XVI

EL PODER DEL MANDO

Lady Catherine Somervell estaba de pie junto a una de las grandes ventanas de la biblioteca mirando hacia el jardín. En aquel momento, los copos de nieve eran de mayor tamaño y las marcas de las ruedas del elegante faetón de Lewis Roxby se habían borrado casi del todo en sólo media hora. Arrodillada sobre una alfombra delante del fuego crepitante, Nancy estaba acabando de contar la historia de la desaparición de Miles Vincent y como más tarde se había descubierto que había sido apresado por la patrulla de leva y llevado a bordo de un buque de guerra fondeado en Carrick Road.

Catherine miraba como caía persistente la nieve y pensó en el Black Prince tal como lo había visto por última vez haciéndose a la mar y llevándose su corazón.

Había hablado con algunos de los viejos marineros que trabajaban en la propiedad, hombres que habían servido con Richard en el pasado antes de caer heridos en combate; estaba incluso celosa de ellos cuando hablaban de los días que nunca podría compartir con él. Uno de ellos calculaba que, considerando la época del año y la inexperiencia de la dotación, el Black Prince debía haber llegado ya a las Indias Occidentales. Era una distancia enorme. Su hombre estaría haciendo lo que le habían ordenado, ocultando sus propias preocupaciones para que sus hombres sólo vieran confianza.

Se dio la vuelta y preguntó con sentimiento de culpabilidad.

—Lo siento, Nancy… ¿qué estabas diciendo?

—No querría que cargaras con ello, pero es mi hermana, una de la familia… y a pesar de sus defectos me siento responsable de ella, especialmente con su marido muerto. —Levantó la vista con aire inseguro—. Me preguntaba, querida Catherine, si tú podrías contárselo a Richard la próxima vez que le escribas. Lewis está haciendo todo lo que puede, por supuesto, dado que obviamente fue un error.

Catherine la miró pensativa. Así debía haber sido la madre de Richard. Rubia y con la piel clara y lozana. Tenía una boca bonita, quizás lo único que quedaba de la joven que se había enamorado del amigo de Richard.

Nancy interpretó su silencio como muestra de su disconformidad.

—Sé que Miles no causa una impresión muy favorable, pero…

Catherine se fue hasta el fuego y se sentó en el borde de un taburete, notando el calor en su cara, imaginándoselo allí con ella, en aquel momento.

—La primera vez que le vi, le encontré muy locuaz y con una opinión de sí mismo más elevada de lo que yo habría creído saludable. Lo que he oído de él desde entonces no ha mejorado esa imagen. —Vio la consternación de Nancy y sonrió—: Pero se lo explicaré a Richard en mi próxima carta. Le escribo cada pocos días con la esperanza de que le lleguen con alguna clase de orden.

Para sus adentros pensaba que el joven Miles Vincent probablemente había recibido lo que se merecía. Al parecer estaba en una pelea de gallos en algún lugar cerca del río Helford y la patrulla de leva había irrumpido allí. Sólo habían encontrado tres hombres que no poseían un salvoconducto legal, y uno de ellos era Vincent. Pensó en su arrogancia, en la manera en que la había mirado durante la comida de Roxby, con la sonrisita de un niño engreído. Pensó en Allday y en otros como Ferguson y los que trabajaban en la propiedad, que habían sido apresados por la odiada patrulla sin compasión ni consideración alguna. La Marina necesitaba hombres y siempre sería así mientras la guerra continuara su curso. Los hombres serían arrancados de las granjas, campos y tabernas, de los brazos de sus seres queridos, para arrimar el hombro con los que habían podido cambiar la horca por el servicio en la mar.

Nancy iba diciendo:

—Lewis ha escrito ya a su amigo, el almirante del puerto de Plymouth… pero eso podría llevar demasiado tiempo.

Catherine se arregló el vestido y Nancy exclamó:

—¡Querida… todavía puedo ver dónde te quemó el sol!

—Espero que no se me vaya nunca. Siempre me recordará aquello.

—¿Vendrás por Navidad, Catherine? Me entristecería pensar que estás aquí sola. Por favor, dime que vendrás. De otra manera nunca me lo perdonaría.

Catherine le asió el brazo.

—Nancy, querida, ¡hoy eres todo responsabilidades! Lo pensaré… —Se volvió cuando la doncella entró en la sala—. ¿Qué ocurre, Sophie?

—Una carta, milady. El chico acaba de traerla.

Nancy le miró mientras cogía la carta y vio que sus ojos se le empañaban al echar un vistazo a la letra.

—Me voy, Catherine. No es momento para compartir.

Catherine abrió la carta y negó con la cabeza.

—No, no…, es de Adam. —La letra no le era familiar, pero aún así era parecida a la de Richard. Era una carta corta y escrita precipitadamente, y en cierto modo, típica de él: podía ver su semblante serio mientras la escribía, en Portsmouth, al parecer, sin duda con su Anemone cobrando vida a su alrededor mientras terminaba de aprovisionarse para hacerse a la mar.

La carta decía:

«Has estado muy presente en mis pensamientos últimamente, y me habría gustado poder hablar contigo como hemos hecho en el pasado. No hay nadie más con quien pueda compartir mis pensamientos. Y cuando veo lo que has hecho por mi querido tío siento hacia ti enorme gratitud y cariño».

El resto de la carta era casi formal, como si hubiera redactado un informe para su almirante. Pero acababa como el joven que había crecido en tiempo de guerra:

«Por favor, dales recuerdos a mis amigos de Falmouth y a la esposa del comandante Keen si la vieras. Con mis más afectuosos saludos, Adam».

La dobló como si fuera algo valioso.

—¿Qué dice? —preguntó Nancy.

—Parece que los franceses han salido. El mal tiempo ha sido su aliado, no el nuestro… Adam ha recibido órdenes de dirigirse a las Indias Occidentales sin dilación.

—¿Cómo saben con tanta certeza que los franceses se dirigen allá?

—Lo saben. —Se puso en pie y volvió a la ventana. Dos mozos de cuadra estaban volviendo a enganchar al faetón un par de magníficos caballos que sacudían las orejas con evidente desagrado mientras la nieve les caía encima.

Nancy se fue hasta su lado y le pasó el brazo por la cintura. Más tarde, Catherine pensaría que era algo propio de una hermana.

—Así que estarán todos juntos otra vez…

—En el fondo sabía que iba a pasar —dijo Catherine—. Los dos creemos en el destino. ¿Cómo si no podíamos habernos perdido el uno al otro y luego volver a estar juntos? Fue el destino. —Volvió la cabeza y sonrió—. Debes alegrarte de que tu hombre tenga los pies en tierra firme.

Nancy la miró a los ojos. Eran del color de la lavanda abierta al sol, pensó Catherine, y no parpadearon cuando dijo en voz más baja:

—Una vez estuve a punto de convertirme en la esposa de un marino. —Entonces la abrazó—. Soy tan egoísta…

—No lo eres en absoluto. —La siguió a la sala contigua y cogió la vieja capa que llevaba a veces para montar; Richard se la había llevado a la mar una vez.

