XIX

NOSOTROS, UNOS POCOS ELEGIDOS

Bolitho se separó la camisa de la piel y observó a unos pajes que llevaban agua potable por debajo de ambos pasamanos para las dotaciones de los cañones. Parecía haber pasado una eternidad desde que la señal de «¡Enemigo a la vista!» del Valkyrie había sido repetida a lo largo de la línea, y Bolitho sabía que a pesar de su superioridad numérica, era mucho peor para los barcos franceses que se aproximaban. El Black Prince tenía sus vergas muy braceadas y ceñía lo máximo al viento que le era posible a un buque de su tamaño, lo que le permitía mantener la formación en línea con sólo media milla de separación entre cada uno de ellos. El enemigo recibía el viento por la amura de babor, de manera que parecía zigzaguear, escorando mucho en algún momento con sus velas como corazas de metal para enseguida dar violentos latigazos en cierta confusión.

Bolitho se tapó la luz de los ojos para mirar a través de la masa del aparejo. Se habían aparejado redes de combate para evitar que los motones y perchas rotas que cayeran mataran hombres con la misma eficacia que una bala de hierro. Era como estar atrapado en una trampa. No había escapatoria para aquellos hombres con su armamento preparado para culminar, con victoria o derrota, la dura existencia diaria que habían tenido que soportar hasta el momento.

Bolitho divisó la fragata Tybalt y vio como barloventeaba con no menos dificultades que el enemigo. Pero una vez los navíos de línea estuvieran lo bastante cerca para entablar combate, el comandante Esse arribaría desde su trabajada posición a barlovento para atacar la flota enemiga de buques transporte y de provisiones y desperdigar o destruir a cualquiera de ellos que quedara al alcance de sus andanadas. Tenía pocas posibilidades de sobrevivir, pero todo comandante de una fragata conocía los riesgos de la acción independiente. El casco de la Tybalt se había diseñado y creado justo para esa clase de operaciones, pero sus maderas no estaban para nada a la altura de la enorme potencia de fuego de una línea de combate. Bolitho cogió un catalejo de manos del guardiamarina De Courcy y lo apuntó con cuidado hasta dar con la irregular formación de barcos que tan lejos estaba por la amura de estribor. Qué lentitud. Había acertado con sus primeros cálculos. Sería al mediodía cuando los primeros cañones tantearan sus alcances.

¿Y todo para qué? Puede que al final mereciera algún comentario en la Gazette, igual que el último combate del Hyperion. Aquello casi había pasado desapercibido entre los ecos entonces todavía retumbantes de Trafalgar y de la muerte del héroe de la nación.

Ferguson sería el primero en saberlo, ya fuera en el pueblo o de boca del cartero. Y luego Catherine. Miró el perfil apuesto de Keen. Uno no tenía que ser mago para adivinar en qué estaba pensando mientras el tiempo pasaba despacio y los hombres se apoyaban contra los cañones, algunos respirando aceleradamente mientras la incertidumbre les dejaba como supervivientes exhaustos de un combate no librado aún.

Después de todo, ¿qué importancia real tenía Martinica? Se la habían conquistado a los franceses en 1794, pero como era típico, se les había devuelto a resultas de los acuerdos de la breve Paz de Amiens. Siempre era igual, y Bolitho se acordaba a menudo de las palabras de un sargento de infantería de Marina que había exclamado lleno de amargura: «Seguro que si vale la pena morir por ella, vale la pena retenerla, ¿no?». A lo largo de los años, su solitaria protesta no había obtenido respuesta.

Ahora, con la guerra cambiando de dirección en Europa, la perspectiva de malgastar vidas y barcos sin un propósito duradero iba contra sus convicciones más profundas.

Una vez más, se veían abocados a entrar en acción, no porque fuera lógico o inevitable, sino porque la guerra había empezado a ir por delante de las mentes que planeaban las estrategias desde lejos.

Keen apareció a su lado.

—Si el resto de la escuadra nos encuentra, señor, todavía podríamos salir victoriosos. Pero si el comandante Crowfoot no se imagina nada de esto… —Se dio la vuelta y miró fijamente hacia la Tybalt, que acababa de hacer otro bordo.

—No puedo enviar a la Tybalt a buscarle, Val. Hoy es nuestra única esperanza.

Keen miró a los hombres que estaban en la rueda, junto a los cuales Julyan hablaba tranquilamente con dos de sus ayudantes.

—Lo sé.

