XIII
… Y DESPEDIDA
James Sedgemore, el segundo del Black Prince, se detuvo en su interminable paseo por el alcázar para coger el catalejo del guardiamarina de guardia. Tenía la cara enrojecida por el viento vivo del sudeste y estaba muy pendiente de la actividad que había a su alrededor mientras el barco se preparaba para salir. Borneando frente a Spithead, estaba ya reaccionando, con sus mástiles y su aparejo vibrando mientras, por encima de las cubiertas, las diminutas figuras se movían como monos entre el trazado negro de obenques y estays, drizas y flechastes.
Sedgemore apuntó el catalejo hacia el embarcadero y vio la larga lancha verde del Black Prince frente a las escaleras, aguantándose sobre los remos para no sufrir daños con aquella mar tan picada. Tojohns, el patrón del comandante, estaba a su mando y se aseguraría de que todo estuviera bien.
El barco entero era un hervidero de rumores y especulaciones después de correr las historias que Tojohns había traído a bordo con él. El naufragio, un motín, tiburones devoradores de hombres, y por encima de todo, la dama del almirante sufriendo y aguantando con el resto.
Un hombre dio un aullido de dolor cuando un ayudante de contramaestre le golpeó con el rebenque. Les iría bien salir a alta mar, pensó Sedgemore. En su mayor parte, los oficiales estaban tan verdes como el grueso de la dotación, la mitad de la cual nunca había puesto un pie antes en un buque del rey. Pronto aprenderían, pensó con cierto desaliento. No iba a perder sus oportunidades de ascenso por su ignorancia o estupidez. Lanzó una mirada sobre la cubierta, donde su predecesor había sido partido en dos por una bala francesa. Así era muchas veces como llegaba la promoción, y uno nunca la cuestionaba, por si acaso no se volvía a presentar nunca la ocasión.
Pensó también en su comandante, tan cambiado desde que había dejado el buque por un puesto impreciso en Ciudad del Cabo: su sustituto temporal había sido rápidamente destituido tras la desafortunada colisión del barco. Aquello había sido a la vez un golpe de suerte para Sedgemore. Él mismo había recibido la orden de bajar a tierra con despachos para el almirante de puerto y se había demostrado que no tenía culpa alguna de lo ocurrido.
Se alegraba de tener de vuelta al comandante Keen. El otro hombre era tan distante que había sido imposible conocerlo. Por otro lado, Keen había vuelto contento y seguro de sí mismo, y aparentemente ni siquiera se le veía demasiado atribulado por la gran proporción de hombres de tierra adentro y de escoria de las cárceles en la dotación.
Sin embargo, habían vivido un momento delicado cuando el Black Prince había soltado sus amarras y había pasado por la estrecha entrada del puerto de Portsmouth para fondear allí, frente a Spithead. El viento había soplado con fuerza inusual y a Sedgemore se le habían puesto los pelos de punta al ver los bajos de Portsmouth Point y su grupo de casas a sólo unos pocos metros. Se había vuelto hacia el comandante y le había visto sonriendo mientras los hombres correteaban hacia las brazas y algunos hombres de más salían disparados hacia la gran rueda doble. Comparado con unos meses atrás, Keen había hecho gala de una nueva y juvenil temeridad, que no estaba allí cuando esperaban empezar el consejo de guerra del contralmirante Herrick.
Por sobrevivir a los peligros de un bote abierto o por la vuelta con su joven esposa. Probablemente fuera un poco de cada.
Más hombres corrieron a aflojar las cabillas para preparar las drizas, de manera que nada se enganchara cuando el ancla largara el fondo.
Sedgemore sonrió para sí mismo. Sí, les iría bien marcharse. No a Portugal sino a las Indias Occidentales, al parecer. Allí estaría fuera del alcance de sus acreedores hasta que mejorara su situación. Sedgemore era ambicioso a no poder más. Un barco a su mando y luego el ascenso a capitán de navío; era como un camino ya trazado de su destino. Pero su debilidad era el juego y una temporada a salvo en las Indias le mantendría alejado de problemas… hasta la próxima vez. Y Sir Richard Bolitho pronto estaría de nuevo a bordo. Seguramente, con su experiencia y su liderazgo habrían mejores oportunidades para el ascenso.
Vio aparecer momentáneamente a Jenour en cubierta con Yovell antes de desparecer bajo la toldilla. Jenour, anteriormente un joven oficial muy animado y lleno de experiencias con las que a veces entretenía a la cámara de oficiales, parecía uno de los más apagados y reacios a hablar de los que habían vuelto de una muerte casi segura. Sin embargo, Sedgemore sabía que nada iba a quedar en secreto tras unas cuantas semanas en el mar.