Ferguson, bien abrigado, estaba hablando con los mozos y ayudó a Nancy a subir al carruaje; al hacerlo, pudo ver lágrimas los ojos brillantes de la mujer.

Cuando los caballos empezaron a moverse sobre la nieve amontonada, Catherine dijo:

—¿Quería verme?

Ferguson la siguió hacia la puerta.

—Me preguntaba si había algo que pudiera hacer, milady.

—Tómese una copa de alguna cosa conmigo. —Miró con inquietud sus botas sucias pero le hizo una seña para que se parara—. Siéntese. Necesito hablar.

Ferguson la observó mientras cogía dos copas de un aparador, con su pelo brillando como el vidrio ante el fuego de la chimenea. Todavía no podía imaginársela en un bote con sólo algunos supervivientes andrajosos como compañía.

Se puso tenso cuando ella le dijo por encima del hombro:

—Habrá oído lo del joven Miles Vincent, me imagino.

¿Sabía lo de su visita a Roxby? ¿Por eso había venido su esposa?

—Sí, he oído algo. No quería atribularla. —Cogió la copa agradecido—. Le metieron a bordo de la Ipswich, según uno de los guardacostas. Al cabo de poco salió en dirección al Caribe, al parecer. Pero no tema, m’lady, estoy seguro de que su comandante sabrá cómo manejar el asunto. —Abrigó la esperanza de haber sido convincente.

Catherine apenas le escuchaba.

—¿Las Indias Occidentales, dice usted? Parece que todo el mundo va allí excepto nosotros. También el comandante Adam… probablemente esté ahí fuera frente al Lizard en este mismo momento.

Ferguson se dio cuenta entonces de que lo que estaba bebiendo era brandy. Trató de sonreír.

—Bueno, ¡por Sir Richard, m’lady, y nuestros valientes amigos!

Catherine dejó que el brandy le recorriera la lengua como un fuego.

«Los franceses han salido». ¿Cuántas veces había oído aquello? Miró hacia arriba de la escalera, donde la luz de las velas titilaba sobre las caras graves de los que habían salido de allí antes para enfrentarse al mismo desafío. «Los franceses han salido».

—¡Oh, Dios mío, ojalá estuviera ahora con él!

Fue, tal como diría más tarde Ferguson a su esposa, un grito desgarrado de su corazón.

* * *

—¡Tierra a la vista!

El comandante Adam Bolitho puso las manos sobre la carta náutica y observó los nítidos cálculos que señalaban su avance. Más allá del diminuto cuarto de derrota, sabía que habría excitación a causa del grito llegado desde el tope. A su lado, Josiah Partridge, el campechano piloto de la Anemone, miró la cara de su joven comandante y notó el orgullo evidente que sentía por su barco y por la rápida travesía que casi habían terminado. En medio del Atlántico se habían encontrado vientos fortísimos, pero la fragata parecía tener suerte, y pronto, habían arriado las velas de mal tiempo para poner las más ligeras, que hacían que pareciera que la Anemone volara.

—¡Bien hecho, señor Partridge! —dijo Adam—. No creía que pudiéramos hacerlo. Cuatro mil millas en diecisiete días… ¿Qué le parece?

El viejo Partridge, como le llamaban a su espalda, le sonrió. Adam Bolitho podía ser muy exigente, quizás a causa de su ilustre tío, pero también lo era consigo mismo, no como otros. Había estado en cubierta día y noche muy a menudo manos a la obra con ambas guardias mientras el viento aullaba a su alrededor, desafiado solamente por el coro enloquecido del aparejo sometido a tensión y los latigazos de las velas.

Luego habían llegado a una zona benévola de vientos alisios del nordeste y habían cubierto el tramo final del Atlántico, donde el sol les había recibido como héroes. Había sido algo frenético y a menudo peligroso, pero la dotación de la Anemone había llegado a confiar en su joven comandante.

Adam dio unos golpecitos con su compás de puntas de latón sobre un pequeño grupo de islas del sur de Anguila. Francesas, españolas y holandesas, visitadas muchas veces por barcos que navegaban en solitario pero casi nunca objeto de peleas. Aquellas naciones, como la inglesa, tenían islas mucho más importantes que proteger para mantener sus rutas marítimas abiertas y su comercio próspero.

—¿Qué opina de esta, señor Partridge? Está tan cerca del paso que hemos de tomar que casi no nos desviaremos.

El piloto se inclinó sobre la mesa hasta quedar con la nariz enrojecida a apenas unos centímetros; Adam pudo oler el ron pero lo pasó por alto. Partridge era el mejor piloto que nunca había conocido. Había servido en la Marina en dos guerras y entre medio había recorrido medio mundo en toda clase de buques, desde un bergantín carbonero a un buque de convictos. Si iba a haber mal tiempo, informaba sin falta a su comandante incluso antes de que el barómetro diera alguna señal de cambio. Bajos no reflejados en las cartas náuticas, arrecifes más grandes de lo que habían calculado otros navegantes, no se escapaba nada a su sabiduría de marino. Raras veces dudaba, y esta vez tampoco le decepcionó.

—¿Esa, señor? Esa es Bird Island. Tiene otro nombre español, pero para mí siempre ha sido Bird Island. —Su sonoro acento de Devon sonaba familiar allí; a Adam le recordaba el de Yovell.

—Trace un rumbo. Informaré al segundo. Lord Sutcliffe no nos estará esperando, de todas maneras, ¡y dudo que su señoría creyera que podíamos hacer una travesía tan rápida aunque así fuera!

Partridge observó como se marchaba y suspiró. «¡Lo que es la juventud!». Y el comandante Bolitho parecía realmente eso, un joven con el cabello oscuro todo de cualquier manera, una camisa no demasiado limpia abierta hasta la cintura… más como alguien interpretando el papel de un pirata que el hábil comandante de una fragata.

En el alcázar, Adam se paró para mirar hacia la gran pirámide de velas, tan limpias y relucientes tras los cielos tapados y las lonas apagadas y llenas de parches del Atlántico.

Muchos de los hombres de cubierta pensaban probablemente que estaban llevando despachos secretos de la máxima importancia al comandante en jefe para hacer navegar el barco de aquella manera. En cierto momento de la travesía, la gran verga de mayor se había doblado como un arco bajo la tremenda fuerza del viento y hasta el viejo Partridge había creído que iban a perder la percha o incluso el mástil entero.

En todo el barco nadie sabía lo que le consumía por dentro. Cuando quiera que encontraba un momento para dormir o comer algo, el tormento volvía. Nunca estaba lejos, ni siquiera en aquel momento. Cuando dormía era peor. El cuerpo de ella, desnudo, retorciéndose y escapándosele de entre las manos, con la mirada airada y acusadora mientras se alejaba. Los sueños le dejaban jadeando en su catre, que se balanceaba descontrolado, y en una ocasión, el centinela de infantería de Marina había irrumpido alarmado para ayudarle.