Bolitho cogió el tazón de agua que le ofrecía uno de los pajes. ¿Y qué era de Thomas Herrick? ¿Habría reunido a algunas de sus patrullas locales y estaría en camino para ofrecerles apoyo? Parecía mucho más probable que se hiciera cargo del setenta y cuatro cañones Matchless, que estaba al mando de su enemigo Lord Rathcullen. Sus reparaciones estarían casi acabadas, y en cualquier caso, el avistamiento de un navío de línea más podría acabar de disuadir de su objetivo a una flota de invasión que desearía evitar el combate a toda costa. Empezaba a ponerle nervioso la constante comparación de su situación actual con los acontecimientos que habían llevado ante un consejo de guerra a Herrick. En su carta, Catherine había mencionado brevemente la repentina muerte de Hector Gossage, el capitán de bandera de Herrick en aquel costoso combate en defensa del convoy. Nunca se había recuperado del todo tras perder su brazo, y ni siquiera su inesperado ascenso al rango de oficial general había podido protegerle de la invasión de la gangrena. Si aquel día en la gran cámara aquel hombre hubiera sabido que estaba condenado, su versión de los hechos podría haber sido muy diferente. Bolitho tenía sus sospechas, pero no era algo que pudiera expresar libremente sin pruebas. De todas maneras, Gossage había salvado el futuro de Herrick y probablemente también su vida.

En todo aquello, lo realmente determinante había sido el papel desempeñado por Sir Paul Sillitoe.

—Están formando en dos columnas, señor —dijo Keen.

Bolitho volvió a alzar su catalejo, consciente al hacerlo de que el guardiamarina De Courcy estaba mirándole atentamente. Otro almirante en potencia. «Qué diferente sería su Marina», pensó.

Se centró en los dos barcos que encabezaban las dos líneas del enemigo, con sus velas retorciéndose mientras hacían otro bordo más, a la vez que la fragata pasaba entre ellos como un terrier entre dos toros.

En los mástiles y vergas se veían las notas de color de las señales y las banderas tricolores que ondeaban en respuesta al gesto de desafío que había lanzado la corta línea inglesa al izar más enseñas nacionales. No estaba claro si era desafío o sólo desesperada obstinación.

El mayor Bourchier gritó:

—¡Infantes de Marina, preparados para revista!

Hizo una señal a su segundo en la cadena de mando, el teniente Courtenay, un veterano a pesar de su juventud. ¿Quiénes sino los infantes de Marina iban a pasar revista en presencia del enemigo y, quizás, ante la muerte?

Bolitho se tocó el ojo malo. Le escocía de mala manera, de modo que le lloraba cada vez que miraba hacia donde estaba el sol.

—¿Qué distancia crees que hay, Val?

—Dos millas, señor. Más no. —Pensó de nuevo en el chinchorro y en el desesperado intento de Bolitho de ocultar su ceguera a aquellos que tenían depositadas todas sus esperanzas en él.

Vio a Allday desatando la empuñadura de su machete y a Jenour atisbando hacia las banderas de señales mientras el guardiamarina Houston escuchaba sus instrucciones.

Estaba también el sexto oficial, James Cross, un chico vestido de teniente de navío y que estaba a cargo de la guardia de popa y del palo mesana con su aparejo y sus velas de manejo menos complicados que los otros. No miraba ni a izquierda ni a derecha, y en ningún momento hacia los buques de guerra franceses que avanzaban lentamente. También había el teniente de navío Whyham, el cuarto oficial, que había servido con él en el viejo Argonaute seis años atrás como alegre guardiamarina. Parecía bastante decidido mientras observaba su trozo de cañones y a los hombres sobrantes que estarían pendientes del palo mayor, el verdadero punto fuerte de cualquier navío de línea.

Y abajo en las oscurecidas cubiertas de baterías, todos los demás estarían esperando, aguzando sus oídos e intentando acordarse de su hogar o de sus seres queridos sin poder conseguirlo.

El teniente de infantería de Marina exclamó:

—¡No he visto nunca un uniforme así, abanderado! ¡Dele trabajo de más cuando esto haya acabado!

Los otros infantes de Marina sonrieron. No eran nuevos en el barco, y exceptuando a un pequeño puñado de reclutas, los casacas rojas que formaban en fila desde el alcázar al castillo de proa eran todos de una misma unidad. A pesar del abarrotado mundo de entrecubiertas, aún se las arreglaban para vivir a su manera, en sus propios «barracones», tal como ellos llamaban a sus ranchos.

Se oyó un estallido sordo, y unos segundos después se levantó una fina columna de agua del mar dejando una voluta de humo allí donde había caído.

El segundo forzó una sonrisa.

—¡Tendrán que hacerlo mejor que eso! —Pero sus ojos tenían una mirada vacía.

