

Mikhail torció el gesto. Había visto ese sitio al pasar.

—Justo aquí hay un sitio donde los niños no tienen que trabajar por pesos —dijo bruscamente. Decidió que quería más color. Shane vestía rojos oscuros y marrones; tenía el cabello marrón y los ojos marrones, y debía de pensar que esos colores le sentaban bien, pero no eran los únicos. ¿Un púrpura oscuro, quizás, con un diseño marrón claro en la trama?

Exploró felizmente y estaba a punto de elegir el regalo cuando el hombre volvió a hablar con una sonrisa conciliadora en el rostro.

—¿Te das cuenta de que estás tatareando y dando saltitos?

Mikhail le miró, parpadeando. Shane le había dicho que hacía eso cuando estaban en la librería..., pero Shane había sonreído al decirlo, sus ojos se habían arrugado en las comisuras y había sonado como si fuera una cualidad suya sumamente encantadora y maravillosa. Ese hombre lo dijo de tal modo que parecía que se merecía un premio por la observación.

—Sí —dijo—. Ya me lo han dicho. —Y diciendo eso escogió su compra y fue a que se la envolviesen. También se llevó una manta para Mutti, y aunque ambos sabían que muy pronto sería suya, ese día la mantendría caliente sentada en la cubierta bajo un enorme sombrero y mirando felizmente la eternidad.

No estaba preparado para que el hombre se pusiese a caminar a su lado de vuelta al barco, ni para que volviese a intentar empezar una conversación. Mikhail habló con él de manera distraída, y entonces su bolsillo vibró.

«De acuerdo, me muero por saberlo. ¿Cómo de cutre es el adorno?».

Mikhail sonrió y se detuvo donde estaba para responder. «Es tan hortera que ni tus cien gatos se molestaran siquiera en romperlo».

Hubo una pausa y el siguiente mensaje de Shane hizo que Mikhail hiciera una pequeña mueca de tristeza. «Echo de menos a mis gatos. Espero que haya todavía cinco cuando vuelva».

«¿Cuántos quieres? ¿Una docena?».

«No me importaría. Pero eso es mucha mierda de gato».

«No esperes que la limpie. Tampoco limpio las ventanas».

Le costó levantar la vista y vio que el hombre finalmente se había ido. No importaba; tenía la compañía que necesitaba justo allí, en la palma de la mano.

«Todo lo que espero de ti es un poco de tiempo y montones de piel».

«Eso podría hacerlo. Incluso podría darte mucho tiempo».

«Puedo esperar».

Mikhail se puso serio. Shane lo sabía. Ambos lo sabían. Su regreso a casa sería... aciago. Triste. No tendría nada de tiempo libre hasta que su madre mejorase y su recuperación estaría marcada de negro.

«No quiero esperar. El tiempo robado sigue siendo tiempo. Puede que solo tengamos momentos. No los tiraré a la basura».

«Quizás podamos guardarlos, como caramelos».

«Quizás podamos devorarlos, como un bistec».

Y así continuó. Hasta que Mikhail no hubo colocado las compras en su camarote y fue corriendo a darle a su madre su manta no se dio cuenta de que ese hombre, el de la tienda que no le dejaba tranquilo, había estado intentando ligar con él. Pensó durante un momento que quizás debería haberle preguntado su nombre, y a continuación recordó el corazón egoísta de ese hombre. No sería una pareja apropiada para Shane, así que a Mikhail no le interesaba.

Así que estaba de buen humor cuando le llevó a Mutti su manta. Ella la miró con admiración y la acarició.

—Tan suave, mal'chik... ¿de qué está hecha?

—Parte lana de oveja y parte de alpaca. Son muy suaves; esto te mantendría caliente en medio de una tormenta de nieve.

Ylena sonrió, alzando la vista a continuación hacia su hijo y tiró de la bufanda marrón que éste llevaba alrededor del cuelo.

—Aquí no estamos en una ventisca. Sé por qué me siento como si necesitara más mantas... ¿por qué llevas eso cuando debemos estar a veintinueve grados?

Mikhail se sonrojó.