Subió por la cubierta escorada y miró hacia el agua resplandeciente, como millares de espejos a la vez, pensó. Las gaviotas estaban ya saliendo de la isla para investigar la fragata.

Quizás era porque él había sabido, de verdad, que de alguna manera su tío sobreviviría; no sólo eso, sino que salvaría a todos los que dependieran de él. Puede que ella creyera que a él le había decepcionado tanto saber que su marido vivía como le había alegrado la supervivencia de su tío.

Y consciente de todo eso, él la había amado y la había seducido para que le amara hasta quedar los dos exhaustos. Ahora, ella podría ver aquello como una traición, y su súplica de amor solamente una cruel mentira para aprovecharse cuando ella era más vulnerable.

Cerró sus puños con fuerza. «Te amo, Zenoria. Nunca quise deshonrarte ni obligarte a hacer nada…».

Se volvió de golpe cuando Peter Sargeant, su segundo, que había cabalgado desde Plymouth hasta la iglesia de Falmouth para darle la noticia del rescate, se le acercó.

—¿Bird Island, señor?

«Por poco». Notaba cómo la camisa se le pegaba al cuerpo y no era solamente por el calor.

—Sí. Quizás sea sólo un antojo. Pero los barcos a veces vienen aquí a hacer aguada… Lord Sutcliffe puede esperar un poco más y puede que le llevemos alguna noticia. —Sonrió—. Y siempre está la posibilidad de conseguir una o dos presas. —Lanzó una mirada al gallardete serpenteante del tope—. Cambiaremos el rumbo inmediatamente y gobernaremos al sudoeste cuarta al oeste. ¡Deberíamos estar en la isla antes del mediodía con este viento de popa!

Se sonrieron el uno al otro. Jóvenes, con el mundo y el océano suyos y a su disposición.

—¡Ah de cubierta! —Los dos levantaron la vista hacia el cielo—. ¡Vela por la amura de estribor!

Cogieron los catalejos, los apuntaron y entonces Sargeant dijo:

—Una goleta grande, señor.

Adam esperó a que la Anemone levantara su proa sobre una larga y vítrea ola.

—Apostaría a que viene de África. —Cerró de golpe su catalejo mientras su mente lidiaba con la aguja y la distancia—. Puede que vaya llena de esclavos, además. ¡Esta nueva ley contra la esclavitud nos va a venir bien!

Sargeant puso las manos en forma de bocina.

—¡Las dos guardias, señor Bond! ¡Preparados en el alcázar!

El piloto observó la lejana mancha de la vela avistada que ahora se distinguía mejor con el telón de fondo de las pequeñas islas.

—¡No lo atraparemos si dejamos que se meta entre las islas, señor!

Adam sonrió lleno de excitación.

—No, señor Partridge, no lo vamos a perder. —Se volvió hacia un lado—. ¡Dé los sobrejuanetes! ¡Luego envíeme al condestable!

Aunque el otro barco hubiera dado más vela y hubiera cambiado el rumbo ligeramente para alejarse de su perseguidor, no estaba a la altura de la Anemone. Al cabo de una hora, podía ser visto claramente por cualquiera de cubierta que tuviera tiempo para mirarlo. En dos horas estuvo al alcance de los cazadores de proa de la Anemone. El condestable apuntaba personalmente uno de ellos, moviendo su pulgar hacia un lugar u otro dirigiendo a los sirvientes con sus espeques para ajustar el largo cañón de a nueve hasta que estuvo satisfecho.

Adam gritó:

—¡Cuando quiera, señor Ayres! ¡Lo más cerca que se atreva!

Varios de los marineros que estaban lo bastante cerca para oírle se sonrieron unos a otros. Adam vio los intercambios y se conmovió. Se habían convertido en una dotación mejor de lo que nunca se había atrevido a pensar. Unos pocos eran voluntarios y muchos habían sido transbordados desde otros barcos cuando la Anemone había salido en su primera misión sin ni siquiera permitírseles bajar a tierra y visitar a los suyos. Y aún así, con el paso de los meses, se habían convertido en un buque independiente de la flota. Un barco nuevo, del que Adam había sido su primer comandante y que había sido a su vez su primera fragata. Siempre había soñado y esperado aquello, siguiendo los pasos de su tío. Era muy exigente consigo mismo y esperaba el apoyo de sus oficiales y de sus hombres. De alguna manera, la magia había funcionado.

Justo antes de salir de Spithead para bajar por el canal con un buen temporal, habían descubierto a doce marineros de un buque mercante que se dirigían bogando a tierra, probablemente sin permiso, para pasar la noche en las tabernas. Adam había enviado a su tercer oficial con una partida a tierra para apresar a aquellos desafortunados juerguistas antes de que se dieran cuenta de lo que les estaba pasando. No había sido legal en sentido estricto, pero él argumentaba que deberían haberse quedado a bordo hasta que su capitán les hubiera pagado y despedido. Doce marineros entrenados eran un verdadero hallazgo en vez de la habitual escoria de los muelles y los delincuentes con que tenían que contentarse la mayoría de los comandantes. En esos momentos estaba viendo a uno de ellos, no sólo resignado a su situación, sino enseñando a un joven campesino a usar un pasador de cabo con el cordaje. Así eran los hombres de mar.

Uno de los cazadores de proa rugió, y el humo pálido entre la vela de estay y el foque se desvaneció.

Se oyeron algunos gritos de aprobación cuando la bala cayó justo al costado del otro buque levantando una buena columna de agua muy por encima de la cubierta.

Adam cogió una bocina.

—¡Cerca, he dicho, señor Ayres! ¡Creo que les ha despeinado!

—¡Está facheando, señor!

—Muy bien. Acérquese y envíe un trozo. Y no estoy para tonterías.

El viejo Partridge bajó el catalejo y comentó:

—Parece un negrero, señor. —Sonaba dubitativo.

—Suéltelo ya, hombre. No sé leer la mente.

—Hay demasiados buques de guerra por estos alrededores, señor. La mayoría de los negreros evitan esta zona. Por lo que yo sé van más al oeste, a esa condenada madriguera de Haití o a la costa continental, donde los Dons[11] siempre encuentran utilidad a los esclavos. —La actitud de su joven comandante no le impresionaba; sabía que muchos como él hubieran considerado algo poco digno de su rango consultar a un simple oficial de cargo.

Adam estudió el otro buque, que estaba dando balances con el viento de costado y sus velas en confusión.

—Eso tiene sentido, señor Partridge. Bien dicho.

Partridge se frotó la barbilla para disimular una sonrisa. A pesar de todo su ardor e impaciencia, no podía evitar que le gustara el capitán de navío Adam Bolitho.