—No puedo entender qué sentido tiene dividir su fuerza, señor —dijo Keen.

—Creo que sé qué es lo que pretenden, Val. Tres irán a por nuestros dos consortes. —Vio como Keen asumía el significado de sus palabras—. La otra mitad vendrá a por nosotros. —De repente, el plan quedó tan claro que casi pudo verlo en acción.

—¿Ordeno cargar y asomar, señor?

No le contestó inmediatamente.

—Pasa la voz al condestable y al señor Joyce de la cubierta inferior de baterías. Todavía tenemos tiempo. El Valkyrie será el primero en entrar en combate. —Reflexionó unos momentos—. Sí, todavía hay suficiente tiempo. El enemigo intentará hacer el máximo daño posible en nuestras perchas y aparejo para evitar que apoyemos a nuestros amigos. Pero nuestros cañones de a treinta y dos les superan en alcance. ¿Cuántas palanquetas y otras clases de balas para el mismo propósito tenemos? Jugaremos a su mismo juego.

No era difícil comprender la táctica francesa. Acostumbraban a apuntar al aparejo para inutilizar a sus oponentes, mientras que los ingleses preferían poner su empeño en disparar rápidas andanadas contra el casco para someter al enemigo.

—Es muy probable que no llevemos más que para unas pocas andanadas completas —respondió Keen—. Pero pasaré sus órdenes inmediatamente al condestable. El señor Joyce es un buen oficial… Me encargaré de que le digan que apunte cada cañón él mismo. Con el viento haciéndonos escorar, deberíamos ser capaces de hacerles mucho daño.

—Enseguida que acabe con ello, pasa la orden de cargar y asomar, Val.

Sonaron algunos disparos más pero nadie vio dónde caían; probablemente lo harían a proa del Valkyrie, en la vanguardia.

Los otros tres buques franceses habían acortado vela, preparándose así para luchar contra el tres cubiertas con insignia de vicealmirante en el palo trinquete. El primer intercambio de disparos sería decisivo. La fuerza constante del viento separaría a los enemigos inmediatamente tras los primeros disparos y les llevaría más tiempo recuperar cualquier clase de posición hacia barlovento.

Se oyeron pitadas bajo cubierta y cuando las portas se abrieron, el barco entero pareció contener la respiración. Entonces, con las cubiertas temblando bajo su tremendo peso, asomó sus cañones y sus dotaciones se apresuraron a moverlos con sus espeques atisbando por encima de sus joyas negras para echar un vistazo al enemigo. Sonaron más pitadas. Con todos los cañones cargados, la gran batería inferior, con sus ánimas a punto con sus mortíferas balas encadenadas y palanquetas, unas que eran unas barras con el extremo cónico y que doblaban su longitud cuando volaban por el aire y otras con forma de palas que giraban sobre sí mismas como las aspas de un molino.

—Arribe dos cuartas —dijo Keen—. Quiero llevarme a los otros lejos.

Fue en ese momento cuando el Valkyrie primero y luego el Relentless abrieron fuego, y la humareda se extendió a través de sus velas y sus aparejos como nubes bajas. Gran parte de la andanada quedó corta, levantando masas de agua revuelta, pero algunas balas alcanzaron a los buques enemigos. El aire se estremeció cuando la línea francesa respondió proyectando sus largas lenguas anaranjadas a lo largo de sus portas. Como Bolitho había predicho, no fue una respuesta convincente; los cañones de la batería inferior estaban prácticamente a nivel de la superficie del agua y seguramente los oficiales no podían elevarlos lo suficiente para alcanzar a los dos setenta y cuatro cañones.

—¡Mantenga el rumbo! —Keen cruzó el alcázar, mirando alternativamente la orientación de las velas y la posición de la formación enemiga. Estaba empezando a acercarse en un rumbo convergente, mientras detrás de ella podía ver el estilizado casco de la solitaria fragata. Se dio la vuelta para decírselo a Bolitho, pero vio su sonrisa y no lo hizo.

—La he visto. Arbola una insignia de contralmirante. Sería exactamente lo que haría Baratte. De esta manera puede seguir controlando el combate y también moverse entre las formaciones rápidamente.

Keen vio que era capaz de devolverle la sonrisa.

—¡Lo que usted haría, señor, si no me equivoco!