—Yo… simplemente la cogí, por costumbre. Yo... —Bueno, demonios. Era su madre. ¿A quién se lo iba a contar ella?—. Le echo de menos, eso es todo.

Ylena asintió.

—Bueno, sí. Aunque me sorprende que todavía la tengas. No paro de olvidarme de que dijo que no te pediría que se la devolvieses.

Mikhail frunció el ceño y cerró la mano de manera protectora (si hubiese sido consciente) alrededor de la lana marrón.

—¿Qué día?

—Ya sabes..., el día antes de que le hiriesen. Cuando nos llevó a los dos la comida. Fue a mirar a tu habitación y como no la encontró, dijo que era mejor olvidarlo. No se llevaría la bufanda ya que te gustaba tanto.

Mikhail parpadeó.

—No sabía que hubiese estado en mi habitación. —Intentó pensar; ¿había allí algo embarazoso? ¿Incriminatorio? ¿Cualquier cosa que pudiese asustarle y alejarle?

Los hombros estrechos, cubiertos y arropados incluso con el calor, se alzaron, encogiéndose, y Ylena hizo una mueca quitándole importancia.

—¿Qué? ¿Va a robarte? No lo creo. Por un lado, contaste el dinero y había más que suficiente. Por el otro, es Shane. No te preocupes, lubime. Ese hombre no haría nada en el mundo que no fuera para hacerte feliz.

Y fue entonces cuando Mikhail lo supo.

Inspiró e intentó recordar. Los billetes habían estado amontonados al azar, tal y como él los había guardado, más por superstición que por cualquier otra cosa. No había parecido que hubiese ninguno nuevo, ni ninguno que estuviera fuera de lugar. Había habido un número inusual de billetes que estaban azules, pero como el tinte de la ropa de feria a menudo desteñía, eso tampoco le extrañó. Pero, aun así. Oh, Dios; había estado tan preocupado. Tan lleno de pánico. ¿Y si no mantenía su promesa? ¿Y si aquellos días encantadores con su madre, aquel tiempo para verla feliz y sin preocupaciones antes de que le dejara para siempre, aquel momento no hubiese sido posible?

Pero había sido posible. Había sido posible porque Shane lo había deseado tanto para Mikhail como Mikhail lo había querido para sí mismo.

Por un momento su orgullo levantó su fea cabeza. Por un momento contempló coger su teléfono y dejar un mensaje del que jamás pudiera retractarse. Pero su madre estiró la mano y le palmeó el muslo de manera tranquilizadora, y se le ocurrió: ella lo había sabido. Debía haberlo sabido, o no habría sacado el tema.

—Lo sabías —dijo en voz baja.

—Lo supuse. No se lo dije pero lo supuse. Tu amigo no sabe mentir.

Mikhail tuvo que reírse ante eso. Recordó con mucha claridad la maravilla y el anhelo reflejados en el rostro de Shane ese día en la feria mientras Mikhail actuaba. ¿Cómo podía Mikhail no elegirle? ¿No cogerle la mano? ¿Que fuera su compañero ese día y descubrir quién podría ser ese hombre alto y fuerte con semejante corazón de niño?

Tuvo que resultarle difícil mentir.

—No —le dijo a su madre—. No sabe mentir. —Era tal y como había dicho en el hospital: Shane tenía un corazón tan limpio como el claro cielo azul. Que le partiese un rayo si iba a ser él el cabrón que le disparase una flecha y viese llover sangre... pero tampoco podía ignorar lo que había hecho.

Cuando le llamó al día siguiente, el resto del barco (incluida su madre) estaba vestido alegremente y reunido en el comedor dando cuenta de una comida que engordaba extraordinariamente. Mikhail se quedó allí un rato, disfrutando viendo a su madre encandilar a la gente con su sonrisa todavía sorprendente, su nuevo vestido rojo y la peluca rubia comprada para las ocasiones especiales. No había manera de pasar por alto su enfermedad o sus efectos pero Ylena mantenía su rostro orgulloso y libre de dolor cuando estaba con gente. Había hecho muchos amigos en ese viaje, mientras estaba sentada en la cubierta “muriendo con estilo”, como ella lo llamaba, y Mikhail se sentía orgulloso de poder dejarla en la mesa, rodeada de gente que no la dejaría sola.