—¡Listos, señor!

—Vaya usted mismo, señor Sargeant. —Le dirigió una mirada escrutadora—. Nada de riesgos.

Momentos después, el cúter se abrió del costado de la fragata con el trozo de abordaje amontonado entre los remeros y un cañón giratorio montado en su proa.

Adam observó como las velas de la Anemone se llenaban y vaciaban dando latigazos al alcanzarles la potente resaca de la isla.

Echó un vistazo al gallardete del tope.

—¡Acuartele la gavia, señor Martin!

El segundo oficial apartó los ojos del cúter que daba balances y cabeceaba sobre el agua azul en dirección hacia la goleta.

Adam dijo dirigiéndose al piloto:

—¿Un montón de espacio para maniobrar, eh?

—Sí, señor, un montón. Y tampoco hay fondo. —Señaló vagamente hacia tierra—. Aunque allí hay bajos.

Adam cogió un catalejo y se relajó ligeramente. Siempre era un riesgo estar tan cerca de tierra. Demasiada profundidad para fondear y sin el suficiente tiempo para largarse si las cosas iban mal. Lo apuntó hacia la goleta. Vio unas cuantas figuras en cubierta pero pocas muestras de excitación. Si era un negrero, su capitán no tenía nada que ocultar. Pero habría pruebas de su comercio, o al menos lo suficiente para interrogarle. Habían parado y registrado muchos barcos y raras veces habían salido con las manos vacías. Información, la mención casual de los movimientos de algunos barcos enemigos. Sonrió. Lo mejor de todo era que podrían apresar el barco. Sabía que había tenido suerte; y también sus hombres.

Durante las últimas reparaciones de la fragata, Adam había encargado hacer tallar la madera de la popa y del beque y pintarlos con verdadera pintura dorada, no simplemente con pintura amarilla del arsenal: una señal de éxito para un comandante que era lo bastante hábil para ganarse para él y sus hombres la prima de presa.

Alguien exclamó:

—¡Casi están allí! —Podía verse al teniente de navío Sargeant de pie en la cámara del bote con una bocina en la boca gritando a los hombres de cubierta de la goleta. Un buen oficial que se había convertido en un amigo.

Lanzó una mirada por cubierta. La Anemone era un barco por el que cualquier joven oficial mataría. Veintiocho cañones de a dieciocho y diez de a nueve, dos de los cuales eran cazadores de proa, también llamados pedreros. Se dio la vuelta y vio a Partridge mirándole desde la bitácora.

—¿Qué ocurre, señor?

Adam tiró de su camisa, de repente fría a pesar del calor abrasador. Como una fiebre.

—No estoy seguro.

Partridge se frotó la barbilla. Nunca había visto al comandante revelar tanta incertidumbre. Acertado o no, siempre tenía una respuesta a punto.

El segundo oficial gritó:

—¡El cúter está virando para ponerse al costado de la goleta, señor!

Adam dijo de repente:

—¡Llame al bote, señor Martin! ¡Ahora! —Hacía el sobresaltado Partridge dijo—: ¡Prepárese para marcharnos!

El piloto se le quedó mirando fijamente.

—Pero… ¡pero podemos cañonear a ese cabrón, señor!

Los hombres estaban ya bajando de los obenques y saliendo de los pasamanos desde donde habían estado disfrutando del espectáculo.

El cúter había visto la señal de llamada y el teniente de navío Sargeant seguramente pensaba lo mismo que Partridge. Demasiado sol.

—¡Se aleja de la goleta, señor!

Se oyeron algunos gritos de decepción desde la cubierta de baterías. El cúter estaba ya de proa y los remos se movían con rapidez. Sargeant probablemente pensaría que los vigías habían avistado otro barco hacia alta mar que parecía más prometedor.

—¡Ah de cubierta! ¡Humo en el cabo!

Adam corrió hacia la banda opuesta y apuntó su catalejo hacia la ladera verde y brumosa.

Oyó decir a un hombre:

—Será algún campamento, supongo.

Adam gritó:

—¡Gente a la arboladura, señor Martin! ¡Largad las gavias! ¡Pite hombres a las brazas!

Partridge lanzó una mirada hacia tierra mientras los gavieros salían corriendo hacia la obencadura y trepaban por los flechastes. Gruñó a sus hombres:

—¡Preparados, muchachos! ¡Atentos! —Llevaba mucho tiempo en el mar y era el hombre de más edad del barco. Sabía que lo que algún bobalicón había tomado por un campamento era el humo de un horno, un horno que había sido avivado cuando el cúter había empezado a virar para fachear.

—¡Largad la mayor!

Se oyeron gritos de alarma y sorpresa cuando un cañón disparó y unos segundos después una bala atravesaba el velacho justo cuando era largado al viento. Adam intentó tragar saliva pero su boca estaba demasiado seca. Donde el disparo había agujereado la vela había un círculo ennegrecido, la marca de la bala roja. Si caía en el casco, el barco entero podía convertirse en una pira en cuestión de pocos minutos. Con la jarcia alquitranada, las lonas resecas por el sol y el casco lleno de pólvora, pintura, ron y cordajes, el fuego era el terror de todo marino, más que cualquier temporal. El peor enemigo.

La disciplina se reinstauró enseguida cuando los hombres se dirigieron a los pasamanos con baldes llenos de agua e incluso con las lanadas de los cañones mojadas.

Otro disparo. La bala rebotó por la superficie del mar como algo vivo.

Adam gritó:

—¡Vira por avante! ¡Barloventee hacia el cabo si hace falta, pero no voy a perder a Peter Sargeant!

De nuevo bajo control, con su vela trinquete y sus gavias tomando el viento cálido, la Anemone enseñó su forro de cobre al escorar bajo el sol resplandeciente.

Los hombres del cúter parecieron darse cuenta de lo que estaba haciendo su comandante, y cuando el bote chocó y raspó contra el costado de la fragata, se lanzaron sobre los cabos y escalas de gato que el contramaestre les había preparado. Un hombre resbaló y se cayó al agua, y para cuando su cabeza salió a la superficie, la Anemone ya le había dejado atrás.

Adam asió con fuerza la batayola hasta que el cabo alquitranado le cortó la piel.

«Casi la pierdo». Siguió repitiéndolo para sí mismo en su mente llena de dolor. «Casi la pierdo».

—¡Listos para virar por avante, señor!

El teniente de navío Sargeant corrió a popa y se giró para mirar al cúter abandonado y al marinero que se ahogaba, que todavía luchaba en vano en el agua.

—¿Qué ha pasado, señor?

Adam le miró pero apenas sin verle.

—Un cebo, Peter. Eso es lo que eran. —Se volvió y miró hacia tierra cuando otro disparo retumbó a través de aquellas plácidas aguas. Unos pocos minutos más y su barco, su queridísima Anemone, habría sido alcanzada de pleno por alguna de aquellas balas rojas o se habría visto metida entre los bajos como una ballena encallada. Notó como la rabia le recorría de arriba abajo. Casi no podía creerse que pudiera sentirse así. Estaba como loco.