Sedgemore caminaba con grandes zancadas por la cubierta superior de baterías con su sable desenvainado y apoyado en su hombro mientras echaba un vistazo rápido a cada una de las dotaciones. De los cabos de cañón con sus tirafrictores ya tensos a los sirvientes de ambos lados de las cureñas, preparados para refrescar las ánimas humeantes y recargar como habían hecho tantas veces en los incesantes ejercicios de Keen. Algunos de los pajes habían enarenado las cubiertas y otros esperaban para salir a buscar a toda prisa cartuchos de pólvora a la santabárbara en cuanto se necesitaran. Eran chicos de los barrios bajos de los puertos o niños que suponían una carga demasiado grande para las familias que iban aumentando de tamaño. En su mayor parte tenían la misma edad que los guardiamarinas. Pero estaban a miles de millas de distancia de ellos.

Keen desenvainó su sable y lanzó la vaina a Tojohns, su patrón. No lo volvería a envainar hasta que el enemigo se rindiera o le fuera arrancado de su mano inerte.

El buque francés cabeza de línea estaba cambiando muy ligeramente el rumbo. Bolitho se imaginó a Joyce y a sus subordinados en la cubierta inferior de baterías, observando atentamente las portas cuadradas con la resplandeciente extensión de agua de pronto perturbada por el bauprés y el beque del enemigo como salidos de la nada.

Bolitho lanzó una mirada al gallardete del tope. Ondeaba rígido, como una lanza, y notó cómo la cubierta escoraba aún más a sotavento. El sonido del pito de Joyce fue ahogado por el primer par de cañones de la cubierta superior de baterías, y también el siguiente, y el otro, hasta que el aire se llenó de humo asfixiante. En el espacio cerrado de aquella gran batería inferior sería mucho peor.

El buque francés cabeza de línea pareció marchitarse de golpe, con sus lonas retorciéndose como destrozadas por unas garras gigantes, y con un brusco estruendo que pudo oírse a través del agua, su palo trinquete cayó con todo su aparejo por el costado llevándose obenques, perchas y hombres gritando con él.

El segundo barco, otro setenta y cuatro cañones, había estado obedeciendo una señal de acercarse más al primero y ahora, dado que su consorte estaba tambaleándose fuera de la línea, con su castillo de proa extrañamente desnudo sin su palo trinquete, corría el peligro de colisionar.

—¡Fuego a discreción! —gritó Keen.

Se oyeron nuevas pitadas y las cubiertas de baterías superior y segunda rugieron hacia el enemigo. Bolitho vio saltar volando trozos del segundo barco y agujeros en sus velas flameantes cuando el hierro lo alcanzó de proa a popa.

Allday apretó los dientes.

—Eso por lo que estamos a punto de recibir…

Todas las portas del costado del buque enemigo escupieron fuego y Bolitho asió la barandilla del alcázar cuando notó las balas en el casco como si fueran grandes martillazos. Pero no cayó nada de arriba y algunos de los cabos de cañón que veía en la cubierta superior estaban ya con sus manos en alto, preparados para disparar otra vez.

Keen aulló:

—¡En el balance alto, señor Sedgemore!

—¡Fuego!

Los largos cañones de a doce retrocedieron sobre sus bragueros y aparejos, humeando y silbando sus joyas negras como seres vivos cuando las lanadas mojadas fueron introducidas en ellas.

—¡Asomen! —Sedgemore se enjugó su cara sudorosa—. ¡Al enfilar el blanco, muchachos! ¡Fuego!

El tercer barco había arribado para esquivar a los dos primeros y dio un pronunciado balance ante la fuerza de toda la andanada completa que disparó sobre la aleta del Black Prince.

Se oyó un gran estrépito y también gritos desde debajo de la toldilla, así como el ruido sordo de un cañón volcando.

—¡Timón de orza! —Keen observó al primer barco tambalearse hacia ellos, aún fuera de control por la gran masa de aparejo y perchas que lo lastraban como una gran ancla de capa. Alzó un catalejo y vio los reflejos del sol en las hachas que intentaban cortar el mástil caído y su séquito, mientras otros hombres miraban inmóviles al tres cubiertas, aparentemente incapaces de moverse al llegar el botalón de foque del Black Prince a la altura del suyo y rebasarlo.

A aquella distancia, los grandes cañones de a treinta y dos de Joyce no podían fallar. El enemigo estaba a unos escasos treinta metros cuando tronaron desde cada una de las portas y otra andanada de metal aullador alcanzó el resto de los mástiles y perchas, así como la cubierta.

El mayor Bourchier miró con poco más que un interés profesional cómo su teniente espetaba:

—¡Infantes de Marina! ¡Calad bayonetas! ¡Preparados!

Se fueron marcialmente hasta la batayola y pusieron sus mosquetes sobre la misma para apuntar.