El cuarto oficial, Robert Whyham, que era el oficial de guardia, dijo:
—¡La lancha está desatracando, señor!
—Se lo diré al comandante. Pite guardia al costado. —Le gustaba Whyham, que era el único teniente de navío que quedaba de la cámara de oficiales original y había sido ascendido desde el sexto lugar en los últimos meses. Además, le envidiaba sin saber realmente el motivo, puede que por haber servido anteriormente con el comandante Keen en otro buque insignia, la presa francesa Argonaute. También había habido gloria en aquel combate. Sedgemore raras veces dejaba que su mente se detuviera demasiado en el lado negativo de las cosas.
Vaciló y echó un último vistazo a su alrededor: no había nada que pudiera valerle un reproche.
—Dígale a ese guardiamarina que vaya a proa para asegurarse de que la insignia del almirante esté ya envergada y preparada para ser izada con la última orden del saludo.
Whyham se llevó la mano a su sombrero goteante.
—Sí, señor.
Al menos el recibimiento iría bien; los dos oficiales de infantería de Marina eran del destacamento original, que ahora constituía una octava parte de las ochocientas almas del Black Prince.
El teniente de navío Sedgemore se alisó las solapas de su casaca y se quitó el sombrero cuando llegó hasta el rígido centinela de infantería de Marina que estaba ante la puerta del mamparo de la cámara del comandante.
«Un día yo tendré algo como esto». Por un terrible instante se pensó que había hablado en voz alta, pero cuando le miró a los ojos al centinela dio gracias al comprobar que su mirada estaba convenientemente perdida.
Llamó a la puerta con los nudillos.
—Comandante, señor…
* * *
El comandante del Black Prince, que estaba de pie justo debajo de la lumbrera de la cámara, miró a través del cristal moteado con gotas de agua de mar. El cielo estaba gris y las nubes se movían deprisa entre las ocasionales rachas que arreciaban contra el elevado costado del barco, lo que se hacía sentir en las mismísimas entrañas del mismo. Miró a Jenour, que estaba examinando sin ganas unos papeles que Yovell había dejado para que los firmara él. Era duro verle en aquel bote abierto con sus manos llagadas halando del remo; y la sangre del palmejar después de que Allday amputara la pierna infectada del capitán del Golden Plover. Le resultaba difícil imaginarse a sí mismo también en aquella situación.
Sabía lo que atribulaba a Jenour y dijo:
—Al final tenía que pasar. Ha sido usted el ayudante de Sir Richard más tiempo que nadie. A él le gusta usted, y esta es la manera de compensarle, además de ser lo más adecuado.
Jenour salió de sus oscuros pensamientos. Bolitho le había dicho que después de que llegaran a las Indias Occidentales, a la primera oportunidad le pondría al mando de algún barco apropiado. Era lo habitual, y en el fondo Jenour sabía que era inevitable. Pero no quería dejar al vicealmirante. Se había convertido en una parte de aquel magnífico grupo, «nosotros, unos pocos elegidos», como el pobre Oliver Browne lo había descrito en su día citando al Bardo[9]. Quedaban muy pocos de ellos ahora, pero eso nunca le había disuadido.
Keen interpretó su silencio como una duda persistente y dijo:
—La responsabilidad no es suya, así que no puede desaprovecharla. Es un privilegio, no un derecho, como yo y otros como yo descubrimos enseguida. Antes era usted más inseguro. —Sonrió—. Menos maduro, si lo prefiere. Pero su experiencia ha crecido con usted y es más necesaria que nunca. Mire este barco, Stephen. Chicos y viejos, voluntarios y granujas. Así son las cosas. Sir Richard tenía órdenes de dirigirse a las Indias para ponerse al mando de una escuadra de catorce navíos de línea. —Señaló hacia los papeles amontonados—. ¿Y qué le han ofrecido sus señorías? Seis en lugar de catorce, una fragata en lugar de las tres prometidas. Eso nunca cambia. Por eso, sus aptitudes, le guste o no, son absolutamente necesarias. Mire el caso del sobrino del vicealmirante, por ejemplo. En su día también fue su ayudante, y ahora ha ascendido a capitán de navío y está al mando de una magnífica fragata.
Jenour no podía compararse con Adam Bolitho. Se parecía muchísimo a su tío, aunque tenía una fogosidad de carácter que le venía por otro lado, probablemente de su padre ya muerto.
Jenour suspiró.
—Le agradezco lo que ha dicho, señor.
Keen observó como se marchaba y empezó con la rutina de preparase para hacerse a la mar. Una vez el ancla estuviera arriba y afirmada a la serviola, no dejaría el alcázar hasta que su barco estuviera lejos del estrecho paso y con The Needles, la punta de la isla de Wight, a buena distancia por el través. Entonces, pondrían rumbo al sudoeste, hacia mar abierto, donde sus marineros aún sin poner a prueba podrían conocer sus aptitudes, o la falta de ellas, mientras el gran buque avanzaba hacia los Western Approaches.