—¡Destrinque la batería de babor, señor Martin! ¡Cargue y asome, con carga doble, si es tan amable! —Ignoró las expresiones sobresaltadas y el evidente alivio de algunos de los hombres de la dotación del cúter que estrechaban las manos sonriendo con sus compañeros.

Sargeant dijo:

—¿Rumbo a seguir, señor? —Debía saberlo muy bien, pero incluso bajo su piel tostada por el sol parecía estar pálido.

—¡Quiero pasar a medio cable de ella!

Los cabos de cañón de la batería de largas piezas de a dieciocho de babor se esforzaban para que sus dotaciones cargaran y atacaran sus cargas rápidamente antes de que las cureñas chirriaran hacia sus portas abiertas.

Adam alzó el catalejo cuando todos los cabos de cañón miraron hacia popa. Vio como el desinterés que antes había en la goleta se tornaba en pánico al ver que la fragata viraba en dirección hacia ella, con su costado de babor recibiendo la luz del sol y haciendo resaltar su hilera de cañones como dientes negros.

—Al casco, señor Sargeant, no al aparejo esta vez.

Adam observó atentamente la goleta. Un grupo de hombres estaba intentando arriar un bote y se veían algunos uniformes saliendo a cubierta por las escotillas. Soldados franceses, algunos de ellos armados, y otros llenos de terror corriendo por la goleta a la deriva.

—Ve a proa, Peter. —Adam no le miró—. Si es necesario, apunta cada cañón tú mismo. Quiero que todas las balas hagan blanco.

Sargeant corrió hacia el pasamano y comunicó la orden a los cabos de cañón.

Un guardiamarina exclamó:

—¡Algunos están saltando por la borda! —Nadie dijo nada; estaban todos mirando fijamente a la goleta o a su propio comandante.

Sargeant desenvainó su sable y miró a popa como si aún esperara que su comandante anulara la orden, y entonces gritó:

—¡En el balance alto, cañón por cañón, fuego!

Las dotaciones de los cañones tenían mucha experiencia y sabían muy bien lo que tenían que hacer. A lo largo del costado de la fragata escorada, los cañones fueron escupiendo sus lenguas anaranjadas y retrocediendo sobre sus bragueros. A una distancia de un centenar de metros no podían fallar. Aparecieron agujeros en el casco de la goleta y una bala rebotó en el costado y echó abajo una masa de aparejo y motones retorciéndose.

Al cuarto cañonazo, el mar pareció abrirse ante una terrible explosión. Los hombres se taparon las orejas y otros se agacharon cuando las astillas, pedazos enteros de madera y de perchas partidas cayeron sobre la superficie del mar en cascada, convirtiendo el agua transparente en un mar de salpicaduras y trozos de madera carbonizada. Cuando el humo finalmente se disipó, no quedaba a flote ninguna parte de la goleta que fuera reconocible.

Adam cerró el catalejo de golpe.

—Póngalo en el cuaderno de bitácora, señor Martin. El buque llevaba soldados, pólvora y balas. No ha habido supervivientes. —Le dio el catalejo al guardiamarina de señales y dijo con semblante grave—: ¿Qué se esperaba, señor Dunwoody? La guerra puede ser algo muy sangriento.

Sargeant se acercó a popa y se llevó la mano al sombrero.

—No me había dado cuenta, señor. Ni sabía por qué había llamado al bote para que volviera.

—Bien, recuérdelo en el futuro. —Le puso la mano sobre el hombro. Estaba temblándole de tal manera que tuvo que hacerlo—. Debería haberlo sabido, haberme dado cuenta de lo que estaba pasando. No volverá a pasar.

Miró a los hombres que se tiraban hacia atrás braceando hasta que sus cuerpos medio desnudos quedaron totalmente inclinados respecto a la cubierta. Detrás de ellos, podía ver las gaviotas que volvían tras superar el susto de la explosión y volaban en círculo sobre los truculentos restos en busca de alimento.

—¡Casi la pierdo! —Sólo cuando miró los rasgos tensos de su amigo, vio que lo había dicho en voz alta.

Se encogió de hombros.

—Vayamos pues a informar a Lord Sutcliffe de que tiene un ejército francés acampado muy cerca.

* * *

Cuatro días después de que el Black Prince hubiera fondeado, Bolitho estaba sentado en una silla y Allday le afeitaba con su garbo habitual. Era primera hora de la mañana, un buen momento para el afeitado, para tomar un poco del excelente café de Catherine y para pensar. Los ventanales de popa y el jardín estaban abiertos para que entrara la brisa y se podía oír a los hombres moviéndose por cubierta, restregando y lampaceando la tablazón, preparando el barco para un nuevo día. Las visitas habían sido inacabables el día anterior, y Bolitho sabía que apenas había dado respiro ni a Jenour ni a Yovell en su búsqueda de información.

Había recibido a todos los comandantes, incluso al nuevo enemigo de Herrick, el capitán de navío Lord Rathcullen, comandante del Matchless, un hombre lánguido y desdeñoso pero con una gran reputación. Eso y el antiguo título familiar bastaba para sulfurar a Herrick con facilidad.

Pero estaba sorprendido por el cambio de su amigo desde aquel terrible día de su consejo de guerra. Herrick trabajaba sin respiro, y sus inspecciones de barcos y de pertrechos navales en el arsenal habían dejado a varios funcionarios y oficiales casi temblando ante su ira si se descubría algún fallo.

Era como estar en una habitación cerrada a pesar del suntuoso ambiente y del colorido del mar y del cielo. Hasta que la fragata Tybalt volviera de Jamaica o llegara el otro refuerzo de Inglaterra, la Ipswich, estaba sin fragatas. Las otras escuadras estaban desperdigadas, algunas en Jamaica o St Kitts, y otras tan lejos como en Bermuda. Todos los barcos con pabellón extranjero eran sospechosos; sin información reciente, no sabía nada de los grandes asuntos que se cocían en Europa. Una bandera española u holandesa podía ser ahora la de un aliado, y una portuguesa quizás fuera enemiga. Todos sus comandantes, del más antiguo al más moderno, se guiaban por la vieja ley del Almirantazgo: si acertabas, otros se llevaban el mérito. Si te equivocabas, cargabas con la culpa.

Yovell dejó escapar un suspiro.

—Tendré estas órdenes copiadas y listas para su firma antes del mediodía, Sir Richard.

Bolitho observó su rostro enrojecido y sudoroso.

—Antes, señor Yovell. Se lo agradecería.

