II

EXTRAÑOS

Aunque estaba oscuro, la silenciosa y selecta plaza estaba exactamente como Bolitho la recordaba. Casas altas y elegantes, la mayoría de las cuales resplandecían llenas de una luz que se reflejaba en los árboles mojados y sin hojas, bajo los cuales, en pocas semanas, las niñeras empujarían sus cochecitos y se pasarían el tiempo contándose chismes sobre sus respectivas casas.

El carruaje se paró con el freno y Bolitho vio los rasgos de Allday perfectamente al asomarse desde el pescante y quedar iluminado por uno de los faroles. Bolitho descendió del carruaje y movió las piernas para activar la circulación dándose tiempo para poner en orden sus ideas.

Al final de la hilera de casas más cercanas había unas caballerizas donde un brasero resplandecía en el aire húmedo, casi oculto por los mozos de cuadra y cocheros que esperaban, toda la noche si era necesario, a que sus señores o señoras les hicieran llamar para que les llevaran a casa tras las fastuosas cenas o al salir de las salas de juego de alguna mansión de la plaza. Era el otro Londres, ese que Bolitho había llegado a odiar. Arrogante, irreflexivo. Sin compasión. Tan diferente del Londres de Catherine como diferentes eran aquellos petimetres necios de los marineros de Bolitho.

—Espere por aquí, Matthew —lanzó una mirada hacia la voluminosa silueta de Allday—. Venga conmigo, amigo mío.

Allday no objetó nada.

La puerta se abrió incluso antes de que se hubiera apagado el eco de la campana. Les recibió un lacayo cuya figura se recortaba ante la luz de los candelabros, la cual no permitía distinguir sus rasgos y le hacía parecer un maniquí de madera de una tienda de moda.

—¿Señor?

Allday dijo con tono áspero:

—¡Es Sir Richard Bolitho, amigo!

El lacayo hizo una reverencia a la vez que les daba paso al espléndido vestíbulo, que había sido completamente redecorado con unas cortinas nuevas de color granate en lugar de las que había visto en su última visita, que en aquel entonces también eran nuevas.

Oyó murmullos de voces y risas procedentes del comedor del piso de arriba, algo que no se esperaba para nada.

—Si es tan amable de esperar aquí, Sir Richard… —el lacayo había recuperado en parte su confianza—. Anunciaré su llegada.

Abrió una puerta y Bolitho recordó también aquella sala a pesar de los lujosos cambios que se apreciaban en ella. Allí se había enfrentado a Belinda por su connivencia con el vizconde de Somervell, el difunto esposo de Catherine, para planear encerrarla bajo falsas acusaciones en la conocida prisión de Waites hasta que fuera deportada y, por tanto, quitada de en medio. Nunca iba a olvidar a Catherine en aquella asquerosa cárcel llena de deudores y locos. Catherine nunca soportaría vivir encerrada; antes habría muerto. No, nunca lo iba a olvidar.

—¡Vaya, Sir Richard!

Bolitho vio a una mujer de pie junto a la puerta y de alguna manera supo que ella era la «mensajera» que había dejado la breve nota en la casa de Chelsea de Catherine. Era Lady Lucinda Manners, al parecer, una de las mejores amigas de Belinda. Llevaba su cabello rubio recogido y un vestido con el escote tan bajo que apenas le cubría los pechos. Ella le miró con una sonrisa divertida en los labios.

—Lady Manners… —Bolitho hizo una pequeña reverencia—. He recibido su carta al llegar a Londres. Quizás…

—Quizás, Sir Richard, pueda servirle como compañía hasta que Lady Bolitho pueda despedir a sus invitados. —Vio por primera vez a Allday tras la puerta—. Pensaba que estaba solo.

Bolitho permaneció impasible. «Me lo imagino perfectamente. La deliciosa ave de presa: otro intento para comprometerle».

—Este es el señor Allday. Mi compañero; mi amigo.

Allday se sentó con mucho cuidado en una silla de respaldo alto de portero que había en la entrada.

—Estaré cerca cuando me necesite, Sir Richard. —Uno de los candelabros se reflejó por unos instantes en la culata de latón de la pistola que ocultaba bajo la casaca.