Se oían ruidos de pies descalzos por todas partes y algún que otro grito apagado por la distancia y la solidez de la madera, que delataba la actividad y la tensión de poner a la vela un buque de guerra. Habrían también otros pensamientos, aparte del vértigo desde lo alto de la arboladura o de moverse a lo largo de las vergas para aprender los misterios y pavores que acompañaban el dar vela y tomar rizos en medio de un temporal. Pensamientos como alejarse de casa, quizás para nunca volver.
Hombres arrancados de las calles y caminos por las patrullas de leva que no tenían tiempo para compadecerse o apiadarse. Aquel era un aspecto peculiar del carácter de los marineros. En su mayor parte, aquellos que estaban ya al servicio del rey, incluso los apresados anteriormente por las patrullas, no veían razón alguna para que otros no compartieran su misma suerte.
Cruzó hasta la banda de babor y atisbó a través del vidrio del jardín, lleno de pequeños chorros de agua. Se veía borroso, como un cuadro dejado bajo la lluvia: el gris apagado de las fortificaciones y los alegres tejados rojos de detrás. Recordó su paso con aquel barco al salir por la estrecha entrada del puerto y a Julyan, el piloto, que había exclamado:
—¡Dios mío, por unos momentos he pensado que iba a arrancar la galería de la vieja posada Quebec!
¿Tanto he cambiado? ¿Ha sido por ella? Después de todo, ¿qué había esperado encontrar realmente? La amaba; ¿por qué se había sorprendido de que al fin ella pudiera encontrar su amor en su interior para devolvérselo? Quizás fuera sólo gratitud…
Pero no había sido nada de eso. Durante un largo, largo rato, ella se había quedado entre sus brazos, sollozando silenciosamente, susurrando en su pecho.
Incluso entonces él había tenido dudas.
Estaban sentados junto al fuego en las estancias reservadas para ellos de la gran casa de Hampshire. Por lo que a ellos se refería, la casa podía haber estado totalmente vacía. Entonces, ella le había cogido la mano y le había llevado a la habitación de al lado, donde otro fuego hacía danzar sus sombras a su alrededor como espectros regocijados. Ella le había mirado de frente, separada de él unos pasos, con los ojos brillantes y reflejando las llamas, y entonces, deliberadamente había dejado que su vestido cayera al suelo. Se le había acercado y juntos se habían dejado caer sobre la gran cama. Él se había quedado como en una nube cuando ella había movido su cabeza para que sus labios exploraran sus pechos hasta conducirle a un estado de excitación cercano a la locura. Ella se había estirado sobre la cama de modo que su cicatriz curvada había quedado al desnudo bajo la luz titilante del fuego: nunca le había permitido verla así, sin reparos. Le había mirado por encima de su hombro desnudo y había susurrado:
—Tómame. Ahora tengo el valor que me faltaba. —Su voz se había quebrado cuando él la había cogido con ambas manos—. Y el amor que te había sido negado.
Así había sido hasta que Keen había recibido sus órdenes para irse a Portsmouth: pasión, exploración, descubrimiento. La despedida había sido difícil y le había dejado un dolor en el corazón que nunca antes había experimentado.
Sonó un golpeteo en la puerta de la cámara y dijo:
—¡Entre! —No le extrañaba que hubiera arriesgado incluso aquel barco en un momento de éxtasis recordado.
Sedgemore lanzó una mirada alrededor de la cámara, donde los importantes miembros del consejo de guerra habían comido algo durante los diversos aplazamientos.
—La lancha de Sir Richard Bolitho acaba de salir del embarcadero, señor.
—Muy bien. —Keen miró su reloj. Otra partida, pero esta vez con esperanza, con el convencimiento de que ella estaría esperándole. Ahora sabía por qué le había impresionado tan poco lo ocurrido en el chinchorro. Porque no le importaba si vivía o moría y no tenía nada que perder.
—Hay una fuerte corriente, señor.
Keen asintió con sus pensamientos flotando en aquellas noches y, a veces, días. Ella le había inducido a sufrir un deseo y un tormento que nunca había conocido, a experimentar un placer que nunca había imaginado.
De repente, dijo:
—Sí. Ponga hoy a todos los hombres sobrantes en las barras del cabrestante. Quiero levar el ancla tan pronto como sea posible.
—Ya he hecho eso, señor.
Keen sonrió. Con tiempo, Sedgemore se convertiría en un buen segundo; ya había demostrado maneras. Y buena falta le harían con todos aquellos marineros bisoños que tenía.