Jenour se acabó su café y se sentó pensativo mirando por la gran cámara. Era uno de los mejores momentos del día, pensó. Aquello no lo compartía con nadie. Pronto empezaría la procesión: los comandantes de la escuadra, comerciantes pidiendo favores o escolta para sus barcos hasta que estuvieran en mar abierto, funcionarios del arsenal o de los almacenes de avituallamiento. Normalmente querían hablar de dinero y de qué cifra de gasto iba a autorizar Sir Richard.

Ozzard abrió la puerta.

—El comandante, señor.

Keen entró en la cámara.

—Le pido disculpas por molestarle, señor. —Lanzó una mirada a la cuchilla de afeitar de la mano de Allday, que se había quedado inmóvil de repente. Como un hombre con unas manos tan grandes podía afeitarse con tanta precisión era algo incomprensible. Como sus modelos de barcos, pensó, sin ninguna percha ni ningún motón fuera de escala. Perfectos… Aquello le trajo otro recuerdo: Allday lanzando su cuchillo al hombre del chinchorro que arrastraba a la pobre Sophie hacia la cámara del bote.

—¿Qué ocurre, Val?

—El bote del contralmirante Herrick acaba de salir del embarcadero, señor.

Bolitho percibió la hostilidad de Keen y se entristeció. Aquella era un grieta insalvable, dado que se había constituido un tribunal de investigación bajo presidencia de Herrick que había cuestionado el derecho de Keen a sacar a Zenoria del transporte que la llevaba. Casi le había pasado lo mismo a Catherine, por lo que Bolitho no culpaba a Keen por albergar un resentimiento tan amargo.

—Pues se ha levantado pronto, Val. —Esperó, consciente de que había más.

—El ayudante de piloto de guardia ha informado de que la insignia del almirante ha vuelto a ser izada en la batería, señor.

—¿Lord Sutcliffe? —Podía oír la dificultosa respiración de Allday. Después de lo que le había dicho Herrick, no esperaba que Sutcliffe volviera a sus obligaciones.

—Informe a la escuadra, Val. No quisiera que el almirante se imaginara que se le está ignorando.

Para cuando Herrick llegó al buque insignia, Bolitho se había puesto una camisa limpia y unas medias nuevas que Catherine le había comprado. Se saludaron el uno al otro informalmente en la gran cámara y Herrick no tardó en explicárselo:

—Ha llegado de St John’s esta noche, al parecer. —Rechazó el café que le ofrecía Ozzard alzando la mano—. Insiste en verte. —La mirada azul se tornó severa—. ¡Puede que no se me considere lo bastante competente para controlar las cosas aquí!

—Tranquilo, Thomas. ¿Quizás debería hablar con el cirujano jefe? —Miró alrededor buscando a Jenour—. La lancha, si es tan amable, Stephen. —Le dio tiempo para considerar aquella noticia. Era verdad que Lord Sutcliffe ostentaba todavía el mando general allí. No podía ser apartado de su puesto porque un subordinado no estuviera de acuerdo con su estrategia.

Herrick miró por los ventanales de popa abiertos con las piernas algo separadas.

—¡Presiento borrascas, eso es lo que yo digo!

Bolitho oyó el tenue chirrido de los aparejos que arriaban su lancha por el costado del barco. ¿Y si Sutcliffe tuviera alguna información secreta que darle? ¿O si supiera algo de los movimientos del enemigo? Aquello parecía improbable. Si los franceses tuvieran barcos de cierta importancia en el Caribe debían haberlos ocultado bien.

Herrick añadió con tono cansino:

—Tengo que acompañarte.

Bolitho vio que Jenour le hacía una seña desde la otra puerta.

—Eso al menos son buenas noticias, Thomas —dijo Bolitho.

Herrick cogió su sombrero y le siguió. Al hacerlo, su casaca rozó con el enfriador de vino que Catherine había hecho hacer para él, con una incrustación magníficamente tallada en su parte superior: el escudo de armas Bolitho en tres clases de madera.

Titubeó y entonces puso una mano sobre el mismo.

—Me había olvidado de él —dijo sin añadir nada más.

Con el estruendo de las pitadas resonando en sus oídos, se quedaron en silencio mientras la lancha se abría del enorme costado del buque insignia saliendo de su sombra y recibiendo el primer calor de verdad del día.

Todos los comandantes de la escuadra sabrían que Bolitho iba a tierra por algún motivo oficial; pudo ver el sol reflejándose en varios catalejos apuntados hacia su lancha. Desde el Sunderland, el Glorious y el viejo Tenacious, que había sido botado cuando Bolitho entró en la Marina a los doce años. Sonrió ligeramente. «Y los dos estamos aún aquí».

Allday movió la caña muy levemente y observó como la tierra se movía ante ellos obediente a su acción sobre el timón. Se puso tenso cuando el sol se reflejó en las bayonetas caladas de un pelotón de infantes de Marina que subía por una cuesta hacia la gran casa de muros pintados de blanco. Pero no era la guardia que iba a recibir a Sir Richard Bolitho. Allday lanzó una mirada a la espalda de Bolitho, viendo el contraste de su cabello oscuro con el canoso de su acompañante. Bolitho no se había dado cuenta. Todavía no, al menos. Lord Sutcliffe no podía haber elegido un lugar peor para su estancia en English Harbour.

Allday se acordaba de aquello como si fuera ayer mismo. Era donde Sir Richard había vuelto a encontrarse con su dama después de algunos años sin verse. Donde él mismo había esperado que pasara la noche fumando en su pipa y disfrutando de su ron bajo las estrellas, sabiendo que mientras tanto Sir Richard estaba con ella. Con ella en el sentido más amplio de la expresión. Con la esposa de otro hombre. Había llovido mucho desde entonces, pero el escándalo era mayor que nunca.

Vio que Bolitho se tocaba el ojo malo y la rápida y preocupada mirada que Jenour le dirigía.

«Siempre el dolor».

Parecía como si nunca pudieran dejarle solo. Sus vidas estaban en sus manos y no en las de unos puñeteros almirantes que no parecían haber hecho nada.

Rugió las órdenes:

—¡Proa! ¡Alzad remos!

Aguzó la vista para mirar la pequeña partida de recepción que había en el embarcadero. Bolitho había captado el tono molesto de su voz y se volvió ligeramente para mirarle.

—Lo sé, amigo mío. Lo sé. No hay defensa posible ante los recuerdos.

La lancha se puso de costado ante el embarcadero con tanta destreza que el casco podía haber agrietado un huevo sin romperlo contra los pilotes del mismo.

Bolitho bajó del bote y se detuvo un momento para levantar la vista hacia la casa. «Estoy aquí, Kate. Y tú estás conmigo».

* * *

Una vez Bolitho se hubo dado cuenta de dónde tenía que verse con el almirante al mando, se preparó como si se tratara de una confrontación con una persona de su pasado. El problema era que estaba exactamente tal como lo recordaba, con la misma terraza amplia que daba al fondeadero y desde la que ella había observado al Hyperion entrando en puerto y donde había oído su nombre como el hombre cuya insignia ondeaba sobre el viejo barco.