Lady Manners también la vio y dijo un poco demasiado alegremente:

—¡No tiene nada qué temer en esta casa, Sir Richard!

Él la miró con tranquilidad.

—Me alegra saberlo, ma’am. Ahora, si quisiera usted acortar esta conversación le estaría igualmente agradecido.

El murmullo de voces del piso de arriba cesó, como si la casa misma estuviera escuchando y Bolitho oyó el roce del vestido contra la barandilla al descender Belinda por la magnífica escalera.

Se detuvo en el penúltimo escalón y le escrutó lentamente, como si buscara algo que se le hubiera perdido.

—Así que has venido, Richard. —Le ofreció la mano pero él no se movió.

—No finjamos. He venido por la niña. Es una cuestión de…

—¿De deber, ibas a decir? Desde luego no es por afecto.

Bolitho lanzó una elocuente mirada hacia la opulenta decoración.

—Parece que mi protección es bastante más que adecuada, y mucho más que merecida.

La silla de Allday crujió y ella exclamó:

—¡Preferiría no hablar de esto delante del servicio, sea el mío o el tuyo!

—Hablamos un idioma diferente. —Bolitho vio que podía mirarla sin odio, sin ninguno de los sentimientos que esperaba sentir. Y pensar que incluso le había echado en cara que se había casado con ella por la peor razón posible, porque se parecía mucho a su primera mujer, Cheney…

—Allday ha compartido conmigo todos los peligros y la ferocidad de esta maldita guerra… Es uno de los que tus llamados amigos despreciarían aunque arriesga cada día su vida para que viváis cómodamente. —Y añadió con repentina rabia—: ¿Qué le pasa a Elizabeth?

Ella pareció estar a punto de devolver el ataque pero desistió de hacerlo.

—Sígueme.

Allday se inclinó hacia delante para observarles hasta que desaparecieron por la curva de la escalera. No se iba a preocupar demasiado, pensó. Bolitho estaba tenso, pero le había mostrado su acero a Lady Belinda y a la otra buscona de hombros desnudos y una mirada que era más bien la de una mujerzuela de Plymouth.

Reflexionó sobre la travesía hasta Ciudad del Cabo. Sería como ninguna otra, pensó. Con Lady Catherine, el comandante Keen y el joven Jenour como compañía, sería más como un viaje de placer que un asunto del rey. Allday pensó en Lady Catherine. Qué diferente de las fulanas que había visto en esa casa. Alta, hermosa; la mujer de un marino, que podía convertir el corazón de un hombre en agua o en fuego sólo con mirarle. Hasta se ocupaba de la propiedad Bolitho de Falmouth, en la que, según Ferguson, el mayordomo y buen amigo de Allday, había hecho ya maravillas con sus sugerencias y consejos acerca de cómo sacarle rendimiento de nuevo y así recuperar las pérdidas que habían sufrido cuando el padre de Bolitho, el capitán James, se había visto obligado a vender gran parte de la tierra para pagar las deudas de juego de su otro hijo.

Ahora, todos se habían marchado, pensó con tristeza. Aparte del joven Adam, a quien Bolitho le había dado el apellido familiar, no quedaba nadie más de la familia. Se sintió inquieto al imaginarse la vieja casa gris vacía, sin poder esperar el retorno a casa de ninguno de sus hombres.

Había algo que compartía con Bolitho y por lo que se preocupaba de manera íntima: que un día el acero enemigo o el estallido de un cañón les separara. Como el amo y su perro fiel, ambos estaban temerosos de que el otro se quedara solo.

Arriba, la conversación volvió en el comedor. Bolitho apenas se dio cuenta de ello cuando se detuvieron ante una puerta con ornamentos dorados.

Belinda le miró fríamente.

—Como padre de Elizabeth, creía que debías saberlo. Si hubieras estado en el mar habría actuado de otra manera. Pero sabía que estarías con tu… con ella.

—Estabas en lo cierto —le devolvió la misma mirada fría e implacable—. Si mi mujer se hubiese contagiado de la fiebre de la pobre Dulcie Herrick creo que habría puesto fin a mi vida. —Vio como la frase hacía mella en Belinda—. ¡Pero no antes de acabar contigo!