Se dio cuenta de que Sedgemore se había cambiado para recibir a su almirante. Su casaca de uniforme no había sido hecha por un judío del muelle, sino más bien por un sastre bueno y caro. Su sable también era caro, con su hoja de acero azul repujada con dibujos. Aquello no salía seguro de la paga de un teniente de navío, y Keen sabía que el padre de Sedgemore era un humilde guarnicionero.
Keen centró sus pensamientos de nuevo en los asuntos del barco.
—Veo que tenemos unos cuantos con voz de pito entre nuestros jóvenes caballeros.
—Sí, señor. Dos de los guardiamarinas no tienen más que doce años.
Keen cogió su sable.
—Bien, vigílelos, señor Sedgemore.
—¡Como si fueran mis propios hijos, señor!
Keen le miró con calma.
—No era eso lo que quería decir. A esa tierna edad suelen ser los bravucones más crueles del barco. No quiero tener a la gente más abrumada de lo necesario.
Pasó a su lado y lanzó una mirada al centinela.
—¿Cómo está su mujer, Tully?
El infante de Marina juntó sus talones con elegancia.
—Estamos esperando un tercer niño, ¡gracias, señor! —Todavía estaba sonriendo cuando Keen y su segundo salieron a la luz deslavazada de aquel día gris por la escala de la cámara.
Sedgemore movió la cabeza de lado a lado. Hoy estaba aprendiendo mucho sobre su comandante. Si hubiera sido más perspicaz podía haberse imaginado de quién había obtenido su experiencia.
Keen observó la lancha pintada de verde que en esos momentos viraba para pasar a popa de un yol inmóvil. Sin la ayuda de un catalejo, pudo ver a Bolitho encorvado con su capote en la cámara del bote, con Allday a su lado y Tojohns en la caña. Recordando, sí. Quizás él más que nadie. La preciosa mujer de su lado, con su cuerpo marcándose a través de la ropa por el agua de los rociones ocupando su sitio en aquel bote abarrotado. Los amotinados que habían muerto, uno a manos de Allday, y el otro, si es que era uno de ellos, sumido en la agonía despiadada de los que beben agua de mar. Habían tenido noticias de otro amotinado que se había escondido en el gran cúter del contramaestre. Había sido colgado en Freetown a las pocas horas de ser llevado a tierra. La justicia siempre era más dura y más rápida cuantas más millas hubieran entre uno y las autoridades.
Lady Catherine debía estar allí en Portsmouth a pesar de lo que hubiera dicho Bolitho. Ahora estaría allá lejos, mirando la movida lancha, aferrándose a la imagen de Bolitho como pronto tendría que aferrarse a su recuerdo.
Keen esbozó una breve sonrisa hacia el oficial superior de infantería de Marina, el mayor Bourchier, que estaba acabando de pasar revista a la guardia de honor.
—¿Siente marcharse, mayor?
Bourchier resopló hinchando sus mejillas, que eran casi del color de su casaca roja.
—No, señor, ¡ya estoy listo para un poco de movimiento!
Tenía poca imaginación, pero era realmente un buen soldado, pensó Keen. La única vez que le había visto mostrar alguna clase de emoción había sido a bordo del Benbow de Herrick tras el combate. La totalidad de los infantes de Marina de la toldilla había quedado desparramada por la cubierta, como soldados de juguete, con su sangre mezclada sobre la tablazón. Quizás se hubiera visto a sí mismo allí. Era algo que todos pensaban en un momento u otro.
—¡Preparados a popa! ¡Infantes de Marina, listos!
Parecía hacer un frío glacial en Portsmouth Point, con un viento rugiente y húmedo que hacía que la lancha verde resplandeciera como el cristal mientras su dotación luchaba por mantener su sitio junto a la escalera.
Bolitho miró más allá de la erosionada salida de piedra, a través de la cual él y tantos otros habían pasado antes. Esta vez era muy diferente. Pasó su brazo alrededor de los hombros de Catherine, odiando el momento de la despedida. Vio a Allday en la escalera mirando al bote, con un sargento de infantería de Marina cerca con un ojo puesto en su pelotón. Su obligación era encargarse de que los últimos minutos de presencia de Bolitho en Inglaterra no se vieran enturbiados por espectadores curiosos. No es que hubieran muchos de esos. Aquello debía ser seguramente un anticipo del invierno y de los temporales de octubre.
Catherine se apartó algunos cabellos mojados de la cara y le miró detenidamente.
—¿Tendrás cuidado, querido mío?
Él la abrazó.
—Sabes que lo haré. Lo tengo todo para vivir… ahora. —Bolitho le había suplicado que no se esperara para despedirle y que se fuera directamente a Falmouth. Pero había sido inútil.