El humo se arremolinaba sobre la cubierta. Bolitho vio que Allday hacía una mueca de dolor a su lado cuando una bala entró por una porta y se convirtió en una bandada de mortíferas esquirlas al chocar contra la boca del cañón justo cuando lo estaban asomando.

La dotación del cañón fue lanzada en todas direcciones, algunos de sus hombres hechos pedazos cubriendo de sangre y restos el cañón de a doce vecino y a sus sirvientes, y otros cayendo donde estaban con la misma postura y expresión que tenían.

El guardiamarina Hilditch, uno de los de doce años que se había unido al Black Prince en Spithead, había estado llevando mensajes desde el alcázar a la cubierta inferior de baterías y viceversa. Cayó por la escotilla abierta pero no antes de que Bolitho hubiera podido ver que la mitad de su rostro había desaparecido. Como Tyacke.

—¡Está intentando cruzar nuestra popa, Val!

Bolitho vio a unos hombres corriendo a cumplir las órdenes de Keen, cazar las brazas y drizas para permitir que el barco arribara más. Su peligro más inmediato era el tercer barco de la línea francesa. Si lograba pasar ante la desprotegida popa del Black Prince a aquella distancia, podría disparar una andanada completa cubierta tras cubierta contra la misma. Cualquier buque de guerra, una vez hecho zafarrancho de combate, quedaba abierto de proa a bovedilla; una sola y bien acompasada andanada convertiría las cubiertas de baterías seguidas en un caos sangriento. Pero el enemigo había tardado demasiado en iniciar la maniobra y estaba ahora virando para rebasar la aleta de estribor del buque insignia.

—¡Infantes de Marina! ¡Abran fuego!

Como insignificantes armas de juguete entre el estruendo del armamento principal, los mosquetes obedecieron, mientras a lo lejos, en una guerra que parecía irreal por la distancia, el otro combate rugía con virulencia desatada. Cuando Bolitho levantó su catalejo, vio consternado como el Relentless iba a la deriva, con su timón aparentemente inutilizado y sus palos mayor y mesana talados como árboles mientras continuaba disparando hacia la densa humareda. Los mástiles del Valkyrie estaban todavía intactos y pudo ver su bandera flotando por encima de la cortina de humo como si estuviera separada del barco que la arbolaba.

Dieron más impactos en la parte baja del casco y unos hombres cayeron gritando y agonizando cuando dos balas irrumpieron a través de la batayola, matando a algunos sirvientes de los cañones del costado que no había entrado en combate.

Un guardiamarina aterrorizado atravesó corriendo el alcázar con los ojos muy abiertos, probablemente por haber visto el cuerpo inerte de Hilditch en la escala. Eso si la esquirla de hierro no había sido despiadada dejándole malherido.

—¡Camine, señor Stuart! —gritó Keen—. ¡La gente le está mirando hoy!

Bolitho se estremeció cuando otra oleada irregular de balas de cañón explotó sobre cubierta. Las palabras de Keen eran como oírse a sí mismo mucho tiempo atrás. Oyó decir entre jadeos al chico:

—¡No hay más palanquetas, señor!

—Vaya abajo. Dígale al señor Joyce que reanude los disparos sobre el barco que está en nuestra aleta.

El chico se marchó del alcázar caminando; su pequeña figura se alejó sin atreverse a mirar lo que había a su alrededor.

Algunas de las dotaciones del trozo de proa se separaron de su pieza a la vez que se agachaban cuando otra bala pasó aullando justo por encima suyo y dio en otro cañón volcándolo.

Sedgemore apareció allí al instante.

—¡Vuelvan! ¡Luchen con su cañón, hatajo de cabrones, o lucharán conmigo!

Corrieron de nuevo a los aparejos de su pieza bajo la mirada inquisitiva de su cabo de cañón, que se avergonzaba visiblemente de sus hombres.

Las redes de combate aparejadas sobre cubierta botaron con la caída de cordaje roto y de un mosquete de un hombre de la cofa. Algunos marineros trepaban con denuedo por los obenques de sotavento con un ayudante de contramaestre para intentar reparar algunos aparejos que colgaban de la arboladura. Uno de ellos cayó enseguida al ser alcanzado por uno de los disparos de los tiradores del otro barco que probaban su puntería preparándose para disparar sobre los oficiales.

—¡El segundo barco se está acercando, señor! —Keen se llevó una mano a la cabeza cuando su sombrero cayó a cubierta agujereado por una bala de mosquete. El proyectil no le había dado por unos pocos dedos.

En un breve instante de calma, Bolitho oyó el estallido más agudo de los cañones de la Tybalt. Debía estar entre los buques de provisiones.