Abrió la puerta de golpe y una mujer vestida de negro, que dedujo sería la institutriz, se puso rápidamente en pie.

Bolitho la saludó con un breve movimiento de cabeza y miró a la niña que estaba echada vestida en la cama y cubierta en parte con un chal.

La institutriz dijo en voz baja:

—Ahora está durmiendo. —Pero su mirada se dirigía a Belinda, no a él.

Elizabeth tenía casi seis años, los cumpliría dentro de tres meses. Había nacido cuando Bolitho estaba en San Felipe con su pequeño buque insignia de sesenta y cuatro cañones, Achates. Keen era también su capitán de bandera en el Achates, y en aquella isla había recibido Allday la terrible estocada en el pecho que casi le había matado. Allday rara vez se quejaba de ello, pero a veces se quedaba sin aliento, totalmente inmóvil por el dolor recurrente.

—Una caída —dijo Belinda.

La niña pareció moverse al oír su voz y Bolitho se acordó de la última vez que la había visto. No le había parecido para nada una niña, sino una persona mayor en miniatura, toda volantes y seda como la dama en que un día se convertiría.

Lo había comparado muchas veces con su propia infancia: juegos entre las barcas de pesca boca abajo en Falmouth con su hermano Hugh, sus hermanas y los niños del pueblo. Una vida apropiada, sin las restricciones de una institutriz ni de la figura lejana de su madre, que al parecer sólo veía una vez al día.

—¿Qué clase de caída? —preguntó con brusquedad.

Belinda se encogió de hombros.

—De su pony. Su profesor estaba vigilándola de cerca, pero me temo que ella estaba intentando lucirse. Se torció la columna vertebral.

Bolitho se dio cuenta de que los ojos de la niña estaban de repente muy abiertos, mirándole fijamente.

Cuando se inclinó sobre la cama para tocarle la mano ella intentó apartarse y alargó la mano hacia la institutriz.

—Para ti es una extraña —dijo Belinda bajando la voz.

—Todos somos extraños aquí —replicó Bolitho. Había visto dolor en la cara de la niña—. ¿Has avisado a un médico? A uno bueno, me refiero.

—Sí. —Sonó a «por supuesto».

—¿Cuánto tardó en verla? —Notó que la institutriz, les miraba a uno y a otro, como un padrino poco experimentado en un duelo.

—Yo estaba fuera cuando ocurrió. No puedo hacerlo todo.

—Entiendo.

—¿Cómo puedes entenderlo? —no disimuló la rabia y el desprecio en su tono de voz—. No te importa nada el escándalo que has provocado con esa mujer… ¿Cómo puedes pretender entenderlo?

—Concertaré una visita de un cirujano competente —dijo Bolitho.

El tono de Belinda le había dejado frío. Aquella era la mujer que había dejado morir a Dulcie Herrick tras aparentar ser su amiga, la que había utilizado el rechazo de Herrick hacia su relación con Catherine y la que la había difamado y finalmente abandonado en aquella casa azotada por la fiebre. Intentó no pensar en su viejo amigo Herrick. También él moriría o viviría con deshonor si el consejo de guerra fallaba en su contra.

—Por una vez, piensa en los demás antes que en ti —dijo Bolitho.

Se fue hacia la puerta abierta y se dio cuenta de que no la había llamado ni una sola vez por su nombre.

Tuvo tiempo de ver a alguien asomándose con curiosidad desde el comedor.

—Creo que tus amigos te están esperando.

Ella le siguió hasta la escalera.

—¡Un día tu famosa suerte se acabará, Richard! ¡Ojalá pueda estar ahí para verlo!

Bolitho bajó al vestíbulo mientras Allday se levantaba rápidamente de su silla de portero.

—Volvamos a Chelsea, Allday. Enviaré a Matthew al Colegio de Cirujanos con una carta para Sir Piers Blachford. Creo que es lo mejor —se detuvo ante el carruaje y lanzó una mirada hacia el brasero de la calle, con las figuras oscuras aún alrededor—. Incluso el aire parece más limpio aquí fuera.

Allday entró en el carruaje con él pero no dijo nada. Más borrascas a la vista. Había visto todos los signos.