Mientras se iba, ella le puso la mano en el brazo y dijo:

—Dile hola  y dale las gracias de mi parte aunque tú no se las des por la tuya, ¿sí, Mikhail Vasilyovitch?

—Sí, Mutti.

Por supuesto que le diría a Shane “Gracias”. Dejaría claro que el regalo era innecesario, pero le diría “Gracias”.

—¿Ibas a decírmelo alguna vez? —preguntó en ese momento, aún confundido.

—Esperaba que no. —Una vez más Mikhail tuvo la impresión de que Shane estaba en una habitación oscura, y sintió una repentina frustración de que pudieran hablar por teléfono en una habitación oscura pero no en persona. Pensaba que era intolerablemente injusto que el mejor casi-sexo de su vida hubiese tenido lugar en un pasillo y en la silla del trabajo.

—¿Cómo pudiste no decírmelo? —Y aquello era lo que más le molestaba—. ¿Simplemente... simplemente me habrías dejado tener esto, este enorme regalo, sin decirme que era gracias a ti?

La respuesta de Shane sonó irritada.

—¡No ha sido gracias a mí, maldición! Tú reuniste la mayor parte del dinero. Era tu sueño. Era tu promesa. Era tu jodida voluntad. Yo solo te eché una mano, el último empujón. ¿Es eso tan malo?

—¡Pero te lo habría pedido! —Oh, Dios. Era la verdad. Lo había pensado, muchas veces, antes de ponerse a contar sus billetes. Lo habría odiado, pero lo habría hecho.

—Jamás me lo habrías perdonado —dijo Shane con aire sombrío, y Mikhail contuvo la respiración.

—Esa es la verdad —dijo con tristeza—. Que Dios me ayude; esa es la verdad. No lo habría hecho. Y esto... Esto puedo perdonártelo. No tengo opción. —Rió suavemente, sin ganas—. Maldito seas, Shane; para ser un hombre que dice no tener elegancia, has conseguido bailar un vals con un puerco espín hasta el final de la canción.

Hubo un silencio, y Mikhail se preguntó si finalmente había utilizado una metáfora que Shane no podía seguir, pero no tenía de qué preocuparse.

—¿Quieres bailar otro?

—Sí. —Tragó, sintiéndose como si estuviera mirando por el borde de un precipicio—. Sí. —Cerró los ojos y saltó—. ¿Te gustaría escuchar la melodía?

—¿Springsteen? —preguntó Shane esperanzado, y Mikhail tuvo que reírse.

—Springsteen es demasiado triste. ¿Qué tal U2?

—Puedo vivir con eso. ¿Cuáles son los pasos?

—Quiero ser ese hombre. Aquel al que tu familia llama cuando estás enfermo. El que va a ver tu casa y la barandilla que acabas de poner en el porche y el enorme agujero que tus perros locos han cavado. Quiero que me vean en una cena al menos una vez. Yo... —Oh, Dios. Le sudaban las manos. Tenía que parar o saldría huyendo por los pasillos del barco hasta que le fallase el corazón de puro miedo ante su propia valentía—. No puedo prometerte que sea mañana. No puedo prometerte tampoco la semana siguiente. Pero mientras me sigas llamando, mientras sepa que estarás ahí cada miércoles para llevarme la cena, mientras esperes ansioso volver a verme, quiero ser ese hombre.

La voz de Shane tembló al otro lado de la línea.

—De acuerdo —dijo en voz baja—. De acuerdo. Abracadabra; eres esa persona. Cena en casa de Deacon, tan pronto como... tan pronto como puedas. Puedes conocer a todo el mundo. Benny puede cocinar para ti; lo hace mucho mejor que yo. Eres esa persona.

—¿Vas a estar bien? —No parecía que estuviese bien. Parecía tenso y estresado. Hubo un ruido sordo que sonó como un gran cuerpo cayendo de culo al suelo.

—Me estoy sentando —murmuró Shane—. Estoy bien. Señor, Mickey... Es solo que nunca creí que tuvieras toda esa fe. Feliz Navidad, Mikhail. Feliz jodida Navidad.