—¡Hemos de concentrarnos en el último, Val!

Casi se cayó cuando una bala impactó en cubierta matando a dos de los timoneles.

Otros dos corrieron a sustituirles pero un ayudante de piloto gritó:

—¡No responde, señor! —Sus pantalones blancos estaban salpicados de sangre de sus dos compañeros pero en lo único que podía pensar era en la rueda. El barco estaba ya moviéndose sin control.

El sólido casco tembló ante la embestida de más balas y Bolitho se encontró recordando el último combate del Hyperion. El viejo barco no habría podido resistir aquel despiadado bombardeo. Una gran explosión hizo que el aire se estremeciera, pero la intensidad del fuego cruzado de todos los barcos que estaban en combate enseguida se restableció.

Debía haber sido un buque de provisiones saltando por los aires, como el que Adam había destruido.

Bolitho alzó un catalejo y observó a los hombres que subían al castillo de proa del buque francés, intercambiando algunos de ellos disparos con los infantes de Marina y otros blandiendo alfanjes y hachas, preparados para abordarles mientras el Black Prince continuaba cayendo hacia sotavento.

Keen le miró fijamente con ojos desconsolados.

—¡Si tuviéramos algún apoyo, señor…! —Fue como un grito de desesperación.

El mayor Bourchier gritó con voz ronca:

—¡Más infantes de Marina abajo a popa, señor Courtenay! —Pero el teniente yacía muerto al lado de su sargento, y Bolitho se acordó de los primeros y terribles momentos vividos tras abordar el buque insignia de Herrick. Éste seguía dando órdenes a sus infantes de Marina, que estaban desparramados por las ensangrentadas cubiertas como soldados de plomo rotos.

Allday desenvainó su machete y dijo:

—Juntos otra vez, ¿eh, Sir Richard? —Miró entrecerrando los ojos como Tojohns corría a devolverle su sombrero a Keen. Un agujero limpio atravesaba el ala.

Keen se sintió de pronto más relajado. Era la locura, entonces. Había visto a algunos de los hombres desmoronarse y abandonar corriendo sus puestos cuando la muerte había empezado a gemir entre ellos. «Pero yo no. Este es mi barco. Me lo cogerán cuando esté agonizando, no antes».

Unas balas dieron cerca en la cubierta y supuso que los tiradores franceses estaban disparando desde la cofa del trinquete del dos cubiertas. Entonces oyó gritar a Tojohns y le vio tambalearse contra un cañón abandonado. Le salía sangre por la boca. Jenour se arrodilló a su lado y negó con la cabeza.

—Ha muerto, señor.

—¡Venga aquí, Stephen! —gritó Bolitho. Había visto salir volando las astillas que esas balas habían levantado en la tablazón. Los tiradores enemigos debían haber visto el uniforme de Jenour incluso a través de la asfixiante barrera de humo.

Jenour se había visto atrapado por la misma locura irrazonable: se sacó el sombrero como saludo hacia la cofa del palo trinquete del enemigo y entonces se le acercó andando tranquilamente por la cubierta.

Allday lanzó una mirada al otro patrón, que tenía el rostro crispado y desfigurado por el dolor de la muerte, y blandió desafiantemente el aire con su machete.

—¡Haré que lo paguen, amigo!

Se notó un fuerte bandazo cuando el bauprés del otro barco ensartó el aparejo del palo mesana como si fuera un colmillo. Desde allí, algunos franceses saltaron o cayeron en los pescantes y el pasamano del Black Prince para ser inmediatamente rechazados por marineros con chuzos con los que arremetían con fuerza a través de las redes de combate, lanzándoles entre gritos de dolor a la cada vez más estrecha cuña de agua que había entre los dos barcos.

El teniente de navío Sedgemore aulló:

—¡Dos hombres! ¡Aquí! Ayuden a apuntar este cañón antes de que…

Una bala le impactó en el pecho y cayó muy lentamente de rodillas con la cara llena de incredulidad. Antes de acabar tendido en la tablazón enrojecida ya estaba muerto.

—¡No voy a rendirme! —gritó Keen.

Bolitho desenvainó su viejo sable y vio la gran sombra de Allday superponiéndose a la suya.

—¡Ni yo!

Entre los disparos ya esporádicos, en alguna parte sonó una trompeta.

Como obedeciendo a una señal, los dos barcos se quedaron en silencio. Fue como si se hubieran quedado sordos, hasta que los gritos y alaridos de los heridos y moribundos revelaron de nuevo la truculenta realidad del combate.

Keen se enjugó la boca con la manga.