Había visto la mirada que Belinda le había dirigido desde lo alto de la escalera. Haría cualquier cosa para que Bolitho volviera. Y estaría igual de contenta si le viera muerto. Sonrió para sus adentros. «Antes tendría que acabar conmigo, ¡y sé lo que me digo!».

* * *

El almirante Lord Godschale sirvió dos copas de brandy y observó a Bolitho, que estaba de pie junto a una ventana mirando hacia la calle. Al almirante cada vez le irritaba más el hecho de sentir siempre envidia por aquel hombre que parecía no envejecer. Aparte del mechón suelto sobre la cicatriz de su frente, que se había vuelto casi de color blanco, el cabello de Bolitho estaba tan oscuro como siempre y su cuerpo seguía erguido y nada grueso a diferencia del suyo. Resultaba extraño, puesto que los dos habían servido juntos como capitanes de fragata en la guerra de independencia americana: incluso habían ascendido a capitán de navío el mismo día. Ahora, las facciones en su día atractivas de Godschale se habían estropeado como su cuerpo y sus mejillas rubicundas delataban los excesos de la buena vida. Allí en el Almirantazgo, en los espaciosos despachos que ocupaba, su poder llegaba hasta el último barco, fuera grande o pequeño, de cualquier puesto de la Marina de su majestad británica. Esbozó una sonrisa cargada de ironía. Dudaba que el Rey supiera el nombre de ninguno de ellos, aunque Godschale mismo no podía hacer alarde alguno sobre ello.

—Parece cansado, Sir Richard. —Vio cómo Bolitho dejaba sus pensamientos a un lado y le miraba.

—Un poco. —Cogió la copa que le ofrecía el almirante tras haberla calentado encima del fuego que chisporroteaba. No era aún mediodía, pero sintió que lo necesitaba.

—He oído que salió esta pasada noche. Tenía esperanzas…

Los ojos grises de Bolitho brillaron.

—¿Puedo preguntarle quién le ha contado que estuve en casa de mi esposa?

Godschale frunció el ceño.

—Al saberlo, he acariciado la idea de que pudiera estar volviendo con ella —notó que su confianza flaqueaba bajo la mirada enojada de Bolitho—. Pero no importa. Ha sido su hermana, la señora Vincent. Me ha escrito recientemente en relación con su hijo Miles. Usted decidió no seguir apadrinándole, creo, cuando estuvo como guardiamarina en el Black Prince… Un poco duro con el muchacho, ¿no? Especialmente después de perder a su padre.

Bolitho tomó un sorbo de brandy y esperó que le calmara.

—De hecho fue un favor que le hice, milord. —Vio cómo las cejas de Godschale se enarcaban llenas de duda y añadió—: No servía en absoluto para el servicio. Si no lo hubiera hecho, tendría que haber dado la orden a mi capitán de bandera de que le sometiera a un consejo de guerra por cobardía ante el enemigo. Siendo alguien que disfruta propagando escándalos, ¡mi hermana parece haber obviado el verdadero motivo!

—¡Bien! —Godschale se quedó inesperadamente sin saber qué decir. «Envidia». La palabra flotó en su mente. Volvió a pensarlo. Era todopoderoso, rico y no corría el riesgo de perder la vida o un miembro como los comandantes a los que él mandaba. Tenía una mujer aburrida, pero podía encontrar consuelo en los brazos de otras. Pensó en la encantadora Lady Somervell: «Caramba, no me extraña que siga envidiando a este hombre imposible».

Godschale insistió de nuevo:

—Pero, ¿fue usted a la casa?

Bolitho se encogió de hombros.

—Mi hija no está bien. «¿Por qué se lo cuento? No le interesa».

Igual que la mención del guardiamarina. Era simplemente otra sonda. Sabía lo bastante de la reputación de Godschale, tanto la anterior como la presente, como para comprender que era capaz de hacer colgar o azotar a cualquiera que pusiera su cómoda situación en peligro, del mismo modo que nunca había mostrado la más mínima preocupación por los hombres que, un mes tras otro, capeaban temporales y soportaban calmas por un igual con muchas posibilidades de encontrar una muerte terrible al final.

—Lo lamento. ¿Qué puede hacerse al respecto?