Mikhail también estaba sentando en el suelo del camarote.

—Feliz Navidad para ti también, hombre persistente e insoportable. ¿Puedo hacerte una mamada ahora?

Shane rió débilmente al teléfono.

—Chico, podría animarme a hacer sexo telefónico, pero estoy en el dormitorio de Crick y Deacon y sería raro.

—Da; yo estoy en el camarote que comparto con Mutti. Eso posiblemente sería peor.

—¿Entonces qué hacemos ahora?

Como si Mikhail lo supiera. Eso era como una mariposa haciendo ver que era un caballo.

—¿Quizás podrías contarme tu día?

Y para Shane no hizo falta nada más.

—Al bebé le han encantado las cosas que me ayudaste a elegir, igual que a Benny. Ha adorado que tú también ayudases. Creo que la impresionaste de verdad cuando yo estaba desconectado. ¿Has visto alguna vez a un niño pequeño abriendo regalos? No sé como lo hacen otros críos, pero Parry Angel se limita a desgarrar el papel y a saltar dentro. Benny le ha enseñado a hacer ángeles de confeti como, ya sabes, ángeles de nieve, cuando terminó de romper el papel...

Cuando la conversación hubo terminado finalmente (Shane tuvo que irse porque su teléfono estaba pitando) Mikhail permaneció sentado en el suelo del camarote y descansó la cabeza sobre las rodillas. Estaba allí cuando su madre entró, empujada en su silla de ruedas por un amigo nuevo que había notado que se estaba cansando. Mikhail se levantó para ayudarla a ir de la silla de ruedas a la cama, donde ella se sentó lánguidamente mientras él le fijaba la vía intravenosa y la acomodaba entre los cojines.

—¿Le diste las gracias de mi parte, lubime? —preguntó mientras él le quitaba los brillantes zapatos rojos.

—Nyet —contestó de manera ausente—. Puedes hacerlo tú misma, Mutti, cuando vuelva a recogernos a la vuelta.

—¿Estará lo bastante bien para eso? —preguntó excitada, y Mikhail parpadeó. Shane le había dicho que le estaban cuidando en el rancho de Deacon, y se había ofrecido voluntario sin más para conducir dentro de una semana y media esa distancia tan larga.

—Supongo que sí; lo ha prometido. No creo que sepa romper promesas.

—¿Está teniendo una Navidad agradable? —insistió Ylena, y Mikhail finalmente alzó la vista hacia ella y sonrió, captando la señal de que no estaba siendo tan comunicativo como a ella le gustaría.

—Está teniendo una Navidad maravillosa. Creo que le he dado lo que más quería, Mutti... es por eso por lo que no estoy hablando mucho. ¡Todavía me estoy preguntando qué es lo que he hecho!

Se movió para sentarse junto a ella y le cogió la mano automáticamente. A medida que su cuerpo fallaba más y más, buscaba el confort del contacto humano.

—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó ahora con amabilidad.

—Le he prometido que seré alguien importante en su vida —admitió—. Mientras duremos, le he prometido que estaré ahí. —Tragó—. Es aterrador, ¿sabes? He sido importante para ti, y no estoy seguro de que eso haya sido siempre bueno. Deseo tan poco hacer daño a este hombre.

Ylena le apretó la mano, sus huesos eran frágiles y delgados bajo sus fuertes dedos.

—Le harás daño, ¿sabes? —le dijo con suavidad—. Pero nada irreparable. Nada de forma intencionada. Y ciertamente no lo suficiente como para alejarlo, a menos que te esfuerces mucho o te equivoques muchísimo. Tienes que vivir con tus errores, Mikhail Vasilyovitch. Eres un buen hombre, pero no eres perfecto. Los amantes se hieren los unos a los otros; es la naturaleza de las cosas. Las madres hieren a los hijos y los hijos hieren a las madres, y después al final están juntos para decirse adiós. En realidad, es todo lo que podemos esperar. Es lo mejor que podemos hacer.

—¿Qué hay de los amantes, Mutti? ¿Pueden ellos también estar juntos al final? Yo no estuve ahí para Olek.

La mandíbula de Ylena se tensó y cerró los ojos.