—¿Qué está pasando? —Vio al guardiamarina Houston mirándole fijamente con la mejilla herida por una astilla de madera—. ¡Suba arriba!

Bolitho oyó al teniente de navío Whyham haciéndose cargo de la cubierta superior y se preguntó si vería el cadáver de su superior como una oportunidad de ascenso, como Sedgemore había hecho en su día.

Oyó también la voz de Houston, aguda, entre los otros ruidos, impresionado quizás por los cuerpos desgarrados de las cofas que habían recibido de pleno un disparo de metralla.

—¡Del Valkyrie, señor! ¡Barcos al noroeste!

Bolitho agarró con fuerza el brazo de Keen hasta que este hizo un gesto de dolor.

—¡Ha venido después de todo, Val! —Miró a lo largo de las cubiertas manchadas, a los muertos despatarrados y a los heridos que se arrastraban entre sollozos—. ¡Ojalá hubiera llegado antes!

Los buques franceses estaban dando vela, y cuando el humo empezó a disiparse con el viento, Bolitho vio la solitaria fragata enemiga con la insignia de contralmirante en el tope del palo mesana, y luego, emergiendo lentamente a través del humo por detrás de ella, la Tybalt. Sus velas estaban plagadas de agujeros y tenía profundas marcas a lo largo de su casco.

Pero Bolitho no podía dejar de mirar a la fragata enemiga inmóvil. Se frotó el ojo malo hasta que el dolor le hizo gritar.

—¡La bandera, Val! ¡Mírala y dime que no estoy loco!

Keen forzó una sonrisa; la locura se iba desvaneciendo. Más tarde sería peor. Pero ahora… Respondió:

—Es nuestra bandera, señor. —Y entonces, añadió con sorpresa—: ¡El comandante de la Tybalt vale más de lo que pensaba!

La voz de Houston se entrometió:

—¡El primer barco es el Matchless, setenta y cuatro, señor! ¡Lleva insignia de contralmirante! —Hubo una corta pausa, como si las palabras se hubieran quedado atascadas en su garganta—. ¡Los otros también son de los nuestros!

Lo que pudiera decir de más quedó ahogado por una salvaje ovación. Los hombres salían por las escotillas y se apartaban de sus cañones; otros se encaramaban al aparejo para vitorear como si el resto de la escuadra pudiera oírles.

—¿Damos caza al enemigo, señor? —preguntó Keen.

Bolitho se apoyó en la barandilla reseca por el sol. Había sangre fresca en su manga, pero no sabía de quién era ni cuándo le había salpicado.

—No habrá caza. Ya ha habido bastante matanza hoy, y los planes del enemigo para las Indias han sido desbaratados. —Se enjugó la cara otra vez. Herrick no lo había olvidado. De no ser por él, el Black Prince y los demás habrían sido vencidos. Pero habían desperdigado al enemigo. Para algunos, el precio pagado por ello sería mísero. Mientras que si se hubieran rendido al enemigo para salvar vidas, habrían salido con deshonor y aquellos mismos políticos que finalmente iban a reconocer su mérito le habrían condenado.

Miró los rostros cansados y manchados de pólvora que conocía y amaba; sólo esta última palabra podía describir lo que sentía.

Allday, corpulento e ileso, girándose para coger un tazón de algo que Ozzard le ofrecía mientras pasaba junto a los cadáveres tendidos. Keen, pensando ya en sus hombres y en la necesidad de preparar de nuevo su barco para cualquier desafío, fuera del enemigo o del océano.

Y miró también a aquellos a los que sólo conocía de vista y por sus nombres. Como los dos guardiamarinas que estaban allí cerca medio sollozando silenciosamente sin que les importara quién viera su desahogo. Y Julyan, el piloto, vendando con su pañuelo rojo favorito la muñeca de uno de sus ayudantes.

Y todos aquellos que todavía estaban vitoreándole a él y a sus compañeros. Y también estaba el cirujano, William Coutts, más bien con aspecto de matarife con aquel delantal lleno de sangre. Venía a dar el parte de bajas a su comandante, el precio que habían pagado aquel día de febrero. Los nombres de aquellos que nunca volverían a ver Inglaterra ni a poder enorgullecerse de lo que habían hecho.

—¿Tiene alguna orden, Sir Richard? —preguntó Jenour.

Bolitho le cogió por los dos brazos y dijo bajando la voz:

—Allá está la fragata apresada Triton. —Vio cómo le afectaba a pesar de la tensión alcanzada con la brutal realidad del combate.