—Lady Catherine está con un cirujano en este momento. Ella le conoce muy bien. —Notó cómo le escocía de repente el ojo malo, como delatando la mentira, el verdadero motivo por el que ella había ido a visitar a Blachford.

Godschale asintió, preguntándose por qué la esposa de Bolitho permitía una intromisión como aquella.

Bolitho pudo leer sus pensamientos como si los hubiera expresado en voz alta; se acordó de la voz de Catherine, echada a su lado en la oscuridad. Habían estado hablando buena parte de la noche, y como siempre, ella lo había visto todo con más claridad que él.

—Te preocupas demasiado, Richard, porque todavía te sientes responsable. Pero no lo eres. Ella ha hecho de la niña lo que es. Lo he visto en demasiadas ocasiones. Tengo que visitar a Sir Piers Blachford, uno de los pocos en quien confío, y estoy segura de que él podrá ayudar a Elizabeth o encontrar a alguien que pueda hacerlo. Pero no quiero ver cómo te consumes yendo a esa casa otra vez. Sé lo que ella está tratando todavía de hacer… Como si no hubiera ya conseguido suficiente de ti.

—En cualquier caso, estoy seguro de que no me ha hecho venir únicamente para hablar de mi situación familiar, ¿no, milord?

Extrañamente, Godschale pareció contento de dejarlo en aquel punto. Hasta la próxima vez.

—No, por supuesto. Por supuesto. He acabado de trazar los planes para su visita a Ciudad del Cabo. Mi ayudante le dará todos los detalles —carraspeó ruidosamente—. Pero primero está lo del consejo de guerra. Se ha fijado la fecha para finales de la semana que viene. He enviado un mensaje a su capitán de bandera a Portsmouth —le miró desafiante—. No he escogido el Black Prince para el consejo de guerra con mala intención. Tendrá más intimidad en él. El trabajo del arsenal puede interrumpirse mientras dure este desagradable asunto.

—¿Quién presidirá el consejo de guerra? —preguntó Bolitho.

Godschale revolvió unos papeles de su recargada mesa como si no pudiera acordarse.

Carraspeó de nuevo y respondió:

—El almirante Sir James Hamett-Parker.

Bolitho tuvo la sensación de que la sala daba vueltas a su alrededor.

En unos segundos había visto al hombre. Expresión adusta, intransigente y una boca fina: un hombre más temido que respetado.

—Estaré allí para declarar, milord.

—Sólo si se le pide, como testigo de después de los hechos, por así decirlo.

Bolitho se dio la vuelta junto a la ventana mientras pasaba ruidosamente una escuadra de dragones.

—Entonces está ya condenado. —Y añadió de repente, sorprendido de poder aún suplicar—: Tengo que hacer algo, milord. Es mi amigo.

—¿Lo es? —Godschale rellenó las espléndidas copas—. Esto me lleva al otro asunto… El tribunal estaba dispuesto a permitir que usted le defendiera. Era idea mía, de hecho. Todo este asunto no va a hacer más que daño a la flota, a todos los oficiales superiores que no tienen apoyo inmediato y que sólo disponen de su propio criterio como sostén. Con nuestro ejército listo para atacar a las puertas de Europa, todos los oficiales, desde almirante a capitán de corbeta, van a necesitar toda la confianza del mundo si esta gran empresa ha de tener éxito. Si fracasamos, puede que no haya otra oportunidad.

Había sostenido el punto de vista totalmente opuesto en su último encuentro, pensó Bolitho, pero eso ya no importaba.

—¿Quiere decir que el contralmirante Herrick no me ha aceptado como su defensa? —se acordó de la cara de Herrick la última vez que se habían visto, con la mirada obstinada, herida y amargada de sus ojos azules—. ¿A quién ha escogido?

Godschale lanzó una mirada al reloj. Sería mejor que Bolitho se marchara antes de que llegara su hermana y hubieran más problemas.

—Esa es la cuestión, Sir Richard. No va a tener a nadie.

Le observó detenidamente con una mirada muy penetrante. No era propio de él arriesgarse a nada que pudiera apartarle de su posición de poder. «¿Era realmente cierto lo que decían acerca de aquel hombre?», pensó con inquietud. «¿Le había alcanzado incluso a él mismo el carisma de Bolitho?».