—Olek no era realmente un amante, lo sabes. Era un niño... Ambos eráis unos niños. Estabais perdidos y os teníais el uno al otro, pero un amante de verdad no arrastra a su amado hasta la miseria con él porque no quiere ir solo. Este hombre te alejará, ya te ha alejado, solo porque quiere verte feliz. Este hombre puede estar ahí contigo hasta el final. Solo necesitas tomar la decisión de hacer el viaje con él.

Su madre estaba muy cansada, y Mikhail se sentía mal por mantener su atención durante tanto rato. Pero, pensó con egoísmo, muy pronto sería capaz de descansar para siempre, y él la necesitaba tanto en ese momento.

—Tengo tanto miedo de no poder hacer esto —murmuró con suavidad. Ella ya estaba dormida, pero solo oír su respiración regular y rasposa como respuesta, era suficiente.

Y ese terrible miedo no mantuvo a Mikhail alejado de los mensajes o las llamadas. No evitó que se alegrase cuando Shane habló de volver a casa, aunque se encontrara débil. No evitó que le mostrase a su madre fotografías de los perros (unos animales aterradoramente grandes) y de los gatos (infinitamente preferibles), y de la barandilla del porche que Shane había terminado en su tiempo libre mientras se recuperaba. No le detuvo de mirar fijamente, fascinado, las fotografías de la familia; nunca había visto a Parry Angel en persona, o a la querida esposa e hija de Jon. Vio a Jeff llevando un divertido gorro de fiesta el día de Año Nuevo mientras hacía saltar a Parry Angel sobre su regazo, y se rió ante el caos de Jon sentado en el suelo entre las niñas pequeñas, ayudando a su hija con una copa de plástico grande. Reconoció a Deacon y a Crick como los dos hombres que se había cruzado en el hospital el primer día, y se maravilló al ver el amor entre ellos incluso en aquella pequeña y granulosa foto en su teléfono.

Aquella era la familia de Shane, pensó con asombro y pavor. A él también les hubiese gustado.

Disfrutó el viaje; hizo muchas fotografías, fotografías que revelaría y que guardaría para siempre. Olvidó que era el dinero de Shane el que estaba gastando y volvió a verlo como el dinero de sus ahorros. Compró recuerdos para Benny, Andrew, Jon, Jeff y los bebés. Habló con su madre a menudo y con sinceridad, contento, mientras el barco entraba en el neblinoso malecón de San Francisco, de que hubiesen hablado de casi todo lo que podían decir que era importante, y de que ella pudiese enfrentarse a la muerte abiertamente, sin remordimientos ni peso sobre su corazón.

Y al final, mientras empujaba la silla de ruedas de su madre por la rampa y le vio apoyado contra la barandilla, esperándolos con ojos ansiosos, comprendió que Shane era todo lo que quería ver. Estaba más delgado y pálido. Se mantenía en pie con el cuerpo doblado, como si estuviera evitando el dolor. Y cuando vio la expresión de inseguridad que Mikhail le dirigía, su rostro se iluminó, de una manera tan brillante que fue como el sol mexicano.

Su madre le palmeó la mano.

—¿Estás feliz de verle, lubime?

Tragó. Durante un momento ni siquiera pudo responder.

—Oh, Dios, sí, Mutti.

—Entonces aparca esta máquina en la esquina y ve a besarle. Si existe un momento en el que uno puede olvidarse de su madre, es cuando alguien te está mirando de esa manera.

Lo hizo. Aparcó la silla en su sitio, fuera del paso, y corrió hacia delante. Los ojos de Shane se ensancharon y su boca se abrió en una pequeña o, y parecía tan vulnerable y, a la vez, tan sólido, de pie al final de la plancha, que Mikhail no pudo evitar sonreír de oreja a oreja. Prácticamente tiró a Shane al suelo con su impulso, y cuando el hombretón los estabilizó a los dos y bajó la vista, sonriendo desde su altura imposible, su risa caldeó la niebla fresca que los rodeaba.

—¿Me has echado de menos? —preguntó esperanzado.

—Si te dijera cuánto, sería imposible vivir contigo. Cállate y bésame, hombre impresentable. Me alegro de estar en casa.