Ella dijo:
—Cuando estábamos en aquel bote… —titubeó, queriendo estar en cualquier parte menos en aquella calle ventosa— supe que podía afrontar la muerte contigo a mi lado. Sin ti… —de nuevo hizo una difícil pausa— ya ves, no soy tan valiente.
De camino hasta allí, con Matthew el Joven conduciendo el carruaje por los profundos surcos que se convertirían en un cenagal tan pronto como se acercara el invierno, él le había explicado lo de su escuadra: seis navíos de línea en lugar de catorce y una fragata en lugar de tres. Aún con la adición del Black Prince, posiblemente uno de los barcos más poderosos del mundo, no era una fuerza demasiado grande para finalmente acabar con el poder y las posesiones francesas del Caribe. Y todo porque Bonaparte había querido tomar Portugal y poner a su propio hermano en el trono de España. La acción había dividido sus fuerzas una vez más, de manera que los buques daneses apresados para completar la flota no eran suficientes.
Bolitho dijo:
—Te echaré de menos con todo mi corazón. —Ella no dijo nada y él supo que le estaba resultando igual de difícil. «Suéltale los hombros, ve hacia la escalera y sube a la lancha. Se habrá acabado».
Recordó como ella había mostrado una consternación inmediata cuando le había dicho que su única fragata iba a ser la vieja Tybalt, un barco que ella conocía muy bien, con un comandante que valdría su peso en oro a la hora de descubrir las fuerzas enemigas en las Indias.
«¿No será Adam, entonces?». ¿Tan preocupada estaba por su seguridad que quería a sus más allegados a su alrededor?
—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.
Ella le estaba mirando apasionadamente, desesperadamente.
—Ayudaré a Ferguson… y puede que Zenoria me pida consejo para buscar una casa para ella en Cornualles. Sé que la familia de Valentine todavía le sobrecoge en cierto modo… —Bolitho no se sorprendió. Contaba con casas en Londres y Hampshire, con un hermano que era un abogado rico y otro que decía de sí mismo que era un simple «granjero», aunque tenía más tierras que Roxby.
Se separó un poco entre sus brazos y le volvió a mirar detenidamente.
—He enviado unas cuantas cosas al barco. Para que estés bien alimentado… Para que a veces te acuerdes de mí.
Él la besó en el pelo. Estaba mojado por los rociones del mar y puede que por la llovizna. Pero podía ser también por lágrimas.
—Cuídate el ojo.
Fue todo lo que dijo ella. En su día puede que hubieran habido esperanzas, había vuelto a decir el cirujano. Todavía podía ocurrir algo. Pero les había dejado pocas dudas en sus mentes de que ahora sólo era cuestión de tiempo.
Bolitho oyó los cascos de los caballos sobre los adoquines, ansiosos por marcharse, como si supieran que esta vez volvían a sus cálidos establos de Falmouth.
—He contratado a algunos escoltas para el viaje, Kate.
Ella se quitó un guante y le puso la mano en su mejilla.
—¿Tan pronto te has olvidado de tu fiera? No temas por mí, Richard. Sólo acuérdate de la casa, que está esperándote… ¿Te acuerdas de cuando me dijiste lo mismo después de naufragar con el Golden Plover y teníamos tan pocas posibilidades de sobrevivir?
Él miró a lo lejos.
—Nunca lo olvidaré.
Se hizo un silencio, y entonces ella dijo:
—Si hubiéramos podido tener más tiempo…
—Es lo que lamentan todos los marinos, amor mío.
—Y dentro de tres días será tu cumpleaños. Yo… deseaba tanto estar contigo.
Otro año más, pensó. La edad; el tiempo; siempre el paso del tiempo. Ahora parecía tan valioso…
La llevó hasta el abrigo de la muralla. En su mente podía ver su buque insignia ya en el Océano Atlántico. Un barco grande, navegando solo, pero una simple mota en aquella vasta extensión de mar hostil.
—Brindaré contigo desde la lejanía, Kate.
Allday gritó sin volverse:
—Creo que es la hora, Sir Richard. La marea está cambiando y Tojohns se las está viendo para mantener la lancha en su sitio.
—Muy bien. Hágale una señal para que se acerque. —Entonces dio la espalda al mar y la abrazó con fuerza contra su capote lleno de pequeñas gotas de los rociones del mar.
—Te quiero tanto, Kate. Mi corazón se rompe en pedazos por el dolor que siento al separarme de ti.
Se dieron un largo beso, agarrándose al momento y a todos los recuerdos que habían triunfado sobre el peligro, incluso sobre la muerte. Cuando ella le volvió a mirar, había lágrimas de verdad en sus ojos oscuros.