—Hay algo que usted podría hacer.

Bolitho percibió su lucha interior y se sorprendió por ello. No había visto a Godschale nunca de aquella manera.

—Haré lo que sea necesario.

Godschale estaba empezando a sudar, y no era ni por el brandy ni por el calor de la chimenea.

—El contralmirante Herrick está en Southwark. Allí le irá a encontrar el oficial para coger la diligencia de Portsmouth pasado mañana. Esto necesita de la máxima discreción; muchos oficiales de Marina van y vienen en el Portsmouth Flier y podrían reconocerle a usted. Esto le complicaría más las cosas… Podría incluso haber un intento de desprestigiarle por confabulación.

Bolitho levantó la mano.

—Le doy las gracias por esto, milord… Puede que nunca sepa lo que significa para mí. Pero puede que un día esté en posición de devolverle el favor. Y no tema: no he oído nada de usted.

Godschale trató de esbozar una sonrisa compungida.

—Nadie se lo iba a creer en cualquier caso, ¡no de mí, quiero decir! —Pero la sonrisa no apareció.

Un rato después de que las puertas se hubieran cerrado tras Bolitho, Godschale seguía mirando hacia la ventana donde había estado su visita. Pensó que pronto se iba a arrepentir de aquello, pero se sintió extrañamente satisfecho a la vez.

Su secretario abrió la puerta con ademán solemne cuando Godschale hizo sonar la campanita de su mesa.

—¿Milord?

—Haga que traigan mi carruaje. Ahora.

El hombre miró el reloj, desconcertado por el comportamiento del almirante.

—¡Pero la señora Vincent estará aquí dentro de una hora, milord!

—¿Tengo que decirlo todo dos veces, caramba? ¡Que traigan el carruaje!

El hombre salió disparado y Godschale se sirvió otra copa de brandy.

Envidia. De repente, en voz alta, dijo hacia la sala vacía:

—¡Maldita sea, Bolitho, me hace envejecer! ¡Cuánto antes vuelva al mar, mejor para todos!

* * *

Había oscurecido ya cuando el carruaje de Bolitho llegó a la posada de Southwark. Después de salir traqueteando por el puente de Londres hacia la ribera sur del Támesis, creyó haber olido el mar y los numerosos barcos fondeados, y se preguntó si Allday se habría dado cuenta también y estaría pensando en la travesía hacia Buena Esperanza.

Oyó maldecir a Matthew desde su pescante y notó cómo las ruedas chirriaban sobre unas piedras caídas. Casi nunca maldecía y era el mejor de los cocheros, pero aquel carruaje se lo habían prestado para el viaje. El secreto sería imposible si el emblema de los Bolitho estuviera a la vista de todos.

Redujo la velocidad para pasar junto a una diligencia que estaba parada ante la famosa posada George, desde donde tantos oficiales de Marina iniciaban su largo e incómodo trayecto hasta Portsmouth. Sin sus caballos, parecía extrañamente abandonada, pero los mozos de cuadra y el servicio de la posada estaban ya cargando cofres y cajas encima, mientras los pasajeros daban cuenta de su última gran cena regada con madeira o cerveza según las preferencias. La posada George era el sitio de Londres donde Bolitho podía encontrarse con más conocidos.

Un poco más allá estaba la posada Swan, más pequeña. Era también una posada de posta y tenía la misma galería alta en su fachada que la otra. Pero ahí se acababa el parecido. La posada Swan era utilizada sobre todo por comerciantes como un lugar para descansar del viaje o hablar de negocios sin temor a ser interrumpidos.

En la penumbra del patio de la posada se movieron rápidamente unas figuras que cogieron las bridas de los caballos y alguien movió una cortina para observar a los recién llegados.

El estómago de Allday hizo ruido.

—¡Huelo a comida, Sir Richard!

Bolitho le tocó el brazo.

—Vaya a buscar al posadero. Luego coma algo.

Bajó del carruaje y notó el aire frío que subía del río. Corriente arriba, en la pequeña casa de Chelsea, Catherine estaría mirando aquel mismo río, imaginándose que estaba allí.