Unos cuantos jardineros negros merodeaban entre los exuberantes macizos de arbustos, pero Bolitho ya había tenido la impresión de que la casa, como el pelotón de infantes de Marina, ahuyentaba a los visitantes más que lo contrario.

Herrick le había presentado al cirujano jefe, un hombre pequeño de ojos tristes apellidado Ruel. Ahora, mientras se acercaban a la casa, Ruel caminaba a su lado, despacio, como si fuera reacio a visitar de nuevo a su paciente.

Bolitho le preguntó sin levantar la voz:

—¿Cómo está el almirante? Tenía entendido que estaba demasiado enfermo para volver aquí.

Ruel miró a los demás que les acompañaban: Jenour y Herrick, dos de los ayudantes del almirante y un capitán de infantería de Marina.

Respondió con cautela:

—Se está muriendo, Sir Richard. Me sorprende que haya vivido tanto. —Vio la mirada interrogante de Bolitho y añadió—: He sido cirujano en estas islas durante diez años. Me he acostumbrado a los diferentes disfraces de la muerte.

—Es fiebre, pues. —Oyó a Herrick hablando con Jenour y se preguntó si estaría pensando en su esposa Dulcie, que había muerto de forma tan cruel de tifus en Kent. Y si se daba cuenta al fin de que Catherine podía haber muerto fácilmente también al no querer abandonarla en sus últimas horas en la tierra.

—Creo que debo decírselo, Sir Richard. —A Ruel le resultaba difícil hablar de aquello bajo el sol brillante con gente a su alrededor hablando de Inglaterra, de la guerra y del tiempo como si nada especial ocurriera.

—Dígamelo. No soy inocente y tampoco me es ajena la muerte.

Vio como el cirujano se acercaba una mano a la boca.

—No es fiebre, Sir Richard. Lord Sutcliffe está mal y la atención médica no puede hacer nada por él.

—Entiendo. —Bolitho levantó la vista hacia la elegante casa, la mejor de English Harbour. Allí se habían encontrado el uno al otro, y se habían amado muy intensamente, ignorando el desafío al honor y a la reputación y el daño que su relación podía provocar. Y dijo escuetamente—: Sífilis. —Vio el rápido asentir de la cabeza del cirujano—. He oído algo de la reputación del almirante, pero no tenía ni idea… —Se calló. ¿Qué sentido tenía involucrar al cirujano? Los marineros se contagiaban por sus escasos contactos con mujeres del pueblo; a los oficiales superiores casi nunca se les atribuían esas enfermedades.

El cirujano vaciló.

—Me temo que podrá oír pocas cosas con sentido de boca de su señoría. La cabeza le falla y tiene iritis, por lo que no puede soportar la luz del día. —Se encogió de hombros compungido—. Lo siento, Sir Richard. Sé de su preocupación por los marineros y de la ayuda que brindó a Sir Piers Blachford, de quien me honro de ser discípulo y de haber aprendido casi todo lo que sé de esta horrible profesión.

Blachford. Nunca parecía estar muy lejos. Bolitho dijo:

—Le agradezco su franqueza, doctor Ruel. Su profesión no es tan horrible como usted proclama. Ahora que le he conocido, confío aún más en ustedes. —Hizo un breve movimiento de cabeza hacia los demás—. Voy a entrar. Stephen, venga conmigo.

—¿Y yo? —preguntó Herrick sorprendido.

Bolitho dijo con tono tranquilizador:

—Confía en mí.

Dos infantes de Marina les abrieron las puertas y entonces entraron en el gran vestíbulo. Como si fuera ayer. Como si fuera en aquel mismo momento. Las sonrisas, las expresiones poco sinceras, las mujeres con sus atrevidos vestidos y sus joyas, el súbito resplandor de luz… y entonces el tropezón con un escalón que no había visto. Catherine dando un paso adelante para ayudarle. Un contacto que, después de tanto tiempo, había sido como la ignición de una mecha.

Aunque era por la mañana y el puerto resplandecía con los reflejos del sol y los vivos colores. Sin embargo, allí dentro era como si fuera de noche todavía.

Un criado negro, nervioso, les hizo una reverencia y les señaló el pasillo más cercano.

Bolitho murmuró a Jenour:

—El almirante no puede ver muy bien… La luz le hace daño en los ojos. ¿Comprende?

Jenour comentó con tono grave:

—No le queda mucho, Sir Richard. Es sífilis terciaria en su fase más virulenta.

A pesar de su inquietud, Bolitho encontró tiempo para sorprenderse por lo que sabía el joven teniente de navío. Pero se acordó de que su padre era boticario y su tío un médico de cierta reputación en Southampton. Probablemente habían abominado de la decisión de Jenour de desperdiciar la ocasión de hacer carrera en la medicina a cambio de los riesgos e incertidumbres del servicio naval.

—Ayúdeme, Stephen —dijo. No necesitó explicárselo más.

Cuando la puerta se abrió, se encontró de repente en la más absoluta oscuridad. Pero cuando se le acostumbró la vista vio una pequeña franja de luz del sol entre las cortinas y supo que estaba en la habitación en que ella había descubierto su lesión, al ser él incapaz de distinguir el color de una cinta de su cabello. Ayer.

—Siéntese, Sir Richard. —La voz vino de la nada, sorprendentemente firme, incluso con un tono ligeramente molesto, como el de alguien a quien hubieran hecho esperar.

Bolitho dio un grito ahogado y al instante notó la mano de Jenour en su codo. Había chocado con un taburete o mesa baja y la constatación de su impotencia le hizo sentirse de repente desesperado y enfadado.

—Siento recibirle de esta manera. —El tono decía otra cosa diferente.

Bolitho encontró una silla y se sentó con cuidado. Dibujada en aquella pequeña franja de luz pudo ver la silueta de la cara del hombre y, peor aún, sus ojos como piedras blancas.

—Y yo siento que esté usted postrado, milord.

Se hizo un silencio y Bolitho se dio cuenta del hedor amargo de la habitación, del olor a sábanas sucias.

—Por supuesto, estoy al corriente de su reputación y de la historia de su familia. Me honra el hecho de que le hayan enviado aquí para sustituirme.

—No lo sabía, milord. Nadie en Inglaterra ha oído nada acerca de su…

—¿Infortunio? ¿Era así como iba a calificarlo?

—No quería ser irrespetuoso, milord.

—No, no, por supuesto, lo sé. Yo mando aquí. Mis órdenes siguen en pie hasta… —Un ataque de tos y arcadas interrumpió su frase.