—No puedo soportar la idea de que estés otra vez en English Harbour sin mí. Allí fue donde llegaste y donde nuestro amor se liberó para siempre.
Bolitho había pensado ya en eso, pero tenía la esperanza de que ella no lo hiciera.
Oyó como alzaban los remos y vio que sus ojos miraban hacia Allday, que estaba de pie junto a la lancha que cabeceaba y en la que un joven teniente de navío estaba sentado mirándole como si nunca antes hubiera estado al mando de un bote.
Ella dijo levantando la voz:
—No es la primera vez, Allday, ¡pero cuide de él por mí!
Allday trató de sonreír.
—Los dos tenemos mucho por lo que volver, m’lady, ¡al menos eso creo!
Observó como se besaban, sabiendo lo que aquella despedida estaba costando al hombre al que servía y al que estimaba más que a ninguno; entonces, saltó a la lancha y fulminó con la mirada al oficial boquiabierto.
—¡Es costumbre que el oficial esté en tierra cuando viene el vicealmirante, señor! —Vio que Tojohns esbozaba una sonrisa rápida mientras el oficial saltaba al muelle perdiendo casi su sombrero con el viento.
Allday dijo entre dientes:
—¡Un condenado desastre, eso es lo que es!
Bolitho no vio nada de eso.
—Vete ya. No esperes. Cogerás frío aquí arriba.
Ella le soltó muy lentamente, de modo que las yemas de sus dedos se tocaron suavemente cuando los dos estuvieron con sus brazos extendidos.
—Tengo el guardapelo —dijo él.
Ella respondió como siempre hacía:
—Yo te lo quitaré cuando estemos juntos otra vez, amor mío.
Entonces, con el viejo sable moviéndose contra su cadera, Bolitho bajó la escalera y se llevó la mano al sombrero hacia el teniente de navío y el patrón.
—Estoy listo. —Se sentó al lado de Allday, con el capote subido por encima de las orejas y el sombrero debajo en su regazo.
—¡Desatraca! ¡Avante todos!
Los remos se elevaron y bajaron, y con la caña todo a la banda, la elegante lancha viró y se alejó de la traicionera escalera recubierta de limo.
En su mente llena de dolor, los remos parecían marcar un ritmo constante, arriba, abajo, arriba, abajo, subiendo y bajando como alas mientras cada estrepada le alejaba cada vez más de tierra.
De vuelta a la vida a la que más acostumbrado estaba desde que se había embarcado a la edad de doce años. «Será tu cumpleaños dentro de tres días». Todavía podía oír su voz en medio del viento. Más tarde, en la reclusión de su cámara, recordaría cada hora del tiempo que habían pasado juntos. Sus paseos, la felicidad del silencio y la comprensión, el súbito e incontrolable amor y el hambre del uno por el otro que les había dejado sin aliento, y a veces hasta asustados.
Se dio la vuelta para mirar como la costa se alejaba entre los cascos de color negro y beige de los diferentes buques de guerra fondeados que daban fuertes balances tirando de sus cables. «Mi mundo». Pero aunque lo intentara, no podía aceptar que no hubiera nada más. Quizás en las privaciones del chinchorro del Golden Plover había habido algo que aprender, incluso para él. El sufrimiento que había traído una extraña camaradería más allá de rangos y títulos, la lealtad que había mantenido a Catherine y a su doncella a salvo a pesar del peligro muy real que las rodeaba.
«No me dejes».
El capitán, Samuel Bezant, maldiciendo a los que le habían traicionado; Tasker, el ayudante que había formado parte de la trama. Se preguntó si ella dejaba que su mente volviera alguna vez a acordarse de su peineta española y de cómo la había utilizado contra el traidor Jeff Lincoln. Mientras Lincoln le manoseaba el cuerpo, ella debía haber estado planeando lo que debía hacer para evitar que Jenour fuera descubierto. Y Tyacke, con su cara horriblemente marcada tan llena de satisfacción y orgullo por que hubiera sido su propio barco el que finalmente les encontrara y les salvara.
Miró a su alrededor, imaginándose la voz de Catherine a través del agua espumosa y picada, casi esperando verla. Pero las murallas estaban casi fuera de la vista entre el rocío que flotaba como bruma baja en la costa.
«No me dejes».
Miró hacia delante y vio como los remeros intentaban evitar su mirada. Al menos, la mayor parte de ellos ya le conocerían; pero, ¿y los otros? ¿Y la pequeña escuadra que les esperaba allá en el calor tropical y los feroces temporales que podían arrancar los palos de cualquier barco por grande que fuera? Tendrían que aprender. Como todos los que se habían quedado atrás pagando parte del precio de sus triunfos.