Un hombre voluminoso apareció bajo la luz de una puerta abierta que había a un lado.

—¡Que el cielo me condene, Sir Richard! ¡Qué sorpresa!

Jack Thornborough había empezado como secretario de contador durante la Revolución Americana, y más tarde, tras licenciarse, había conseguido trabajo en el almacén de víveres del arsenal de Deptford. Se decía de él, de manera poco amable, que había robado tanto en el almacén con la complicidad de los contadores de los barcos, que había acumulado lo suficiente para comprar entera la vieja posada Swan.

—Puede imaginarse por qué estoy aquí, Jack. —Vio brillar la calva del hombre bajo la luz cuando asintió como un conspirador.

—Está en su habitación, Sir Richard. Vendrán a buscarle pasado mañana, dicen, pero puede que vengan antes.

—Tengo que verle. Y nadie debe saberlo.

Thornborough le hizo pasar y echó el cerrojo tras él. Sonrió al ver el sencillo sombrero negro y la capa que Bolitho se había puesto para la ocasión.

—¡Parece usted más un caballero normal, si me permite decirlo, que un vicealmirante!

Notó que su estómago se le contraía y se acordó de que, como Allday, no había comido desde el amanecer.

—Ocúpese de mi gente, ¿quiere, Jack?

Thornborough se llevó la mano a la frente, por un breve instante era un marinero otra vez.

—¡Déjelo de mi parte, Sir Richard! —se puso serio—. Suba la escalera hasta arriba de todo. No verá un alma, ni nadie le verá a usted.

Debía ser una habitación muy reservada entonces. Quizás para salteadores o para amantes mal vistos por la sociedad. O para un hombre al que conocía desde hacía más de veinticinco años y que se enfrentaba al deshonor o la muerte.

Se sorprendió al comprobar que no se había quedado sin aliento al llegar arriba de aquella escalera crujiente. Gracias a todos aquellos paseos con Catherine a lo largo de los acantilados de Falmouth o por los campos, mientras le contaba lo que Ferguson y ella habían planeado hacer en la propiedad. Además, se había ganado el respeto de Lewis Roxby, quien siempre había tenido un ojo puesto en aquellas tierras y había comprado una parte en la venta que había tenido que hacer su padre para cubrir las deudas de su hermano Hugh. Después de todo, Roxby estaba casado con su hermana favorita, Nancy. Estaba bien que ella y Catherine fueran amigas, a diferencia de su otra hermana, Felicity, que parecía tan llena de odio.

Llamó a la puerta oscura y manchada: muchos años de humo de las muchas chimeneas de la posada, de encuentros en la noche de aquellos que no deseaban ser vistos. Pero Jack Thornborough no le fallaría. Había servido en la misma fragata que su hermano Hugh, y a pesar de la traición de éste, siempre había hablado bien de él. Tal como se decía a menudo, la Marina era como una familia; tarde o temprano uno se encontraba con los mismos barcos y las mismas caras. Y los caídos no eran relegados al olvido. Bolitho llamó otra vez y por un momento pensó que la habitación estaba vacía y que había ido allí en vano.

—Váyase —dijo una voz.

Bolitho dio un suspiro. Era Herrick.

—Thomas, soy yo. Richard.

Hubo otra larga pausa y entonces se abrió ligeramente la puerta.

Herrick dio un paso atrás y esperó a que entrara Bolitho. La pequeña y escasamente iluminada habitación estaba llena de ropa tirada, con un cofre abierto y el magnífico catalejo de Herrick, el último regalo de Dulcie, encima de una mesa y entre unas cartas, fuera de lugar.

Herrick apartó una casaca de una silla y le miró fijamente. Estaba algo encorvado, y a la luz de las velas, su cabello parecía más cano que antes. Pero tenía la mirada viva y sólo había cerveza de jengibre en otra mesa; sin rastro ni olor de brandy.

—¿Qué estás haciendo aquí, Richard? Le dije a ese estúpido de Godschale que no te metiera en esto… Actué como creí que era mejor. ¡Pueden irse todos al infierno antes de que cambie mi parecer! —Fue a buscar otra silla y Bolitho se entristeció aún más al ver que todavía cojeaba por culpa de su herida. Había sido alcanzado por una astilla recortada en el alcázar del Benbow, con sus infantes de Marina y las dotaciones de sus cañones esparcidos a su alrededor como fardos de harapos ensangrentados.