Bolitho esperó a que acabara y entonces dijo:

—Los franceses sabrán seguramente de nuestras intenciones de atacar y, si es posible, conquistar Martinica. Sin ella, no podrían operar en el Caribe. Mis órdenes son encontrar al enemigo antes de que pueda utilizar sus barcos para atacarnos y debilitar nuestro asalto. Necesitamos a todas nuestras fuerzas. —Hizo una pausa. Era inútil. Era como hablarle a una sombra. Pero Sutcliffe tenía razón en una cosa: detentaba el mando general de la zona, estuviera enfermo, loco o lo que fuera. Prosiguió—: ¿Puedo sugerirle que cuando la Tybalt vuelva de Jamaica envíe usted una goleta rápida allí para pedirle al almirante que le preste más apoyo?

Sutcliffe carraspeó ruidosamente.

—El contralmirante Herrick autorizó el apresamiento de aquellas goletas, pero ya tenía noticia de su fama de insubordinado. Tengo la intención de informar a sus señorías de cualquier otro acto de deslealtad. ¿Soy lo bastante claro?

Bolitho respondió sin alzar la voz:

—Suena a amenaza, milord.

—No. ¡A promesa!

Jenour movió los pies y al instante los ojos blancos se movieron hacia él.

—¿Quién es ese? ¿Ha traído un testigo?

—Es mi ayudante.

—Entiendo. —Se rió discretamente, un sonido escalofriante en aquella habitación que daba sensación de agobio—. Conocí al vizconde de Somervell, desde luego, cuando era inspector general de su majestad en las Indias y yo estaba en las Barbados. Me pareció un hombre de honor… pero sin duda estará usted en desacuerdo, Sir Richard.

Bolitho se tocó el ojo malo mientras la cabeza le daba vueltas. El hombre estaba loco. Pero no tan loco como para no hacer uso de su malicia.

—Tiene usted razón, milord. Estoy en desacuerdo. —Ya no había otra salida—. ¡Sé muy bien que fue un truhán, un mentiroso y un hombre que disfrutaba matando porque sí!

Oyó como el almirante vomitaba en una palangana y cerró los puños asqueado. Por Dios, ¿era aquel el precio del pecado con el que el viejo rector de Falmouth les amenazaba cuando eran unos niños temerosos? ¿El destino del pecador?

Cuando Sutcliffe volvió a hablar sonó totalmente calmado, peligrosamente calmado.

—He oído sus informes acerca de una supuesta fragata holandesa y de que está usted fervientemente convencido de que el enemigo pretende dividir nuestras fuerzas. Aquí usted me va a obedecer. Lleve a cabo sus patrullas y ejercite a su gente; será lo más sensato. ¡Pero intente desacreditarme y será su condena definitiva!

—Es muy probable que eso no tarde en llegarme, milord. —Se puso en pie y esperó a que Jenour le guiara cogiéndole del brazo.

—No he terminado todavía, señor.

Bolitho se volvió con aire cansino. Era tan inútil, tan absurdo. Con la mayor parte de la flota preparada para rechazar un ataque a Jamaica, el camino estaba bien despejado para una acción importante de los franceses. «Y todo lo que tengo son seis barcos».

Jamaica estaba a cerca de mil trescientas millas hacia el oeste. Incluso con vientos favorables, a los barcos les llevaría demasiado tiempo retomar su dominio de las islas de Sotavento.

—Creo que el enemigo tiene intención de atacar nuestras bases de aquí, milord —dijo.

—¿Aquí? ¿Antigua? ¿St Kitts, quizás? ¿Dónde más se imagina su ataque? —Soltó una risotada estridente que desembocó en otro ataque de arcadas. Esta vez no paró.

Bolitho vio la puerta abierta y la cara de Jenour llena de preocupación cuando la luz mortecina del vestíbulo les alcanzó.

El cirujano estaba esperándole algo apartado de los demás como si se imaginara lo que había ocurrido.

—¿Cuánto, doctor? —Oyó como Sutcliffe llamaba con su timbre y vio la evidente reticencia de los criados a acudir a la llamada—. ¿Puede decírmelo?

El médico se encogió de hombros.

—Aquí mueren hombres y mujeres cada día, en silencio y sin quejarse. Es la voluntad del Señor, dicen. Me he llegado a acostumbrar a esto, aunque no puedo resignarme. —Consideró la cuestión—. Es imposible de decir, Sir Richard. Podría morir mañana; podría sobrevivir un mes, incluso más, y entonces no sabrá ni cómo se llama.

—Entonces estamos perdidos. —Notó como la rabia le invadía de nuevo por dentro. Había miles de hombres dependiendo de sus superiores. ¿A nadie le importaba? El almirante iba a morir, consumido implacablemente por su enfermedad. Pero para el mundo exterior, si se creía la mentira, era un hombre agotado por su dedicación al deber.

El cirujano estaba junto a una de las ventanas y señaló hacia la resplandeciente línea plateada del horizonte.

—Allá lejos está el enemigo, Sir Richard. Está allí por algo. —Observó el semblante grave de Bolitho—. Para usted, la voluntad del Señor no basta, ¿no?

Bolitho esperó junto a Jenour en el embarcadero castigado por el sol a que la lancha maniobrara y se situara al lado de la escalera. Bajo la intensa luz, los mismos oficiales que habían sido enviados a recibirle esperaban discretamente a distancia a que se fuera. Puede que se alegraran de verle marcharse tras perturbar su aislado mundo, pensando quizás que la rutina les salvaría. Sutcliffe moriría, y tras la apropiada ceremonia fúnebre, llegaría otro almirante. La vida seguiría.

—Bien, Stephen, ¿qué piensa de todo esto?

Jenour miró fijamente hacia el mar.

—Creo que Lord Sutcliffe es completamente consciente de la autoridad que tiene, Sir Richard.

Bolitho esperó un momento.

—Necesito saberlo, Stephen. Apoyarse solamente en los puntos de vista de uno mismo puede ser peligroso.

Jenour se mordió el labio.

—Ninguno de estos oficiales se atrevería a desafiar al almirante. Equivocado o no, Lord Sutcliffe rige sus destinos. Decir otra cosa se consideraría una traición, o en el mejor de los casos, un motín. —Su semblante franco estaba lleno de inquietud—. Nadie le va a apoyar a usted, Sir Richard. —Titubeó—. Excepto la escuadra y sus comandantes, que esperan lo mejor de usted.

Bolitho dijo con tono amargo:

—Sí, y que les pida que mueran por mí. —Se volvió hacia un lado cuando la lancha se enganchó en el embarcadero—. ¿Y qué hay del contralmirante Herrick? ¡Vamos, hombre, hable… ahora como amigo!

—No hará nada. Lo arriesgó todo por su propia satisfacción en su consejo de guerra. —Vio el dolor de la mirada de Bolitho—. No volverá a hacerlo nunca.

Allday bajó al embarcadero y se quitó el sombrero. Captó enseguida la expresión de preocupación de Bolitho y la intensidad de la mirada de su ayudante.

Bolitho saltó al bote tras Jenour y se sentó en la cámara del bote.

Era la segunda vez del día que Jenour le sorprendía. Una vez más, supo que tenía razón.