Keen se sentiría aliviado por navegar sin otros consortes ni otras responsabilidades. Eso le daría tiempo para entrenar a su gente, para hacer ejercicios de tiro y de maniobra hasta que estuvieran a la altura de cualquier barco que llevara mucho más tiempo de servicio. Había sido como ver al Keen despreocupado de siempre; debía haber sido un reencuentro maravilloso entre él y su chica con ojos de luz de luna. El marino y su sirena.
Notó que Allday se movía.
—Ahí está, Sir Richard. —No mostró ni entusiasmo ni decepción. Era su barco. Su suerte.
Bolitho se tapó la luz de los ojos y vio a Allday dirigirle una mirada rápida y preocupada. El Black Prince parecía elevarse por encima del setenta y cuatro cañones más cercano. Habían unas figuras diminutas trabajando en las vergas y en el aparejo de los masteleros; otras se movían por los pasamanos o esperaban en grupos a que los tenientes de navío y los oficiales de cargo les dieran más órdenes.
Un barco del que enorgullecerse, aunque sin recuerdos ni tradición.
Para disipar sus atribuladas cavilaciones, Bolitho dijo bajando la voz:
—Me alegro de que encontrara a su dama. Espero que todo vaya bien en el futuro.
Era inútil recordarle a Allday de que era libre de dejar la vida en el mar cuando él quisiera. Se lo había ganado como tantos otros, incluso más que la mayoría. Y ahora, con los dolores recurrentes en el pecho a causa de la estocada de aquel sable español, tenía que disponer de la oportunidad de disfrutar algo de la vida. Pero era inútil. Lo había intentado antes. Sólo conseguía que Allday se enfadara y se ofendiera, algo que era mucho peor en un hombre tan grande en todos los sentidos.
—Ella es una pequeña barca magnífica, Sir Richard —respondió Allday—. ¡No puedo imaginarme qué vería en el pobre Jonas Polin! —Se rió entre dientes—. ¡Que Dios le tenga en su gloria! —Ninguno de los dos vio las miradas de curiosidad de algunos de los remeros. Un patrón charlando con su almirante no era una visión fácil en la Marina del rey. Allday añadió—: Tenemos un acuerdo, por así decirlo. Yo seguiré en mi sitio, y ella no irá con ningún otro. —Frunció el ceño—. Bueno, algo así. —Lanzó una mirada llena de incertidumbre hacia Bolitho. Enseguida tendrían muchas cosas que hacer y su vicealmirante tendría muchos rostros que reconocer y conocer. Aunque caras del pasado no habrían muchas, pensó.
—Si pasara algo, Sir Richard… —dijo en voz tan baja que sus palabras casi fueron ahogadas por el crujir de los remos y la fuerza de la marea.
Bolitho puso la mano sobre la manga del hombretón.
—No hable más de ello, amigo mío. Es lo mismo para los dos. —Trató de sonreír—. Los buenos mueren jóvenes, así que no se hable más, ¿eh?
Cuando volvió a levantar la vista, Bolitho vio pasar el bauprés por encima mientras Tojohns gobernaba el bote tan cerca de la proa como osaba. El mascarón de proa de mirada fiera apareció sobre sus cabezas: Eduardo, príncipe de Gales e hijo de Eduardo III, con cota de malla y coraza negra y una nota de color, la flor de lis y los leones ingleses en la sobrevesta. Lo bastante amenazador como para amedrentar a cualquier enemigo, como habían hecho en aquella terrible mañana, cuando habían destrozado el buque francés que había convertido al Benbow en un casco desarbolado y roto.
Bolitho notó la habitual sequedad de boca al ver a la guardia del costado esperando junto al portalón de entrada, el azul y blanco de los oficiales y el rojo de los infantes de Marina.
En su fuero interno siempre se divertía pensando en ello. ¿Quién podía imaginarse que él también podía sentirse nervioso e inseguro? Pero en aquellos momentos no le divertía.
—¡Proel!
Bolitho cogió su sombrero y se lo caló cuidadosamente. Se acordó de la cara de Catherine al ver que se había deshecho de su coleta para tener un corte de pelo más moderno, al cual Allday, que tenía la coleta más larga que había visto nunca, se había referido como «¡una moda de los más jóvenes de la cámara de oficiales!». Pero Kate no le había reñido por ello ni se había reído de su temor por ser mayor que ella.
—¿Listo para virar, Sir Richard? —dijo Allday entre dientes. El barco se alzó inmenso ante ellos mientras la lancha cabeceaba como intentando echar al traste el intento del proel de engancharse en los cadenotes del palo mayor.
Sus miradas se encontraron.