—Vas a necesitar ayuda, Thomas. Alguien debe hablar por ti. ¿Sabes quién va ser el presidente del consejo de guerra?

Herrick mostró una sonrisa tensa.

—Lo he oído. ¡No me extrañaría que hubiera matado más de los suyos que enemigos!

Se oyeron unas ruedas sobre los adoquines y el tintineo de unos arneses en el patio de la posada al llegar otro carruaje. Parecía que viniera de otro mundo; ¿y si era el oficial del Almirantazgo? Sólo había una escalera, y ni siquiera el imponente Jack Thornborough podría detenerles mucho tiempo.

—De todas maneras, serás llamado como testigo —dijo de repente Herrick. Hablaba con mucho resentimiento—, para describir lo que encontraste tras el combate. Al ser testigo no te dejarían defenderme, aunque quisiera. —Hizo una pausa—. Sólo doy gracias a Dios de que mi Dulcie no esté aquí para ver lo que está pasando —miró el catalejo reluciente—. Hasta he pensado en poner fin a todo esto y al infierno con ellos y su sentido del honor.

—No hables así, Thomas. No es propio de ti.

—¿No lo es? No vengo de un largo linaje de oficiales de Marina como tú —era casi una acusación—. Yo empecé sin nada; mi familia era pobre y con alguna ayuda de tu parte conseguí lo imposible: el rango de contralmirante. ¿Y a dónde me ha llevado, eh? Te lo diré: probablemente ante un pelotón de fusilamiento, como ejemplo para los demás. Al menos no serán mis propios infantes de Marina; casi todos murieron, maldita sea —agitó una mano con vaguedad, como un hombre en sueños—, en alguna parte, lejos de aquí. Y lo hicieron por mí, fue decisión mía.

Se puso en pie, muy rígido, pero en vez de al contralmirante, Bolitho sólo pudo ver al obstinado y comprensivo teniente de navío que había conocido en la Phalarope.

—Sé que sólo quieres ayudarme, Richard… —dijo Herrick.

—Somos amigos —insistió Bolitho.

—Pues no eches a perder por mí todo lo que has conseguido. Después de esto, no me importa mucho lo que pase, esa es la verdad. Ahora vete, por favor. —Le tendió la mano. El apretón fue tan firme como el del teniente de navío de los primeros tiempos—. No deberías haber venido.

Bolitho no le soltó la mano.

—No te des por vencido, Thomas. Hemos perdido ya a muchos amigos. «Nosotros, unos pocos elegidos»[2], ¿recuerdas?

—Sí, Dios les bendiga —contestó Herrick con la mirada perdida.

Bolitho cogió su sencillo sombrero de la mesa y vio una carta ya acabada bajo la luz de dos velas. Estaba dirigida a Catherine, escrita con aquella letra de colegial de Herrick.

Herrick dijo casi con brusquedad:

—Cógela si quieres. Pretendía darle las gracias por lo que hizo por Dulcie. Es una mujer de gran coraje, lo reconozco.

—Me habría gustado que se lo dijeras tú en persona, Thomas.

—Siempre he sido fiel a mis creencias, sean correctas o no. Ahora no voy a cambiar, aunque me den la oportunidad.

Bolitho se metió la carta en el bolsillo. Después de todo, había sido incapaz de ayudarle; todo había sido una pérdida de tiempo, tal como Godschale había insinuado.

—Nos veremos la semana que viene, Thomas. —Salió al oscuro rellano y oyó cerrarse la puerta tras él, incluso antes de llegar a la escalera.

Thornborough estaba esperándole en la ajetreada cocina.

—¿Quiere un poco de empanada caliente para entrar en calor antes de marcharse, Sir Richard?

Bolitho miró hacia la oscuridad exterior y negó con la cabeza.

—Gracias, pero no tengo ganas de comer nada, Jack.

El posadero le miró con semblante serio.

—No ha ido bien, ¿no?

Bolitho no dijo nada, incapaz de encontrar las palabras adecuadas. No las había.

Habían sido dos extraños.