—Yo… yo no quiero, Sir Richard…

—Llevará mis despachos a Londres usted mismo, capitán de corbeta Jenour. Sus señorías le darán sin duda la fragata a otro con más experiencia o más influencia, pero seguro que no más merecedor de ella. Si es así, deberán ofrecerle el mando de un barco.

Jenour no pudo decir nada y Allday se dio la vuelta para no verle.

Bolitho insistió.

—Le echaré de menos, Stephen, más de lo que se imagina. Pero la guerra es la guerra, y a los hombres que usted va a mandar les debo la experiencia que tiene.

Jenour asintió cabizbajo.

—Nunca olvidaré…

—Y una cosa más, Stephen. Quiero que vaya a ver a Lady Catherine y le entregue una carta mía. ¿Lo hará?

Jenour no podía hablar. Su demacrada y compungida cara se lo impedía.

—Cuéntele cómo ha sido, dígale la verdad, de la manera que pueda. Y llévele… mi amor más profundo. —Él mismo no pudo seguir hablando; sus ojos estaban muy lejos, viéndola caminar en el cabo sitiado por el invierno.

Alguien gritó:

—¡El Matchless está en facha, señor!

Su comandante irlandés, Lord Rathcullen, debía de haberlo llevado como enloquecido, como el día en que casi lo había desarbolado. El resto de barcos de la escuadra estaba todavía muy lejos por su popa.

—No lo entiendo, señor —dijo Keen—. Han arriado la insignia de contralmirante. —Y de repente dijo—: ¡Reúna a la partida del costado…! ¡El Matchless ha arriado un bote!

—Eso es para hacerme saber que estoy al mando otra vez… No quiere tomar parte en esto —dijo Bolitho.

Pero cuando el bote llegó al costado, Herrick no estaba a bordo.

Bolitho recibió al alto lord irlandés en el portalón de entrada y le dijo:

—¡Ha llegado justo a tiempo, señor!

Rathcullen miró a su alrededor, hacia el aparejo que oscilaba roto, las manchas ya apagadas de los cadáveres que habían sido sacados a rastras, el humo que flotaba y el caos que todavía reinaba tras el combate.

—Pensaba que llegábamos demasiado tarde, Sir Richard. Cuando descubrí que…

—Pero ¿dónde está el contralmirante Herrick? ¿Está bien?

Rathcullen estrechó la mano a Keen.

—Ha sido una treta, Sir Richard. He pensado que si el enemigo veía una insignia de almirante, supondría que estaba a punto de echársele encima una escuadra mucho más grande.

Keen dijo con una leve sonrisa:

—Ha funcionado. Ninguna otra cosa podría habernos salvado; y además hemos capturado al almirante francés. —Su tono de voz era, sin embargo, apagado. Estaba angustiado por la incredulidad y el profundo dolor que reflejaba el semblante de Bolitho.

En la cabeza de Bolitho todavía retumbaban los estallidos atronadores del combate: hombres muriendo y otros suplicando la muerte antes que caer en manos del cirujano y su navaja. Pero no dejaba de pensar en Herrick.

Rathcullen percibió su decepción. Dijo con tono desapasionado:

—Recordé al contralmirante Herrick que yo vine aquí bajo el mando de usted, señor. Le sugerí que izara su insignia en mi barco más adelante… Eso me dio la idea para la treta.

—¿Y qué dijo?

Rathcullen miró con tristeza a Keen.

—Dijo: «No me echarán la culpa dos veces», Sir Richard.

—Entiendo.

Keen dijo:

—Le agradecería que pasara un cabo de remolque a mi barco hasta que tenga el gobierno arreglado, comandante.

Miró atrás sólo una vez y Bolitho medio levantó una mano hacia él.

—Gracias, Val.

Ozzard había aparecido de nuevo con una copa bien llena. Allday la cogió y se la ofreció a Bolitho. En su puño parecía un dedal.

—No todas las heridas sangran, Sir Richard. —Observó como se la llevaba a los labios. Vaciló y añadió—: Lady Catherine se lo diría. Algunas personas cambian. No siempre es culpa de ellos…

Bolitho se acabó la copa y se preguntó si aquel brandy vendría de aquella tienda de St. James.

—Doy gracias a Dios de que usted no, amigo mío.

Jenour les vio caminando juntos y deteniéndose a hablar con algunos de los marineros. Su mundo. Había sido también el suyo, y ahora ya no lo sería más. Miró hacia la fragata apresada y creyó volver a oír la voz de Bolitho. «El regalo más codiciado».

Pero el teniente de navío, ahora capitán de corbeta en funciones, Stephen Jenour, nacido en Southampton, Inglaterra, sentía que acababa de perderlo todo.