—Listo, sí. —Bolitho apartó el sable de su pierna y alargó el brazo para coger uno de los cabos. Sólo era necesario un paso en falso. Y entonces, de repente, o eso le pareció, se encontró en el portalón de entrada y llegó a la tranquilidad relativa de la cubierta de baterías.
El trinar de los pitos, el manotazo y el culatazo de los mosquetes con la bayoneta calada, el reflejo del sable del oficial de infantería de Marina…: nunca dejaban de impresionarle. Y allí estaba Keen apresurándose a saludarle, con sus facciones juveniles en una gran sonrisa.
—¡Bienvenido a bordo, Sir Richard!
Se estrecharon las manos y Bolitho dijo con una sonrisa compungida:
—Siento que no consiguieras tu gallardetón, Val. El destino se puso en contra esta vez.
Keen sonrió.
—No tiene importancia, Sir Richard. ¡Como el pobre Stephen Jenour, no estoy ansioso por que llegue el momento!
Bolitho saludó con un movimiento de cabeza a los oficiales formados, percibiendo sus expresiones de curiosidad, quizás de esperanza. Dependían de él en el futuro; para ellos, él era su futuro, para bien o para mal.
—Me voy directamente a popa, Val. Sé que estás impaciente por levar anclas. —Se calló y miró a un grupo de hombres que estaba recibiendo órdenes de un teniente de navío—. Ese hombre, Val…
—Sí, señor. Marineros nuevos. Pero el que usted está mirando es William Owen, el vigía del Golden Plover aquel desafortunado día.
—Que baje a tierra —dijo Bolitho—. Tiene un salvoconducto. Y después de lo que hizo…
Si no hubiera sido por el respeto que le profesaba Keen se habría reído.
—Se enroló voluntario, señor. «He pensado que debíamos seguir juntos», fueron sus palabras. —Observó la sorpresa indisimulada de Bolitho. «No lo entiendes, ¿no? Ni siquiera ahora. Quizás nunca lo hagas».
Se dirigió a popa seguido por Bolitho, consciente de que este estaba probablemente acordándose del consejo de guerra, aquel amargo recuerdo.
Dentro de la gran cámara le estaban esperando Ozzard y Jenour. Bolitho miró a su alrededor. El aparador y enfriador de vino que le había regalado Catherine estaba ya en su sitio. Había sido sacado del barco cuando se había informado de su muerte.
Ozzard dijo excusándose:
—Todavía no lo hemos colocado todo, Sir Richard, pero tengo café recién hecho. —Miró a su alrededor, orgulloso por lo que había conseguido hacer en tan poco tiempo. Bolitho se dio cuenta de que no mostraba pesar por marcharse. Tras el naufragio podría habérsele perdonado el hecho de querer quedarse en tierra firme.
Había un cofre abierto sobre la cubierta enmoquetada a cuadros blancos y negros, y dentro vio algunos libros muy bien empaquetados. Eran nuevos y estaban encuadernados en un magnífico cuero verde con preciosos estampados dorados que podían perfectamente haber sido acabados a pluma.
—¿Qué son esos libros?
Ozzard se frotó las manos en el delantal.
—De la señora, Sir Richard. Lo ha traído el bote de ronda.
Keen vio su cara y dijo rápidamente:
—Venga conmigo, Stephen. —Y añadió hacia Ozzard—: ¿Puede traer un poco de café a Sir Richard?
La puerta se cerró y Bolitho oyó bajar su mosquete al centinela.
Se puso de rodillas y miró los libros: todas las obras que se habían perdido cuando el Golden Plover se había ido a pique. Cogió un volumen que estaba apartado del resto. Los sonetos completos de Shakespeare, con una letra muy clara, un libro cuidadosamente escogido para que él lo pudiera leer fácilmente.
Notó que el corazón le daba un vuelco cuando vio una cinta entre las páginas: abrió rápidamente el libro por la página de la cinta y lo sostuvo de manera que recibiera el máximo de luz en aquel día gris.
Era el mensaje de Catherine para reconfortarle cuando la idea del paso del tiempo y de su separación le descorazonara.
«Es la estrella de toda barca errante
De ignoto valor aunque su altura se tome».
Entonces le pareció encontrar la tranquilidad que ella le transmitía.
«El amor no es el bufón del tiempo,
aunque los labios y mejillas sonrosadas
Caigan bajo la siega de sus agujas.
No se altera el amor por la brevedad de sus horas y días…».
Se levantó, ignorando los gritos de las órdenes de cubierta, el chirriar de los aparejos y la vibración del cabrestante en cada una de las maderas del buque.
Se fue hasta los ventanales de popa y abrió uno, mojándosele la cara y el pecho inmediatamente con la lluvia y los rociones.
Gritó su nombre sólo una vez, y a través del agua revuelta oyó su grito.
«No me dejes».